John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

lunes, 25 de mayo de 2015

BIBLIOMANÍA EXTREMA



Aunque muchos de los visitantes de este blog seguramente son lectores contumaces y ávidos compradores de libros -ambas facetas suelen ir unidas-, y aunque más de uno y de dos se han lamentado, al hablar de sus bibliotecas, de que su excesivo afán acumulador de libros les crea ciertos problemas domésticos, es bastante probable (o eso espero, al menos) que no hayan alcanzado el grado de bibliomanía extrema, aquel que convierte al simple amante de los libros en un ser que sólo vive para coleccionarlos.
Esta "bibliomanía extrema" fue estudiada y definida por uno de los afectados por esta manía, Thomas Frognall Dibdin, como "fatal enfermedad". Precisamente, el tratado que este autor dedica al asunto, Bibliomania, está planteado como  un diálogo con uno de los bibliómanos más extremos de la época, Richard Heber. Según nos cuenta Jack El-Hai en un artículo aparecido en Wonders & Marvels, Heber  -nacido hacia 1773 e hijo de un clérigo acaudalado- manifestó tempranamente su inclinación bibliómana. Durante su periodo de estudiante en Oxford, sus habitaciones estaban llenas de volúmenes antiguos y raros, y su afición por las subastas de rarezas bibliográficas le llevó a contraer elevadas deudas. Mas no fue hasta la muerte de su padre, del cual Heber heredó una cuantiosa fortuna, que nuestro bibliómano pudo dedicarse de lleno al coleccionismo. Hay que destacar que, contrariamente a otros bibliófilos, Heber sí solía leer al menos algunos de los volúmenes que adquiría. De hecho, solía decir que de cada obra era recomendable adquirir tres ejemplares: "uno para la biblioteca de tu casa en el campo,  otro para leerlo y un tercero para prestárselo a las amistades". (Una medida muy sensata, dicho sea de paso, que evita el enojoso trance de tener que perseguir a tus conocidos, o lamentarse por la pérdida de tus obras más queridas.)
 
Retrato de Richard Heber por John Harris,
National Portrair Gallery
 
Tal era la pasión adquisitiva de nuestro coleccionista que sus allegados la comparaban con la adicción al opio o a la bebida. Por lo que de él se cuenta, valoraba la calidad, pero también la cantidad, porque se dice que más de una vez adquirió lotes de miles de libros. Aparte de viajar incansablemente en busca de más libros que añadir a su vasta colección -recorrió media Europa, dejando aquí y allí notables depósitos con sus adquisiciones-  a Heber le dio tiempo de ser miembro del Parlamento y uno de los fundadores del Atheneaeum Club (al que pertenecerían personalidades del mundo político y cultural como Dickens, Conrad, Conan Doyle o Winston Churchill). De su vida amorosa sólo se sabe que una vez cortejó a una dama, también ella bibliófila, con el propósito de unir ambas bibliotecas -¿qué otro si no?-, pero la cosa no cuajó y Heber murió soltero en 1833.
Acerca de la mansión londinense que albergaba la biblioteca de Heber, Thomas Dibdin dijo: "Nunca había visto habitaciones, armarios, pasajes y pasillos tan repletos, tan atestados de libros... Las pilas de volúmenes llegaban hasta el techo, mientras que el suelo estaba sembrado de ellos." El propio Dibdin estimó que allí podía haber unos 105.000 ejemplares, sin contar los que Heber guardaba en otras varias casas que poseía, diseminadas por Inglaterra, Francia y Holanda. Tras su fallecimiento, como suele pasar, su biblioteca se vendió, en una subasta épica que duró 216 días. En cualquier caso, muchos menos de los que le llevó a Heber hacerse con los libros.
Nota: la próxima vez que pienses "en esta casa ya no caben más libros", consolarse pensando que el caso de Heber era mucho más grave. No, aún no hemos llegado a la bibliomanía extrema.
 
 

martes, 19 de mayo de 2015

DESPLAZAMIENTOS LITERARIOS

 
 
Los que amamos la literatura y los viajes (sobre todo, los desplazamientos a pie), estamos últimamente de enhorabuena. Por todas partes, se multiplican las publicaciones sobre ilustres caminantes, escritores nómadas, rutas literarias... Otras tantas invitaciones a viajar desde el sillón. Y también, por qué no, a emular algunas de las propuestas viajeras.
Alguien me ha dicho que se van a republicar en España los ensayos "gemelos" de Robert Louis Stevenson y William Hazlitt sobre el caminar, que hasta ahora sólo existían en una edición hermosa, pero  difícil de encontrar de la Universidad Autónoma de México. Hablé de ellos en un post anterior, son una delicia para cualquier caminante que se precie.
Otro libro que me parece intrigante -no he tenido oportunidad de hojearlo- es Walkscapes, de Francesco Careri, del que me atrae su subtítulo "El andar como práctica estética". Entre otras cosas, su autor imparte un curso en la Universidad Roma Tre que es peripatético, o sea, que se lleva a los alumnos de paseo como parte del currículo académico. Casi dan ganas de inscribirse. Los situacionistas y los oulipistas eran maestros en convertir el deambular urbano en una actividad artística (algo que dejó huella en más de una obra literaria, véase las de Patrick Modiano por ejemplo). Hay que citar también el Andar, una filosofía de Frédéric Gros, en el que explora las estilos de caminar de diferentes filósofos.
 
"Hay maneras de andar que, efectivamente, son estilos filosóficos. Por ejemplo: Kant era muy serio y disciplinado, y es un filósofo que establece unas demostraciones muy rigurosas con definiciones muy estrictas. Tenía un estilo de andar que consistía en hacer todos los días el mismo paseo, a la misma hora. La escritura de Nietzsche, mucho más dispersa, con menos cohesión, tiene que ver con el hecho de que él buscaba en el andar sensaciones de energía y luz."
[De la entrevista de Leticia Blanco a Frédéric Gros en El Mundo.]
 
Y, por supuesto, está el gran clásico de los caminantes, el libro de Henry David Thoreau, Un paseo invernal, publicado asimismo hace poco por Errata Naturae. 
 
 
 
De esta misma editorial, descubro otra  tentadora y peripatética obra, El peatón de París de León-Paul Fargue. En fin, una cascada de libros pensados para atraer la atención de los paseantes sin rumbo, que me temo que pronto no tendremos ni tiempo para practicar nuestro pasatiempo.
 
Y es que nadie debería emprender un viaje-ya sea un paseo por su barrio o una vuelta al mundo- sin un propósito. Precisemos que me refiero siempre a viajes o desplazamientos con fines recreativos: el trayecto que te lleva de casa al trabajo y viceversa no entra en esta categoría. Pero ese paseo cotidiano que damos para tomar el aire puede enriquecerse notablemente si, pongamos por caso, uno decide trazar una de las letras del alfabeto con su itinerario. Creo recordar que un personaje de una novela de Paul Auster hace precisamente eso (siento no poder dar más detalles, ha volado de mi memoria, pero sin duda alguno de mis amables lectores podrá llenar esa laguna). Otras propuestas se basan en los nombres de las calles o de los lugares que uno piensa recorrer. La web www.latourex.org ofrece muchas sugerencias de este tipo, entre ellas un curioso viaje "donquijotesco" que no consiste, como pudiera parecer, en seguir la ruta de Don Quijote, sino en enfrentarse a molinos: sólo localidades con la palabra "molino" en su nombre (y en la geografía española no faltan, desde Molina de Segura hasta Torremolinos).  Pero objetivos así pueden enriquecerse casi ad infinitum: visitar poblaciones cuyo nombre empiece o termine por la misma sílaba -Madrid, Málaga, Mallorca o Soria, Vitoria, Coria- o que sean el anagrama una de otra (Rupit-Pruit). Una verdadera invitación al viaje, a la experimentación y a la aventura.
 

lunes, 11 de mayo de 2015

LO QUE LEÍAN DE PEQUEÑOS LOS ESCRITORES

 
 Es indudable que las primeras lecturas nos marcan. Esos cuentos que descifrábamos con dificultad, esas primeras historias que devoramos llenos de emoción, esas novelas que nos hicieron soñar...  No creo que exista ningún lector que no recuerde con cariño alguno de estos episodios de su infancia lectora. En 1992, la cadena de librerías británica WHSmith le encargó a Antonia Fraser la compilación de un volumen, titulado The Pleasure of Reading, en el que cuarenta escritores daban cuenta de sus primeras lecturas, de los libros que les influyeron o los que recordaban con más cariño. Ahora, con motivo de la reedición de este libro, The Guardian publica un artículo en el que condensa algunos de estos testimonios. Como lectora enfermiza, este tipo de revelaciones me apasiona, y no me cabe duda de que a mis lectores les sucede lo mismo. Por eso reproduzco algunas de las que me han llamado la atención.
 
 
Margaret Atwood: el tenebroso encanto de los hermanos Grimm
 
 
 
"Aprendí a leer antes de empezar a ir al colegio. Mi madre decía que aprendí yo solita porque ella se negaba a leerme tebeos." Sin embargo, las primeras lecturas que recuerda fueron los cuentos de Mother Goose y los de Beatrix Potter. A continuación "vino la edición completa, no expurgada, de los Cuentos de los hermanos Grimm, que mis padres encargaron por correo, ignorando que contendría tantos zapatos de hierro al rojo, barriles llenos de clavos y cuerpos mutilados". Parece que a sus padres les preocupaba que todas esta atrocidades dejasen huella en la tierna mentalidad de su hija. Sin duda la dejaron -se puede rastrear en sus novelas, como en El cuento de la criada-, aunque no parece que fuese en absoluto contraproducente.



Doris Lessing: los niños son muy listos y se vuelven estúpidos con la edad



"Empecé a leer a los siete años, descifrando un paquete de cigarrillos, y casi enseguida me abrí paso entre los libros que contenía la biblioteca de mis padres, que eran los que entonces se podían encontrar en cualquier hogar de clase media [...] Colecciones de obras de Dickens, Walter Scott, Stevenson, Kipling. Algo de Hardy y Meredith. Las Brontë. George Eliot... clásicos ingleses pero, curiosamente, ninguno del siglo XVIII. Había antologías poéticas, una recopilación de cuadros impresionistas, muchos libros de memorias e historias de la Primera Guerra Mundial. Leí, o intenté leer, la mayoría antes de cumplir los diez años más o menos."
 No es extraño que, con ese bagaje, la autora piense que "los niños son muy listos cuando son pequeños, pero se vuelven más estúpidos a medida que sus hormonas entran en ebullición." Hacia los once años, según ella, son incapaces de entender nada más complicado que una telenovela.



 Edna O'Brien: abducida por Rebecca



Al contrario que otros escritores, la gran cuentista irlandesa creció en un hogar poco amante de los libros.
"Nuestro hogar no era literario, había libros de oraciones, un libro de cocina (el de Mrs Beeton) y manuales sobre caballos. En nuestro pueblo no había biblioteca pública, y sin embargo yo me enamoré de la escritura antes de entrar en contacto con ella; un amor previo, se podría decir. A mi madre, una artista por derecho propio, le disgustaban los libros, en especial la ficción, porque creía que era vehículo del pecado."

Aunque no es capaz de recordar cuál fue su primer libro, sí que recuerda que cuando tenía unos once años, en el pueblo había una mujer que tenía un ejemplar de Rebecca, de Daphne du Maurier, que prestaba página por página, porque todo el mundo quería leerlo. "En mis sueños de jovencita, el amor desgraciado se convirtió en el pulso de la vida, una noción de la que nunca he abdicado del todo."



Tom Stoppard: leer a bordo

(Foto Francesco Guidini/Rex Features)
 
La historia de los primeros años del dramaturgo británico es bastante novelesca: su apellido era Straussler y vino al mundo en el seno de una familia judía checa, que se exilió en Singapur y luego en la India huyendo de Hitler. Allí, su padre luchó como voluntario del ejército británico y cayó en combate. Luego, su madre contrajo nuevas nupcias con el mayor Kenneth Stoppard, que adoptó al pequeño Tom. En 1946, toda la familia tomó el barco para instalarse definitivamente en Inglaterra. Tom tenía ocho años y sus primer recuerdo lector es de la biblioteca que había a bordo.
"Por la manera en que trataba de adivinar el contenido de los libros puramente a través de su aspecto físico, sin tener ni idea de autores o títulos, sospecho que hasta entonces había leído muy poco o nada. El primer verdadero libro que leí fue Peter Duck de Arthur Ransome."

Este primera experiencia le impresionó tanto que se empeñó en leer todos los demás libros de este autor. A partir de entonces, dice, adoptó el método de inspeccionar cualquier libro que veía, en la esperanza de que fuese uno de Ransome.



Jeanette Winterson: ¿cuántos libros caben debajo de una cama?




Criada por una estricta familia perteneciente a la Iglesia Pentecostalista -que prohibía todo lo que no fuesen libros sagrados, una infancia que relata en su libro ¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal?-, Jeanette Winterson fue una niña precoz que escribía sermones a los seis años. Cuando se puso a leer novelas, se vio obligada a esconderlas del escrutinio de su rigurosa madre: según manifiesta, setenta y siete libros de bolsillo es el número máximo que se pueden esconder bajo el colchón de una cama individual sin que este se eleve de manera peligrosa.


domingo, 3 de mayo de 2015

MANERAS DE LEER

"A la luz de la lámpara", Harrier Backer
 
Parecería que leer un libro -para ser exactos: descifrar, comprender e interpretar los símbolos impresos en sus páginas- es algo que todos los lectores hacen igual. Sin embargo, como cualquier observador atento sabe, existen infinidad de maneras de leer. Está la del lector ávido, que recorre las líneas casi sin darse tiempo a captarlas, que pasa las páginas como abocado a una carrera contra sí mismo, donde todo lo que cuenta es llegar a la meta; está su antítesis, la del lector concienzudo, que alarga cada página hasta extremos insospechados, releyendo aquí y allá una frase, o volviendo atrás de vez en cuando para comprobar un dato, no sea que se le haya pasado algo por alto. El primero puede devorar una novela en una tarde. El segundo, tarda semanas en completar su lectura. Entre estos dos extremos, caben muchos grados de velocidad y de atención. Es posible también que estos dos tipos de lectura coexistan en un mismo lector, según el momento o la obra de que se trate.
 
Asimismo, hay grandes diferencias en el lugar y la postura elegidos: desde el lector que lee casi exclusivamente en la cama -o tumbado cómodamente en un sofá- hasta el que no sabe hacerlo si no es sentado, a ser posible en una silla de respaldo recto, con el libro apoyado en una mesa frente a él. Pero probablemente la gran línea divisoria en cuanto a maneras de leer es la que podríamos trazar entre los "con lápiz" y los "sin lápiz". Los primeros sostienen que, para llevar a cabo una lectura productiva, es preciso realizarla subrayando o anotando abundantemente el texto; para los segundos, emborronar el libro es lo más parecido a una herejía.
 
 
 
 
El escritor Tim Parks, en un artículo publicado hace un tiempo en el New York Review of Books, se mostraba como un acérrimo defensor del subrayado intensivo: 
"Sentimos demasiado respeto hacia la palabra impresa, somos demasiado poco conscientes del poder que las palabras tienen sobre nosotros. Permitimos que las palabras aparezcan ante nosotros sin detenernos a pensar en sus consecuencias [...] Nos entusiasmamos con historias, ya sean ficticias o "verídicas", cuyas conclusiones son manipuladoras o interesadas, o ambas cosas. Si un texto muestra los estigmas de la literatura -símbolos, metáforas, narradores poco fiables, puntos de vista múltiples, ambigüedades estructurales- le concedemos un crédito ilimitado."

Para Parks, la única manera de realizar una auténtica lectura atenta y crítica es armado de un lápiz. Y recomienda hacer tres o cuatro marcas por página, ya sea subrayando, con un signo de interrogación o dejando la propia opinión en un comentario: "Espléndido", "No lo creo" o "¡Vaya tontería!".
 
 Armados de este artilugio, nos cuenta, sus alumnos, consiguieron cambiar su manera de leer.
 
"El mero hecho de tener la mano dispuesta para la acción cambia nuestra actitud hacia el texto. Ya no somos consumidores pasivos de un monólogo, sino participantes activos de un diálogo. Mis alumnos comentaron que su lectura se hizo más lenta al tener un lápiz en la mano, pero al mismo tiempo el texto les pareció más denso, más interesante, aunque fuese sólo porque ahora podían sentir cierto placer en su respuesta frente a él."

No me cabe duda de que, de este modo, la atención de sus alumnos mejoró, de que su participación en el texto resultó positiva. No obstante, el artículo en cuestión lleva el título de "A Weapon for Readers"[Un arma para los lectores]. Y, de algún modo, uno tiene la impresión de que Parks aboga por un tipo de lectura un tanto agresiva, siempre alerta frente al texto, como si fuese necesario defenderse de él. Personalmente no creo que exista únicamente una "buena" manera de leer. Cada lector acaba por encontrar la que más le conviene, la que más se ajusta a sus hábitos y a sus gustos literarios. Por mi parte, mientras que me resulta útil subrayar los libros de estudio -pero casi nunca dejo comentarios en ellos-, pocas veces emprendo una novela armada de un lápiz. Si lo hiciese así, no podría dejarme llevar por el embrujo del texto. Que es justo lo que Parks desaconseja.  
 
Como dice en este cartel Alfred Döblin: "Leo como la llama lee la madera". Aunque el resultado, espero, sea algo más que cenizas.