John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

viernes, 25 de febrero de 2011

LA FASCINACIÓN DEL CUERPO

Aprehendemos la realidad a través de los sentidos, a través del cuerpo. Sólo después es posible elaborarla y convertirla en material literario. Todo lo que le sucede a nuestro cuerpo -salud, enfermedad, dolor, placer- influye en nuestra percepción y, por lo tanto, en cómo filtramos lo que percibimos y en cómo lo transformamos en palabras. No es raro, pues, que desde siempre haya habido un estrecho vínculo entre medicina y literatura; ni que muchos médicos hayan devenido en escritores o hayan tenido la medicina como actvidad paralela a la literatura; pensemos en Chéjov, en Conan Doyle, en Céline o en Baroja, por citar sólo unos cuantos. A su vez, la medicina -los textos médicos, las láminas anatómicas, las observaciones de los investigadores- han constituido una fuente de asombro y curiosidad para los profanos y una rica fuente de temas para la creación literaria. En manos de un narrador eficaz, el progresivo -y ni mucho menos concluido- descubrimiento del cuerpo humano y su funcionamiento constituye un tema fascinante. Buen ejemplo de ello son los amenísimos libros de Oliver Sacks o de Antonio Damasio sobre neurociencias. O, en una vertiente distinta, pero igualmente interesante, la historia de la cirugía que tan bien supo plasmar Jürgen Thorwald en El siglo de los cirujanos. Una de las consecuencias de esta estrecha interrelación entre literatura y medicina es el surgimiento de la disciplina llamada "humanidades médicas", que se ocupa de la aplicación de las humanidades como herramienta para los estudios y la práctica médicas. La Universidad de Nueva York viene desarrollando desde hace años una amplia base de datos  que recoge anotaciones y reseñas de todo tipo de obras de literatura, arte y cine que resultan relevantes para la comunidad médica y también para los enfermos, ya que se ocupa también de la enfermedad como experiencia.
La fascinación por el cuerpo, por la diversidad de formas de que es capaz el ser humano (y los animales) nutrió la mayoría de gabinetes de curiosidades del XVIII y XIX de fetos con dos cabezas y otras rarezas por el estilo. Muchos de ellos acabaron transformándose en museos, a menudo alojados en facultades de Medicina, por el obvio material de estudio que representaban los especímenes que en ellos se exhiben. La mayoría de ellos seguirían sólo a disposición de los estudiantes locales de no ser por Joanna Ebenstein, una diseñadora gráfica evidentemente adicta a estos temas, que se encarga de alimentar una divertida -y, digámoslo también- algo morbosa web, adecuadamente llamada Morbid Anatomy, que facilita enlaces y visitas virtuales a todos estos museos, así como las exposiciones y otros actos que en torno a este tema se llevan a cabo. No se pierdan ustedes su más reciente entrada, dedicada a las cubiertas españolas -del género que los americanos llaman "pulp fiction" y que nosotros solíamos llamar "novelas de quiosco"- que reproducen esqueletos. Son estupendas.

martes, 22 de febrero de 2011

CUENTOS POLÍTICAMENTE (IN)CORRECTOS

A veces da la impresión de que la plaga de la corrección política (y bien que la sufrimos) es cosa de nuestros días. Sin embargo, a nada que se rebusque un poco, resulta evidente que viene de lejos. Sé que es un magro consuelo, pero otros tiempos también fueron peores. Hace poco,  en uno de los blogs que sigo una madre lamentaba no poder explicarles a sus hijas "versiones para adultos" de los cuentos tradicionales, como el de Caperucita. De hecho, los cuentos infantiles, con su carga moralizante, son uno de los depositarios preferidos de la corrección política. Ya los propios hermanos Grimm fueron censurando y dulcificando progresivamente en sucesivas ediciones sus Cuentos para la infancia y el hogar, ante las críticas recibidas. Las primeras versiones, recogidas del acervo popular alemán, estaban llenas de madres desalmadas y castigos crueles, pero pronto las madres fueron sustituidas por madrastras y se eliminaron los detalles considerados excesivamente truculentos. Más recientemente, la factoría Disney se ha encargado de acabar de limar cualquier aspereza, para que los niños de nuestros días sólo puedan imaginar esos cuentos en bonitos colores pastel. La era victoriana también fue muy proclive a este tipo de censura, que se llegó a aplicar incluso a las obras de Shakespeare. Thomas Bowdler fue autor de un "Shakespeare para la familia" cuyo título no deja lugar a dudas:  The Family Shakespeare, in Ten Volumes; in which nothing is added to the original text; but those words and expressions are omitted which cannot with propriety be read aloud in a family. Por cierto, parece que la mayor parte de estas versiones expurgadas las llevó a cabo su hermana Henrietta, pero tampoco se consideraba apropiado que una mujer se ocupase de una labor como esta, por lo que la autoría se le atribuyó sólo a él.
Volviendo a los cuentos retocados, hay un divertido artículo de Dickens que se mofa de esta costumbre. Como apunta con toda la razón, este tipo de recortes o añadidos a una obra, siguiendo los dictados de nuestra moral u opiniones, son "como la famosa definición de una mala hierba: una cosa que crece en el lugar equivocado." ¿Qué ocurriría si todo el mundo se pusiese a retocar las obras de la literatura universal?: "Imaginen una edición de Robinson Crusoe hecha por abstemios, eliminando el ron; o una edición vegetariana, donde se omitiría la carne de cabra. O una pacifista, en la que no existiría la pólvora; o una edición de la Sociedad Protectora de Aborígenes, en la que se negaría el canibalismo y Robinson abrazaría a los buenos salvajes que desembarcan en su isla... " Así, en cien años, como bien dice Dickens, Robinson y su isla habrían desaparecido, engullidos por el oceáno editorial. No tiene desperdicio su propia versión "editada" de La Cenicienta, en la que el príncipe se presenta cubierto de medallas de Abstinencia Total y el banquete de palacio consiste en alcachofas y gachas. Pero ni el sarcasmo de Dickens ni las protestas actuales, me temo, surten efecto, porque la censura (ahora se llama correccion política) sigue campando por sus respetos. Ocurrió recientemente con la obra de Mark Twain y me temo que va a seguir ocurriendo.

viernes, 18 de febrero de 2011

DON DE LENGUAS

Joseph Conrad
Si buscamos en el Diccionario de la Real Academia la palabra "exófono", no obtendremos ningún resultado. y una búsqueda en Google tampoco nos sacará de dudas. Sin embargo, este neologismo -que he tomado prestado de un artículo de The Guardian- me parece muy útil para designar a una determinada categoría de escritores: aquellos que han abandonado su lengua materna como vehículo creativo para escribir sus obras en otra lengua. Evidentemente, el ejemplo que viene ante todo a la mente es el de Joseph Conrad, el polaco que cambió de nombre, profesión, nacionalidad y lengua para convertirse en uno de los maestros indiscutidos de la literatura inglesa. Pero hay muchos más. Nabokov, sin ir más lejos, y Milan Kundera son dos ejemplos de escritores que han publicado tanto en su lengua materna como en la de adpción; aunque la producción rusa del primero quedó eclipsada por su obras en inglés, mientras que la producción de Kundera se divide bastante equitativamente entre el checo y el francés. Pero, dado el desconocimiento de las lenguas eslavas imperante en Europa occidental -al menos hasta la década de 1990-, estoy segura de que muchos creyeron que La insoportable levedad del ser había sido escrita en francés. Samuel Beckett es otro exófono, pues escribió una parte de su obra en inglés y otra en francés. En su caso, los británicos tienden a considerarle un autor anglófono, los irlandeses insisten en que nació allí y para los franceses es un dramaturgo francés. La cuestión suele zanjarse con la muy diplomática definición de "escritor irlandés que se expresa en inglés y en francés". Arthur Koestler, por su parte, constituye un caso aún más singular, puesto que cada una de las tres partes de su trilogía sobre los peligros del comunismo fue escrita en una lengua distinta: la primera, Los gladiadores, en húngaro, la segunda en alemán y la tercera en inglés. Si se conoce la vida de exilios que se vio obligado a llevar Koestler -que tampoco se llamaba así, claro- se comprende un poco mejor tanto cambio de idiomas. Lo que sorprende es que alcanzara el suficiente dominio y fluidez en cada una de las lenguas para hacer literatura con ellas. Cuando a Joseph Brodsky, otro exófono, le concedieron el Premio Nobel en 1987 y le preguntaron si se consideraba un escritor inglés o ruso, contestó: "Soy un judío, poeta ruso y ensayista inglés." Podríamos citar muchos otros ejemplos de exófonos, pero creo que con estos basta para desmentir la idea de que la creación sólo es posible en nuestra lengua materna. Y me quedo con la palabreja.

martes, 15 de febrero de 2011

CORRECTORES COMPULSIVOS

Por algun motivo, los libros y su entorno son terreno abonado para una diversidad de comportamientos compulsivos: leerlos, coleccionarlos, anotarlos, corregirlos... en todos estos ámbitos se da inevitablemente el perfil del que lee, colecciona o anota compulsivamente. La singular noticia que se publicó hace poco sobre unos hackers que habían entrado en la web del Pentágono para corregir una coma mal puesta me hizo pensar en ese otro comportamiento, sin duda enfermizo pero ¡oh! tan necesario, el del corrector compulsivo. Anne Fadiman habla de ello en un divertidísimo capítulo del delicioso volumen Ex Libris, titulado "Insertar una llamarada", donde cuenta algunas anécdotas con las que creo que todos los correctores compulsivos nos hemos de sentir por fuerza identificados. Ella, como toda su familia, se confiesa presa de ese síndrome para el que, "por desgracia, no hay ningún programa de rehabilitación. Tenemos que vivir con nuestra aflicción." El capítulo se inicia con una escena en que la familia Fadiman va a cenar a un restaurante y lo primero que hacen al abrir la carta es comentar cada uno las erratas que han encontrado. Comportamiento que puede resultar gracioso, o raro,  pero que a mí me suena totalmente próximo: no puedo evitar hacer lo mismo. Como les ocurre a los Fadiman, a los correctores compulsivos a menudo lo único que nos hace abstenernos de perseguir a dueños de restaurantes, editores de periódicos, anunciantes, etc., para comunicarles que hemos localizado una errata es la certeza -fruto de años de amarga experiencia- de que en general no hay mucho interés en corregirlas. Incluso los hay que se sienten ofendidos. Pero, en palabras de Fadiman "este mal es un reflejo tan imposible de reprimir como un estornudo", de manera que, a pesar de que nadie parezca tener en mucho aprecio este tipo de observaciones, no podemos dejar de hacerlas. Ella sugiere que el síndrome del corrector forma parte de un síndrome más amplio, que comprende varios síntomas interrelacionados. En esencia, un corrector es un observador (los correctores suelen ser también buenos en juegos de agudeza visual como "Las siete diferencias"), con cierta tendencia a ordenar y clasificar. Y puesto que se trata de una compulsión, es una actividad que ejercemos "gratis et amore". Eso explica el éxito de iniciativas como Distributed Proofreaders. Para el que no lo conozca, es lo más parecido al paraíso del corrector tipográfico: se trata de un proyecto wiki dependiente de Project Gutenberg -la iniciativa que pretende rescatar, a través de la digitalización, todo tipo de obras libres de derechos- y sus miembros se comprometen a comparar las imágenes de las páginas que han sido escaneadas con su versión digital, para asegurarse de que resultado es exactamente igual que el original. Una actividad sumamente gratificante para los que padecemos esta aflicción, que  ofrece la posibilidad de elegir autores y obras de nuestra preferencia y nos proporciona además la sensación de estar haciendo algo por preservar un legado cultural. Una suerte de redención para los correctores compulsivos.

viernes, 11 de febrero de 2011

UN BIBLIÓFILO DEL SIGLO XIV: RICHARD DE BURY

La catedral de Durham
"En los libros encuentro a los muertos como si estuviesen vivos; en los libros puedo ver el futuro; en los libros se exponen los asuntos de la guerra; los libros establecen las leyes de la paz. Con el tiempo, todas las cosas se corrompen y decaen; Saturno no cesa de devorar a los hijos que engendra; toda la gloria del mundo resultaría sepultada en el olvido, si Dios no hubiese otorgado a los mortales el remedio de los libros." Así se expresa uno de los primeros bibliófilos de que tenemos constancia, Richard de Bury (1281–1345), en el primer capítulo de su Philobiblon, un libro que -haciendo justicia a su título, tomado del griego- "trata principalmente del amor por los libros". Escrito originalmente en latín, con un estilo de lo más florido y retórico (evidentemente, el enlace lleva a la versión inglesa, a falta de una española), pues no en vano su autor había estudiado Teología y  Filosofía en Oxford, no es quizá una lectura fácil para el público moderno, pero los títulos de algunos de sus capítulos podrían ser suscritos con los ojos cerrados por la mayoría de los bibliófilos actuales: "Que el tesoro de la sabiduría está contenido principalmente en los libros" o "De las ventajas del amor por los libros". Richard de Bury pertenecía a la orden de los benedictinos y fue nombrado tutor de Eduardo de Windsor, el futuro Eduardo III. Su lealtad a éste en las disputas que rodearon su ascensión al trono le puso en grave peligro, pero le valió el posterior reconocimiento del rey y su nombramiento para diversos cargos cortesanos y políticos, que culminaron en su nombramiento como Lord Chambelán en 1334. También le fueron encomendadas diversas misiones diplomáticas en Escocia y Francia, y actuó como embajador ante el papa Juan XXII en Aviñón, donde parece que tuvo un encuentro con Petrarca. En 1333 fue nombrado obispo de Durham, en una solemne ceremonia que contó con la asistencia de los reyes de Inglaterra y del rey de Escocia. Su interés por los libros estuvo presente a lo largo de toda su vida y se decía de él que poseía más libros -recordemos que esto sucedía antes de la invención de la imprenta, de modo que estamos hablando de manuscritos- que todos los obispos de Inglaterra juntos. En cada una de sus residencias tenía una biblioteca y todo el tiempo que le dejaban libre sus actividades políticas y diplomáticas se lo dedicaba a ellos. Se rodeaba de hombres de letras y procuraba favorecerlos: Walter Burley le dedicó su traducción de la Poética de Aristóteles, que había emprendido a instancias del obispo. En 1342 dejó la política y se retiró al monasterio de Durham, donde ocuparía sus últimos años en redactar su libro, que es no sólo un testimonio de la pasión que sentía por los libros, sino uno de los primeros manuales de organización de bibliotecas que existen. Como manifestó en su prefacio E. C. Thomas, uno de sus traductores al inglés (data de 1888): "Librorum delectoribus". Lamentablemente, la espléndida biblioteca de Richard de Bury resultó dispersada a su muerte.
Sello de sir Richard de Bury

martes, 8 de febrero de 2011

FURIA LECTORA

"Liseuse dans un salon", de Giovanni Boldini
Cuando los esfuerzos de educadores e instituciones se centran en conseguir que la población en general, y los jóvenes en particular, lean más, suena raro recordar que hace sólo un par de siglos, hacia finales del XVIII, Europa se vio sacudida por una "furia" o "manía" lectora (Lesewut, en alemán, pues allí se acuñó el término). De repente, todos leían: los tenderos y los aprendices, las criadas y sus señoras, los obreros y los patronos; se leía sobre todo en las ciudades, pero también en las aldeas, gracias a la multiplicación de periódicos y gacetas y a los buhoneros que acercaban los impresos a los lugares más remotos. En un escrito de 1794, el alemán Johann Gottfried Hoche afirmaba que esta "manía lectora" era "tan contagiosa como la fiebre amarilla". Por primera vez -debido a una serie de factores: la mayor alfabetización, la mejora de las técnicas de impresión, los cambios sociales- una gran mayoría de los que saben leer  abandonan la lectura repetitiva de un pequeño canon de obras "normativas" (principalmente obras religiosas o instructivas) para entregarse a la lectura "empática", esa pasión individual que aísla del entorno y que se concibe como un placer, que apela al intelecto y también a los sentidos y que hace que los lectores, al tiempo que se encierran en sí mismos, se sientan parte de una comunidad dominada por el mismo talante. No es raro, pues, que esta nueva moda resultase alarmante para los poderes establecidos. Ni siquiera los ilustrados, por principio favorables a la extensión de la cultura, la veían con buenos ojos, objetando que este tipo de lecturas poco reflexivas y triviales no contribuían a la instrucción del pueblo, sino que al contrario, lo distraían de quehaceres más provechosos. Al introducirse en un mundo ficticio y ajeno, estos lectores -entre ellos muchos jóvenes y mujeres, a quienes se suponía de intelecto más débil e influenciable- perdían el sentido de la realidad, que por comparación se les antojaba gris y aburrida. Algo profundamente subversivo, desde luego. Como respuesta a la demanda, empezaron a aparecer novelas que supieron conectar con los gustos de este nuevo y masivo público lector, y que se convirtieron en los primeros "bestsellers globales", como la Pamela de Richardson, la Nueva Eloisa de Rousseau o Las cuitas del joven Werther, de Goethe, que desencadenó un verdadero escándalo mediático. Mientras la Iglesia le echaba en cara una pretendida apología del suicidio y la obra se prohíbía en algunos lugares, entre el público juvenil se desató una auténtica "fiebre Werther", y el personaje se convirtió en figura de culto: se impuso la moda Werther (frac azul con botones de metal, chaleco amarillo, botas marrones y sombrero redondo de fieltro), la "taza Werther" no faltaba en ningún hogar que presumiese de estar a la última y escenas tomadas de la obra adornaban teteras, cafeteras y cajas de bombones. Vaya, un fenómeno de masas. Para la posteridad, hay que añadirle la anécdota del encuentro entre Goethe y Napoleón en Erfurt en 1808, en el que el emperador se reveló buen conocedor de la novela e incluso, dicen, llegó a señalarle un error al autor. Por cierto, Milan Kundera retoma esta escena en tono irónico en su novela La inmortalidad. 
Los tiempos cambian y tal vez la lectura no tenga hoy ese aura de novedad transgresora, pero esa "furia lectora" determinó que a partir de entonces los lectores dejasen de leer lo que les recomendaban las autoridades, para leer en cambio lo que satisfacía sus necesidades emocionales e intelectuales, tanto sociales como privadas. En ese sentido, somos resultado de esa fiebre.

domingo, 6 de febrero de 2011

SALVEMOS LAS BIBLIOTECAS

El británico "Save Our Libraries Day" ha tenido mucho eco. Ya quisiera yo que en España la gente se movilizase de este modo por un tema así (lo veo difícil, me temo). Como pequeña aportación a esta loable campaña, recojo aquí por un lado uno de los divertidos posters de Phil Bradley, que ha recurrido con mucho ingenio a las imágenes de la propaganda bélica, y un fragmento de la entrada del blog Juxtabook:
"Es difícil oponerse a salvar las bibliotecas. Las usan los estudiantes y los niños, los que tienen trabajo y los parados, los ancianos e incluso los inválidos, siempre que exista servicio a domicilio. Son un lugar para hacer los deberes, leer el periódico, usar internet. Un lugar para las reuniones del club de lectura de los adultos y la hora del cuento de los niños. De ellas he tomado prestados libros para mí, libros para mis niños, libros para mis trabajos de la universidad y libros para mi negocio. He leído periódicos antiguos, he consultado viejos mapas y he buscado en números atrasados de revistas para consumidores qué sillita de coche para niños era la más segura. Cuesta pensar en un área de la vida que no tenga relación con las bibliotecas. Son la base de las artes, las ciencias, la historia local, la educación, los asuntos sociales, y mucho más. Y, al contrario de muchas otras cosas que se obtienen gratis, raramente se hace mal uso de ellas y son realmente igualitarias. Las bibliotecas son constructivas. Funcionan."
Funcionan, vaya si funcionan. Desde la pequeña biblioteca de mi barrio -un ruego a los que administran estas cosas: decídanse a abrirla todos los días, mañana y tarde; darán trabajo a los bibliotecarios y una alegría a los lectores- hasta las magníficas instalaciones y servicios de la Biblioteca de Catalunya, son un equipamiento muy utilizado y sumamente apreciado por la inmensa mayoría de los ciudadanos. Y los que no las usan aún es porque no las conocen, seguro. Ahora que se acercan las elecciones municipales y que el fantasma de los recortes se cierne también sobre nosotros: es preciso convencer a los políticos de que un buen servicio de bibliotecas les da votos. Quizás así se lo piensen dos veces antes de emplear la tijera.

viernes, 4 de febrero de 2011

BIBLIOTECAS RECORTADAS

Los drásticos recortes que los gobiernos europeos están aplicando como consecuencia de la crisis económica están afectando de modo preocupante al sector de la cultura. Diversos medios (incluyendo algunos blogs amigos) se han hecho eco del peligro que corre la red de bibliotecas públicas en Gran Bretaña, con muchas de ellas amenazadas ahora de cierre. (Por cierto, mañana 5 de febrero está convocado el Save Our Libraries Day, en un intento por minimizar esos recortes lo que se pueda). No se trata sólo de pequeñas bibliotecas locales, sino también de algunas instituciones de gran solera e importancia. Entre ellas, una de las que ve amenazada su continuidad es la biblioteca del Warburg Institute, cuya curiosa historia y características vale la pena recordar aquí. Aby Warburg (1866-1929), hijo de una acaudalada familia de banqueros alemanes, dedicó toda su vida y su fortuna a estudiar las formas de comunicación a través de las épocas de los contenidos culturales, la transformación de las imágenes en símbolos y la compleja red de relaciones que rige la transmisión de la cultura clásica.Uno de los instrumentos que ideó para ello fue su biblioteca, situada inicialmente en Hamburgo, en la que se formaron algunos de las grandes figuras intelectuales del siglo XX como Erwin Panofsky. Una de sus principales características, que la hace distinta de cualquier otra biblioteca al uso, es la peculiar ordenación de sus materiales. Ante todo, se trata de una biblioteca dispuesta toda ella en estanterías abiertas, donde el lector puede no sólo encontrar libremente lo que busca, sino efectuar hallazgos inesperados, pues su otra característica distintiva es que los libros se ordenan siguiendo un sistema ideado por el propio Warburg que pretende poner de relieve las conexiones y oposiones entre los distintos temas. Así, por ejemplo, si uno busca algo sobre la historia de la astronomía encontrará fuentes primarias y secundarias, tratados eruditos y obras populares, tablas e imágenes que van desde los inicios de esta disciplina en Oriente Medio hasta los descubrimientos más recientes, sin olvidar a su hermana menor, la astrología.
Las biblioteca fue rescatada de Hamburgo tras la ascensión del nazismo al poder en 1933 gracias en parte a la ayuda de benefactores británicos. Después de diversas peripecias -relatadas recientemente por Rafael Argullol en un entretenido artículo- el Warburg Institute, y con él su biblioteca, pasó a integrarse en la Universidad de Londres, donde durante décadas ha sido una de sus joyas más preciadas. Los fondos de la biblioteca no son enormes (unos 350.000 volúmenes), pero su calidad es extraordinaria. Se calcula que un 40 por ciento de sus libros no figuran en la British Library, lo que los hace únicos. Sin embargo ahora, argumentando escasez presupuestaria, la Universidad exige que el Instituto pague enormes cantidades por el espacio que ocupa, o bien que lo reduzca drásticamente, lo que supondría poner fin a las estanterías abiertas y a la ordenación de materiales actual. Así, los tiempos de austeridad económica están amenazando con lograr lo que no logró Hitler ni la Segunda Guerra Mundial: acabar con esta institución especialísima en su género. 

martes, 1 de febrero de 2011

LEER EN VOZ ALTA

"Charles Dickens Last Reading", ilustración de George C. Leighton
Muy interesante la entrevista con Nicholas Carr que publicaba Babelia este fin de semana. No sólo por lo que dice, sino porque da pie para la reflexión y para ahondar en algunos de los fenómenos que apunta. Todos los expertos parecen coincidir en que la manera en que leemos modifica no sólo nuestra percepción de lo leído, sino también nuestra configuración cerebral. La tesis de Carr de que las nuevas tecnologías, con su rapidez e inmediatez, llevan a la superficialidad, porque no favorecen la concentración que requiere el pensamiento profundo es sólo un paso más en el recorrido que ya señalaba Mcluhan cuando, en su ensayo La galaxia Gutenberg señalaba que el paso del pensamiento mágico de las sociedades primitivas a la abstracción que hizo posible el pensamiento científico se dio gracias a la adopción del alfabeto fonético. Otro hito en este recorrido, no tan lejano éste, es la transformación de una sociedad basada en la oralidad en otra basada en la lectura individual y privada de lo escrito. Hay que disitnguir dos momentos en este proceso: el aprendizaje de la lectura silenciosa -una habilidad que damos por descontada hoy, pero que tardó siglos en generalizarse; recordemos el famoso pasaje de san Agustín, cuando muestra su extrañeza por ver que Ambrosio lee sin despegar los labios- y la alfabetización de la práctica totalidad de la población, una conquista aún más reciente que supuso el fin de las lecturas en voz alta. Una práctica que era muy común -por necesidad, dada la abundancia de analfabetos, pero también como entretenimiento-, cuando no había radio ni televisión. Recordemos aquí las exitosas giras de Dickens, dramatizando como nadie la lectura de sus obras; se dice que algunas personas llegaban a desmayarse de la emoción que les provocaban determinados pasajes. Y es que el poder de la palabra hablada, aunque se limite a reproducir un texto escrito, es muy distinto del de la lectura silenciosa. Por mi parte, lamento que en la actualidad se considere que la lectura en voz alta es algo sólo para niños pequeños o para enfermos, como mucho. España es además de los países más refractarios a la lectura en voz alta: así como en casi toda la Europa del Norte, y en EE.UU, por supuesto, los audiolibros son desde hace años una parte muy considerable del negocio editorial, y los lectores/oidores pueden disfrutar en CD o en MP3 de los últimos éxitos editoriales, como la trilogía de Stieg Larsson, pongamos por caso, esta oferta brilla por su ausencia en nuestro mercado. ¿Por qué? Siempre me lo he preguntado. ¿Será que la palabra hablada tiene menos prestigio entre nosotros? Prestigio o no, a mí me encanta escuchar un texto (bien) leído, y daría cualquier cosa por tener a mi disposición mis novelas favoritas en ese formato. Antes de que, como dice Carr, la multitarea a que nos somete Internet haga inviable mantener la concentración para escucharlas.