John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

jueves, 28 de diciembre de 2017

LECTURAS 2017

(Escultura de Malena Valcárcel)

Parece que fue ayer que preparaba una entrada parecida para 2016 y ya ha pasado un año. ¡Y vaya año! Puesto que no entra dentro del ánimo de este blog discursear sobre actualidad ni sobre política, me conformaré con decir que hemos ido de sobresalto en sobresalto. Algo de literario ha tenido todo ello, la verdad, porque los sucesos del mundo real han dejado pequeña a la ficción. Si hace un año nos cuentan la mitad de lo que hemos podido ver y experimentar en estos doce meses, lo hubiésemos creído producto de la febril imaginación de un escritor. También es preciso reconocer que el estado revuelto del mundo real, tan hosco y antipático él, impulsa a buscar refugio en el lugar más acogedor que puede haber: las páginas de un libro. He de mencionar igualmente una de las mejores cosas de este ya casi fenecido 2017, la aparición de mi libro El síndrome del lector, que tantas satisfacciones me ha dado. 
Así las cosas, como imaginarán, la cosecha lectora de estos meses ha sido abundante. Y aún me he quedado con las ganas de leer muchos libros más, que esperan pacientemente que les llegue el turno en la estantería, o a los que tengo echado el ojo en la biblioteca. (Desde aquí os lo digo, ¡no os escaparéis!) Hacer una lista medianamente completa de mis lecturas sería abrumador, aparte de que mi resistencia a llevar una relación exacta de lo que leo lo hace decididamente irrealizable (admiro sin reservas a aquellos blogueros que dan cumplida cuenta de ello). Como es natural, en este año lector ha habido de todo: lecturas peñazo, libros que ni fu ni fa (muchos serán de esos que al cabo de un tiempo no logro recordar haber leído), libros distraídos sin más, libros que han despertado mi interés (por motivos diversos) y también, claro, alguna de esas perlas raras, libros que dejan huella. 
Para esta selección de final de año me he limitado a estos últimos, todos ellos libros que recomiendo vivamente. Como saben bien mis amables seguidores, en este blog leemos de todo, y la selección que sigue refleja el eclecticismo de mis gustos lectores. Dejo al albedrío de cada cual encontrar el tipo de lectura que más encaje con sus gustos.




El cuento de la criada, de Margaret Atwood (Salamandra)
Ya me lo dijo mi madre, hace un montón de años (debió de ser cuando esta novela se publicó por primera vez en España allá por 1987... una eternidad): es un libro que hay que leer. Una, joven y atolondrada, no le hizo caso. Y yo me lo perdí. Ahora, con el revival de esta novela propiciado por la serie, decidí que lo sensato era leer ante todo el libro. Como siempre, mi madre tenía razón. (Ahora, es demasiado tarde para decírselo y lo lamento infinitamente.) Es un libro terrible, que sospecho que da incluso más miedo ahora -con la perspectiva del tiempo y todo lo sucedido y lo que hemos sabido entretanto- que cuando salió. Pero es una novela que no puede faltar en el bagaje de cualquier lector que se precie. Porque está muy bien narrada; porque huye tanto del tremendismo como de la complacencia; porque sabe crear un mundo distópico y a la vez terroríficamente plausible; porque sirve para lo que han servido muchas buenas novelas a lo largo de la historia, para alertar sobre un problema social y remover las conciencias.



El país donde florece el limonero, de Helena Attlee (Acantilado)
Subtitulado "La historia de Italia y sus cítricos", a priori este podría parecer un libro sobre horticultura, algo muy especializado y sólo para fanáticos de la agricultura. Nada más lejos. He de decir que lo compré solo por el título que, como sin duda sabrán, es un obvio guiño a las frases de Goethe sobre Italia, "el país donde florece el limonero"; una mezcla de nostalgia y romanticismo irresistible. Hay libros que te llaman, aunque no tengas ni idea de lo que vas a encontrar en su interior, y este superó mis expectativas. Es una obra llena de datos fascinantes para amantes de la literatura, del arte y de la historia, pues sobre todo ello nos cuenta Helena Attlee en un viaje por el espacio y el tiempo en pos de esos hermosos frutos dorados. 



SPQR, de Mary Beard (Crítica)
A estas alturas, creo que Mary Beard no necesita presentación ni recomendación alguna. Aparte de sus muchos premios y distinciones académicas, es una de las clasicistas más conocidas por el gran público, gracias sobre todo a sus documentales sobre Pompeya y el mundo romano (si no los conocen, no se los pierdan, están en YouTube), aparte de mantener un blog, "A Don's Life", que es una pura delicia. Posee una enorme facilidad -esa que según dicen es propia de los sabios- para explicar de forma accesible asuntos complejos, una habilidad que se evidencia en esta historia de la antigua Roma, desde su mítica fundación hasta el año 212 d. C. (en que Caracalla extendió la ciudadanía romana a todos los habitantes libres del Imperio). Es una maravilla ver cómo toda la erudición está ahí, pero no pesa. "Prodesse et delectare" (enseñar deleitando) podría ser su lema.



La edad de los prodigios, de Richard Holmes (Turner)
La biografía también puede ser literatura, como han demostrado algunos de los grandes biógrafos (véase Stefan Zweig o Emil Ludwig). Richard Holmes, sin duda, se cuenta entre ellos. Ya hablé anteriormente en este blog de otra de sus obras (por cierto, recientemente publicada en castellano, no se la pierdan tampoco), Footsteps (Huellas). Este es un libro deslumbrante, formidable como los personajes cuyas vidas relata y la época de maravillas y descubrimientos que desvela ante nuestros ojos. Entre los retratos biográficos que discurren por sus páginas hay astrónomos, exploradores, aeronautas y científicos. Hombres, pero también mujeres (que por regla general han de combinar sus veleidades científicas con el manejo del hogar, como Caroline Herschel). Ciencia y literatura van armoniosamente de la mano en esta obra llena de hálito romántico.



Los años ligeros, de Elizabeth Jane Howard (Siruela)
He comentado más arriba que ciertos libros son el mejor refugio cuando la realidad se vuelve inclemente. Y, de entre todos ellos, pocos resultan más satisfactorios que una buena saga familiar, de esas en que el lector se sumerge en las vidas de una constelación de personajes -familiares, amigos, amantes, criados-, siguiendo sus avatares y llegando a conocerles como si él también formase parte de su mundo. Esto es lo que ocurre con las "Crónicas de los Cazalet", de las que Los años ligeros es el primer volumen. Confieso que, una vez comenzada la saga, no pude parar, y me hice con el resto de volúmenes (que, imagino, aparecerán próximamente en castellano, si sus editores saben lo que hace). Un ciclo novelístico que resulta absorbente, lleno de personajes memorables y de detalles de época muy bien observados. El libro perfecto para un fin de semana lluvioso o para las largas noches de invierno. Si no la han leído aún, probablemente una de las mejores maneras de terminar este año. Dense prisa. 

domingo, 17 de diciembre de 2017

ORDENANDO LA BIBLIOTECA


Es cosa sabida que cualquier biblioteca, por bien ordenada que esté en un principio, con el tiempo tiende al desorden. Los libros se sacan para leer o consultar y luego van a parar al estante o a la sección que no les corresponde; las nuevas adquisiciones -que, ¡ay!, siempre son demasiadas- se colocan de cualquier manera, pendientes de encontrar su ubicación correcta algún día (que nunca llega); hay autores o temas que parecen crecer desmesuradamente y desplazan sin piedad a los libros que les rodean, que se encaraman como pueden sobre otros ejemplares, o configuran unas dobles filas que, a su vez, impiden apercibirse de qué libros se esconden tras ellas, lo que dificulta el mantenimiento del orden inicial (el cual, a estas alturas, empieza a ser bastante precario). En suma, un buen día, cuando te has hartado de buscar sin éxito títulos que estás segura de que tenías, de contemplar pilas amontonadas de cualquier manera o de luchar por intentar que entre un libro más en el estante de la C (para darte cuenta, demasiado tarde, de que en ese estante cohabitan muchas otras letras del alfabeto), decides que ha llegado el momento de poner orden en tu biblioteca.
Aprovechas que te hallas en esos días medio festivos que preceden a los saraos navideños y decides levantarte bien pronto, llena de resolución y de buenas intenciones. Nada de montar el belén ni de llenar la casa de ramas de acebo, te espera una misión mucho más importante. Te provees de la inevitable escalera -después de decidir que el taburete sobre el que sueles hacer precarios equilibrios para alcanzar los volúmenes de los estantes más altos tal vez no sea tan buena idea- y de un trapo del polvo (será una ocasión única para pasarlo porque ¿de verdad alguien tiene tiempo y ganas de andar limpiando las estanterías más altas?) y emprendes la tarea. Al principio, la cosa resulta fácil. A y B se dejan hacer sin oponer mucha resistencia. Aprovecharás, te dices, para hacer una criba (a simple vista, se hace evidente que todos esos libros ahora amontonados no van a caber en las mismas estanterías que ahora tienes; y no hay pared para más.). Aquí comienzas a sufrir los primeros reveses: por más que no tenga sentido conservar dos ejemplares del mismo título, ¿cómo prescindir de ese volumen sucio y manoseado que te acompañó durante tus años de universidad?; y ese otro, que es candidato a la eliminación porque, francamente, no te interesó nada, quién sabe si algún día necesitarás consultarlo (aunque no se te ocurra exactamente para qué, si es un autor desconocido y bastante malo). Al llegar a la D, tus manos han empezado a adquirir un tono grisáceo y compruebas que ya han pasado dos horas, ¿cómo es posible? Desanima un poco pensar en los metros de librería que aún te quedan por cubrir. Y desanima aún más ver que, sí, esos pocos estantes que has ordenado tienen un aspecto magnífico, pero solo has logrado que adquieran esa apariencia de librería de revista por el sencillo expediente de desalojar los volúmenes que sobraban, que a su vez han ido desalojando a los libros que les seguían. El resultado: ahora las pilas de libros "pendientes de ubicación" se amontonan en el sofá y en algún que otro mueble auxiliar. Pero hay esperanza, estás ya en la J. Miras con desconfianza hacia las estanterías de la M, que a pesar del tiempo y el esfuerzo invertido, dan la impresión de encontrarse cada vez más lejos. Suspiras. No conviene desfallecer.




Un rato más tarde, sin embargo, la sed y el hambre aprietan. Será cuestión de hacer un alto, tomar algo, relajarse. Mientras te recompensas de tanto esfuerzo con una buena comida y una copa (o más) de vino, haces balance de lo conseguido: un montoncito (modesto, pero qué quieres) de libros para dar; unos cuantos estantes con libros perfectamente alineados (que contemplas con orgullo); y una lista de títulos que, gracias a este orden, has descubierto que no tienes, y sin duda deberías tener. Pensando en lo que has conseguido, te sientes virtuosa y te dices que tal vez sería buen momento para llegarte a la librería y subsanar alguna de esas lagunas. Además, mejor comprar esos libros ahora, porque así ya los puedes colocar en el lugar que les corresponde. No se hable más. Te pones el abrigo, coges el bolso y sales a la calle llena de energías. No hay nada más estimulante que ordenar la biblioteca, decides. Como de repente pareces haber sufrido un acceso de ceguera parcial -una de esas enfermedades neurológicas tan curiosas que explica Oliver Sacks, pero no es posible saberlo a ciencia cierta, porque en tu orden no has llegado aún a la S-, tu retina no ha podido captar el desolador panorama que ofrece la "otra" parte de tu biblioteca, ahora más revuelta que nunca, con libros huérfanos apilados por todas partes. 
Quizás otro día puedas seguir ordenando. Quién sabe.




domingo, 3 de diciembre de 2017

DEJAR UN LIBRO A MEDIAS



Según Daniel Pennac -que tanto reflexionó en torno a la lectura y cuyo aniversario, precisamente, se conmemoró el pasado 1 de diciembre-, entre los derechos del lector está el de dejar a medias un libro. Unos derechos estos que estaría bien grabar a la entrada de las bibliotecas y de las escuelas, para alivio de tantos lectores que no consideran que leer un libro deba ser una obligación, ni un paso más en su educación, ni una muestra de superioridad moral, ni una tarea ardua, pero necesaria. Que desean leer un libro sin más, sin connotaciones, a su ritmo, porque en ese momento les apetece (y tal vez en otro momento no, ¿qué pasa?). Y, si resulta que ese libro no les convence -sin importar que se lo hayan recomendado tantísimo, ni que su autor sea famoso, ni que a su vecina le haya encantado-, están en su pleno derecho de dejarlo cuando quieran. Es más, creo que aprender a abandonar una lectura que no cumple con las expectativas, lejos de ser un acto de pereza, es un acto de necesaria higiene mental.

Daniel Pennac

En mi larga nómina de lecturas hay infinidad de libros terminados, la mayoría, pero también unos cuantos que se quedaron a medias. ¿Eran todos malísimos? Sin duda, algunos lo eran. Pero, lo confieso, hay libros "malos" -con muchas comillas; como dicen los ingleses "one man's meat is another man's poison", lo que en castizo viene a ser "para gustos, colores"- que he leído hasta el final sin pestañear, a veces porque  simplemente la trama me había atrapado; otras, porque a pesar de la absurda deriva del argumento, no había perdido del todo la esperanza de que enderezase su rumbo en algún momento. Así pues, que flaquease en la continuidad de la lectura fue solo en parte achacable al libro en cuestión. También se ha dado el caso de que, a pesar de hallarme ante una novela suficientemente interesante y bien escrita, el desenlace me resultase excesivamente previsible; no me importó entonces dejarla de lado a pocas páginas de ese final que veía venir desde lejos. En otras ocasiones, en cambio, la culpa del abandono ha sido toda mía: quizás mi mente no estaba preparada para digerir ese libro en concreto, o la lectura me pilló en un momento en que estaba empachada de ciertas lecturas y -a modo de los que se encuentran delicados del estómago- necesitaba otro tipo de dieta libresca. Nunca me ha parecido grave. Algunos de esos libros los he retomado, con provecho, en condiciones más adecuadas. Otros, esperan aun su turno, que tal vez no llegue nunca.




Existe ahora una corriente de opinión que achaca las bajas tasas de lectura a la ubicua y constante seducción de las pantallas. ¿Cómo va a leer la gente -argumentan- si está rodeada de otras ofertas de ocio, tan sumamente atractivas? Es innegable que todos, salvo algunos pocos ermitaños tecnófobos que aún reniegan del móvil y sus fastos, perdemos cada día mucho tiempo consultando aplicaciones diversas. Tiempo que, sin duda, podríamos dedicar a otras actividades. Ahora bien ¿quién dice que privada del imán de las pantallas, la gente se lanzaría a leer y no a cualquier otra actividad? Qué se yo, a tomar cañas, a hacer deporte, a hablar con los amigos o jugar con sus hijos. En fin, en cualquier caso el asunto preocupa lo suficiente como para que se encarguen sondeos al respecto. Cazo al vuelo -sí, en esas redes malignas que me quitan tiempo para leer- un artículo aparecido en la web ActuaLitté con el tremendista titular "Desbordados, los lectores no terminan más que un libro de cada tres". Alarmante, se diría. Aunque si uno lee con atención los datos allí expuestos, la cosa no parece tan grave. De entrada, resulta que el titular no refleja del todo los resultados del sondeo, que, leído con más atención,  dice que "un francés de cada tres menor de 50 años deja a medias más de la mitad de los libros que comienza" (o sea, para dos terceras partes del público lector la tasa de abandono es menor). Con frecuencia, el motivo aducido para este abandono es "la falta de tiempo". Ignoro con qué grado de veracidad responde la gente a estas encuestas, pero yo las encararía con un sano escepticismo: personalmente, no he dejado nunca de terminar un libro que me interesase lo suficiente. ¿Quién no se ha quedado en vela hasta las tantas con tal de acabar un libro que le apasionaba? El tiempo, como todos sabemos, es relativo. Y elástico. Curiosamente, además, entre los menores de 35 años (que se supone son los más afectados por la adicción a las pantallas) solo un 16% dice que estos medios les impiden concluir sus lecturas. Vemos luego que todo el objetivo de la encuesta era sondear si tendría aceptación entre el público un sistema que permitiese convertir los libros en audio. Así que el malo de la película no eran las pantallas, ni la falta de diligencia de los lectores, sino el libro en papel, tan pesado y anticuado el pobre. Supongo que, como ocurre con todas las encuestas -fíjense sino en el ejemplo de las encuestas electorales-, cada cual saca de ellas la conclusión que más le interesa. Por mi parte, creo que nunca se me ocurriría achacar el abandono de un libro a que era muy largo y abultaba mucho. Precisamente, cuando un libro te gusta, lo que desearías es que no acabara nunca. Solo los tostones "se hacen" largos. Lo mismo que las malas películas, o las malas series. ¿Cuántas han dejado ustedes a medias, díganme? Al final, lo que cuenta es la calidad del contenido. ¿Para qué perder tiempo en libros que no lo valen? Háganse un favor, no se sientan culpables de dejar a medias los libros que no merecen su atención. Y empleen ese tiempo en leer otros que les compensarán sobradamente. Hagan uso, sin limitaciones, de sus derechos de lector.