John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)
Mostrando entradas con la etiqueta Flaubert. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Flaubert. Mostrar todas las entradas

jueves, 31 de marzo de 2022

TRADUCCIONES DE ANTAÑO (EL CASO MADAME BOVARY)

                                 
Arxiu Històric de Barcelona

La intrincada maraña de internet, con sus millones de hilos que se entrecruzan, es propicia a los hallazgos inesperados.  A veces son chorradas, de esas que sólo sirven para perder tiempo (y demorar lo que en realidad deberías estar haciendo), pero también, a fuerza de escarbar en la morralla, es posible encontrar alguna pepita de oro. Hace un par de días, uno de mis últimos itinerarios por la red me condujo a la web del Arxiu Històric de Barcelona -entidad que, como su nombre indica, atesora el patrimonio documental de la ciudad- y, en concreto a su Biblioteca Digital, recientemente remozada. Este archivo tiene un fondo documental riquísimo de varios siglos de antigüedad, capaz de hacer salivar a cualquier amante de la historia y de la letra impresa en general y, aunque el proceso de digitalización no ha hecho más que empezar, lo que de momento está disponible es suficiente para perder muchas horas de la forma más agradable. En fin, que estaba yo saltando de aquí para allá entre publicaciones añejas de lo más entretenidas cuando, no sé bien cómo, aterricé en un volumen que me dejó, literalmente, alucinada. ¡Nada menos que la primera traducción al castellano de Madame Bovary! ¡Y menuda edición! 


Como podrán ver (me disculpo por la escasa calidad de la imagen, pero la captura de pantalla no da para más), el discreto título francés ha sido sustituido por el mucho más llamativo de ¡¡Adúltera!! (lo que viene a ser un spoiler total de la trama, pero qué más da), con la única concesión de dejar el original entre paréntesis. Para iluminar al potencial lector, tal vez mareado por tan agresivo título, se apresuran a añadir la aclaración "Novela filosófica-fisiológica", una definición un tanto enigmática, cuyo sentido les aclararé más adelante. Luego le llega el turno al autor, con el nombre de pila castellanizado, como era habitual en la época. Hasta aquí, normal. Sin embargo, se ve que la uve de Gustavo pesaba mucho y, ya sea el traductor, el editor o el propio cajista, alguien se dejó llevar por ella y convirtieron a Flaubert en Flauvert. Ya nos íbamos temiendo que no estábamos ante la más fiel de las versiones, cosa que enseguida se ve refrendada por la advertencia de que está "Traducida libremente al castellano". No he podido constatar aún hasta qué punto es libre esta versión, pero puesto que el archivo pone a nuestra disposición todo el contenido, espero poder hacerlo algún día. De momento, habiendo hojeado sólo las páginas iniciales, me inclino a pensar que las "libertades" deben de estar más bien en los pasajes "fisiológicos", por emplear la misma terminología de esta edición. Y llegamos al traductor. Ah, el traductor. Debidamente investigado (gracias de nuevo a internet y a la erudición del Diccionario Histórico de la Traducción en España, una herramienta utilísima) podemos saber de este Amancio Peratoner que era gran admirador de Quevedo y que escribió alguna obra de teatro y, sobre todo, cultivó la literatura podríamos decir "pìcante". Cito aquí lo que el diccionario dice al respecto:

    Pero donde puso mayor empeño fue en la divulgación del género «literario–fisiológico» con tratados  en los que no oculta su verdadero nombre. A este tipo pertenecen Los peligros del amor, de la lujuria y del libertinaje (1874), inspirado en una larga lista de autores que indagan sobre la sodomía, la pederastia y la prostitución; Extravíos secretos. Onanismo solitario (masturbación) en el hombre, en la mujer (s. a.), estudio extraído especialmente de Deslandes; o el más popular de todos, El culto al falo (1875), título al que sigue la habitual referencia a las fuentes extractadas para su redacción y las consideraciones morales que vienen al caso para esquivar la censura. Cabría añadir que algunas de estas obras podrían considerarse adaptaciones sintéticas de los autores mencionados en las respectivas portadas, aunque don Amancio no considera ese detalle.

Como traductor mostró idéntica afición a lo subido de tono, traduciendo incluso una Historia de la prostitución de todos los pueblos del mundo, que se editó con ilustraciones. El Diccionario nos informa de que tradujo también obras de mayor altura literaria, como algunas de Zola, de Dumas (hijo) o de Victor Hugo. Curiosamente, no se le menciona como traductor de Flaubert. Me pregunto si la omisión no se debe a la errata del nombre: me temo que en los catálogos el autor de esta ¡¡Adúltera!! figura como Flauvert, lo que sin duda dificulta su localización.
A pesar de su dudosa fidelidad al original, a don Amancio le pertenece el mérito de haber sido quien por primera vez tradujo la inmortal obra de Flaubert/Flauvert a nuestro idioma. Es muy posible que él no fuese consciente de la importancia de este hecho. Es posible, igualmente, que quienes comprasen ese volumen, editada de forma bastante sencilla por la imprenta de José Miret en 1875, lo hiciesen movidos más por el morbo del título que por otra cosa. Pero si esperaban encontrar entre sus páginas revelaciones escabrosas dignas del autor de El culto al falo (publicado ese mismo año, no puedo evitar preguntarme si saldrían simultáneamente), acabarían decepcionados. Eso sí, habiendo leído una gran novela. 

martes, 21 de octubre de 2014

OÍR VOCES


En un conocido cuento de John Cheever, "El enorme receptor de radio" -¿no lo han leído? ¿a qué esperan?, todo Cheever es una pura delicia- una pareja que vive en un edificio de apartamentos en Nueva York se compra un receptor de radio que, misteriosamente, les permite sintonizar lo que hablan en los demás pisos. Su vida, así, se puebla de voces, de fragmentos de conversaciones ajenas.
Es un poco como cuando uno está en una cafetería, en un restaurante, y pilla al vuelo retazos de lo que hablan en las mesas contiguas:

-Se lo he dicho mil veces, pero no le da la gana...
-Lo que tienes que hacer es mandarme ese documento, basta con que lo firmes...
-Sí, es muy fácil; picas la cebolla bien fina, la sofríes un poco y luego...



Cada hilo, una posible historia. Hay escritores que dicen "oír" en su interior las voces de los personajes que ellos luego se limitan a trasladar al papel. Es difícil saber hasta qué punto es cierto -¿quizás un trastorno psicológico?- o es simplemente producto de su poderosa imaginación. Dickens, por ejemplo, solía decir que él no inventaba, que los personajes se le aparecían y le dictaban sus diálogos. En los cientos de lecturas dramatizadas que dio a lo largo de su vida -en las que él representaba con asombroso realismo a todos los personajes de sus novelas- pudo demostrar un increíble talento dramático. ¿O deberíamos llamarlo "posesión"?
 
Decía F. Scott Fitzgerald que los escritores "son un montón de gente que hace todo lo posible por parecer una sola persona".  Sus personajes los habitan. Mientras que Sam Shepard afirmaba que
"Hay escritores que hablan de la dificultad de 'descubrir una voz propia'. Para mí, eso no fue nunca un problema. Había tantas voces que no sabía por dónde empezar."

O sea que los personajes, esas criaturas producto de la mente enfebrecida de un escritor, cobran vida. Nada más nacer, luchan por liberarse, se mueven, hablan. Si caen en unas manos competentes, nos encontramos con seres como Emma Bovary, Anna Karénina o Sherlock Holmes. ¿Alguien les negaría el derecho a la vida? Como lectores, si el escritor ha logrado plasmar adecuadamente al personaje, no sólo captamos lo que dice, sino que también podemos oír el tono de su voz: roncas e insinuantes unas, agudas y chillonas otras, las de más allá tal vez graves o cantarinas...

Incluso hay veces en que estas supuestas alucinaciones auditivas son reales. Cuentan que en cierta ocasión el escritor británico Evelyn Waugh padeció un episodio especialmente desagradable de estas alucinaciones durante un viaje por mar, a cusa de la mezcla de medicamentos y cantidades ingentes de alcohol. Como los buenos escritores nunca desaprovechan nada, se apresuró a trasladar la experiencia a una novela, La prueba de Gilbert Pinfold (1957), en la que un escritor católico de mediana edad intenta superar su depresión a base de un cóctel de bromuro, cloral y crème de menthe (no se me ocurre un licor más asqueroso para emborracharse). Acaba mal, claro.

 
 Aunque quién sabe si ese episodio fue un caso aislado. En cierta ocasión, al ser preguntada por el genio literario de su marido, la esposa de Waugh respondió: "No inventa, sólo edita".

miércoles, 15 de octubre de 2014

LA SOLEDAD DEL LECTOR




Dice un gran lector, Alberto Manguel:
«Quienes descubrimos que somos lectores, descubrimos que lo somos cada uno de manera individual y distinta. No hay una unánime historia de la lectura, sino tantas historias como lectores. Compartimos ciertos rasgos, ciertas costumbres y formalidades, pero la lectura es un acto singular. No soñamos todos de la misma manera, no hacemos el amor de la misma manera, tampoco leemos de la misma manera. Los libros que atraviesan nuestras vidas son, para cada uno de nosotros, maravillosamente diversos».
La lectura no sólo es un acto singular, sino necesariamente solitario. Al leer, te encierras en un mundo aparte, donde únicamente estás tú y los seres de ficción en cuya historia te encuentras sumergido. No existe, para un lector, felicidad comparable a la de poder participar por unas horas de esos universos que para él son tan (o más) reales que la vida. Maravilloso. Sin embargo, en el mundo que queda fuera de las páginas de los libros -me resisto a llamarlo "el mundo real", porque hay mundos ficticios que son mucho más verdaderos que ese caos que nos rodea-, los grandes lectores, los enfermos de la lectura, gentes que antes dejaríamos de comer que de leer, que nos sentimos desnudos si no tenemos un libro cerca, nos sentimos a menudo raros. 
La cosa empieza casi en la infancia, cuando se manifiestan los primeros síntomas de nuestra manía lectora. Cuando resulta evidente que prefieres pasar la tarde enfrascada en las aventuras de Tintín que jugando al escondite, empiezas a advertir -porque los lectores, contrariamente a lo que algunos suponen, solemos ser grandes observadores, otra cosa es que nos guste lo que vemos- que tus coetáneos te miran con cierta desconfianza. Una actitud que no hace más que agravarse a medida que pasan los años y tú pasas más y más horas devorando libros en cualquier biblioteca. Pero a nadie le gusta sentirse un bicho raro, de modo que haces lo posible por ser como los demás. Ahí, inevitablemente, comienza una vida de fingimiento. No dejas de leer, claro, eso sería impensable, pero procuras que no se note. O no tanto. Si alguno de tus compañeros de clase menciona que durante las vacaciones ha leído "un" libro, te abstienes de hacer comparaciones con los diez que has leído tú y te interesas por saber qué le ha parecido (lo más probable es que sea una birria que tú ya leíste hace tiempo y no te gustó, pero también te abstienes de decirlo). Disimulas. Como disimulas en la adolescencia cuando te gusta un chico: evitas cuidadosamente sacar el tema de la lectura. Sospechas, estás casi segura, que tu faceta lectora te restaría muchos puntos de atractivo. Claro que para entonces ya has leído Madame Bovary, Cien años de soledad y bastantes novelas más que te han enseñado sobre las relaciones entre hombres y mujeres cosas que esos chicos "normales", tan amantes del deporte y de las motos, probablemente ignoran. Juegas con ventaja, pero tampoco eso puedes decirlo en público.
Alguna vez, muy de tanto en tanto, te parece encontrar a alguno de tu especie. Si es así, bastan pocas palabras para reconocerse; como si de contraseñas se tratara, intercambiáis algunos nombres clave. Lo mismo que si fueseis exploradores que atraviesan territorio hostil, sentís un inmenso alivio al poder compartir experiencias. Quizás os sentáis durante un par de horas junto a una fogata y repasáis rutas y caminos, dónde se puede encontrar agua fresca, dónde comida, qué zonas más vale no pisar... Todo esto en sentido figurado, claro. En la vida real, lo más cerca de un tigre que has estado es leyendo a Kipling. Pero estos momentos de compañerismo, aunque placenteros, son escasos. El mundo, hay que reconocerlo, no está hecho para los lectores. 


"Doctor Livingstone, supongo."

Tampoco los lectores estamos hechos para este mundo. Porque el nuestro, ese que hemos construido a partir de los miles de otros universos que hemos pisado a lo largo de tantos años de lecturas, es mucho más rico, con más colores, más matices. Hemos pisado todo los continentes y hemos visto lo mejor y lo peor. Aunque parezca que nos aislamos, no estamos solos: nos acompaña una multitud. Leyendo, no vivimos una vida, sino muchas.

sábado, 14 de diciembre de 2013

FLAUBERT, JULIAN BARNES Y LA TRADUCCIÓN

Los lectores de este blog saben de sobra de mi pasión por Madame Bovary; los más memoriosos recuerdan sin duda que también Julian Barnes ha hecho su aparición en estas páginas; y a nadie se le oculta mi interés por todo lo relativo a la traducción y sus peligros. No les va a extrañar entonces que haya leído con fascinación un extenso artículo aparecido en la London Review of Books (es de 2010, pero sólo ahora he dado con él) en el que Barnes reseña la nueva traducción de Madame Bovary, que realizó nada menos que Lydia Davis -ya saben, esa estupenda cuentista americana, ex mujer de Paul Auster por más señas- para Penguin.
 

 
 El artículo resulta tan interesante (para los fanáticos de estos temas, por supuesto) que les recomiendo que lo lean entero. Para los que no tengan tiempo o ganas, o carezcan de un dominio suficiente de la lengua inglesa, reproduciré aquí algunos fragmentos que me parecen especialmente significativos. Son, me temo, sólo un aperitivo, un amuse-gueule (nos estamos poniendo franceses, era inevitable), y no es tarea fácil seleccionar esos párrafos entre tantos que merecerían ser destacados. Pero vamos a intentarlo.
En cualquier lengua, una nueva traducción de un hito del género novelístico como es Madame Bovary supone todo un acontecimiento. Ocurrió algo parecido en castellano cuando se publicó la traducción de María Teresa Gallego. En su artículo, Barnes -quien aparte de haber ejercido él mismo la labor de traductor, es un gran conocedor de la cultura francesa y del universo flaubertiano (véase El loro de Flaubert)- no sólo considera los méritos de la traducción de Davis, comparándola con las anteriores, sino que realiza una serie de preguntas absolutamente pertinentes acerca de la traducción.
 
Imagina que vas a leer una de las grandes novelas francesas por primera vez y sólo puedes hacerlo en tu inglés nativo. El libro tiene más de 150 años de antigüedad. ¿A qué querrías/deberías aspirar? [...] De entrada, probablemente no querrías que se leyera como una "traducción". Querrías leerlo como si hubiese sido escrito originalmente en inglés, aunque necesariamente por un autor bien informado acerca de Francia. [...] Querrías que provocase en ti las mismas reacciones que provocaría en un lector francés (aunque también te gustaría tener cierto sentido de distancia, y el placer de explorar un mundo diferente). ¿Pero qué tipo de lector francés? ¿Uno de finales de la década de 1850 o uno de 2010? [...] Idealmente, querrías entender cada una de las referencias de época -por ejemplo el pudding Trafalgar, los frailes Ignorantinos o Mathieu Laensberg- sin necesidad de consultar más abajo o más atrás las notas. 


Preguntas todas ellas que serían aplicables a cualquier traducción de una obra clásica. Tras mucho debatir consigo mismo, este imaginario futuro lector se decide por el traductor ideal: "Una inglesa contemporánea de Flaubert, cuya prosa por eso mismo estaría libre de anacronismos". Puestos a pedir, que sea alguien que haya podido trabajar codo con codo con el autor o, mejor aún, que dicha traductora haya incluso sido su amante, para mayor proximidad aún. 

Casualmente, este sueño llegó a ser realidad. La primera traducción conocida de Madame Bovary la realizó a partir de una copia del manuscrito Juliet Herbert, institutriz de Caroline, sobrina de Flaubert, entre los años 1856-57. Posiblemente, fue amante de Flaubert; con toda certeza, le dio clases de inglés. "En seis meses, leeré a Shakespeare como un libro abierto", presumió él; y juntos tradujeron "El prisionero de Chillon" de Byron al francés.

Lamentablemente, esa traducción se perdió y nunca ha llegado a publicarse. ¡Qué interesante sería si alguna vez llega a recuperarse el manuscrito! Barnes prosigue luego considerando los méritos de Davis como escritora que la hacen (o no) adecuada para verter al inglés la prosa de Flaubert. Tras comparar diversos ejemplos tomados de otros tantos traductores, hace una reflexión acerca de por qué a veces las traducciones antiguas nos parecen las mejores:

 De forma similar, en las traducciones de Chéjov Constance Garnett ha sido sucedida por Ronald Hingley. Sucedida, pero no suplantada: algunos continuamos leyendo las traducciones de Garnett. Principalmente porque realizan mejor el salto en el tiempo, y producen una mejor ilusión de ser un lector de entonces [...] También puede ser, sin embargo, que ocurra algo diferente, o adicional: una especie de imprimación. La primera traducción que leemos de una novela clásica, como la primera grabación que escuchamos de una pieza de música clásica, "es" y sigue siendo aquella novela, aquella sinfonía. Intérpretes posteriores pueden tener un mejor dominio del lenguaje, o tocar la pieza con instrumentos de época, pero aquella versión inicial necesita siempre ser desplazada.


Tres versiones de las treinta que realizó
Monet de la fachada de la catedral de Rouen

Inmensa dificultad, reconoce Barnes, tratar de ser fiel al mismo tiempo a la letra y al espíritu del texto. Pues desviarse de la sintaxis, de la puntuación, del ritmo del autor en favor de una interpretación más "auténtica" puede conducir a terrenos peligrosos (que ilustra con algunos ejemplos).

[Una traducción] no puede -o al menos no debe- escribirse como un pastiche del periodo en que se originó. Debe escribirse para el lector contemporáneo, y sin embargo darle a este lector las mismas, o similares, facilidades o dificultades que se habría encontrado el lector original. Y así como puede haber una ligereza culpable, puede existir también una sobre-exactitud equivocada. Es muy difícil indicar (excepto en notas al pie o en una introducción) el contexto literario general en el que fue escrito un libro, que a menudo resultó fundamental para el escritor.

Para concluir que

El Madame Bovary de Lydia Davis muestra que es posible producir una versión más que aceptable de un libro con el cual no te sientes en absoluto identificado. En este sentido, confirma que la traducción requiere un esfuerzo de imaginación tanto como habilidad técnica. 

Porque, evidentemente, la traducción perfecta no existe. A lo más que podemos aspirar es a aproximaciones.