John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

jueves, 19 de octubre de 2023

EN FAVOR DE LOS TRADUCTORES

 


Al contrario de lo que ocurre en los países anglosajones, donde una gran mayoría de las obras literarias que se ofrecen al consumidor fueron escritas originalmente en inglés, en España (igual que en Italia, en Portugal, en Grecia o en muchos otros países), un porcentaje muy notable de los libros que circulan son traducciones de otras lenguas. Este es un hecho en el que buena parte de los lectores no reparan. Están convencidos de haber leído a Elena Ferrante, por decir algo, cuando la novela es de Ferrante, pero la lengua le pertenece a Celia Filipetto, su traductora (quien, por cierto, acaba de obtener, muy merecidamente, el Premio Nacional de Traducción).

En realidad, la traducción es una labor a un tiempo imprescindible e invisible. Imprescindible porque, de otro modo, quien no domina más que una lengua vería drásticamente limitado su campo cultural (Iba a escribir “su lengua materna”, pero esto también podría ser objeto de un largo debate.). Sin traductores, olvídate de Homero, de Shakespeare, de Dante, olvídate también de la propia Biblia. Pero la traducción es también invisible, porque tendemos a olvidar que lo que llega a nuestras manos en nuestra lengua no fue originalmente escrito así. Cuando cree estar leyendo a Tolstói, a Kafka o a Joyce, el lector olvida que esas frases que tan bien suenan han pasado por el filtro de la traducción. No son lo que dice el autor, propiamente, sino lo que ha interpretado el traductor.

Como dice Kate Briggs, ella misma traductora, en su ensayo This Little Art, el traductor, igual que hace el novelista, le pide al lector que suspenda por unos momentos su incredulidad.  Si, al abrir una novela, somos conscientes de que los personajes que contienen sus páginas no son reales, pero aún así estamos dispuestos a fingir que lo son, a sufrir y reír con ellos, al leer una novela traducida el pacto es doble: no solo esos personajes no han existido nunca, sino que nunca se expresaron en esa lengua. Y el lector lo hace. Sabemos -por tomar uno de los ejemplos que cita esta autora- que los personajes de Thomas Mann se expresan en alemán, pero cuando abrimos la traducción de La Montaña Mágica de Isabel García Adánez estamos dispuestos a aceptar que, a Hans Castorp, a su llegada a Davos, le recibe su primo Joachim diciendo: “¡Muy buenas! ¿No vas a bajar?”, con el “campechano acento de Hamburgo”. El lector ni pestañea.

Para que esta especie de doble salto mortal funcione, se requiere algo muy difícil: que el autor posea la habilidad suficiente para hacer verosímil lo que cuenta, y que el traductor, por su parte, posea una habilidad similar para verterlo a otra lengua sin que al texto se le vean continuamente las costuras, sin que quede al descubierto el andamiaje de esta suplantación.  Como dice Nuria Barrios en La impostora, un ensayo sobre los vínculos entre traducción y creación, “La traductora presta su voz a un autor extranjero para que la lectora lo identifique como parte de su cultura -una Agota Kristoff hispana, un Emmanuel Carrère hispano, una elena Ferrante hispana…- y su obra no le suene ajena”. Aunque, “La difícil y fascinante meta de la traducción es mantener vivo el eco del idioma de origen en el idioma de destino”. Un trabajo ingente y delicado.

Según la ley de propiedad intelectual española, el traductor es considerado creador de pleno derecho. Con justicia, pues la traducción es, sin lugar a dudas, un proceso de creación. Sin embargo, se trata de un trabajo poco valorado y aún peor pagado. Recientemente, la asociación ACE Traductores publicó un manifiesto en el que denunciaba que “en dos décadas apenas han mejorado las condiciones económicas de un grupo de profesionales que contribuye de manera nada desdeñable a engrosar los beneficios del sector editorial”. Vaya, que viene cobrando la misma tarifa que hace veinte años. ¿Se imaginan que ocurriese lo mismo en el resto de ocupaciones?

Si alguna vez ha caído en sus manos una mala traducción, de esas que convierten el texto en algo ilegible, coincidirán conmigo en que los profesionales de la traducción merecen una remuneración adecuada a su esfuerzo y a su buen hacer. La próxima vez que abran una novela traducida y el lenguaje fluya armoniosamente, piensen en la persona que ha hecho posible ese milagro, y agradézcanselo. Ojalá los editores lo hiciesen también.    

miércoles, 30 de agosto de 2023

EL ANTILADRÓN DE LIBROS


(Ilustración de Chris Madden)

Lamentablemente, el robo de libros es una lacra antigua y extendida. En diversas ocasiones nos hemos ocupado en este blog de esta variedad de los amigos de lo ajeno, desde los que actúan por simple afán de lucro -como los ladrones que sustraen ejemplares raros y valiosos (robos que muy a menudo, nos tememos, no llegan a ser descubiertos)- hasta quienes lo hacen por una obsesión que les lleva a codiciar determinadas obras con afán enfermizo y delictivo. También están los que practican el robo de libros casi como deporte, actividad que algunos camuflan como postura política (véase el caso de Abbie Hoffman, autor de una obra titulada Roba este libro... que a su vez se convirtió en uno de los títulos más robados en las librerías estadounidenses.) El robo de libros, en cualquiera de sus variantes, es además una lacra inmemorial, pues ya en las bibliotecas de la Antigüedad, así como en las de la Edad Media, eran frecuentes las inscripciones que amenazaban al ladrón con las más terribles maldiciones. 


Maldición en un manuscrito del siglo XII

Quien se interese por el tema encontrará innumerables casos y anécdotas asociadas a este tipo de ladrones. Sin embargo, hasta ahora yo no me había topado con su reverso: el antiladrón de libros. No piensen que hablamos de alguien que trata de evitar los robos de libros, sino de alguien que, en lugar de sustraer libros, los aporta.... eso sí, subrepticiamente. Allí donde un ladrón acecha el momento oportuno para hacerse, a escondidas, con un ejemplar, nuestro antiladrón se vale de idénticas tretas para dejar libros sin que nadie lo advierta. Se preguntarán a qué se debe esta conducta, en apariencia chocante. Cualquiera de mis lectores que -como nos ocurre a  la mayoría de bibliópatas- tenga su casa atiborrada de libros lo comprenderá fácilmente. Llegados a ese punto en que no cabe una estantería más, en que las dobles y triples filas no admiten más ejemplares, en que las pilas de libros amenazan con derrumbarse, todos nos hemos preguntado cómo hacer para aliviar, aunque sea mínimamente, tamaña carga libresca. No es tan fácil. Hay quien opta por abandonar unos cuantos volúmenes a su suerte en cualquier lugar público, confiando en que aparecerá algún alma caritativa (y lectora) que se los lleve a su casa. No hay garantía, por supuesto, de que eso ocurra. La opción en apariencia más sencilla y expeditiva, la de tirarlos a la basura (o al container del reciclaje) va contra nuestros principios más arraigados: a cualquier amante de los libros, tratarlos como si fuesen mondas de naranja o envases de tetrabrik le produce un dolor indecible. ¿Qué desearíamos para ellos? Naturalmente, que encuentren un buen hogar. Que sean acogidos por alguien que los aprecie y los cuide y, a ser posible, que lleguen a nuevos lectores. Está claro: ¡una biblioteca! Pero, ay, resulta que las bibliotecas públicas no admiten donaciones de particulares. Si se les ha pasado por la cabeza aligerar el peso que soportan sus librerías -o deshacerse de los libros de su difunta tía Engracia, que de ningún modo caben en su casa-, desechen esa idea de inmediato. 

Gladstone's Library

Pero allí donde los simples mortales fracasamos y damos media vuelta ante la firme negativa de la biblioteca a quedarse con nuestros libros descartados, nuestro intrépido antiladrón se crece. Adoptando su expresión más inocente, se encamina decidido a la biblioteca elegida (a ser posible, una donde no le tengan ya visto) provisto de una mochila, como un estudiante cualquiera de los que aprovechan sus acogedoras salas para repasar sus apuntes. Una vez allí, deambula por los pasillos, buscando siempre los más solitarios, para ir repartiendo, con disimulo, la carga de su mochila: ora coloca una novela del XIX entre los tratados de química inorgánica, ora camufla una recopilación de cuentos fantásticos entre manuales de contabilidad. O deja un volumen de poesía entre las actas de los Congresos Eucarísticos (signatura 265, por si alguien está interesado en consultarlas). Lo encuentro una actividad fascinante. Desde que supe de esta modalidad, no dejo de elucubrar, ante mis libros candidatos a ser expurgados, cuál sería el lugar más adecuado para depositar cada uno de ellos.

Entiéndanme, no estoy animándoles a que imiten el ejemplo de nuestro ingenioso antiladrón. Soy consciente del trastorno que sus incursiones deben de causar a los bibliotecarios, obligados de repente a catalogar una serie de ejemplares con los que no contaban, y a ejercer de vigilantes para evitar sucesivas aportaciones no deseadas. Aunque, por el momento, solo sé de una persona (cuya identidad debo mantener en el más riguroso secreto) que practique este -diríamos- deporte, de modo que confío en que el daño causado no sea grave. 

viernes, 30 de junio de 2023

¿CUÁNTAS PÁGINAS DEBE TENER UN LIBRO?

Decididamente, las redes son una mina. Por más que una sea cuidadosa con los perfiles que sigue, los señores que las gestionan (tal vez se encarga ya la IA, a estas alturas) se encargan de llenar tu pantalla de informaciones que ni has pedido, ni te interesan. Lo que por regla general resulta muy irritante, pero de vez en cuando estas apariciones no solicitadas dan pie a echar unas risas, o a reflexionar un poco, como en este caso. Todo viene a cuento de que me he topado con un tuit -una de esas preguntas a los lectores de las que hablé hace poco- que decía: "¿A partir de cuántas páginas consideras que un libro es un tocho?" Por supuesto, no he respondido, básicamente por dos razones: 

1) Porque estoy segura de que su autor/a no tiene mayor interés en saberlo, solo busca acumular respuestas, retuits y nuevos seguidores.

2) Porque, de querer darle una respuesta, me vería obligada a sobrepasar de largo la extensión máxima de 280 caracteres. ¿Que podría hacer un hilo? Sin duda, pero no creo que Twitter sea el lugar más adecuado para elucubrar sobre estos temas. Así que me he venido hasta aquí para hacerlo.

Como suele ocurrir con este tipo de preguntas hechas sin ton ni son, ya su enunciado es discutible. ¿Qué entendemos por "tocho"? ¿Simplemente, un libro con muchas páginas? Obsérvese que el término "tocho" posee un matiz despectivo; en su primera acepción del diccionario de la RAE, como adjetivo, "tocho" significa "tosco, inculto, necio"; solo en su cuarta acepción, y como coloquialismo,  encontramos el sustantivo "tocho" como equivalente a "libro con muchas páginas" (que suponemos es el significado que quiere dar a entender el tuit en cuestión). Ahora bien, ¿es el número de páginas un criterio válido para juzgar un libro? La pregunta no lo especifica, pero es común que a algunos lectores la perspectiva de leer más de un determinado número de páginas les resulte disuasoria. ("Huy, no, este libro no, que es un tocho.")

También es discutible el concepto de "páginas", que no es ni mucho menos inmutable. Según sean el formato, el cuerpo de letra, la interlínea o los márgenes de cada edición, una misma obra puede ocupar más o menos páginas. En épocas de carestía de papel, es corriente que el cuerpo y la interlínea se reduzcan, y los márgenes se aprovechen al máximo. Veamos el ejemplo de una de las novelas de Galdós, Misericordia, que en su edición original de 1897 ocupaba 398 págs.; en 1932 podemos encontrar una edición, de la editorial Hernando, con solo 361 págs., pero en épocas de vacas flacas el adelgazamiento se incrementa: en 1945, la edición que publica Losada tiene solo 240 págs.; a partir de ahí, el libro irá engordando: la última edición registrada en el catálogo de la Biblioteca Nacional (Navona, 2020) alcanza ya las 353. ¿La debemos, pues, considerar un "tocho", de casi 400 páginas, o  una novela breve de solo 240?  


Por cierto, lo que mucha gente no sabe es que esas larguísimas novelas del XIX por lo general no se comercializaban en un solo volumen. Muchas vieron la luz por entregas -y ahí sí que interesaba demorar todo lo posible su conclusión, porque de este modo el escritor seguía cobrando- o divididas en tres volúmenes, que era el formato usual (que las novelas de Jane Austen, por ejemplo, estén divididas en tres partes se debe, ni más ni menos, a que se publicaron de este modo, y cada parte corresponde a un volumen).  


Aunque, a fin de cuentas, lo que debería importar no es la extensión en páginas de un libro, sino su contenido. Es decir, si esas páginas, no importa  qué pocas o qué muchas sean, están bien aprovechadas. Personalmente, estoy muy a favor de los libros largos, de esos que una querría que durasen eternamente: eso sí, su longitud ha de estar justificada, nada de andar rellenando páginas con diálogos insulsos, o descripciones que no aportan nada. Hay, por desgracia, muchas novelas que habrían mejorado notablemente si su autor o sus editores se hubiesen dignado recortar varias decenas de páginas. Este de la extensión desmesurada es un mal que aqueja en especial a los por lo general horrendos productos comerciales llamados bestsellers, que parecen competir entre ellos por ver quién llena más páginas. (De paso, no me resisto a comentar que el mismo mal padecen las últimas producciones de Hollywood. Ya nadie parece ser capaz de contar una historia en menos de tres horas, y me quedo corta. ¡Pero si está lleno de obras maestras del cine que lo resuelven en hora y media, tan ricamente!) 

En fin, como ven, en cuanto al asunto de los "tochos" no es tan fácil pronunciarse. Por mi parte, ando aún llorando por las esquinas, lamentando haber acabado mi lectura de Guerra y paz, un "tocho" que no me habría importado en absoluto que tuviese unos cuantos cientos de páginas más. 

domingo, 21 de mayo de 2023

¿LECTURA O CONVERSACIÓN?

       Madame de Sevigné, gran admiradora del arte de la conversación

 Lo confieso, no soy una persona sociable. La idea de encontrarme en una reunión donde haya más de dos personas  -y, cuantas más sean, peor- me produce un rechazo instintivo (ya expliqué en otro lugar que el efecto de acudir a una fiesta cualquiera es para mí semejante a tener que vérmelas con un grupo de dementores). Se debe, sin duda, a mi falta de habilidad para interactuar con otros seres humanos. Me supone un verdadero esfuerzo practicar ese arte que los ingleses llaman small-talk, ese intercambio de opiniones banales sobre asuntos anodinos que, según dicen, engrasa las relaciones sociales. Al parecer, lo suyo es empezar por charlar de cosas triviales para, progresivamente, ir entrando en temas más serios, cuando -siempre según la teoría- saldrán a relucir las verdaderas joyas que hacen de la conversación un arte. Decía madame de Sevigné: "Me encanta la compañía de aquellos que poseen el don de la conversación, que pueden hacer que el tiempo pase volando y que uno se sienta iluminado y enriquecido". Tal vez ella se movía en un círculo compuesto solo de gentes cultas e interesantes, o tal vez ella misma poseía el don de sacar de las personas sus mejores pensamientos. Me temo que mi experiencia es muy distinta. Si he de ser sincera, en la mayoría de las ocasiones en que las circunstancias me obligan a conversar con otros, me aburro soberanamente. Mi actividad se reduce bien a poner cara de estar escuchando con atención a alguien que me habla de cosas por las que siento un nulo interés, bien a devanarme los sesos tratando de encontrar un comentario que esté a la misma altura de las naderías que el otro (u otra) está manejando. (Aún recuerdo una de las veladas más soporíferas de mi vida: una cena de empresa en la que mis compañeros de mesa se pasaron toda la noche hablando de los radares de tráfico, de dónde estaban ubicados, de sus multas/no multas a causa de ellos, y otras "aventuras" derivadas de los excesos de velocidad al volante. No hubo otro tema. Creí morir de aburrimiento.) 

Se supone que estos señores del XVIII están reunidos para conversar sobre temas elevados. Pero me da que al menos uno de ellos se está aburriendo bastante. 

Dar con alguien con quien la conversación fluya sin esfuerzo, de la que salgas enriquecida (como dice madame de Sevigné), con la sensación de haber aprendido algo y, a ser posible, de haberle aportado también algo a tu interlocutor, es una rareza. Lo habitual es que, mientras finjo interesarme por lo que me cuentan, vaya pensando para mis adentros que preferiría mil veces estar en casa leyendo. Porque, incluso la novela más boba al menos te narra una historia, consigue -por los medios que sean- sostener tu interés mientras dura la lectura, te entretiene (y, en el mejor de los casos, te enriquece). Si no lo consigue, dejas el libro y buscas otro, cosa que difícilmente puedes hacer con tu interlocutor. Aunque, bien pensado, ¡cómo me gustaría poder hacerlo!; levantarte a los cinco minutos de charla inane y dejar al otro con la palabra en la boca. Si el libro no me gusta puedo rechazarlo, manifestarle mi desacuerdo... o, si me da el arrebato, tirarlo contra la pared. Nadie resulta ofendido. 

Por eso, si puedo elegir, prefiero siempre la lectura a la conversación. Mi estado mental lo agradece. Ya lo decía Quevedo: "Con pocos, pero doctos libros juntos, vivo en conversación con los difuntos y escucho con mis ojos a los muertos".

miércoles, 3 de mayo de 2023

LA SEQUÍA, EL CLIMA Y LA FICCIÓN

 


"A unos cuatrocientos metros a la izquierda se abría la boca del río seco, el curso que había seguido diez años antes, para llegar a la playa. Miles de toneladas de arena y piedras sueltas que bajaban al lecho vacío desde las lomas adyacentes habían sepultado las orillas, ocultas también en parte por los trabajos de la cantera. (...) Del otro lado de la cantera se abría una concavidad entre las dunas, donde sobresalía el descolorido techo dorado de una casilla de una vieja feria de diversiones. El cobertizo de madera pintada a rayas colgaba sobre los caballos silenciosos del tiovivo, inmovilizados como unicornios en la espiral de los ejes." (J. G. Ballard, La sequía, 1965)

Este fin de semana llovió en mi ciudad. Al fin, después de más de dos meses sin que cayera ni una gota. Y de un invierno excepcionalmente seco. Estábamos cansados de mirar el cielo azul, implorando la aparición de alguna nube preñada de agua. Lamentablemente, la alegría fue efímera. Un par de chaparrones, y ha regresado la sequía. Contemplar los parques y sus plantas sedientas -no las riegan, dicen, para ahorrar agua; estoy segura de que las piscinas privadas de Pedralbes lucen perfectas-, las fuentes vacías, da dolor. Casi tanto como las fotos de los embalses medio secos, de los que han tenido que evacuar a los peces, que iban a morir por falta de oxígeno en el agua. Miedo me da pensar en el verano, que auguran será aún más tórrido que el anterior (y llevamos ya varios años batiendo récords de calor). La sensación inevitable es de hallarnos próximos a un mundo apocalíptico, donde la vida pronto va a volverse imposible. 

Pero todo esto ya lo preveía la literatura. Visionarios como Ballard, que hace sesenta años ya fue capaz de imaginar escenarios tremebundos en que el mundo se enfrentaba a catástrofes climáticas, causadas por el hombre, desde El mundo sumergido a La sequía o algunos de los relatos incluidos en la antología Playa terminal (En el titulado "Ocaso" la atmósfera terrestre ha quedado afectada por la minería extensiva de oxígeno para abastecer la atmosfera de otros planetas). Después, mucho después (parece que en 2007) se acuñó el término clima-ficción (o cli-fi, del inglés climate-fiction). Hoy, empezamos a sospechar que no se trataba de ficciones, sino de anticipaciones. Leídas en su momento, estas novelas podían sonar a distopia; leídas hoy, producen un escalofrío mucho más cercano. 

Lamentablemente, muchas de las obras de Ballard son hoy inencontrables (o se venden de segunda mano a un precio abultado: La sequía ronda los 92 euros). Aunque he oído rumores de que está previsto reeditarlas. Esperemos que lo consigan antes de que sus premoniciones se hayan hecho realidad. Si no, siempre queda el recurso de acudir a una biblioteca. (Me consta que las bibliotecas de Barcelona están bien surtidas de sus novelas.)

                                                    
                                La película que hizo Spielberg basándose en la novela es también
                                estupenda. Spielberg narra como nadie las historias de niños que 
                                descubren el mundo adulto. (Aprovecho para recomendar Los Fabelman)

En cualquier caso, mi Ballard favorito sigue siendo El imperio del sol, la novela inspirada en los dos años que pasó de niño internado en un campo de prisioneros japonés en Shanghai. Sin duda, cuando uno ha visto tantas cosas terribles a temprana edad, cualquier catástrofe parece posible. Pero hay que saber plasmarla. Y el mundo imaginario de Ballard es a menudo escalofriantemente real. 

Por el momento, no podemos hacer más que seguir mirando al cielo, angustiados. 

(Por si algunos de mis amables lectores es ballardiano de pro, les informo de que acaba de publicarse una curiosísima -y por eso mismo muy ballardiana- obra inspirada él y su mundo, Ballard Reloaded, de Beatriz García Guirado y Andreu Navarra.)



martes, 28 de marzo de 2023

RECOMIÉNDAME UN LIBRO


Nadie ignora que las redes sociales están llenas de gente desnortada y con muy poco cerebro, incapaces de reflexionar antes de darle al teclado y publicar cualquier sandez. Trato por eso de ser muy cauta con el uso que hago de ellas, porque estoy convencida de que consumir un exceso de tonterías al día -alguien tendría que hacer un estudio de dónde se sitúa el umbral de peligrosidad- puede ser nocivo para tu cerebro. Parecería, sin embargo, que seleccionar a la gente que sigues no basta: cada vez más, los malvados algoritmos de estas plataformas nos bombardean con publicaciones de gentes desconocidas que vocean cualquier memez que se les acabe de ocurrir. Pero no quiero hacerles perder el tiempo quejándome de la inanidad casi tóxica de Twitter o de las absurdas publicidades de Instagram (de Facebook ni hablo: es el mal), porque aquí hemos venido a hablar de lectura, no de redes. De lo que he venido a hablarles, pues, es de algo que me deja pasmada cada vez que me lo encuentro (y es a menudo): esa gente que le pide al éter -o sea, a ese gentío de desconocidos que se supone lo leerán- que le recomienden un libro.  A veces es una petición así, en general: "Recomiéndenme un libro"; otras, se dignan ofrecer algo más de detalle: "¿Qué novela romántica me recomiendan?". Cada vez que veo algo así, se me ponen los pelos de punta. Ganas me dan agarrarles por el cuello y decirles: "Hombre (o mujer) de dios, ¿por qué crees que esa gente que te lee tiene la más remota idea de literatura? O, suponiendo que alguno la tenga, ¿por qué piensas que ese desconocido/a que no sabe nada de ti va a acertar milagrosamente con tus gustos? ¿Te vas a fiar más de alguien que a lo mejor solo ha leído tres o  libros en su vida que del librero de la esquina (cuyo trabajo es, precisamente, conocer la mercancía que vende)?" 

                             Tom Gauld, como siempre, dando en el blanco: 
                                    a veces la gente recomienda libros que ni siquiera ha leído

En verdad, no hay nada más difícil que recomendar un libro (acertando, se entiende), ni nada que garantice más el fracaso que seguir la recomendación de alguien que no te conoce. Si alguien me pide que le recomiende un libro, siempre me dan ganas de decirle: "¿Tienes cuatro horas para explicarme con detalle tus gustos y tu historial lector?" Porque, sin eso, lo máximo que conseguirá es saber qué libro me ha gustado a mí, no qué libro le va a gustar a él o ella. Otro de los errores habituales de la gente que pide que le recomienden libros es pensar que "un libro es un libro es un libro" (que me perdone Gertrude Stein). O sea, que tanto da cuál sea su trama, cómo esté escrito, a qué género pertenezca, si se publicó hace dos semanas o hace dos siglos... no parece ocurrírseles que los libros son tan diversos como las personas. Y que, en las lecturas, como en las amistades, las afinidades son la clave. Delante de una recomendación, como cuando te presentan a alguien, lo primero que habría que preguntarse es, ¿seremos compatibles? 

Probablemente ninguna de estas personas tan ansiosas de recibir recomendaciones leerá este artículo. Pero, por si lo hacen, ahí va un último -y crucial- consejo: cuando alguien te recomienda un libro, averigua antes si es una recomendación desinteresada. Porque es muy posible que esté tratando de colarte el libro que ha publicado su editorial o el que le pagan por promocionar. En este capítulo, inmensa ternura la que me ha producido un alma cándida que decía: "Quiero empezar a leer libros autopublicados, ¿me recomiendan uno?" No sé si reír o llorar, porque estoy segura de que todos los autores autopublicados que la lean se apresurarán a bombardearla con sus libros. Recuerda, alma bendita, los libros son como los hijos: cada cual piensa que el suyo es el más guapo del mundo. Lo que no quiere decir que lo sea.

De todas maneras, pensar en la gente que anda pidiendo recomendaciones a ciegas por las redes no es algo que vaya a quitarme el sueño. Sospecho -y no creo andar muy errada- que no van a comprarse, ni por supuesto a leer, ninguna de las obras que les recomienden. Como tantas otras cosas en las redes, esta también es pura fachada. 

                                    
                               Ramon Casas, Joven decadente (Después del baile), 1899




sábado, 4 de marzo de 2023

LA DAMA DESAPARECE

 

                            The Roll Call, por Elizabeth Thompson, lady Butler (1846-1933)

Observen el cuadro que acompaña esta entrada. Lo pintó una mujer, Elizabeth Thompson, en 1874, y se convirtió en una de las pinturas más famosas de Gran Bretaña en su momento. La Royal Academy, un selecto club artístico formado por 40 pintores (todos hombres), los que cortaban el bacalao en la escena artística británica, tomó la insólita decisión de otorgarle un lugar de honor en su exposición anual. Las multitudes que atrajo fueron tales, que la pintura inició una gira por todo el país. Finalmente, la adquirió la reina Victoria por una abultada suma, y hasta el día de hoy cuelga en la galería real de St. James' Palace. Sin embargo,  el nombre de Thompson no se menciona entre los pintores destacados del siglo XIX. Aunque la artista en cuestión siguió pintando (su especialidad eran los temas militares), parece que ya nadie la recuerda. Estuvo a punto de ser elegida la primera mujer miembro de la Royal Academy, pero le faltaron dos votos. Nunca más se propuso su candidatura. Ella se casó con un militar, tuvo seis hijos y se hundió en el olvido.* Yo tampoco hubiese sabido nada de ella de no haberme topado, mientras buscaba información sobre la situación de las mujeres en la Inglaterra victoriana, con el podcast titulado The lady vanishes (La dama desaparece), primer episodio del podcast Revisionist History, conducido por Malcolm Gladwell. 

Les recomiendo que lo escuchen, porque no solo habla de esta artista, sino de las sutiles formas que tiene el poder establecido (léase patriarcado, aunque él no lo llame así) para abrir un poquito la puerta, dejar entrar a una mujer, y cerrarla luego enseguida. A veces, durante décadas. Ya han demostrado lo abiertos de mente que son, ahora pueden volver a sus prejuicios habituales. 


Si el podcast de Gladwell ilumina una de las técnicas empleadas para relegar a las mujeres, Joanna Russ, en el revelador libro Cómo acabar con la escritura de las mujeres, destapa unas cuantas más. Lo que Russ señala se puede aplicar a la literatura, pero también a cualquier otra disciplina artística, o simplemente, cualquier otra actividad socialmente prestigiosa en la que alguien "inadecuado" (léase mujer) destaque. Como ella señala: "En una sociedad que se define como igualitaria, la situación ideal (socialmente hablando) es aquella en la que los miembros de los grupos «inadecuados» tengan la libertad de dedicarse a la literatura (o a actividades igualmente significativas) y aún así no lo hagan, probando por tanto que son incapaces de ello. Pero ay, dales un poquito de libertad real y lo harán. Por consiguiente, el truco reside en hacer que la libertad sea tan solo nominal y después —puesto que habrá quien aún así lo haga— desarrollar diferentes estrategias para ignorar, condenar o minusvalorar las obras artísticas resultantes." Después de enumerar todas estas estrategias, Russ dedica el libro a analizar todas ellas -recomiendo su lectura, seguro que les abre los ojos ante sutiles discriminaciones que casi no parecen tales-, pero termina concluyendo que tal vez la más difícil de combatir sea la que consiste simplemente en ignorarlas, a las autoras, a sus obras y a toda su tradición. Como si no existieran. 

Así que sí, sigue siendo necesario -y me temo que por mucho tiempo- revindicar el trabajo de las mujeres, luchar por que se les reconozca y se les dé el lugar que les corresponde. No solo el 8 de marzo, sino todos los días del año. Aunque pueda parecer que hemos conquistado ciertos territorios, nunca debemos olvidar la facilidad con que se ha venido llevando cabo el truco, y se sigue haciendo: la dama desaparece. 


*Uno de los detalles más escalofriantes (para mí, al menos) de todo este asunto es que, cuando el marido de Elizabeth, un militar de prestigio, escribió sus memorias, a ella ni la mencionaba. Nada. Ni siquiera figura en el índice onomástico. No me extraña que ella se rindiera y abandonase su carrera.