John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

sábado, 29 de enero de 2011

LIBRO 2.0

Estamos inmersos en un tiempo de grandes cambios para el libro. Tal como apuntaba recientemente en un artículo el editor Alejandro Katz, en los últimos treinta años las tecnologías del libro y las rutinas profesionales de todos los vinculados al mundo de la edición han sufrido una profunda transformación. Con el paso de lo que él denomina "tecnologías calientes" (la linotipia, la prensas, la encuadernación) a las "tecnologías frías" (el ordenador, los archivos digitales, el libro electrónico), por primera vez en muchos siglos se ha roto el vínculo entre contenido y continente. Hasta ahora, un libro era su contenido -la obra literaria-, pero al mismo tiempo era su soporte físico -el conjunto de hojas impresas y encuadernadas que reproducen la obra-. Estamos ahora efectuando la transición entre un proceso que entregaba al usuario final, el lector, un objeto cerrado e inmodificable y  otro que tiene como resultado una serie de posibilidades abiertas. No quiere decir esto que el libro en papel vaya a desaparecer, como opinan algunos. Igual que el cine no acabó con el teatro y la televisión no significó la muerte de la radio, yo creo -espero no equivocarme- que el libro electrónico coexistirá perfectamente con el libro en papel. Sin embargo, lo que resulta indudable es que su advenimiento y, sobre todo, su uso generalizado (que aún no ha llegado a nuestro país, pero llegará, llegará), va a transformar no sólo la manera de comercializar las obras literarias, sino también el propio concepto de obra, las prácticas de los autores, de los lectores y, sobre todo, de los editores. Sin embargo, hasta el momento el discurso que predomina es el que gira en torno al precio de los ebooks, el porcentaje que deben llevarse unos y otros, la piratería... Aspectos todos ellos importantes pero que, a mi modo de ver, pasan por alto lo realmente fundamental: que el cambio en la manera de leer y en el soporte de lectura va a cambiar la relación del lector con la obra literaria. Por dónde irá este cambio es la gran incógnita, pero quizá uno de los primeros indicios podría ser una inicitiva como la que acaba de lanzar Amazon con sus Kindle Singles, que ofrecen la posibilidad de publicar (y descargarse) ensayos, pensamientos o relatos de una extensión breve (entre 10.000 y 30.000 palabras; para entendernos, el equivalente a entre 20 y 60 páginas estándar de libro en papel). La tecnología de la edición tradicional casi obligaba a que el libro tuviese una extensión mínima determinada, por lo que obras más breves o bien se recopilaban junto con otras para llegar a la extensión deseada, o quedaban fuera de circulación. Esta es  una de las barreras que el libro digital va a permitir saltarse, y bienvenido sea. Los autores y los editores harán bien en empezar a pensar en serio en el libro 2.0 y adoptar una mentalidad realmente digital, si quieren que los nuevos tiempos no les dejen de lado.

miércoles, 26 de enero de 2011

DE LIBREROS Y LECTORES


La librería. Grabado perteneciente a Mesonero Romanos, Escenas matritenses por el Curioso Parlante, Madrid, Imprenta y Librería de Gaspar y Roig, 1851.
No todo el que entra en una librería sabe lo que busca. A veces, ni siquiera parece estar muy seguro de para qué sirven los libros. No sé si algún librero me desmentirá, pero yo diría que sólo una minoría busca un libro muy concreto, del que además sabe autor y título. Importante detalle este último: un porcentaje absurdamente alto de gente que desea comprar un libro determinado tiene sólo una noción muy vaga, o incluso declaradamente errónea de estos datos. Como es lógico, este despiste generalizado da lugar a innumerables anécdotas, a cual más divertida. Seguro que nuestros esforzados libreros pueden contar muchas. Un librero de segunda mano americano, Shaun Tyas, publicó en 1988 un libro titulado Book Worm Droppings, en el que recogía anécdotas de sus experiencias con clientes y con otros libreros, así como otras que le habían enviado libreros de otros lugares. El libro en cuestión se ha convertido ahora en una web que se ve continuamente enriquecida por comentarios de diversos participantes. Un rápido repaso a estas anécdotas demuestra que, aparte de las no por obvias menos habituales preguntas de "¿Es aquí donde venden libros?" o "¿Los ha leído todos?" (pregunta esta última que conocen bien, creo yo, todos los que disponen de una nutrida biblioteca en su casa), uno de los casos más frecuentes es el del cliente que sólo posee una información muy remota sobre el volumen en cuestión y está convencido de que con eso basta para localizarlo:

-No sé de qué va, ni quién lo escribió ni nada, pero lo tuve en segundo de primaria y había un dibujo de un pato en la cubierta, ¿tienen algún ejemplar?

o bien

-¿Tienen las obras completas de Robert Burns? No sé quien es el autor.

También hay los que ni siquiera tienen muy claro a qué género pertenece:

-Busco un libro. Va de un perro que habla y sus aventuras
-¿Sabe qué tipo de libro es?
-No-ficción.

Claro que también existen lib´reros que no se muerden la lengua, y Tyas recoge algunas de sus réplicas. A un cliente que se quejaba de lo caro que era un libro antiguo:

-Bien, señor, si a usted no le importa vendernos su casa al precio de 1953, le regalaremos encantados el libro.

Aunque no faltan clientes que sólo quieren echar un vistazo, exasperados por la inevitable pregunta del librero "¿Busca algo en particular?". Cuentan de uno de ellos que solía salirles con un catálogo de temas raros: "Sí, libros sobre suicidio, escatología, tartamudeo y ropa de golf."

martes, 25 de enero de 2011

ROMA O AMOR: JUEGOS DE PALABRAS

La herramienta del escritor es el lenguaje, las palabras. Como toda herramienta, cuanto más trabaje con ella, cuanto más la adapte a sus necesidades, mejores resultados obtendrá. Y jugar con las palabras, darles nuevos sentidos, combinarlas de maneras insólitas, forma parte de esos ejercicios que pueden ser tan útiles al escritor como las escalas a los pianistas. "Hacer dedos", le llaman. Esta parte lúdica no ha sido siempre bien vista, considerándose a menudo una pérdida de tiempo -que hubiera debido invertirse en asuntos más serios-; a lo largo de la historia, el ingenio verbal ha tenido cierta mala prensa, pero también lo han cultivado nombres muy ilustres, desde los enigmas de Juan de Mena, Quevedo o Gracián hasta los palíndromos a los que era tan aficionado el mexicano Juan José Arreola, pasando por la recopilación de adivinanzas que publicó en 1880, bajo el seudónimo de Demófilo, Antonio Machado y Álvarez (padre de dos ilustres poetas, Antonio y Manuel), por citar sólo unos pocos. Para todo el que se interese por estas curiosas y a menudo divertidas técnicas, resultan muy recomendables las obras de Màrius Serra (famoso también por sus crucigramas diarios en La Vanguardia), sobre todo Verbalia, que tiene versión castellana y catalana e incluye ejemplos en  italiano, inglés y francés. Verdadero inventario de la mayoría de juegos de palabras conocidos, los ordena y cataloga de acuerdo al mecanismo germinal que los provoca. El libro resulta una auténtica mina para explorar todas las posibilidades del lenguaje, y su complemento ideal es la página web del mismo nombre, paraíso de los verbívoros, donde se pueden encontrar juegos, sugerencias, foros participativos y una deliciosa "fauna verbívora", elenco de personajes que, de manera consciente o inconsciente, han entrado a formar parte del universo ludolingüístico. Cito como ejemplo el caso de Bretón de los Herreros y el Dr. Pere Mata, que reproduzco a continuación:
El doctor Mata, médico y poeta, ejercía en el Madrid del siglo XIX su oficio. Era vecino del poeta Bretón de los Herreros, con quien no congeniaba porque éste llevaba una vida muy bohemia. Los amigos y compañeros de fiesta de Bretón iban a buscarlo a horas intempestivas. A menudo se equivocaban de puerta y molestaban al doctor. De modo que, un buen día, éste decidió colgar un aviso en la puerta del edificio que rezaba:

No vive en esta mansión
ningún poeta bretón.

La respuesta del aludido no se hizo esperar. Ni corto ni perezoso, Bretón colgó su famosa réplica:

Vive en esta vecindad,
cierto médico poeta,
que al final de la receta
firma Mata y es verdad.

viernes, 21 de enero de 2011

CONAN DOYLE, HOUDINI Y LOS ESPÍRITUS

Exponía Martin Gardner en un artículo dedicado a Conan Doyle -recogido en el volumen La ciencia. Lo bueno, lo malo y lo falso-, su sospecha de que el personaje de Sherlock Holmes no fue creado por Conan Doyle, sino por el Dr. Watson. Justifica esta broma diciendo que difícilmente se imagina que un acérrimo partidario de las ciencias ocultas pudiese crear un personaje caracterizado por su racionalidad y su adhesión al método científico. Los admiradores de Holmes suelen pasar de puntillas sobre este  aspecto de la persona y la obra de Conan Doyle, quien creía en todo tipo de fenómenos (y charlatanerías) paranormales. Se ha dicho que su conversión al espiritismo vino a raíz de la muerte de su hijo en 1918. Según sus biógrafos, sin embargo, Doyle se interesó desde muy joven por los fenómenos psíquicos y desde los 22 años asistía a sesiones espiritistas, entonces muy de moda entre las clases acomodadas inglesas. Es más, cuando en 1888 Margaret Fox (una de las mediums que había desatado la fiebre del espiritismo proclamando que podía recibir mensajes de los muertos en forma de golpes) confesó públicamente que esos golpes los producía haciendo crujir los dedos de los pies, amén de otros trucos, Conan Doyle fue de los que no la creyeron, llegando a afirmar que "Nada de lo que ella diga me hará cambiar de opinión". En 1893, Conan Doyle se hizo miembro de la Sociedad para la Investigación Psíquica, donde militaban personajes tan respetables como Lord Balfour, el futuro primer ministro, el filósofo William James o el biólogo Alfred Russell Wallace. Cuando, como miembro de la Sociedad, tuvo que investigar una casa encantada, todavía conservaba algo de escepticismo, que se quebró cuando encontraron un cadáver enterrado bajo el suelo. Allí se decidió su conversión. Por fin, en 1916 Doyle anunció públicamente su adhesión al espiritismo y dedicaría los doce últimos años de su vida a -en palabras de Gardner- "una incansable cruzada contra la ciencia y la racionalidad". Además de innumerables artículos, cartas y panfletos, escribió varios volúmenes de apologética espiritista, así como una Historia del Espiritismo en dos tomos. En 1920, Conan Doyle conoció al famosísimo mago Houdini, "el rey de las fugas". Este se interesaba por el espiritismo porque acababa de perder a su madre y deseaba poder comunicarse con ella. No obstante, después de algunas sesiones fallidas y otra en que recibió un supuesto mensaje materno en inglés (cuando la señora sólo hablaba yidish), se convenció de que se trataba de una superchería. Nadie mejor que él, que cada día hacía creer  a cientos de personas en cosas que no existían, para detectar este tipo de engaños. A partir de entonces, Houdini dedicó grandes esfuerzos a desenmascarar estos fraudes, tanto en sus espectáculos (véase el cartel que incluyo) como mediante un libro titulado A Magician Among the Spirits. Ignoro cómo era la cubierta original, pero en la actualidad reproduce una foto en que se encuentran Doyle y Houdini, sin duda antes de que la campaña pro-espiritismo del uno y en contra por parte del otro pusiese fin a su amistad. A partir de entonces, ambos fueron rivales, empeñado cada uno en demostrar sus tesis. Quiso el destino que Houdini muriese primero. Y aunque el mago había intentado convencer innumerables veces a Doyle de que sus fugas eran meros trucos muy bien ideados, Doyle siguió afirmando -en su último libro, The Edge of the Unknown, publicado en 1930- que Houdini era en realidad un medium que realizaba sus evasiones desmaterializando su cuerpo.
El tiempo parece haberle dado la razón al mago, quien había pactado una serie de señales secretas con su mujer mediante las que se comunicaría si era cierto que existía el más allá. Durante diez años, esta estuvo esperándolo, en vano. En octubre de 1936 llevó a cabo la sesión final, y apagó la vela que simbólicamente había mantenido encendida junto a su retrato. Ni Houdini ni Conan Doyle iban a regresar de su último viaje.

miércoles, 19 de enero de 2011

LAS GAFAS DE LINCOLN


El edificio Jefferson de la Biblioteca del Congreso (Foto Michel Casey)
La Biblioteca del Congreso de Washington, con sus 144 millones de documentos (de los que "sólo" 33 millones son libros y material impreso) en 460 lenguas y más de 63 millones de manuscritos es de lejos la biblioteca más grande del mundo.
Actualmente, sus fondos se hallan ubicados en tres majestuosos edificios situados en Capitol Hill, que llevan los nombres de otros tantos presidentes americanos: Jefferson, Madison y Adams. Aún así, su principal problema -junto con la conservación y digitalización de fondos- es la falta de espacio. Esta biblioteca, sin embargo, tuvo unos principios poco esperanzadores. Fundada en 1800 por el presidente John Adams -uno de los padres de la Constitución americana menos conocidos, por el que siento una enorme simpatía a raíz de la magnifica serie de televisión a él dedicada, que lamentablemente pasó por nuestra pantallas de manera fugaz-, la idea era que albergara material de consulta para los congresistas y empezó su vida con unos modestos 3.000 ejemplares. En 1814 se vio reducida a cenizas por las tropas inglesas y hubo que empezar de nuevo. En 1815, Jefferson cedió su nutrida biblioteca para este fin. Aunque lo que hoy es se lo debe en gran parte a Ainsworth Spofford, su bibliotecario desde 1864 a 1897. Nombrado por Lincoln, Spofford se encargó de convertir ese mero apéndice del Congreso en una institución de gran altura a nivel nacional e  internacional. Durante su mandato, sus fondos pasaron de 60.000 ejemplares a más de 1 millón y consiguió asimismo que se aprobase su idea de que la biblioteca debía albergar también documentos en otras lenguas y de otros países. Uno de los grandes logros de Spofford fue la ley de copyright de 1870, que entre otras muchas disposiciones establecía que dos ejemplares de cada "libro, panfleto, mapa, fotografía o pieza musical que se registre deben ser depositados en esta biblioteca, un requisito que sin duda habría obtenido la aprobación de Jefferson". Como consecuencia, pronto la avalancha de documentos superó el espacio disponible y, tras mucho insistir, finalmente el Congreso aprobó en 1886 la construcción de una nueva sede, el actual edificio Jefferson, que rápidamente se convertiría en monumento nacional. La Biblioteca del Congreso contiene tesoros de lo más variado y es desde luego visita obligatoria para cualquiera que recale en Washington. Para los que no hemos tenido aún esa suerte, existe en video un tour virtual en que el simpático bibliotecario Kurt Maier nos explica algunas de sus características y curiosidades. Uno de los legados más populares allí depositados tiene una apariencia insignificante: un pañuelo, una navaja, un reloj  de bolsillo, un billete de cinco dólares y unas gafas. Nada relevante, si no fuese porque se trata de lo que Abraham Lincoln llevaba en sus bolsillos la noche en que fue asesinado. Llama la atención también que una de las varillas de las gafas está sujeta con un trozo de cuerda, un arreglo hecho por el propio Lincoln, muestra de la sencillez y austeridad de este presidente. A la vista de esto, siento curiosidad por saber qué llevaría Kennedy en el bolsillo ese fatídico día de 1963 en Dallas. No me consta que se haya preservado.

Contenido del bolsillo de Lincoln. Obsérvese la cuerdecita que sostiene las gafas.

viernes, 14 de enero de 2011

EL HOMBRE QUE QUISO SER SHAKESPEARE

Abundan los falsificadores que han intentado hacer pasar por buenos pretendidos manuscritos de Shakespeare. Sin embargo, sólo William Henry Ireland logró hacer pasar por auténtica una obra de teatro entera y que además esa obra (Vortigern, se titulaba) se estrenara en un teatro londinense, nada menos que el Drury Lane. Cuando esto ocurrió Ireland no tenía más que diecinueve años y su caso no es el de un falsificador cualquiera, pues la suya fue una falsificación llevada a cabo no por afán de dinero, sino por el deseo de llamar la atención de su severo e indiferente padre. Samuel Ireland era un próspero grabador y coleccionista, obsesionado con Shakespeare. Prueba de ello es que en el gabinete de curiosidades que albergaba en su casa figuraba un cuenco hecho con la madera de un árbol que se decía fue plantado por el  bardo inmortal en su jardín de Stratford-upon-Avon (!). William Henry era una decepción para sus progenitores; con inclinaciones artísticas, pero díscolo y mal estudiante, su familia lo consideraba más bien tonto, y su padre había desesperado de lograr nada de provecho de él. Según cuenta un interesante artículo dedicado a él en la revista The Smithsonian, tuvo la idea de las falsificaciones a raíz de un comentario de su padre: "Daría lo que fuese por poseer un manuscrito de Shakespeare". William Henry localizó un libro que reproducía su firma y se aplicó a copiarla, hasta lograr  lo que fingió que era un documento legal firmado por el autor, alegando que lo había encontrado en un arcón de viejos papeles pertenecientes a un amigo que deseaba permanecer en el anonimato. El engaño funcionó, y  no sólo el padre, sino también un experto en documentos antiguos que éste consultó quedaron convencidos de su autenticidad. Ante este éxito, William Henry se fue volviendo más y más audaz y constantemente presentaba ante su padre nuevos hallazgos: cartas, contratos con actores, un poema a su esposa, fragmentos de Hamlet e incluso una versión completa de El rey Lear. Diversos entendidos los revisaron y nadie dio muestras de dudar de su autenticidad. Para entonces, la casa de Samuel Ireland se había convertido en lugar de peregrinación para amantes de Shakespeare, hasta el punto de que Mr. Ireland tuvo que establecer un horario de visitas. No es raro, pues, que cuando el padre expresó su deseo de encontrar una obra inédita de Shakespeare, el hijo se volcase a cumplirlo. Insipirándose en las Crónicas de Holinshed (de donde el propio dramaturgo había tomado más de un argumento), escribió un drama que era poco más que un pastiche de situaciones y personajes del repertorio shakespeariano, Vortigern. Richard Sheridan, propietario del recién ampliado teatro de Drury Lane, solicitó verlo y, a pesar de que albergaba ciertas dudas, decidió estrenarlo en su local. Desgraciadamente, la obra demostró no estar a la altura de las grandes expectativas creadas, y el estreno se saldó con un sonoro fracaso. Para colmo de males, justo dos días antes, Edmond Malone, editor de las obras completas de Shakespeare, publicó un libro en el que analizaba los pretendidos manuscritos de Ireland y los denunciaba como burdas falsificaciones. La controversia estaba servida y el debate continuó durante unos meses hasta que por fin William Henry confesó ser el autor de los manuscritos. Para su sorpresa, su padre se negó a aceptar la confesión y siguió manteniendo hasta su muerte, acaecida cuatro años más tarde, que estaba en poder de los verdaderos originales de Shakespeare. Sin duda le resultaba imposible creer  que el inútil de su hijo hubiera sido el autor de tan grande y completo engaño. Freud, diría yo, hubiera encontrado interesante material de estudio en esta historia.



martes, 11 de enero de 2011

LUGARES COMUNES

Robert Darnton afirma en un artículo titulado "Lugares comunes fuera de lo común", -que se puede leer en versión castellana en la recopilación titulada El coloquio de los lectores-, que hubo un tiempo en que los lectores (un cierto tipo de lectores, matizaría yo) llevaban libros de lugares comunes: cada vez que se topaban con un pasaje jugoso, lo copiaban en un cuaderno y añadían sus comentarios. Esta costumbre tiene una larga tradición, pues según algunos se remonta a Aristóteles, quien en su Retórica incluye consejos para hacerse con un conjunto de lugares comunes (o topoi), que sirvieran a los estudiantes para tomar de ahí los temas de sus discursos. Más adelante, Erasmo en su De Copia habló de esta técnica y muchos otros humanistas la practicaron. Estos "libros de lugares comunes" servían , en un tiempo en que el acceso a los libros era a menudo difícil, para conservar las perlas de sabiduría que estudiantes o simples lectores deseaban conservar para futura referencia. Francis Bacon y John Milton, por ejemplo, llevaron libros de lugares comunes, como también Thomas Jefferson (que tenía varios, divididos por temas) o Walt Whitman (véase la foto que ilustra esta entrada). Esos, de entre los que han llegado a nosotros, porque dado que formaban parte en general de papeles privados, raramente llegaron a publicarse y la mayoría se han perdido. Es una lástima, porque en el caso de los escritores tener un registro de los fragmentos y citas que les llamaron la atención, así como -a menudo- sus comentarios a ellos, resultaría de un valor incalculable. En tiempos más modernos, con frecuencia se recurría, más que a copiar, simplemente a pegar en ese cuaderno fragmentos de artículos, imágenes y otros recortes de interés, a los que se añadían comentarios personales. ¿Y a qué nos recuerda esto? Pues nada menos que a los actuales blogs. Aunque en la blogosfera hay de todo, cada vez más y más variado, según Technorati en 2010 el 65% de los blogueros han sido "hobbyists", es decir, personas que mantienen un blog sin intenciones crematísticas, simplemente porque les gusta. Y de estos, el 74% afirma que mide el éxito de su blog de acuerdo con la satisfacción personal que le produce. Creo pues que se puede decir, sin temor a equivocarse mucho, que una parte de los blogs actuales son los descendientes de esos antiguos cuadernos de lugares comunes. Lugares donde se recoge lo que interesa, lo que estimula la curiosidad y el intelecto, los comentarios sobre lo que leemos y lo que pensamos, mediante una tecnología que permite almacenarlo fácilmente y recuperarlo desde cualquier lugar. Y compartirlo, faltaría más.

jueves, 6 de enero de 2011

MARK TWAIN EN EL SIGLO XXI

Una de las frases más célebres de Mark Twain (Samuel Langhorne Clemens) es la que escribió en respuesta a una necrológica suya aparecida prematuramente: "Las noticias sobre mi muerte son exageradas". En noviembre de 2010, cien años después de que esas noticias resultasen ser por fin  ciertas, se publicaba el primer volumen de su extensa, franca y reveladora autobiografía, al que seguirán otros dos en años venideros. El creador de personajes tan inolvidables como Tom Sawyer y Huckleberry Finn dejó a su muerte más de 5.000 páginas de autobiografía, con instrucciones precisas para que no se publicasen antes de cien años. Los estudiosos están divididos en cuanto al porqué de este retraso. Para unos, se debe a que quería sentirse libre de expresar sus opiniones acerca de temas sensibles como la religión o la política (recordemos que Twain era antiesclavista y en su autobiografía critica el papel de EE.UU. en Cuba, Puerto Rico y Filipinas, así como el envío de misioneros a África; en su opinión, mientras en el Sur de Estados Unidos siguiera habiendo linchamientos y violencia racial, estos harían mejor en intentar convertir a los paganos de allí); otros expertos opinan que ese lapso de tiempo le daba libertad para no preocuparse por sus comentarios acerca de parientes y amigos. El caso es que, según los que han leído el volumen que ahora ha visto la luz, "son 400 páginas de bilis". Aunque esta es la única auténtica y completa biografía de Twain, algunas partes del texto se habían publicado ya -incluso un pequeño extracto salió en varias revistas antes de su muerte, porque Twain necesitaba el dinero- y circulan por ahí varios volúmenes que pretenden ser autobiografías del autor. Pero el volumen que acaba de sacar la University of California Press, dentro de su meritoria serie "The Works of Mark Twain", que recupera todas las obras de este autor en cuidadosas versiones críticas a partir de manuscritos originales, es el único que cuenta con la bendición de sus herederos.
Además, Twain es doblemente noticia en estos últimos tiempos, porque casi simultáneamente con la publicación de su autobiografía, una editorial de Alabama -¿por qué será que no me extraña que sea precisamente allí?- anuncia una nueva edición de Las aventuras de Huckelberry Finn "políticamente correcta", es decir, de la que se han eliminado tanto la palabra nigger (sustituida por slave) como el término injun referido a los indios americanos. Así, el nombre del personaje Injun Joe ha pasado a ser Indian Joe, aunque por ahora sigue siendo el malo del libro. No me cabe duda de que en posteriores versiones este papel también se considerará ofensivo para los nativos americanos y se reescribirá convenientemente la obra para evitar que estos se sientan heridos. Recemos por que esta plaga de corrección política no se siga extendiendo. De otro modo, vaticino que habrá que reescribir gran parte de la literatura universal, empezando por Shakespeare, a quien ya algunos han tachado de antisemita por su Shylock o de antifeminista por La fierecilla domada. Y, sin necesidad de ir tan lejos, me maravilla que no hayan prohibido ya la serie Mad Men, cuyos personajes fuman y beben constantemente.
¡Si Mark Twain levantara la cabeza!


martes, 4 de enero de 2011

PRENSAS UNIVERSITARIAS

Como cada año, el número de Navidades de la New York Review of Books viene lleno de anuncios de libros, muchos de ellos de prensas universitarias (o University Presses, para decirlo en su idioma original). Contrariamente a lo que me sucede con la publicidad insertada en otras publicaciones, que más bien me irrita, estos anuncios son una de las partes que más disfruto de la revista. En estos momentos en que los catálogos parecen cada vez más volcados a lo comercial y anodino, las novedades de las editoriales universitarias son como un soplo de aire fresco, porque entre ellas se pueden encontrar obras originales, diferentes y arriesgadas, además de -como corresponde- llenas de erudición y primorosamente editadas. La Association of American University Presses explica muy bien en su web cuáles son los rasgos definitorios de estas entidades y por qué su labor es esencial para la vida cultural de su país. Mientras que algunas prensas universitarias (me abstengo de citar ejemplos) se limitan a publicar monografías cuya difusión en ningún caso irá más allá del entorno universitario, muchas de las University Presses americanas han asumido la función de dinamizadores culturales que los editores comerciales -la mayoría de ellos grandes grupos preocupados por exclusivamente por su cuenta de resultados- habían abandonado. 
Un vistazo a los anuncios de este número navideño me permite así recopilar una lista de obras que seguramente nunca llegaré a poseer o a leer, pero que me llenan ciertamente de curiosidad intelectual. Ahí van algunas:
University of Chicago Press, en cuyo catálogo se encuentra desde hace varias décadas el Chicago Manual of Style, imprescindible para editores (¡que ahora se puede consultar on-line!), propone un fascinante The Book of Shells, que enseña a reconocer más de 600 variedades de conchas marinas y un nostálgico New York in Postcards 1880-1980. 
Foto de André Kertész

Uno de los anuncios visualmente más impactantes es el de Yale University Press, famosa por sus hermosas ediciones de arte y arquitectura, inevitables objetos de deseo, del que selecciono un libro dedicado al fotógrafo André Kertész, con más de 500 ilustraciones de su obra, y el curioso volumen Houdini. Art and Magic. 

Por su parte, la editorial de la Johns Hopkins University, sede de una facultad de medicina de renombre, está mayoritariamente volcada en el libro científico y médico, pero no es ajena a los intereses del profano con inquietudes, como demuestra su Kingdom of Ants, José Celestino Mutis and the Dawn of Natural History in the New World. Los grabados botánicos de Mutis son bien conocidos -el Real Jardín Botánico de Madrid editó hace unos años una preciosa carpeta con ellos-, pero no lo son tanto sus observaciones sobre las hormigas. Ahí está la Johns Hopkins para rescatarlas, algo que ninguna institución española ha conseguido.
También vale la pena mencionar los catálogos de la University of California, que este año tiene un best-seller en la autobiografía de Mark Twain, de Stanford -volcada en la filosofía y en la política-  y de Duke, especializada en estudios afroamericanos. Y tantas otras que me dejo en el tintero.
 La meritoria labor de estas editoriales se ha visto complicada en  los últimos años por los recortes sufridos en los presupuestos de las bibliotecas, que son uno de sus principales clientes, y muchas de ellas confiesan que ven el futuro bastante negro. Estos son tiempos de cambio y la edición universitaria, como toda la edición en general, va a salir transformada de ellos, aunque no es posible ahora saber hasta qué punto. Hago votos para que el cambio sea benévolo con estos pilares de la cultura.


sábado, 1 de enero de 2011

ROBERT BURNS PARA EL NUEVO AÑO

Robert Burns (1759-1796), uno de los iconos de la literatura escocesa, es considerado el poeta nacional de Escocia. Pionero del movimiento romántico, se interesó en especial por las canciones populares escocesas, que ayudó a recopilar y conservar. En muchos casos, adaptó melodías populares y compuso nuevas letras para ellas. Seguramente su obra más conocida, en Escocia y también en el mundo entero, es Auld Lang Syne, una canción con letra de Burns sobre una antigua melodía escocesa, que en muchos lugares se canta en Nochevieja para despedir el año. Pero, como supongo que todos conocen esta popularísima canción, he preferido celebrar la llegada de 2011 con otra de sus bellísimas canciones, My Love is Like a Red Red Rose, cantada por Eddi Reader. ¡Feliz Año!