John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

miércoles, 13 de agosto de 2014

¿PARA QUÉ LEER POESÍA?



Joan Margarit (Sanaüja, Lérida,1938) es uno de los grandes poetas contemporáneos en lengua catalana; y castellana, pues él mismo se define como poeta bilingüe. Además de poeta -o quizás a causa de, creo que ambas cosas van de la mano- es una persona con una extraordinaria lucidez, cuyas opiniones sobre el arte y la vida vale la pena conocer, porque son como rayos certeros que iluminan lo que tocan. Recientemente he leído una entrevista suya en la revista digital catorze.cat, donde, al hilo de las preguntas, desgrana una serie de cuestiones que me parece interesante reproducir aquí, pues las palabras de Margarit refutan (o confirman) ciertos lugares comunes en torno a la lectura y la poesía [en negrita mi titular, el lugar común, en cursiva lo que Margarit dice]:

-No hay tiempo para escribir
Decir que no tienes tiempo es una mentira flagrante. Si le preguntas a alguien cuántas citas de amor ha dejado de hacer en su vida por falta de tiempo, te contestará que ninguna. [...] La poesía siempre ha sido una prioridad en mi vida y siempre he encontrado tiempo para dedicarle. Durante los momentos difíciles, aún más. Cuando hacía de arquitecto también pensaba en ella todo el día, en la poesía. Entonces tenía que organizarme para tener tiempo de escribir, pero es fácil organizarte bien en torno a una cosa que deseas mucho.

-Siempre estamos a tiempo de aprender
Dicen que siempre estamos a tiempo de aprender, pero no es cierto. La época del aprendizaje puro y duro acaba muy pronto, hacia los veinte años. De joven eres una esponja, después cada vez absorbes menos cosas. [...] Se trata de sacar partido de las cosas que ya sabes.

-Las lecturas de infancia son las que nos marcan
Desde luego, porque de joven no sólo lees. Creas mitos, creas maneras de vivir, creas un concepto de pasado... Estás haciendo un montón de cosas, por eso puedes vivir de ellas más tarde. Las Veinte mil leguas de viaje submarino que leíste cuando tenías diez años no se acaban nunca. La inteligencia de la persona madura es saber ir rascando para ver qué hay detrás de aquellas lecturas.

-¿Se puede definir la poesía?
No, no se puede definir, no hay recetas. Una cosa es poesía si, cuando la lees, dices "este soy yo". Y lo que te dice te sorprende. [...] Una buena poesía necesita un buen lector. La poesía la puede leer todo el mundo, pero requiere más esfuerzo que la lectura de un diario. Aquí no se regala nada: si quieres sacarle más partido, has de hacer más esfuerzo. 

-De esto ya me ocuparé cuando lo necesite
¿Cuál es la característica de todo aquello que te protege un poco de la intemperie moral? [habla del arte, la música, la poesía...] Tiene una característica muy cabrona: has de llegar preparado al momento en que necesitas aferrarte a ello, que no sabes cuándo será. Tú no puedes decir "se ha muerto mi hija, que me traigan a Brahms, que empezaré a estudiármelo". No: ya has de conocerlo y has de haberlo escuchado. Lo has de tener a punto por si acaso, y así cuando te haga falta sabrás qué es lo que te puede servir. Habrás de estar a punto para saber si te conviene recurrir a Maragall o a Thomas Hardy. La poesía es una de las seis o siete herramientas (o cinco u ocho, pero no son setenta y tres) que nos protegen de la intemperie moral.

 -Qué angustia saber que nunca podré leerlo todo
No hace falta leerlo todo. Las cosas buenas que aprendes se van sedimentando, y te ayudan en la siguiente etapa vital. Puedes leer aquello que te permita sacarle más rendimiento. Así se te endulzará la angustia. Lo importante no es leer mucho sino leer bien.


¿Para qué leer poesía, pues? Porque nos protege de la intemperie moral, porque es una herramienta para la vida. Como dice Margarit en un poema de su libro Casa de Misericordia:

La verdadera caridad da miedo.
Igual que la poesía: un buen poema,
por más bello que sea, será cruel.
No hay nada más. La poesía es hoy
la última casa de misericordia.


Aquí dejo también una entrevista con Joan Margarit en TVE. Siempre vale la pena escucharle. Y, sobre todo, leerle.



sábado, 2 de agosto de 2014

LA MALETA DEL BIBLIÓMANO

Empieza agosto y soy de los pocos barceloneses que aún no han emprendido el éxodo veraniego. La ciudad, más vacía y más tranquila que nunca, es uno de los mejores lugares para estar. Más aún en este verano, en que apenas molesta el calor y el bochorno ocasional queda pronto mitigado por ocasionales chaparrones. Una delicia. Pero al final de este paréntesis ciudadano-estival asoma el momento de partir hacia otros lugares. Y con ello la inquietante pregunta de siempre: ¿qué me llevo?
Lo que me desazona, por supuesto, no es pensar en la ropa -cualquier duda al respecto queda pronto solucionada por una consulta a la previsión del tiempo en internet-, sino algo más esencial, y mucho más difícil de acertar: ¿qué libros poner en la maleta? Esta es quizá la cuestión que más tiempo consume de mis preparativos de viaje.
 
 
 
El verano es el tiempo de la lectura por excelencia, cuando es posible pasar horas devorando un libro tras otro sin sensación de culpa, sin sentir esa vocecilla que te dice que más te valdría estar haciendo otras cosas más urgentes, más necesarias o más provechosas. (La tal vocecilla, obviamente, no es una lectora compulsiva como yo. Los adictos a la lectura saben bien que no hay nada más necesario y provechoso que sumergirse en un buen libro.) Me siento plenamente identificada con un reciente artículo de Zadie Smith, cuando dice que:
 
"Lo que describo es una condición que podría denominarse 'síndrome del lector patológico'. Mi adquisición y digestión de libros es, para ser sinceros, absurda. Cómprate un Kindle, me aconsejaba todo el mundo hace unos años. Sin embargo, heme aquí haciendo la maleta para un breve vuelo entre Londres y Belfast, con mi Kindle, ciertamente, pero también con cuatro o cinco libros embutidos en el equipaje de mano, por si acaso. Por si acaso resulta que volamos a través de una arruga en el tiempo en la que una hora se expande para convertirse en infinita."
 Suscribo cada una de sus palabras. Uno de los motivos por los que no me gusta viajar en coche es porque me parece una pérdida de tiempo; incluso en las raras ocasiones en que viajo detrás, como pasajero, y no como copiloto, no puedo leer sin marearme. ¿Qué gracia tiene malgastar varias horas que podrían haberse dedicado a la lectura en mirar por la ventanilla? Ahora bien, a la hora de hacer el equipaje, hay que distinguir entre los libros que se van a leer durante el trayecto y los libros para consumir durante la estancia vacacional. Sobre los primeros, si el viaje es en avión, resulta más crucial que nunca  -como sabiamente hace Zadie Smith- aprovisionarse en abundancia; todos sabemos de los caprichosos retrasos que sufren las aeronaves y pocas perspectivas hay peores que verse apretujada en un cilindro metálico con varias decenas de desconocidos y sin un mal libro que llevarse a la boca. Mi receta para estos casos es tener siempre a mano una novela de intriga o acción, una de esas que enganchan y no te sueltan. (Recientemente, uno de los últimos de John Grisham -Sycamore Row- me salvó literalmente de la claustrofobia cuando nos tuvieron más de una hora dentro del avión esperando para despegar.) Eso sí, hay que elegir muy bien -sólo autores de confianza- y no escatimar. En el peor de los casos, se puede sobrevivir a una escala imprevista sin ropa de repuesto, pero no sin libro de repuesto.



En cuanto a los segundos, los libros para leer en el lugar a donde nos dirigimos, eso plantea aún más problemas. ¿Cuántos llevar y de qué tipo? Respecto al equipaje, muchos viajeros avezados dan el siguiente consejo: "pon la mitad de ropa que habías previsto y el doble de dinero". Por lo que se refiere a los libros, mi experiencia me dice que conviene llevar más de los que calculamos leer (siempre cabe la posibilidad de que llueva algún día y, ¡oh felicidad! tengamos la perfecta excusa para no movernos del sillón junto a la pila de libros), pero dejando un margen para las lecturas sobrevenidas, "de circunstancias". ¿Que qué es eso? A no ser que vayamos cada verano al mismo sitio y ocupemos la misma casa, los lugares desconocidos plantean tentaciones librescas: la historia de la zona, un libro que hemos visto en cualquier escaparate y nos ha llamado la atención, un personaje local del que querríamos saber más... por no hablar de que es la situación idónea para practicar la lectura in situ. La otra fuente -a menudo maravillosa- de lecturas sobrevenidas se da cuando nos alojamos en casa de otros (ya sea alquilada, de amigos o de parientes). Casas que, en mayor o menor número, suelen albergar libros. Y pocas cosas hay más fascinantes para un bibliómano que hurgar en bibliotecas ajenas. Puede ocurrir -no sería la primera vez que me pasa- que los libros tan cuidosamente seleccionados en casa y que con tanto esfuerzo se han acarreado a través de cientos de kilómetros queden olvidados en la maleta, en favor de esos recién hallados. Que quizás no sean mejores, pero que cuentan con el irresistible atractivo de la novedad. Y de que tenemos un tiempo limitado para saborearlos. O sea, sigo sin tener claro qué libros debo llevarme, pero sospecho que regresaré con más lecturas de las previstas.