La pasión por la lectura y una notable afición por la historia dan como resultado que me haya sentido atraída desde bastante pronto por las lecturas históricas, entre ellas por supuesto las del género conocido como "novela histórica" (por más que en ese saco caben últimamente obras que tienen poco tanto de los primero como de lo segundo). En su momento -hace mucho de eso- devoré con emoción varias entregas de las aventuras de La pimpinela escarlata, así como las correspondientes obras de Dumas o Miguel Strogoff. Más adelante, avatares de mi vida profesional me llevaron a tener que leer -no siempre, hay que confesarlo, con el mismo agrado que en mis incursiones juveniles en el género- mucha novela histórica. Por supuesto, con algunas disfruté enormemente. Robert Graves, Marguerite Yourcenar o Mary Renault (una verdadera lástima que su insuperable trilogía sobre Alejandro Magno esté tan mal traducida al español) me introdujeron con todos los honores en la recreación del mundo clásico. También pude darme cuenta de que demasiados autores se limitaban a parafrasear, con mayor o menor acierto, a los historiadores romanos. Si Suetonio o Plutarco levantasen la cabeza, se harían cruces de lo muy rapiñadas que han sido sus obras.
Al final, tantas lecturas sobre temas parecidos desembocan en una especie de empacho. Y ya se sabe que el mejor remedio para eso es el ayuno. En los últimos tiempos, pues, sólo muy de vez en cuando he tomado una de esas novelas para leer por placer, fuera del ámbito profesional. Creía sinceramente que ya conocía todos los trucos del oficio. Así que, cuando cayó en mis manos el Augustus (El hijo de César, en la versión española) de John Williams -el autor de la excelente Stoner- dude durante un tiempo antes de ponerme a ello. Me imaginaba otro calco de las Vidas de los Césares y, en cualquier caso, tengo un conocimiento suficientemente amplio de esa etapa de la historia romana como para necesitar que me la refrescasen. Pero el verano es largo y Augustus viajaba conmigo, de modo que acabó cayendo. Ha sido, de largo, la mejor lectura que he hecho estos meses. Williams maneja en esta obra un tema muy distinto del de Stoner -nada que ver la historia de un oscuro profesor de universidad americano con la trepidante vida de uno de los dueños del mundo antiguo-, pero demuestra ser tan hábil examinando el alma humana en uno como en otro caso. La historia de Octavio Augusto no nos la cuenta él -no estamos ante unas falsas memorias como las de Yo, Claudio-, ni tampoco un narrador omnisciente, sino que está hecha de retazos de cartas, de diarios, de edictos... todo tipo de documentos escritos (aparentemente) tanto por sus amigos como por sus enemigos, que dan como resultado un retrato lleno de matices que nos explica de modo totalmente plausible cómo un joven patricio de diecinueve años llega a convertirse en emperador de una potencia mundial. Lo más novedoso, lo que más se agradece, es que el centro de interés de la novela no está en los grandes hechos, en las batallas ganadas o en las rencillas políticas -aunque sea inevitable hablar de todo ello- sino en los tipos humanos que la habitan. Se sale de su lectura con la impresión de haberse codeado con todos esos personajes togados y de comprender qué era lo que motivaba sus acciones.
En resumen, diría que El hijo de César es esa cosa tan rara: una novela histórica para gente que no lee novela histórica. Que, por cierto, fue galardonada con el National Book Award el año de su publicación, un premio que han obtenido autores como Philip Roth, Saul Bellow o Thornton Wilder, entre otros. Calidad de la buena.
Me ha gustado mucho tu reseña de ambos libros y, en general, toda la entrada. Gracias. Los apunto para antes de que acabe el mes... Un saludo.
ResponderEliminarGracias, Rachel. ¡Espero que te gusten los libros!
EliminarA mi lista! Ya sabes que siempre te hago caso y coincidimos casi siempre.
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