John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

domingo, 26 de agosto de 2012

LA SORPRESA DE LOS CLÁSICOS

 
En su ensayo "Por qué leer los clásicos", publicado póstumamente en 1991 junto con otros textos, Italo Calvino recogía una serie de razones que en su opinión avalan la vigencia de esas obras que se conocen como "clásicos" y hacen recomendable su lectura. Todo lo que en él dice resulta de lo más pertinente, expuesto además con una claridad que lo hace accesible a todo el mundo. No voy por tanto a detenerme en comentarlo, porque no hay nada mejor que leerlo directamente. Sin embargo, releyendo este texto -convertido a su vez en un clásico y, por ello digno de ser leído en más de una ocasión- me ha llamado la atención un aspecto al que anteriormente no había dado mucha importancia.  Se trata de lo siguiente: la lectura de un clásico, a la que usualmente accedemos lastrados por un bagaje previo de expectativas debidas a lo que sabemos sobre la obra y su autor, sobre su influencia en obras posteriores, a lo que otros nos han contado acerca de ella, debería ser siempre una sopresa. El propio Calvino cita el ejemplo de Michel Butor quien, siendo profesor en una universidad americana se hartó un día de oír hablar del ciclo de los Rougon-Macquart de Zola y se empeñó en leerlo entero. Descubrió entonces que era totalmente distinto de lo que creía y dedicó incluso un ensayo a describir el fabuloso árbol genealógico en torno al que se estructura la obra. Me ha recordado esta anécdota la de un conocido mío que, a pesar de ser persona muy culta, a una edad bastante avanzada no había leído nunca el Quijote. Inevitablemente, se había topado con fragmentos, citados aquí y allá, y había leído mucho acerca de ese libro, pero como les ocurre a tantos otros, nunca había sentido el impulso de leerlo, porque creía ya saberlo todo sobre él. Cuando por fin, en un momento en que disponía del tiempo y la serenidad necesarias, emprendió la lectura, quedó atónito: resultó que ese libro, que siempre había mirado con cierto temor reverencial, era sumamente divertido. ¡Que se reía leyéndolo!  Por eso dice Calvino, con mucha razón que "no puedo recomendar suficientemente la lectura directa del propio texto, dejando de lado biografías críticas, comentarios e interpretaciones siempre que sea posible. Las escuelas y universidades deberían ayudarnos a entender que ningún libro que habla de otro libro puede decir más que el libro en cuestión. [el subrayado es mío] En lugar de ello, hacen todo lo posible por hacernos pensar lo contrario."  Volviendo la vista atrás, puedo recordar yo también una serie de ocasiones en que he tenido una experiencia parecida: el libro que yo creía que era se ha revelado como muy distinto, porque el clásico tiene la facultad de decirnos siempre algo nuevo, fresco e inesperado. Algo que sólo cada lector individual puede desentrañar y que no puede ser sustituido por ningún estudio crítico, por brillante que éste sea.
Propuesta para este final de un tórrido verano: en espera de que lleguen las lluvias, déjese sorprender por un clásico. Ese que tanta pereza le dio siempre empezar, ese que todos sus amigos piensan que ya ha leído. Seguro que será una sorpresa muy grata.

 

martes, 21 de agosto de 2012

LAS PEORES FRASES DE INICIO

No hay manual del escritor que no subraye la importancia de una buena frase inicial. Creo que todos nos sabemos de memoria alguna frase inicial, como la de "La heroica ciudad dormía la siesta..." o "Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró convertido en un mosntruoso insecto" (excluyo deliberadamente aquello de "En un lugar de la Mancha...", que les suena hasta a los que nunca han leído un libro). Incluso hay juegos basados en ello. Claro que si el resto de la obra no está a la altura, la frase inicial no sirve de gran cosa, no importa cuanto se haya esforzado el escritor en ella. Pero muy a menudo va todo de la mano e, igual que una buena novela tiene un buen comienzo, una mala delata ya su calidad desde las primeras líneas.
Los americanos, tan dados a inventarse competiciones de todo tipo, tienen también una competición de primeras líneas. No se trata, sin embargo, de elegir las mejores frases iniciales, sino las peores. Patrocinado por el departamento de Inglés de la californiana San Jose State University, el concurso lleva el nombre de Bulwer-Lytton  el otrora popularísimo autor victoriano que entre otras muchas obras escribió novelas históricas como Los últimos días de Pompeya (un auténtico temazo, el de la erupción del Vesubio, eso hay que reconocérselo). Salvo por las adaptaciones al cine de esta obra -ha habido varias-, casi nadie recuerda la obra de este ilustre victoriano.


Si alguien no lo remedia, parece que por lo que realmente va a pasar a la posteridad, al menos en el ámbito anglosajón, es por las primeras líneas de su novela de 1839, Paul Clifford, que comienza así:

It was a dark and stormy night; the rain fell in torrents — except at occasional intervals, when it was checked by a violent gust of wind which swept up the streets (for it is in London that our scene lies), rattling along the housetops, and fiercely agitating the scanty flame of the lamps that struggled against the darkness.”

[Era una noche oscura y tormentosa; la lluvia caía a torrentes, excepto a intervalos ocasionales, cuando la interrumpía una violenta ráfaga de viento que barría las calles (pues es en Londres donde transcurre nuestra escena), repiqueteando en los tejados y agitando fieramente la escasa llama de las lámparas que luchaban contra la oscuridad.]

Un inicio exagerado y lleno de redundancias, pero en verdad no peor que tantos otros. Sólo que esas primeras palabras son las que adoptó el creador de los Peanuts, Charles M. Schulz, como inicio de la novela que Snoopy escribe sin cesar en su máquina (y nunca llega más allá...). Eso, más que otra cosa, fue lo que inmortalizó esta frase.


Por si a alguien le interesa y quiere echar unas risas, acaban de anunciarse los ganadores de la edición de 2012 de este concurso. Sin embargo, a mi modo de ver el concurso presenta un fallo esencial: se trata de frases creadas expresamente para participar en él, de modo que el autor sólo tiene que exprimirse el cerebro durante unas pocas líneas. El mérito de verdad -si es que se puede llamar así- consiste en mantener ese nivel de prosa ridícula a lo largo de toda una novela... Duro, pero no imposible. No me gusta señalar, pero a la vista están tantos ejemplos que corren por ahí.

miércoles, 15 de agosto de 2012

¿HAY QUE APRENDER IDIOMAS?


Hace unos meses, Lawrence Summers, quien fuera presidente de la Universidad de Harvard, escribió un polémico artículo en el New York Times en el que, entre otras cosas, apuntaba que quizá hoy en día no era necesario plantearse el estudio de idiomas a nivel universitario. Concretamente, decía lo siguiente:
 
La emergencia del inglés como lengua global, junto con el rápido progreso de la traducción automática y la fragmentación de las lenguas habladas alrededor del mundo, hacen dudar de que la sustancial inversión que se precisa para hablar una lengua extranjera sea universalmente rentable. Aunque los beneficios que el dominio de otra lengua reporta son indiscutibles, ese dominio se hará cada vez menos esencial para hacer negocios en Asia, tratar a pacientes en África o resolver conflictos en Oriente Medio.

Una periodista de la revista New Yoker tuvo la idea de preguntarles a tres grandes traductores americanos -David Bellos, Arthur Goldhammer y Lydia Davis- qué opinaban de ello. Como era de esperar, todos ellos estuvieron en desacuerdo con él y rebatieron de forma inteligente sus argumentos. Dejo aquí el enlace para quien quiera informarse debidamente. La visión del señor Summers parece, como mínimo, un tanto limitada: desde su punto de vista, la principal justificación del aprendizaje de una lengua estriba en su utilidad como herramienta para trabajar, hacer negocios o política. Pero una lengua es mucho más que eso. Cada lengua es una forma de ver el mundo, expresión de una cultura, de una historia, de una sensibilidad. Con el aprendizaje de cada nueva lengua, nuestra vida se enriquece de un modo incomparable, resulta más rica, más variada, más profunda. Esto es algo que saben todos los que han hecho el esfuerzo de dominar una lengua distinta de su lengua nativa -y aún más los que ya son bi- o trilingües desde pequeños- y que ignoran en cambio los que se aferran al monolingüismo. Por muy buenas que sean las traducciones (lamentablemente, no siempre lo son), siempre se pierde algo. Cuando nos expresamos en una lengua determinada, recurrimos no sólo a su vocabulario y su gramática, sino a todo un mundo de referencias externas, un entramado complejísimo de significados y significantes que sólo tienen sentido en y para esa lengua, y que es imposible trasladar a otra, por más que se busque la equivalencia más próxima.



Si para la lengua hablada esto puede resultar un cierto obstáculo, esta limitación resulta penosamente evidente en las obras literarias. El que haya leído a Flaubert, a Thomas Mann o a Faulkner en traducción y luego en su versión original entenderá a qué me refiero. Si uno ha pasado por una experiencia así, parece justificado todo el esfuerzo que se emplee en aprender un idioma: la recompensa es enorme. Sin duda no es cuantificable en términos puramente económicos (¿será por eso que nuestros políticos no hablan idiomas?), pues es una satisfacción que -como todas las cosas valiosas- no tiene precio.
Personalmente, me gustaría saber muchos más idiomas de los que ya sé, y dominar los que sé aún mejor. Si ya me gusta la poesía de Wislawa Szymborska en español, sólo puedo imaginar lo maravilloso que debe ser leerla en su lengua original. Para mí, al menos, eso es motivo suficiente para responder que sí, que estudiar idiomas vale la pena.

martes, 7 de agosto de 2012

¿SON CAROS LOS LIBROS?


Durante las pasadas semanas, los invitados que han pasado por este blog han tenido la amabilidad de mostrarnos sus bibliotecas. Aunque ninguno las ha cuantificado exactamente, se ha hecho evidente que todos ellos poseían una cantidad notable de libros. ¿Son muchos? ¿Son pocos? Todo depende de con qué se compare. Indudablemente, siguen existiendo muchos hogares en los que hay más televisiones que libros. Pero hoy en día, para los grandes lectores es normal, y casi inevitable, tener cientos (más bien miles) de libros en su biblioteca personal. Con tanta abundancia, a menudo olvidamos que no siempre ha sido así. Nos quejamos de que los libros son caros -¿comparados con qué? unas cuantas cañas de cerveza te salen más caras-, pero lo cierto es que posiblemente nunca en la historia los lectores hayamos tenido a nuestro alcance tanta variedad de libros a precios tan asequibles.
Sin necesidad de remontarnos a los códices medievales, carísimos de producir (había que matar muchos animales para conseguir el pergamino, por no hablar de todas las larguísimas tareas que erna precisas hasta conseguir un solo códice), aún en tiempos de la imprenta los libros siguieron siendo un lujo durante varios siglos. De modo que hasta los lectores más apasionados podían atesorar sólo unos pocos. Recordemos, sin ir más lejos, que un lector tan ávido como el hidalgo Alonso Quijano, que  según nos cuenta Cervantes llegó a trastornarse por tanta lectura, tenía en su nutrida biblioteca algo más de cien libros. Y eso ya les pareció al licenciado y al ama una barbaridad:

Pidió las llaves a la sobrina del aposento donde estaban los libros autores del daño, y ella se las dió de muy buena gana. Entraron dentro todos, y el ama con ellos, y hallaron más de cien cuerpos de libros grandes muy bien encuadernados, y otros pequeños; y así como el ama los vió, volvióse a salir del aposento con gran priesa, y tornó luego con una escudilla de agua bendita y un hisopo, y dijo: tome vuestra merced, señor licenciado; rocíe este aposento, no esté aquí algún encantador de los muchos que tienen estos libros, y nos encanten en pena de la que les queremos dar echándolos del mundo. Causó risa al licenciado la simplicidad del ama, y mandó al barbero que le fuese dando de aquellos libros uno a uno, para ver de qué trataban, pues podía ser hallar algunos que no mereciesen castigo de fuego. No, dijo la sobrina, no hay para qué perdonar a ninguno, porque todos han sido los dañadores, mejor será arrojarlos por las ventanas al patio, y hacer un rimero de ellos, y pegarles fuego, y si no, llevarlos al corral, y allí se hará la hoguera, y no ofenderá el humo.

La quema de libros de Don Quijote.
Grabado de Fernando Selama


Por supuesto que los avances de la imprenta trajeron consigo andando el tiempo una rebaja de precios. Pero aún así, las bibliotecas de varios miles de volúmenes siguieron siendo durante mucho tiempo cosa de ricos o de estudiosos. Una biblioteca de cuarenta mil volúmenes, como la que dejó al morir Menéndez y Pelayo, seguía siendo en 1912 una cosa extraordinaria. Durante el siglo XX, a medida que el proceso de fabricación del libro se fue haciendo menos artesanal -con inventos como la linotipia, la imprenta offset o la rotativa- su precio se fue abaratando, hasta llegar a la definitiva popularización de precios que se produjo gracias el libro de bolsillo. Y de ahí sólo hay un salto hasta las colecciones de quiosco que -aunque dejen que desear por lo que respecta a calidad- ofrecen los libros a precios realmente reventados. Así, cualquier lector habitual con un poder adquisitivo medio llega a hacerse a lo largo de su vida, sin mucho esfuerzo, con una biblioteca que hubiera vuelto loco de verdad a Alonso Quijano. Y al propio Cervantes, quizás.
De modo que nos quejamos porque los libros son caros. Pues miren, no sé. Más cara es la ignorancia.