John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

sábado, 15 de julio de 2017

LIBROS POR TODAS PARTES

El desaparecido bar Crystal City, en la calle Balmes de Barcelona
Hace años había en Barcelona un bar que se hizo célebre por poseer una rara peculiaridad: era un bar-librería. El sitio en cuestión se llamaba Crystal City y era frecuentado, como es natural, por intelectuales, editores, estudiantes y gentes de ese pelaje. Por aquel entonces -según mis fuentes, el bar inició su andadura a finales de los cincuenta, pero al parecer su tuvo su apogeo entre finales de los sesenta y los setenta- los bares eran bares y las librerías, librerías. A nadie se le pasaba por la cabeza ir a comprar un libro a los primeros ni pedir un cortado en las segundas. De ahí la rareza, que hacía de Crystal City algo único en su especie. Hoy, en cambio, muchas librerías se han reconvertido en híbridos de cafetería-restaurante-vinería o qué sé yo qué otra exótica combinación más. Es una transformación que sin duda ha venido propiciada por el descenso de ventas de libros; los libreros se han visto empujados a buscar actividades complementarias que, al tiempo que generan ingresos, atraen a los clientes a su local. No tengo nada que objetar, más bien al contrario, resulta ciertamente agradable quedar con un amigo para tomar un café o una copa en una librería y, de paso, echarles un ojo a las últimas novedades editoriales. Lo que me inquieta, sin embargo, es la creciente presencia de libros en todo tipo de establecimientos. Y lo más preocupante es que, en su mayor parte, no se trata de libros para su venta, ni siquiera para ser leídos. Proliferan los libros como telón de fondo o elemento decorativo: los hoteles con pretensiones incorporan salones-biblioteca, los restaurantes se decoran como salones particulares, incluyendo estanterías con libros, incluso se pueden encontrar remedos de biblioteca en lugares donde, a priori, estos no vienen a cuento.

Un lujoso hotel en Zúrich donde libros y vino se mezclan
sin complejos

El muy chic hotel Montalembert, en París, junto a la editorial
Gallimard, presume de libros de la NRF en sus estanterías

Mi último hallazgo ha sido una panadería revestida de libros. ¿Acaso los clientes se pondrán a hojear alguno mientras esperan a que les corten el pan de molde?

Forn La llibreria, en Barcelona
De repente, los libros, históricamente relegados a las bibliotecas o las librerías privadas, salen a la luz. Todo lo que tiene forma o apariencia de libro adquiere una pátina de prestigio. Los lugares públicos presumen de esculturas no ya de próceres, como antaño, sino de lectores, o de libros.

Read reader, escultura de Terry Allen en el campus
de la Texas Tech
Hasta hay a quien se le ha ocurrido hacer bancos para sentarse en forma de libro (con pinta de no ser muy cómodos, todo hay que decirlo).


Cuanto más se extiende esta moda, más me inquieto. Es sabido que, cuando a un personaje del mundo de la cultura empiezan a lloverle los premios y los homenajes, es que suele estar en las últimas. Vean si no cuántos de ellos fallecieron al poco de lograr esos galardones que en sus tiempos de madurez creativa les resultaron esquivos. No puedo evitar sentir algo parecido con respecto al libro. Esta ubicuidad libresca, este reivindicar a troche y moche el libro -me disculparán, pero los lectores de raza siempre hemos sido más bien discretos, nos gusta escondernos en lugares recónditos para darnos a la lectura- me suena peligrosamente al fin de una era. No creo en absoluto que el libro en papel vaya a desaparecer de la noche a la mañana, como auguraban hace pocos años algunos cenizos, pero percibo en la sensibilidad pública señales de cambio. Hacia dónde, lo ignoro.
Sólo sé que se acerca peligrosamente el momento en que hasta la pollería de la esquina estará decorada con libros. Cuando lleguemos a este punto, sabré que estamos perdidos.





domingo, 2 de julio de 2017

PALABRAS, PALABRAS

 Foto: Diomari Madulara en Unsplash

De no existir las palabras, no podríamos estructurar nuestro pensamiento, ni tal vez pensar. Nos expresamos con palabras, nos relacionamos con los demás a través de palabras. Pronunciamos miles de ellas cada día. Pero, por lo general, se les dedica poca atención. Están ahí y las usamos, como usamos una cuchara, una pala, un destornillador. Para la mayoría de la gente, son puramente funcionales. No piensan en la absoluta maravilla que es que esos grupos de sonidos -o de garabatos, si se trata de escribir- sean capaces de nombrar el mundo, de tratar de asuntos tan diversos como la receta del gazpacho o la física cuántica, de agruparse de maneras siempre distintas y, a veces, novedosas. Empleamos -incluso los que escribimos- muchas menos palabras de las que conocemos. El acervo lingüístico de cada persona está compuesto por miles de palabras cuyo significado sabe, pero que no forman parte de su vocabulario habitual. Están ahí dormidas, por así decirlo, en espera de que un hallazgo casual, o la necesidad de expresar algo que se sale de lo cotidiano, las saque a la palestra. Recuperar una de estas palabras que sabemos que sabemos, pero que raras veces hemos oído o usado, puede ser como ver de repente un relámpago en el cielo: casi podemos sentir el cosquilleo de las neuronas cuando su significado se abre paso a través de ellas. Hace poco, tuve uno de estos momentos-revelación, al oír -nada menos que por la radio- mencionar la palabra "nigérrimo" (que, como sin duda saben, es el superlativo irregular -más próximo a la forma latina- de "negro"). Seguramente hacía años y años que no aparecía en mi horizonte lingüístico, y sin embargo, ahí estaba, con todo su vigor, reluciente de negrura y de vitalidad. Fue como un fogonazo. Estoy convencida de que sacar a pasear palabras poco usadas es uno de los favores más grandes que se le pueden hacer al lenguaje y, de paso, a nuestro intelecto.
Por suerte, aparte de ese repositorio personal de palabras que atesora cada uno, hay unos lugares donde todas ellas se conservan, debidamente explicadas y categorizadas, para que no se pierdan: los diccionarios. He empleado el verbo "atesorar" con toda intención, pues cada una de las palabras es importante, nombra o expresa algo único. No en vano los primeros diccionarios solían llamarse "thesaurus", tesoros de la lengua.



Pero, ¿quién hace los diccionarios?
La inmensa mayoría de la gente no piensa para nada en el diccionario que utiliza: simplemente es, como el universo. Para un grupo de personas, el diccionario le fue otorgado a la humanidad ex coeli, un tomo de verdad y sabiduría, santificado y encuadernado en cuero, tan infalible como Dios. Para otro grupo de personas, el diccionario es algo que adquirió en una librería de saldo, un libro de bolsillo marcado a un dólar, porque le parecía que un adulto debe poseer un diccionario. Ninguno de los dos grupos se da cuenta de que su diccionario es un documento humano, compilado, revisado y puesto al día por personas reales, vivas, desgarbadas. 
Quien habla así es una de esas personas, Kory Stamper, una lexicógrafa que trabaja para el Merriam-Webster, los editores de diccionarios más antiguos de Estados Unidos. Su trabajo como el de cualquier lexicógrafo, consiste en recopilar palabras, definir su significado, su usos, su parentesco, sus límites, en qué medida se aproximan o difieren de otras en apariencia similares.
Para ser un lexicógrafo, has de ser capaz de sentarte con una palabra y todos sus muchos, complejos usos y reducirlos a una definición de dos líneas que sea a un tiempo lo suficientemente amplia para abarcar la inmensa mayoría de los usos escritos de la palabra y lo suficientemente estrecha para comunicar lo que es puramente específico de esa palabra.
Una tarea delicada, inmensa y que no tiene fin, pues el lenguaje se transforma incesantemente; cada vez que alguien emplea una palabra, está potencialmente ampliando o restringiendo su significado.
La lexicografia se mueve tan lentamente que los científicos la clasifican como un sólido. Cuando terminas de definir, tienes que revisar; cuando terminas de revisar, has de corregir; cuando terminas de corregir, has de corregir de nuevo porque han habido cambios y hemos de asegurarnos de que no hay errores. Cuando por fin el diccionario llega al público, no hay grandes fiestas ni celebraciones [...] Estamos ya trabajando en la próxima actualización del diccionario , porque el lenguaje ha evolucionado. Nunca hay tregua. Un diccionario se ha quedado obsoleto un minuto después de estar terminado.
¿Alguna vez pensamos en esta cualidad plástica y viva del lenguaje cuando hablamos o escribimos? Fascinante. Como lo es leer diccionarios; en verdad, es difícil resistirse a la fascinación de las palabras: una mera consulta aboca a menudo a la palabra de al lado, y a la otra y a la otra...
Para mí, el diccionario de la lengua castellana, mi libro de consulta infalible, el que constituye una lectura más placentera es sin duda el de María Moliner. Un diccionario cercano, que trasluce en todas sus definiciones el amor por las palabras y por el lenguaje. No en vano es el diccionario de una bibliotecaria, de una persona que anduvo siempre entre libros. Que nos recuerda que las palabras están vivas, y que detrás del diccionario también hay personas que estuvieron vivas alguna vez.

María Moliner, trabajando como siempre en su diccionario