John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

lunes, 30 de julio de 2012

LIBROS PARA LIGAR



Como sea que el calor y el ambiente generalizado de vacaciones -aunque yo ni estoy de vacaciones ni sé si  voy a hacerlas este año- invitan a la frivolidad más que a los asuntos serios, se me ha ocurrido detenerme en un artículo de la Paris Review escrito en respuesta a la petición de un lector que solicita consejo sobre qué libro llevar consigo a una cita. Es ésta una petición tan difícil de complacer -el fracaso está casi asegurado- como aquella tan habitual (y tan odiosa) de "recomiéndame un libro", que obliga, si se quiere responder con un mínimo de rigor, a lanzarse previamente a una verdadera encuesta sobre la persona en cuestión, sus gustos lectores, sus intereses, su historia personal... al cabo de la cual casi hubiera resultado más rentable escribir un libro para ella que recomendárselo.
Volviendo al asunto de qué libro llevar a una cita, lo primero que habría que poner en duda es la propia idea de presentarse en una cita con un libro. Huelga decir que si lo que uno pretende es simplemente un polvo, lo del libro no parece muy buena idea. Bueno, quizás una novela erótica dejaría claro por dónde van los tiros... Pero en fin, para esta encuesta supondremos que se trata de una cita que pretende cierta continuidad y algo más de profundización en la relación. En ese caso, el libro puede tener varias funciones:
a) impresionar al otro y dejar patente que uno tiene cierto nivel cultural
b) servir de comodín para entablar conversación
c) como filtro para descartar a personas con gustos diametralmente opuestos a los tuyos.
En el primer supuesto, casi cualquier libro de los llamados "clásicos" sirve. Eso sí, hay que procurar que no sea de los de lectura obligada en el instituto, porque se vería demasiado que hemos echado mano de esa estantería que teníamos olvidada  desde nuestros años de estudiantes (descartado el Quijote, desde luego). Conviene asimismo que el ejemplar se vea leído, pero no desvencijado; y de ninguna manera debe ser nuevo de trinca. Lo hayamos leído o no -aconsejo lo primero, no vaya a ser que el otro sí lo haya leído y nos ponga en evidencia- hemos de poder hablar con razonable soltura sobre su contenido y sobre el autor. Mi consejo: alguno de los grandes autores rusos. Por ejemplo, Anna Karénina es una buena opción, más romántica que Guerra y paz (aunque esta última puede resultar más "masculina" si el que la lleva es un hombre). O bien, si uno quiere darle un sesgo más serio y profundo, Los hermanos Karamazov. Desventaja: el notable peso y volumen de estas obras, que no las hace muy indicadas para llevar en el bolsillo del abrigo o en el bolso. Alternativa: alguna de las muchas selecciones de cuentos de Chéjov.

Con una cubierta tan bonita como ésta,
es difícil no triunfar
Vayamos al apartado b). Aquí yo me sumo al consejo que parece mayoritario: llevar una obra menor de algún escritor muy conocido. Resulta un excelente trampolín para lanzar una conversación, porque es muy probable que la otra persona, por poco lectora que sea, haya leído alguna obra suya, y en ese caso podremos quedar al mismo tiempo como cultos y originales, pues leemos lo que no lee la mayoría. La lista sería muy extensa, pero para limitarnos a autores contemporáneos, yo recomendaría algo de Murakami o de Paul Auster. De este último, mejor optar por alguna de sus primeras obras, más desconocidas y mejores que algunas más recientes (a mi modo de ver), como La invención de la soledad, por ejemplo.


El apartado c) es el más claro, pero sólo es apto para personas que tengan grandes filias y fobias. Supongamos que eres un friki de la ciencia-ficción y no podrías soportar relacionarte sentimentalmente con alguien que la detesta. La prueba de fuego, claro, consiste en llevar bajo el brazo una de tus novelas favoritas. Si produce una mirada de incomprensión, malo, pero hay esperanza. Quizás puedes ganar un nuevo adepto para tu secta. Si la reacción es de horror... está claro, el filtro ha funcionado, esa persona no te conviene. Existe una variante más arriesgada que es lo que llamaríamos el "efecto inverso". Consiste en presentarse con una novela que realmente detestas. Cuál elegir va a gustos, desde luego. Pensaba yo esta mañana en el autobús viendo a una chica enfrascada en la lectura de un Federico Moccia (uno de tantos, me da la impresión de que todos sus libros se llaman igual) que relacionarme con un fan de este escritor sería para mí una dura prueba. Vaya, que en mi caso funcionaría como filtro inverso. Como aquellas personas de cuyo gusto cinematográfico estamos tan alejados que basta que nos recomienden una película para que la tachemos al instante de nuestra lista.
En fin, o sé si estos consejos libresco-festivos servirán a alguien, pero recuerden que superada la prueba del libro aún queda todo lo demás, que no es poco. ¡Mucha suerte!

lunes, 23 de julio de 2012

UNA BIBLIOTECA SAQUEADA

Allí donde haya valiosos volúmenes, seguro que acecha un ladrón de libros. Al fin y al cabo, los libros suelen ser más fáciles de sustraer que otras obras de arte: menos vigilados que los cuadros, por regla general, y mucho menos que las joyas, pueden sin embargo alcanzar un valor considerable, si uno sabe a quién vendérselos. Al contrario que los ladrones de bancos, que suelen actuar en grupo y de manera organizada, los ladrones de libros actúan comúnmente en solitario. De ahí que resulte tan notable el caso recientemente destapado en Nápoles (¿dónde sino?), en que una biblioteca fue saqueada por su propio director, con la connivencia de algunas altas autoridades. Y hay más. Pasen y vean.

La hermosa Biblioteca dei Girolamini, Nápoles

La Biblioteca dei Girolamini es la más antigua de Nápoles. Anexa al monasterio del mismo nombre, perteneciente a los padres oratorianos, y abierta al público ya en 1586, alberga -al menos, hasta el reciente saqueo- una riquísima colección de obras raras de los siglos XV y XVI, amén de una notable colección de manuscritos musicales y todas las primeras ediciones de la obras de Giambattista Vico, que fue quien asesoró a los monjes en la adquisición de parte de los títulos más valiosos y a quien está dedicada una sala de lectura de dicha biblioteca. No sólo sus fondos son valiosísimos, sino que también el edificio es un monumento de la arquitectura barroca. A raíz del terremoto de 1980, la biblioteca sufrió algunos daños e inició un lamentable declive, que obligó a cerrarla al público. Recientemente, fue nombrado un nuevo director, Marino Massimo de Caro, nombramiento que suscitó cierta perplejidad en círculos entendidos. Su misión, se suponía, era llevar a cabo las reformas necesarias para que la biblioteca, remozada y modernizada, pudiera de nuevo ser utilizada por los lectores. Sin embargo, las crecientes sospechas de que en lugar de cumplir con ella estaba dedicándose a realizar un verdadero saqueo culminó el pasado mes de abril con un registro sorpresa por parte de los carabinieri, que pudieron constatar no sólo el estado caótico en que se hallaban los fondos, sino la ausencia de más de 1.500 -y me temo que el recuento no está completo-  de los libros más valiosos. Ulteriores investigaciones les condujeron a un almacén cerca de Verona, perteneciente a De Caro, donde en efecto hallaron un par de cientos de los libros sustraídos. Algunos otros, se ha podido comprobar, han acabado en casas de subastas extranjeras. Las pistas llevaron también a la policía hasta el despacho romano de un senador, Marcello dell'Utri, que no pudo ser registrado, debido a la condición parlamentaria de éste. Por su parte, el conservador de la biblioteca, el padre Sandro Marzano, se empeñaba en achacarlo todo a robos ocurridos en años anteriores (que, curiosamente, no habían sido denunciados). Todo hace pensar que detrás de este saqueo hay algo más que un simple afán de enriquecimiento del director. Los ladrones de libros, por lo visto, no siempre actúan solos. Aunque, sabiendo cómo funcionan la política y la justicia italianas, lo más probable es que nunca se saque el agua clara. Confiemos -sé que es mucho confiar- en que algún día esa hermosa biblioteca pueda recobrar su esplendor y retomar las funciones para las que fue creada.


martes, 17 de julio de 2012

MI BIBLIOTECA (y VIIII): AUSENCIAS

Llegamos al final de esta serie dedicada a las bibliotecas de invitados. Como colofón, le toca ahora a la anfitriona el turno de retratar su biblioteca. Ha sido un placer acoger en mi blog a todas estas historias de bibliotecas. Puedo decir que mi curiosidad bibliómana ha quedado plenamente satisfecha, y espero que también la de los visitantes. Una vez más, mi agradecimiento a todos los que han participado, por su generosidad y su entusiasmo.

¡Cuidado! Leer puede ser mortal...

Supongo que sería ridículo decir que no creo tener una biblioteca. Sólo hay que entrar en mi casa y ver las paredes tapizadas de libros. Por todas partes: libros en el recibidor, libros en el salón, libros en los pasillos, en el dormitorio, en la cocina… por no hablar de la habitación que llamamos indistintamente “el estudio” o “la biblioteca”, que haciendo honor a su nombre está por completo forrada de libros. ¿No tienes una biblioteca? Venga ya, ¿y esto qué es? Bueno, vale, muchos libros. Muchísimos, si se quiere (siendo alérgica a este tipo de recuentos y estadísticas, nunca he querido saber la cifra exacta). Si alguien insiste, siempre digo que “más de mil y menos de veinte mil”, para dejarlo en una confortable zona de vaguedad. 
Pero es que para mí la idea de “tener una biblioteca” implica una determinada voluntariedad, una sistemática. Algo de lo que carece por completo la acumulación de libros que pueblan mi casa. Que, además, no son todos míos, aunque a estas alturas sería casi imposible señalar con certeza quién es el propietario de cada uno. Para mí una biblioteca es, sobre todo, un artefacto mental, el empeño de poseer unos libros determinados, seleccionados por su mérito (literario o de prestigio), o por sus características físicas (entraríamos ahí en el terreno de la bibliofilia). Subrayo el término poseer porque si algo me caracteriza como acumuladora de libros (obsérvese que evito decir “dueña de una biblioteca”) es mi tendencia a compartirlos. Una tendencia que con el paso de los años ha revelado ser devastadora, porque en la actualidad, la mitad de las veces que busco un libro –un libro que me consta que tengo─, no está. Es más, si repaso las estanterías puedo constatar que faltan muchos de mis libros preferidos. En cambio, los que menos me interesan, esos que he adquirido porque me los han regalado (el haber trabajado en el mundo editorial tiene eso, que te acaban llenando de libros que a menudo te importan bien poco) siguen ahí. Y hay ausencias que me dejan atónita. ¿Cómo explicar que haya en mi estantería un Vargas Llosa que considero menor como Travesuras de la niña mala y no esté La ciudad y los perros? Uf, suspiro de alivio porque al menos sí que están los dos volúmenes de Conversación en la Catedral, esos de la edición de 1969 que recuperé de la biblioteca paterna. Me hago el firme propósito de no volver a prestar ni un libro, propósito que sin duda olvidaré en cuanto me encuentre con un lector entusiasta. 


De Tolstói a Wodehouse, faltan más de los que están

Eventualmente, desde luego, puede ocurrir que alguno de estos libros faltantes esté en otro lugar de la casa. Porque, aunque la colocación de los libros sigue un orden bastante claro, una vez alguien coge el libro de la estantería, no hay ninguna seguridad de que lo devueva a su lugar exacto. En esencia, los libros están distribuidos por temáticas, con tendencia a que cada habitación -o cada pared- albergue una distinta. En algunos casos la adscripción es lógica (los libros de cocina, en la cocina), mientras que en otros es totalmente arbitraria (en el comedor hay toda una estantería dedicada a la poesía, mientras que en el recibidor campan a sus anchas las biografías y la ciencia ficción; el dormitorio está reservado a las novelas policiacas: no quieran ver en ello ninguna doble intención). Aunque hace años solía separarlos también por idiomas, me di cuenta de que no era práctico, porque al cabo del tiempo no podía recordar en qué idioma leí determinado libro, de modo que ahora están todos juntos, por orden alfabético de autor. Seamos cosmopolitas. Una de las "secciones" a la que le tengo mayor cariño es la de libros de arte y de fotografía: esos sí que no se los dejo a nadie (bueno, también hay que decir que la gente no suele pedírtelos).

Los libros de arte (parte de ellos)

En realidad, añoro las bibliotecas perdidas, esas que han ido jalonando mi vida y en las que me he formado como lectora. Los volúmenes encuadernados en gris de Wodehouse en la biblioteca de mi abuela, los libros rojos de Guillermo Brown en la casa de mi infancia, que sucedieron a la enciclopedia El mundo de los niños, cuyos primeros volúmenes acabaron por completo descuajaringados de tanto ser leídos y releídos, las novelas policiacas de la casa de veraneo, o las ediciones baratas de esa casa de la playa donde descubrí a "El Zorro"... Aún recuerdo el peculiar olor a humedad de aquellos libritos de papel amarilleado. Esos centenares de libros que se han perdido en la nebulosa del pasado son los que componen mi verdadera biblioteca. Ausentes en lo físico, ciertamente, pero todos ellos ocupan en mi mente un lugar muy real. Porque de los libros leídos no sólo dejan huella las historias que cuentan, sino también los propios volúmenes que sostuvimos entre las manos con tanta devoción. Una verdadera biblioteca mental, una selva de libros por la que podría perfectamente encontrar mi camino sin tener que lamentar, a diferencia de lo que ocurre con la biblioteca física, ninguna ausencia. Todos están ahí. Para siempre.

viernes, 13 de julio de 2012

LONDRES: VIDA SUBTERRÁNEA

El diagrama del metro de Londres, diseñado por Harry Beck en 1933,
se ha convertido en un clásico y en un símbolo de la ciudad
Dentro de muy pocos días, todas las miradas estarán posadas en la capital británica, y en los atletas que correrán, saltarán y nadarán en su superficie. Más allá del atracón olímpico que nos espera -o, mejor dicho, por debajo de él- he preferido volver la mirada a ese otro Londres oculto a los ojos, pero que no sólo está ahí, sino que es esencial para que el otro, el visible, funcione. Me refiero, claro está, al Londres subterráneo. Peter Ackroyd, que con su monumental Londres. Una biografía  ya demostró ser un perfecto conocedor de esa ciudad, es el mejor guía para adentrarnos en sus oscuras galerías, en su Londres bajo tierra. A diferencia de su biografía londinense, un grueso volumen de esos que conviene tener en la mesilla de noche para ir leyendo de forma pausada, este Londres de los subterráneos y las galerías es un libro breve, que se lee de un tirón, entre la fascinación y algún estremecimiento (¡esas ratas enormes que, enloquecidas por los ultrasonidos se estampan contra las paredes!) y que abre un mundo de posibilidades insospechadas: resulta que es posible hacer una travesía en barco por alguno de esos canales sumergidos; también cruzar el Támesis por debajo, a pie, por uno de los más de veinte túneles que lo atraviesan, aunque la mayoría esté clausurada o en desuso. Si el Támesis fluye por su superficie, bajo Londres fluyen nada menos que trece ríos enterrados.
El subsuelo londinense no sólo alberga las lógicas y necesarias conducciones de alcantarillado, gas, electricidad o telefonía -todas ellas vastísimas, a la par de la ciudad a la que sirven-, sino que en él tienen cabida otros túneles más misteriosos, como la compleja red que se rumorea pertenece al gobierno y se utiliza para albergar secretos departamentos, o el sistema de túneles que un tal William Lyttle -apodado por la prensa "el hombre topo"- excavó bajo su propiedad en Hackney con propósitos nunca desvelados y cuya existencia sólo se descubrió en 2000 gracias a un accidente.  Y es que ese vasto subsuelo no ha sido cartografiado por completo, de modo que podríamos decir que, al menos en parte, constituye aún un terreno inexplorado.

El templo romano de Mitra, que salió a la luz en 1954.
(Foto Museum of London)
Naturalmente, como cualquier ciudad que tiene una larga historia, las excavaciones a menudo descubren tesoros del pasado, restos de la ciudad y de su habitantes de hace varios siglos, sobre los que se asienta la urbe actual. Capa sobre capa. También sobre esto nos habla Ackroyd, para dedicarle a continuación un par de capítulos al metro de Londres, el más antiguo del mundo (1863), por el que podrían haber transitado personajes como Dickens o Charles Darwin. De algún modo, cuesta imaginarse a ninguno de ellos comprando un billete y adentrándose en las malolientes profundidades (por aquel entonces, los trenes eran a vapor y la atmósfera, bastante irrespirable).
Y, si los tesoros suelen esconderse o enterrarse, ¿qué mejor lugar para el oro del Banco de Inglaterra que el subsuelo de la ciudad? Del Banco sale una red de pasadizos subterráneos que discurren por debajo de las calles de la City, donde se amontonan miles de lingotes de oro. El segundo mayor tesoro del mundo (supongo que después del de Forth Worth, aunque el autor no nos lo indique).
Hasta aquí, una muestra de la infinidad de datos interesantes o curiosos que expone Ackroyd, a los que hay que añadir -siendo británicos, es casi inevitable- algunos fantasmas y alguna incursión en la literatura. ¡Ah, y Jack el Destripador (que, quién sabe, quizás utilizó el metro para llegar al escenario de sus crímenes)! Confieso que a mí las retransmisiones olímpicas suelen provocarme un tedio espantoso. Les garantizo que eso no ocurrirá si deciden sustituirlas por este libro. Pocas páginas, pero muy bien aprovechadas.
[Por cierto, para los muy londonófilos, acaba de salir un estuche que reúne ambas obras londinenses de Ackroyd.]

lunes, 9 de julio de 2012

MI BIBLIOTECA (VII): MOLIBIBLIOTECA

La última invitada de esta serie es Molinos (también conocida como Moli). Desde su blog Cosas que (me) pasan Moli ha creado todo un Moliuniverso poblado por dos adorables princezaz, un ingeniero, un par de pobreshermanos y muchos otros personajes inolvidables. Además, Moli no sólo corre, nada, escribe y conduce muchos kilómetros cada día, sino que es una devoradora de libros, unas lecturas que puntualmente reseña (y ocasionalmente despelleja) en su blog, para regocijo de sus lectores. Seguro que más de uno tenía ya curiosidad por conocer esa Molibiblioteca.


-Moli, ¿te gustaría participar en la sección “Mi biblioteca” que se me ha ocurrido para el blog?
- Claro, me encantaría. Me hace muchísima ilusión.
Y ¿ahora qué cuento?
Primera duda, ¿Tengo yo una biblioteca? ¿Cuándo se considera que tienes una biblioteca? ¿A partir de qué cantidad de libros? ¿O no va por número? Hombre, tienes que tener bastantes, más que nada porque sino el post queda insulso. Seguro que Elena no se lo ha pedido a nadie que sólo tenga un libro electrónico. “Mi biblioteca: tengo 23.000 títulos en mi Kindle”. Quedaría pobre y con poco misterio.
Vale, yo no tengo un Kindle y tengo muchos libros y repartidos por toda la casa, así que aceptaremos “libros por toda la casa” como biblioteca. Puedo escribir un post sobre ella.
¿Qué cuento? Para casi todo soy bastante ordenada y metódica pero para la compra, organización y clasificación de los libros, no. Lo he intentado alguna vez, pero me gusta más el caos organizado sobre la base de mi fabulosa memoria visual.
Empecemos por el principio. ¿Cuáles fueron mis primeros libros? Esta es fácil. Celia lo que dice inauguró la Molibiblioteca hace exactamente treinta y dos años. Mi madre me lo regaló al cumplir siete, siguiendo una especie de tradición familiar porque a ella también se lo había regalado mi abuela. Poco a poco, con cumpleaños, premios por las notas, santos, y los Reyes Magos conseguí toda la colección y ahí está, sus lomos azules en un lugar de honor de la estantería de mi cuarto. Esa estantería que me empeñé en poner a pesar de que la gente me decía… ”aprovecha para un armario”.

Ahí están esos lomos azules...

¿De dónde han salido mis libros? Mmm… la gente cuenta aquí búsquedas legendarias de títulos, encuentros sorpresa con libros inesperados, excursiones a revolver en busca de tesoros ocultos y yo no tengo nada de eso. Cuando tuve dinero compraba lo que me apetecía, lo que me llamaba mientras me paseaba por las librerías o por las ferias del libro antiguo que siempre me han encantado. Si daba con un autor que me molaba, buscaba compulsivamente todo lo que hubiera escrito hasta terminar con todo o hasta dar con alguna obra que no me gustara frenando en seco mi proceso de enamoramiento. Recuerdo perfectamente cuando compré El talento de Mr. Ripley con muy poco entusiasmo y sin embargo acabé con una estantería llena de sus títulos. Lo mismo me ocurrió con Auster, pero esta vez fue a partir de un regalo, La música del azar fue lo primero que cayó en mis manos y ahí sigo, peleándome con cada nuevo título que publica, en una relación que va del amor absoluto al odio total.

¿Desorden? No tanto. ¿Clasificación? Muy personal.
¿Los tengo ordenados? En esta pregunta suspendo claramente. No tengo ningún tipo de clasificación, orden ni concierto. Los libros van llegando y tras su paso por la estantería de “pendientes de leer”, los voy colocando donde encuentro hueco. Hago vanos intentos por juntar todos los de un mismo autor, pero muchos de ellos caprichosamente acaban emparejándose como les apetece y así por ejemplo Historias de Nueva York de Enric González y Ventanas de Manhattan de Antonio Muñoz Molina comparten espacio al margen del resto de obras de ambos que pululan por otras estanterías.
Supongo que si sigo acumulando libros en algún momento tendré que idear un sistema de ordenación medianamente lógico, pero por ahora confío en mi gran memoria visual para encontrar los libros. Me gustan desordenados, mezclados unos con otros. Me gusta mirarlos y pensar que el orden que tienen en las estanterías responde un poco al momento vital en el que los leí y los coloqué. Me gusta pararme delante de la estantería y pasar la mirada por los lomos de libros estableciendo relaciones entre ellos, y recordando porqué después de la serie policiaca de Henning Mankel empecé a leer a Philip Roth. ¿Hubo alguna relación? ¿Algo me hizo asociar un autor con otro o sencillamente el azar los ha colocado así? Miro una balda y veo Maus, El cero y el infinito, The Great Gatsby, From Hell y 1984, una extraña combinación de títulos que sin embargo para mí, tiene todo el sentido del mundo.

Maus y otros.

Me gustan los libros, me gustan los míos. Me tranquiliza verlos en las estanterías, todos distintos, diferentes en tamaños, colores, olores. Cada uno cuenta su propia historia y mi propia historia, están cargados de las sensaciones que llevan dentro y también de las mías, del momento en el que los leí o de las que tendré cuando por fin les llegue el turno.

 

jueves, 5 de julio de 2012

LA VIDA BIBLIÓFILA DE JULIAN BARNES

Hace unos días, el diario inglés The Guardian publicó un estupendo texto de Julian Barnes en torno a su amor por los libros, Julian Barnes: my life as a bibliophile, escrito para celebrar la Independent Booksellers Week, texto que se puede adquirir también en forma de panfleto titulado A Life with Books. Lo que dice Barnes sobre el papel de los libros en su vida, sobre su afán coleccionista, y sobre el libro como objeto, me ha gustado tanto que, aunque soy consciente de que muchos lectores ya lo habrán leído en su versión original, he pensado traer aquí un resumen traducido. Para quienes no dominen el inglés, o no tengan la paciencia de leerse entero el texto íntegro. Ahí va. (Verán que distingo tipográficamente entre los fragmentos que he tomado íntegros de su texto y mis resúmenes del mismo.)

He vivido en los libros, para los libros, por los libros y con los libros. En los últimos años, he tenido la suerte de poder vivir de los libros. A través de los libros me di cuenta por primera vez de que existían otros mundos además del mío propio; imaginé por primera vez lo que supondría ser otra persona; experimenté por primera vez ese vínculo íntimo y profundo que se crea cuando la voz de un escritor se mete dentro de la cabeza de un lector.

Barnes tuvo además la suerte de ser hijo de dos maestros de escuela, que reverenciaban los libros: "No íbamos a la iglesia, sino a la biblioteca", dice. Así, la biblioteca familiar estaba bien nutrida, pero al Barnes niño no le atraían la mayoría de las obras que podía encontrar en sus estanterías. Excepto cuando, en el momento de su despertar sexual, descubrió el enormemente excitante Satiricón de Petronio, que durante algún tiempo le hizo creer que el mundo romano era una orgía continua. Para cuando superóa la adolescencia, Barnes había entrado del todo en la magia de los libros. No sólo de leerlos, sino de poseerlos.

Poseer determinado libro -un libro que habías elegido tú- era definirte a ti mismo.  Y esta autodefinición debía ser protegida, físicamente. De modo que forraba mis libros preferidos (inevitablemente, libros de bolsillo, por restricciones monetarias) con plástico transparente. Antes, sin embargo, escribía mi nombre -en una recién adquirida letra itálica, con tinta azul, subrayado en rojo- en la esquina interior de la cubierta.

Más adelante, descubrió otra magia, la de los libros de segunda mano, los que habían tenido otros dueños, algunos de ellos incluso escritores.

Nunca había visto de cerca a un escritor, ni conocía a nadie que hubiese conocido a alguno. Quizás había oído a uno o dos por la radio, o visto a un par de ellos por televisión (...). Pero la conexión más cercana que mi familia tenía con la literatura era el hecho de que mi padre estudiase lenguas modernas en la universidad de Nottigham, donde daba clases Ernest Weekley, cuya esposa se había fugado con D.H. Lawrence. Ah, y mi madre vio una vez a RD Smith, el marido de Olivia Manning, en un andén de la estación de Birmingham.

Durante las siguientes décadas, Barnes se convierte en un ávido coleccionista de libros, en especial de libros usados, y recorre cientos de kilómetros en busca de gangas que valgan la pena. En aquellos tiempos, todas las ciudades medianas poseían alguna tienda de libros de segunda mano, que él recorría infatigable. Contaba también con la ventaja, hoy desaparecida, de que por aquel entonces los libros solían permanecer en las estanterías durante meses, tal vez años, hasta que surgía un comprador. Barnes reconoce que en esa época compraba como un poseso, movido por esa especie de locura que es la bibliomanía.

La compra de libros sin duda consumía más de la mitad de mis ingresos (...) La línea divisoria entre libros que me gustaban, libros que pensaba que podían gustarme, libros que tenía la esperanza de que me gustasen y libros que no me gustaban en ese momento, pero que pensaba que podrían gustarme más adelante nunca estuvo muy bien definida.

Su frecuente contacto con el mundo de la bibliofilia le hace también perder la inocencia: no es oro todo lo que reluce y más de un bibliófilo ha sido engañado por personas sin escrúpulos. Barnes cuenta la anécdota del bibliófilo cuya valiosa primera edición de una obra sustituyó algún visitante desconocido por una reimpresión posterior sin ningún valor. Pero la bibliofilia también tiene sus recompensas, como son las horas pasadas en esas vastas cavernas llenas de potenciales tesoros. La mayoría de ellas, por no decir todas, han desaparecido hoy. Algunas, ademas de libros, contenían otros tesoros: cita una, Lilies, llena de objetos fetichistas, como la máscara mortuoria de John Cowper Powys y "un reloj que perteneció a las personas que pusieron el motor en el barco en que se ahogó Shelley" (reconozcan que hay que ser un verdadero fetichista para valorar algo así).


Cuadro que representa la cremación del cadáver de Shelley
Me convertí en un poco menos coleccionista de libros (o, quizás, fetichista de libros) después de publicar mi primera novela. Tal vez, en algún nivel subconsciente, decidí que como ahora producía mis propias primeras ediciones, ya no necesitaba tanto las de otros. Incluso comencé a vender mis libros, algo que en otro momento me hubiese parecido inconcebible. Aunque eso no aminoró mi ritmo de adquisiciones: sigo comprando libros más deprisa de lo que puedo leerlos. Pero me parece algo totalmente normal: qué raro sería rodearse sólo del número de libros que te dará tiempo a leer en lo que te queda de vida. Y sigo profundamente vinculado a los libros físicos y a las librerías físicas.

Porque, como dice con mucha razón Barnes -o al menos yo pienso lo mismo que él- la tecnología tiene muchas ventajas, pero cada libro físico tiene una apariencia, un tacto y un olor diferentes, mientras que todos los libros electrónicos son iguales. Y termina el artículo con un hermoso alegato en favor de la lectura:

La vida y la lectura no son actividades separadas. Esa distinción es falsa (es como cuando Yeats imagina que se puede elegir entre "la perfección de la vida o de la obra"). Cuando lees un gran libro, no escapas de la vida, sino que te sumerges más profundamente en ella. Puede haber un escapismo superficial -a países, costumbres, maneras de hablar diferentes- pero lo que haces es en esencia ampliar tu comprensión de las sutilezas, paradojas, alegrías, dolores y verdades de la vida. La lectura y la vida no están separadas, son simbióticas. Y para llevar a cabo esta importante tarea de descubrimiento y autodescubrimiento hay, y sigue habiendo, un símbolo perfecto: el libro impreso.
  
Barnes dixit. 


lunes, 2 de julio de 2012

MI BIBLIOTECA (VI): DOBLES FILAS Y LIBROS PERDIDOS

La sexta entrada de esta serie corresponde a littleEmily, del blog reading at the moonlight, aunque me parece que ella lee bajo todo tipo de luces y a todas horas. Historiadora e irredenta anglófila, a littleEmily le apasionan también los viajes y, cómo no, el té. Esta esforzada lectora tiene además ánimos para embarcarse en todo tipo de retos literarios, de los que va dando cuenta en su blog, por si alguien se anima a emularla. Muy oportunamente (juro que no lo hemos preparado entre las dos), inicia precisamente hoy su texto con una comparación futbolística.

Igual que en el futbol, mi biblioteca juega en varias ligas: en la inglesa, obviamente, pero también en la francesa, la norteamericana, la italiana, la alemana, la rusa, etc. Así es como tengo ordenados mis libros, por nacionalidades, a pesar de que, al llegar al alemán, se unan austríacos y alemanes bajo la bandera de la lengua, justo al lado de italianos como Calvino, Manzoni o Dante. Los franceses y los norteamericanos se turnan para bajar de los estantes más altos de tanto en tanto: ahora conviven los primeros volúmenes de literatura inglesa (Chaucer, Shakespeare, Charles Lamb) con Salinger, Chabon, Eugenides, Sylvia Plath... El orden de la estantería principal nunca será el mismo. Y nunca estoy segura de qué se esconde en la doble fila. Los libros que se mudan siempre dejan un poso en la doble fila así que detrás de Proust puede aparecer fácilmente Mark Twain (mi ejemplar de niña de Huckleberry Finn) o Salgari, los dos unidos por el caos. La sección de literatura griega y romana se ha “juntado” con los libros de historia griegos y romanos (una es historiadora por algo) y ambos conviven en una cálida armonía en la que se retroalimentan unos a otros. Si releyendo la Ilíada, me entran dudas acerca de los funerales de la época micénica, siempre sabré a dónde puedo acudir.

Un pedazo de estantería fundamental

 Lo malo de no tener todavía un piso propio es que los libros deben intentar mantenerse en mi habitación, pero no consigo retenerlos. Campan a sus anchas por el despacho y los que me pide prestados mi madre, muchas veces se quedan en la habitación de mis padres. Rutherfurd se ha ido a vivir allí, por ejemplo. Pepys decidió volver. Una parte importante de mis libros sobre la Segunda Guerra Mundial viven retenidos allí. Los libros en inglés han acabado desbordando su sitio y ahora se multiplican por la habitación y el despacho. Novelas, libros sobre historia, biografías de escritores y de personajes históricos...
En el despacho conviven los libros sobre libros, que tienen sección propia, las biografías de escritores, los libros de viajes... Si un libro, sea del género que sea, tenga la nacionalidad que tenga, me llama la atención tiene muchos números de: a) pasar a engrosar las estanterías de mi casa o b) venir de paso al sacarlo de la biblioteca, algo que también suelo hacer mucho ante la imposibilidad de comprar todos los libros que me gustan, algunos de ellos están descatalogados o son tan antiguos que son imposibles de encontrar.
Hace un par de años intenté ordenarlos por orden cronológico: después de dos días con todos los libros en el suelo y en movimiento, llegué a la conclusión de que no me gustaba nada, me impedía poner libros en posición horizontal encima de la primera fila. Vuelta a empezar, y finalmente quedó en un orden híbrido, eso sí, con los libros a los que tengo más cariño justo a la altura de los ojos.
Finalmente, mi biblioteca se ha quedado en un desorden construido expresamente: literaturas por país y en segundo término, un mínimo intento de ponerlos en orden en el que hay mucho de casual y mucho cálculo.
La literatura inglesa es la que más abunda, por supuesto. No sé cuando me empezó a atraer tanto: es algo que siempre ha estado conmigo y que no se limita a un período determinado ni a autores concretos: puedo ir desde los Cuentos de Canterbury hasta la última novela que se ponga de moda. Lo cierto es que, a causa de mi debilidad por los siglos XVIII, XIX y XX, los más abundantes, algunas colecciones se me desbordan y ni siquiera puedo colocar todas las obras de Dickens, Hardy, Elizabeth Gaskell, entre otros, juntas. En cambio, hay otros que por la editorial que los ha publicado o por su argumento, a pesar de ser del mismo autor, mantengo separados.

Me gusta tener un estante gris :)
 Normalmente, suelo tener un libro perdido. Y como parece que se ha convertido en costumbre, el día que aparece, desaparece otro... durante una larga temporada, perdí Terra Baixa, el ejemplar que leí en el instituto y lleno de acotaciones para las lecturas que hacíamos en clase. Vamos, insustituible. Al cabo de un tiempo, apareció como por arte de magia. Pero, a la vez, desapareció otro, El zoo d´en Pitus. Y así van apareciendo y desapareciendo cada cierto tiempo... Ahora son dos: Una maravillosa gran aventura de Beryl Bainbridge, cuyo rescate me he tomado como un asunto personal y me dedico a remover cielo y tierra para encontrarlo.
Y la magia de las dobles filas nos ha proporcionado siempre sorpresas: en la misma mudanza apareció, por sorpresa, una edición de 1942 de Cumbres borrascosas, proveniente de mi tía, la misma que al cumplir yo 12 años, me proporcionó mi primer contacto con las Brontë. O una doble fila especialmente gruesa de la biblioteca materna nos descubrió la primera edición española de varios cuentos de Tolkien: Eagle, el granjero de Ham, etc.
Algo que sorprende mucho es que todavía siga leyendo novelas infantiles y juveniles por puro placer, sin tener ningún niño/a en mi vida. Me sirven para desconectar, para seguir en contacto con la Peter Pan que hay en mí, para recordar como pensaba en aquella época... en la que ya leía con voracidad, pero de la que me faltan muchos libros que se perdieron en una mudanza. Así que no me queda otra que intentar hacerme con ellos de nuevo. Entre las búsquedas de libros que tuve y ya no son míos, entre los nuevos autores y libros que me esperan, libros de no ficción que me llamen la atención siempre habrá un hueco en mi estantería para historias que transporten mi mente lejos.

Reciclando un mueble para la ropa blanca y llenándolo de libros.