John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

viernes, 29 de abril de 2011

LUGARES DONDE ESCRIBIR

Ernest Hemingway, escribiendo
Si cada lector tiene sus preferencias a la hora de elegir lugares para sumergirse en la lectura, entre ellos algunos decididamente poco ortodoxos, los escritores también tienen sus manías -muchas, incluso- a la hora de elegir dónde y cómo ejercer su oficio. A unos les gusta escribir de pie; el caso más famoso es Hemingway (aunque no siempre, porque hay numerosas fotos que lo muestran escribiendo sentado), pero también Eduardo Mendoza lo hace: de pie y con pluma, porque, según dice “escribir tiene que ser una artesanía, si no quieres que se convierta en algo industrial. Por eso, ha de ser algo muy personalizado e individual. Como los jugadores de fútbol, que llevan las zapatillas que llevan porque les gusta marcar esas pequeñas diferencias. Con la escritura pasa igual. Utilizar una pluma u otra o escribir de pie no tiene nada que ver con supersticiones, sino que forma parte del oficio y es importante". Otros -más tradicionales- lo hacen sentados, pero tiene que ser en un lugar preciso, ya sea este el sótano de su casa, en una silla determinada o en un café, como Sartre. Algunos, finalmente, admiten que su lugar preferido para escribir es en la cama. De estos últimos el más conocido es Proust, pero también Vicente Aleixandre y James Joyce tenían esa costumbre y al parecer hasta Descartes era adepto a escribir en la cama. Acostumbrado a escribir desde ese cálido refugio, no es extraño que abandonarlo en la gélida madrugada sueca para dar clase a la reina Cristina -cuyo amor por el saber era tal, que insistía en comenzar a las cinco de la mañana- resultase pronto fatal para él: cuatro meses después de llegar a Suecia, el pobre Descartes enfermó de neumonía y murió. En las muy recomendables entrevistas que The Paris Review viene haciendo desde hace décadas a escritores, una de las preguntas se refiere siempre a cuáles son sus hábitos de escritura, qué rutina diaria tienen, dónde escriben y con qué instrumentos. Repasando sus respuestas, salta a la vista que el oficio de escribir tiene también un importante aspecto físico. Julian Barnes lo expresa literalmente así: "Escribir debe involucrar cierta cantidad de trabajo físico". Por eso él, aunque utiliza el ordenador, corrige y corrige a mano, hasta que el resultado es casi ilegible y sólo después pasa esas correcciones a la pantalla. Pues muchos escritores, aunque reconocen la utilidad del ordenador, aseguran que el hecho de tachar y reescribir, por tedioso y mecánico que pueda parecer, es un proceso necesario para dar forma a su obra. Paul Auster es uno de ellos: escribe a mano, con pluma y en cuadernos, y luego lo pasa a una máquina de escribir, una Olympia que tiene desde hace décadas y acerca de la que ha escrito un libro, The Story of my Typewriter. O al menos lo hacía así en el momento de esa entrevista, en 2003, aunque ya entonces confesaba que su terror era que llegase el momento en que dejasen de fabricar cintas para su máquina. Es posible que ese día haya llegado, porque recientemente saltó la noticia de que había cerrado la última fábrica de máquinas de escribir. 

martes, 26 de abril de 2011

SHAKESPEARE & Co., TERCERA TEMPORADA



James Joyce con Sylvia Beach en su librería

Ustedes me perdonarán que titule esta entrada como si de una serie televisiva se tratara. Más adecuado sería sin duda decir "tercera etapa", pero es que la historia de esta librería parisina es tan jugosa que daría fácilmente para una serie. La Shakespeare & Co. original fue fundada por una americana afincada en París, Sylvia Beach, a quien la idea de establecerse como librera le vino por influencia de Adrienne Monnier, propietaria de la pequeña pero muy activa Maison des Amis des Livres en la rue de L'Odéon. En la librería de Adrienne, que había sido una de las primeras mujeres libreras de Fancia, se celebraban lecturas de autores como Paul Valéry y André Gide, y Sylvia Beach -que entretanto se había convertido en amante de Adrienne, con quien conviviría hasta la muerte de ésta- tuvo la idea de hacer algo similar para los numerosos residentes de lengua inglesa en París. Shakespeare and Company, que así se llamó esta librería, pronto atrajo a numerosos ingleses y americanos, así como a intelectuales franceses interesados por la cultura anglosajona. Sylvia Beach entendía su oficio como algo más que la simple venta de libros, y a menudo albergaba a escritores sin posibles y se atrevió a editar algunos libros. Cuando uno de sus clientes y amigos, James Joyce, se encontró con que le vetaban la publicación de su obra Ulysses en los países de habla inglesa, se ofreció a publicarla. Así, en 1922 la primera edición del Ulysses en un volumen (había sido publicada por entregas antes, provocando diversas acusaciones de obscenidad) vio la luz en 1922, editada por Sylvia Beach, con una tirada de sólo 1.000 ejemplares. Curiosamente, esta aventura editorial no sólo no hizo rica a Sylvia Beach, sino que la dejó llena de deudas. Pero esa es otra historia, que algún día explicaremos. Por lo que se refiere a la librería, durante los años treinta los problemas económicos estuvieron a punto de hacerla cerrar, pero se salvó gracias a la generosidad de un grupo de lectores, encabezados por André Gide, que organizaron una suscripción para garantizar su viabilidad. La librería floreció hasta la caída de París. En 1941 cerró sus puertas y ya no volvió a abrir.
Segunda temporada: en 1951 George Whitman, otro americano enamorado de París, abre una pequeña librería a la que llama Le Mistral. Whitman, amigo de Ferlinghetti -quien poco después fundaría otra mítica librería, City Lights, en San Francisco- y seguidor del movimiento beatnik, admiraba a Sylvia Beach y aspiraba a llevar a cabo una labor similar a la suya. Así, en 1964 (tras la muerte de Beach), rebautizó su librería, que para entonces ya estaba en su emplazamiento actual, rue de la Bûcherie, con el nombre de
Shakespeare and Company. Durante los años sesenta, se convirtió en una verdadera catedral beat: además de estar llena a rebosar de libros, disponía de unas minúsculas habitaciones en un altillo donde Whitman daba cobijo a todo aquel que se lo pidiera, solicitando a cambio únicamente un par de horas de trabajo, algo de ayuda ordenando los libros o limpiando un poco.

Uno de los improvisados dormitorios de la librería. Muy libresco, como se ve.

Cientos de escritores, poetas o simplemente viajeros sin donde cobijarse se han alojado en la librería, donde han leído libros, los han escrito y los han robado, han montado fiestas y han acariciado a la gata Colette. Los numerosos jóvenes que han pasado por esa experiencia la definen como "toda una educación". La caótica librería resulta además sumamente cinematográfica, ha figurado en varias películas y se ha hecho un documental sobre ella y su curioso dueño. Sin embargo, Whitman se ha ido haciendo viejo y, a sus 95 años, ya no está en condiciones de ocuparse del negocio.
Tercera temporada. Como en las novelas, entra en escena la hija perdida. Sylvia Whitman, que actualmente tiene 30 años, dejó de ver a su padre a los 7, para educarse en Inglaterra. Hace unos años, después de estudiar Arte Dramático en la Universidad, decidió que era importante retomar el contacto con su padre y se presentó en París. Lo que en principio debía ser un verano en la librería acabó convirtiéndose en un nuevo oficio para ella. Hoy lleva las riendas del negocio, que mantiene esencialmente como siempre, aunque con nuevos proyectos como un festival literario, un premio para escritores no publicados y conciertos dentro y fuera de la librería. Los amantes de ese libresco rincón pueden estar tranquilos, Shakespeare and Company no cierra, y ha entrado con buen pie en el siglo XXI.

Sylvia Whitman, en la librería

viernes, 22 de abril de 2011

ENRIQUETA RYLANDS Y SU BIBLIOTECA

Estatua de Enriqueta Rylands, situada en uno de los extremos de la Biblioteca
La John Rylands Library de Manchester es una de las bibliotecas más importantes del Reino Unido, ubicada en un imponente edificio neogótico, obra del arquitecto Basil Champney. Debe su fundación a una dama medio española, Enriqueta Rylands, de cuya curiosa historia se hace eco actualmente una exposición en la propia biblioteca.
Enriqueta Tennant (su nombre de soltera) nació en La Habana en 1843, una de los cinco hijos de un comerciante oriundo de Liverpool, Stephen Cattley Tennant y de su esposa, la española Juana Camila Dalcour. Tras la temprana muerte del padre, la viuda se trasladó a París, donde contrajo matrimonio con el músico de origen polaco Julian Fontana, amigo y más tarde albacea musical de Chopin. De esta etapa de la vida de Enriqueta poco se sabe; parece que su madre murió pronto y que ella pasó temporadas en Nueva York y Londres. Hacia principios de la década de 1860 se convirtió en acompañante de Martha Rylands, la esposa de un acaudalado comerciante textil de Manchester. En 1875, sólo ocho meses después de la muerte de Martha, Enriqueta contrajo matrimonio con su viudo, John Rylands. A la muerte de este, en 1888, se convirtió en heredera de gran parte de su fortuna y accionista mayoritaria tanto de su empresa textil como del Canal de Manchester. Enriqueta fue una mujer conocida por su profunda religiosidad y por su implicación en obras benéficas y culturales. No obstante, el que a su muerte dejase establecido que se destruyesen todos los documentos relativos a su vida personal -que sólo ha podido ser reconstruida, con dificultad, gracias a un arduo trabajo detectivesco en archivos de todo tipo- hace pensar que debía haber en su pasado algún elemento que la rígida sociedad victoriana hubiese considerado indecoroso, como mínimo.
John y Enriqueta Rylands habían compartido el interés por la literatura, en particular la de carácter religioso, así como una firme convicción en la importancia de la educación. Por ello su viuda decidió que una biblioteca pública sería un memorial adecuado para su marido. Enriqueta no escatimó gastos en su construcción y tomó un interés personal en todos los detalles relacionados con ella; se emplearon los mejores materiales y se trajo roble polaco desde Gdansk para los trabajos de carpintería. Los elementos metálicos se hicieron en bronce, en estilo art nouveau, incluyendo las lámparas, pues la biblioteca John Rylands -inaugurada en 1899-, fue uno de los primeros edificios en Manchester en tener iluminación eléctrica. El edificio original disponía incluso de un complejo sistema de filtrado de aire, para impedir que la polución dañase los documentos en ella depositados. Enriqueta también intervino personalmente en la adquisición de fondos para la biblioteca, pues era una coleccionista con gran criterio. En 1892 adquirió los fondos de la Althorp Library, de Lord Spencer, por los que desembolsó la mayor cantidad pagada hasta entonces por una colección de libros. Nueve años después se hizo con otra importante colección, la de los condes de Crawford, que constaba de más de 6.000 manuscritos en cerca de cincuenta lenguas distintas. Desde 1972, la biblioteca John Rylands forma parte de la Universidad de Manchester y el edificio que ella mandó construir alberga más de 250.000 documentos impresos y cerca de un millón de manuscritos. Enriqueta Rylands murió en Torquay -donde se había retirado para cuidar de su reumatismo- en 1908. Desde la perspectiva actual, no cabe sino lamentar que su excesiva discreción nos haya privado de los detalles de lo que sin duda hubiera podido ser una  fascinante biografía.

martes, 19 de abril de 2011

MUJERES EN LA GUERRA

Lee Miller en Alsacia, 1944
Estos días en que las últimas noticias sobre las luchas en Libia o sobre el terremoto de Japón nos las dan a menudo mujeres periodistas destacadas en esos peligrosos lugares, me ha llamado la atención un fascinante artículo en The Guardian sobre mujeres reporteras de guerra. Recomiendo su lectura y aprovecho para destacar aquí algunos personajes notables que menciona. A pesar de que el respetado escritor Arnold Bennet opinaba en 1898, en un folleto titulado Journalism for Women, que si las mujeres se aplicaban en pulir su prosa de excesos innecesarios -un fallo que observaba en la mayoría de las escritoras, incluída George Eliot, a pesar de su "forzada masculinidad"- podrían como mucho servir para cubrir en periodismo "aquellas áreas que les son propias: moda, cocina, economía doméstica...", mucho antes de esa fecha hubo ya intrépidas reporteras que, desafiando las opiniones y los convencionalismos sociales, escribieron crónicas de guerra. Una de ellas fue la increíble Margaret Fuller, una mujer de quien Edgar Allan Poe dijo que "existen hombres, mujeres y Margaret Fuller" y cuya biógrafa Susan Cheever manifestó que era "una Dorothy Parker en el mundo de Jane Austen". Esta formidable mujer fue acreditada como corresponsal en Roma en 1848 por el Tribune para cubrir la revolución italiana. Sus crónicas del asedio de esta ciudad por los franceses no muestran ni rastro de pusilanimidad, como podría temer Bennett. Margaret sobrevivió al asedio (y aprovechó para casarse con un conde italiano), pero lamentablemente murió poco después, en 1850, en un naufragio. Otra reportera famosa por su sangre fría fue Elizabeth Cochrane, más conocida por su seudónimo, Nellie Bly, que cubrió desde el frente la Primera Guerra Mundial. Consiguió su primer trabajo como periodista a los 18 años, cuando escribió a su periódico local protestando por un artículo que recomendaba a las mujeres ocuparse sólo de asuntos domésticos; el editor le preguntó qué artículos escribiría ella y su respuesta debió ser original, cuando menos, porque le valió el empleo. Nellie saltó a la fama cuando, para un reportaje, fingió estar loca y consiguió que la internasen en un manicomio durante diez días. Las escalofriantes historias que vivió allí levantaron un escándalo. Algunos de sus reportajes pueden encontrarse en español, publicados por Ediciones Buck. Más cercana a nuestra época, y en terreno propio, tenemos a una de mis favoritas, Martha Gellhorn. Después de alcanzar notoriedad por sus reportajes sobre las personas afectadas por la Depresión de los años 30, Martha se plantó en España en 1937. Desde aquí informaría sobre la Guerra Civil -y conocería a Hemingway, que se convertiría en su marido, pero eso es otra historia- y, como obviamente se le había despertado la afición por el reportaje desde el frente, continuó luego cubriendo la Segunda Guerra Mundial desde diversos escenarios. Llegó incluso a infiltrarse en un barco-hospital para poder cubrir el desembarco de Normandía. Sus crónicas son apasionadas y se le ha criticado a veces su ausencia de objetividad, pero constituyen una lectura apasionante y, a menudo, inolvidable. Personalmente, guardo el recuerdo indeleble de un artículo suyo que describía el día a día de una madre alemana con niños que vivía en medio de las ruinas de una ciudad bombardeada. El horror cotidiano, esa otra cara de la guerra que no solemos ver en el telediario. Longeva y activa hasta avanzada edad, estuva en la guerra de Vietnam y a mediados de los 80 seguía mandando crónicas desde Centroamérica. Existió en español una selección de sus artículos bajo el título de El rostro de la guerra, pero el libro se encuentra ahora descatalogado. Por último -aunque el artículo del Guardian no habla de ellas- no quiero dejar de mencionar a otras dos notables periodistas gráficas, Gerda Taro y Lee Miller. Gerda Taro, compañera de Robert Capa, murió arrollada por un tanque en 1937, a los 27 años, de modo que su carrera fue muy breve, pero dejó notables instantáneas de la Guerra Civil, en especial de la batalla de Brunete. Por su parte Lee Miller, como la mayoría de estas mujeres pioneras, tuvo una vida apasionante. Fue primero modelo en Nueva York, durante los años 20, para trasladarse luego a París y establecerse como fotógrafa de arte y moda. Allí se hizo amante de Man Ray y participó activamente en el movimiento surrealista. Entre su círculo de amigos se encontraban figuras como Picasso -al que fotografiaría luego en numerosas ocasiones- Eluard y Cocteau. Durante la Segunda Guerra Mundial se convirtió en corresponsal de guerra para la revista Vogue y cubrió sucesos como el Blitz sobre Londres, la liberación de París y el descubrimiento de los campos de Buchenwald y Dachau.
Ninguna de ellas tuvo miedo, ni creyó que sus reportajes valieran menos que los de un hombre. Merecen ser recordadas.
Soldados republicanos en Navacerrada (Gerda Taro)


jueves, 14 de abril de 2011

LO QUE SE ENCUENTRA EN LOS LIBROS

¿A quién no le ha ocurrido tomar de la estantería un libro que no ha tocado desde hace años y descubrir entre sus páginas un recorte de diario, una foto o un billete de tren olvidados allí dentro? Si el libro es nuestro, generalmente este hallazgo nos transporta al momento en que compramos o leímos el ejemplar y nos trae una oleada de recuerdos. A veces, se trata de objetos que no pusimos allí nosotros mismos, ya sea porque es un libro que prestamos a alguien o porque  lo compramos de segunda mano. Seguramente este último caso es el que resulta más intrigante, el que abre más puertas a la imaginación. ¿Quién sería la persona retratada en la foto? ¿Qué importancia tenía para su poseedor ese artículo de periódico? ¿Era el billete de tren un simple marcapáginas o tenía algún significado especial, recuerdo de un viaje glorioso (o todo lo contrario)? Existe una web argentina, Otras historias, que se dedica precisamente a recoger estos hallazgos casuales en las páginas de un libro. Verán que algunos de ellos resultan enormemente sugerentes, e incluso permiten establecer curiosas analogías entre el objeto en cuestión y el título o tema del libro en que se ha encontrado: un calendario de fertilidad femenina dentro de un libro de poemas de Juana de Ibarborou; una añeja foto en sepia de dos niñas en un ejemplar de El principito; una fotografía de los Beatles en El mensaje de los sueños sexuales (¿a su propietario o propietaria le ponían los de Liverpool?);  una serie de tréboles de cuatro hojas disecados entre las páginas de un libro de poemas de Walter Scott ¡eso sí es suerte! (como la persona que tuvo la fortuna de encontrarlas, en mi infancia siempre deseé, en vano, hallar uno de esos tréboles); o una hoja de afeitar encontrada entre las hojas de un diccionario. No sé si esto último trae mala o buena suerte, pero creo que a mí un hallazgo así me produciría bastante inquietud. Como comprobarán, material suficiente para escribir algunas novelas...

lunes, 11 de abril de 2011

VIAJES DE PAPEL

Al parecer, un periodista americano ha descubierto que gran parte de lo que John Steinbeck narra en su libro Viajes con Charley es, pura y simplemente, ficción, porque es posible que Steinbeck no haya estado  en muchos de los lugares que dice visitar y que las personas que hace aparecer allí como sus ocasionales interlocutores sean personajes de ficción y no reales. Ya en otras ocasiones se han revelado "fabricaciones" o "intromisión de la ficción" en las obras de otros escritores de libros de viajes: los ejemplos más conocidos son probablemente Bruce Chatwin y Ryszard Kapuscinski. Francamente, no me parece tan grave. Sin duda es censurable que todos ellos mantuviesen la presunción de que sus obras eran una crónica de lo visto y vivido y por tanto estaban basadas enteramente en hechos reales. Pero este tipo de obras no son guías de viaje ni se presentan como tales. Los lectores esperan de ellas ante todo un retrato de una región o país determinado, un acercamiento muy personal -pasado por el filtro de la sensibilidad y el poder de observación del autor- a un ambiente, a una cultura. Las obras de los escritores que he citado son un perfecto ejemplo de lo que se llama "viaje de sillón" (armchair-travelling): les pedimos que nos lleven a lugares remotos -en ocasiones, a la vez, a un tiempo alejado del nuestro, a una sociedad que ya no existe, como es el caso de las crónicas de Patrick Leigh Fermor-, que nos entretengan a la vez que nos desplazan en el tiempo y en el espacio.  En los buenos libros de viajes, los que perduran como clásicos, lo que apreciamos es el estilo, el poder de evocación, la vividez de las descripciones. Funciones todas estas que son las mismas que cumple la ficción. No importa si para conseguir su efecto, el escritor ha embellecido algunas anécdotas o inventado personajes. Lo que importa es que, como en la novela, todos ellos resulten verosímiles, que nos lo creamos. De algo de esto habla Claudio Magris en el prefacio a su hermoso libro de crónicas de viaje El infinito viajar: "Vivir, viajar, escribir. Acaso hoy la narrativa más auténtica sea la que cuenta no a través de la invención y la ficción puras, sino a través de la toma directa de los hechos, de las cosas, de esas transformaciones locas y vertiginosas que, como decía Kapuscinski, impiden captar el mundo en su totalidad y ofrecer una síntesis de él, permitiendo capturar, como el reportero en la barahúnda de la batalla, sólo algunos fragmentos ... un cuadro, fiel y a la vez reinventado, que es el retrato del mundo y del viaje a través del mundo." A menudo, la ficción consigue ser más fiel a la realidad que ella misma.

jueves, 7 de abril de 2011

EL LÍO ESE DE LA POESÍA

Se celebran en Córdoba unas jornadas poéticas, Cosmopoética, en conmemoración del 450 aniversario del nacimiento de Góngora, a las que, entre otros muchos  ilustres nombres del mundo de la poesía, asiste el gran poeta Charles Simic. Sin desmerecer para nada al resto de participantes, se trata de un autor que yo daría cualquier cosa por conocer. Simic nació en Belgrado en 1936 y se pasó los primeros años de su vida escapando de un ejército u otro gracias al lugar y al momento histórico que le tocó en suerte. "Mis agentes de viajes fueron Hitler y Stalin", dijo en una entrevista. Hasta los quince años no consiguieron él y su madre emigrar a Estados Unidos, de modo que Simic es también un escritor exófono, como los que mencionaba en una entrada anterior. Hace un par de años, Antonio Muñoz Molina hizo un espléndido boceto de este personaje, que creo dice mucho más sobre su persona y su poesía de lo que que yo pueda aportar. Pero Simic no es sólo una de las figuras indiscutibles de la poesía norteamericana contemporánea -Premio Pulizter, Poeta Laureado, editor de poesía de la Paris Review, lo que quieran...- sino que es también traductor (gracias a él, muchas obras importantes de la literatura de los Balcanes han podido ser conocidas en EE.UU.), crítico y finísimo ensayista. El blog "Entre nómadas" ha tenido a bien reproducir un brillante y certero artículo suyo sobre lo que es poesía. Me temo que la traducción es mejorable, pero vale la pena leerlo.
Simic tiene además unas memorias muy recomendables, tituladas Una mosca en la sopa y publicadas aquí por Vaso roto. Por ellas desfilan los avatares familiares, la guerra vista por un niño, las colas para obtener permiso de residencia, la aventura americana, además de temas más íntimos, como el descubrimiento del amor, su afición por el jazz y su relación con la poesía. Unas memorias que comienzan diciendo “A estas alturas del siglo la historia de mi vida no parece tener nada de particular” -esto ya da idea de su tono- y de las que reproduzco (via el blog Crisis de papel, gracias) unas sugerentes líneas dedicadas a la lectura: “No sería demasiado exagerado afirmar que no soltaba los libros ni para mear. Leía hasta quedarme dormido y seguí leyendo cuando me despertaba. Leía en el trabajo, con el libro escondido entre los papeles de la mesa o en un cajón entreabierto. Leía de todo, desde Platón a Mickey Spillane. Creo que me enterrarán con un libro en la mano. Puede que el más apropiado sea El libro tibetano de los muertos, pero preferiría cualquier manual de sexualidad o los poemas de Emily Dickinson”. 

martes, 5 de abril de 2011

TECNOLOGÍA ANTIGUA


Sylvia Plath, en acción
¿Alguien se acuerda de cuando sólo había máquinas de escribir? ¿Cuando una pequeña Olivetti portátil parecía el colmo de la sofisticación y la portabilidad? ¿El repiqueteo del teclado y ese "dring" que señalaba el final de la línea? Evocar las máquinas de escribir hace revivir todo un mundo de sensaciones. El peculiar olor de la cinta, las manos tiznadas por el papel carbón, el crujido del papel cebolla... que, cuando se hacía más de una copia, la segunda y no digamos ya la tercera quedaban cada vez menos nítidas, con las letras borrosas. En los inicios de mi vida laboral, trabajé durante un tiempo en un lugar donde se utilizaba papel cebolla de distintos colores, según el tema o el departamento, no recuerdo bien. Me encantaban esos colores pastel: rosa, azul, amarillo. Hace poco, en una limpieza de archivos, cayeron en mis manos algunas de copias hechas en papel cebolla, que el tiempo había vuelto frágiles como alas de mariposa. Tengo mis dudas de cuánto perdurarán los textos en soporte digital, pero pude constatar que esas copias hechas con máquina de escribir tienen una duración muy limitada, porque apenas veinte años después (sí, tan poco, parece que haga un siglo de eso) ya eran prácticamente ilegibles. Pero, volviendo a la nostalgia, la imagen del escritor o el periodista tecleando furiosamente en su máquina de escribir ha quedado implantada en el imaginario colectivo y de algún modo parece más  "auténtica" que el mismo autor sentado frente al ordenador. ¿O sólo lo pienso yo?
Todas estas reflexiones vienen a cuento de una divertida recopilación llevada a cabo por la web Flavorwire, quienes, inspirados a su vez por un artículo de la revista Life, decidieron reunir las fotos de sus escritores favoritos escribiendo en sus máquinas. ¿Cómo si no? Tal como dicen ellos mismos en el artículo introductorio, las máquinas de escribir son increíblemente atractivas y la gente se vuelve loca por ellas, en especial si resulta que pertenececieron a alguien famoso, claro. Contemplen ustedes el catálogo de fotos y verán cómo también se sentirán invadidos por la nostalgia. Tecnología antigua, ¡qué sexy! Y, para demostrarlo, otra de las fotos con que nos deleita Flavorwire. No es un escritor, pero se comprende que hayan hecho esa excepción.


sábado, 2 de abril de 2011

LA IMPRENTA Y LA COPA DE CRISTAL

"ESTO ES UNA IMPRENTA. Cruce de civilizaciones. Refugio de todas las artes contra los estragos del tiempo. Arsenal de la intrépida verdad contra los murmullos y los rumores. Incesante promotora del comercio. Desde este lugar, las palabras vuelan al exterior sin perecer entre las ondas sonoras, sin ser modificadas por la mano del escritor, sino invariables en el tiempo, verificadas por la prueba. Amigo, estás sobre tierra sagrada. Esto es una imprenta." Esta apasionada defensa de la imprenta se debe a Beatrice Warde, quien diseñó el cartel que ilustra esta entrada en 1932. Aunque su finalidad era divulgar una nueva tipografía, la Perpetua, diseñada por Eric Gill para la casa Monotype, su contenido se hizo más famoso que el tipo de letra que pretendía promocionar. Desde entonces ha adornado las paredes de imprentas de medio mundo, ha sido traducido a infinidad de lenguas, parodiado e incluso está grabado en el vestíbulo de la U.S. Government Printing Office. Beatrice, que desde muy joven se interesó por la caligrafía y la historia de la escritura, se casó con un tipógrafo americano, Frederic Warde, y ambos se trasladaron a Inglaterra en 1925 a instancias de Stanley Morison. Allí Beatrice alcanzó cierta fama por sus investigaciones sobre los orígenes de la Garamond, que publicó bajo el seudónimo de Paul Beaujon. La casa Monotype, impresionada, decidió ofrecerle un puesto a este tal Paul Beaujon, y se llevaron una notable sorpresa cuando resultó que era una mujer. Participó junto a Stanley Morison en la difusión de lo que se ha dado en llamar el "renacimiento tipográfico" del siglo XX, y destacó por su infatigable labor en pro de una tipografía clara y al servicio del texto. Sus ideas al respecto quedan admirablemente resumidas en su famosa conferencia "La copa de cristal", en la que hace una eficaz comparación entre lo que una copa de cristal transparente es a un buen vino y lo que la tipografía debe ser para el texto. Para ella "lo más importante en la imprenta es transportar el pensamiento, las ideas, las imágenes de una a otras mentes [...] Si los libros son impresos para ser leídos, debemos distinguir entre lecturabilidad y lo que un óptico llamaría legibilidad. De acuerdo con las pruebas de laboratorio, una página compuesta en un tipo de palo seco negrita de 14 puntos sería más legible que otra compuesta con el tipo Baskerville de 11 puntos.  En este sentido,  un orador es más audible cuando grita, pero la voz de un buen orador es aquella que es inaudible como voz. ¡Otra vez la copa transparente! No te tengo que recordar que si empiezas a escuchar las inflexiones y el ritmo de locución de alguien hablando en público, puedes acabar durmiéndote. [...] El tipo bien usado es invisible como tipo, así como la perfecta voz modulada es el inadvertido vehículo utilizado para la transmisión de las palabras… de las ideas." Hoy, gracias a los ordenadores, el diseño tipográfico y la distribución del texto están al alcance de todo el mundo. Pero disponer de las herramientas necesarias no quiere decir saber utilizarlas, y así se hace cada vez más raro encontrar un libro cuyo diseño tipografico resulte no sólo agradable a la vista, sino que permita saborear mejor el texto, como ocurre con una copa de cristal.