John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

jueves, 31 de agosto de 2017

LEER EN LA CAMA

Georg Pauli, Lectura nocturna (1884)

Cada cual tiene sus pequeños ritos y manías para propiciar el sueño. Hay quien necesita que la cama esté orientada de una forma determinada, quien escucha la radio, los fanáticos de la oscuridad completa, que usan hasta antifaz... Los lectores no concebimos la posibilidad de dormir si antes no hemos leído unas cuantas páginas; pueden ser muy pocas, si el cansancio aprieta y el libro se te cae literalmente de las manos, o muchísimas, si el libro es tan apasionante que resulta imposible dejarlo. (¡Esas noches en que te dan las dos y las tres y a cada capítulo te prometes que será el último!) Pero poco o mucho, dormir sin antes haber leído parece -o me lo parece a mí al menos- una aberración. Lo primero que hago, cuando llego a un hotel o a cualquier nueva habitación donde haya de pernoctar, es colocar mi libro en la mesilla: una promesa que anticipa los agradables momentos en que la lectura abre la puerta del sueño.
Lo de leer en la cama es una actividad relativamente nueva, como recordaba hace poco un artículo en The Atlantic. Disponer de la privacidad de una habitación dedicada solo al sueño es algo reciente. Hasta hace poco, los pobres desde luego no podían permitirse ese lujo, pues se hacía la vida en una o dos habitaciones. En 1837, un testigo describía así las viviendas de una pequeña aldea francesa, según se recoge en la Historia de la vida privada:
En el mismo reducto se preparan los alimentos, se amontonan los residuos que sirven de comida a los animales y se almacenan los aperos de labranza: en un rincón se encuentra el fregadero y en otro las camas; a un lado se cuelgan las ropas, y al otro las carnes en salazón; allí fermentan la leche y el pan... 
Aun quedaba un buen trecho para llegar a los dormitorios actuales, reductos de intimidad, donde cada miembro de la familia puede aislarse de los demás. Aunque durante bastante tiempo leer en la cama suponía un riesgo: cuando la única iluminación disponible eran las velas, cualquier despiste podía causar un incendio. Así, por ejemplo, sucumbió lord Walsingham, sobre cuyo trágico fin informaba The Spectator en 1831 de forma bastante truculenta:
Este miércoles, lord Walsingham ardió hasta la muerte en su cama; y su esposa resultó tan gravemente herida al intentar saltar por la ventana del dormitorio para escapar a las llamas que expiró, entre grandes sufrimientos, dos horas después. [...] Cuando las llamas se extinguieron en parte, los sirvientes y policías se dirigieron a las habitaciones de lord Walsingham, donde encontraron sus restos casi por completo destruidos, con manos y pies literalmente convertidos en cenizas, sólo la cabeza y el esqueleto del cuerpo presentaban aún alguna apariencia humana. 
Se supone que su señoría, mientras leía en la cama, se quedó dormido con la vela demasiado cerca de las colgaduras del dosel. Los periódicos de la época aprovecharon para recordar a su público los peligros de esta lectura nocturna. Al buen cristiano, concluían, debería bastarle con rezar sus oraciones antes de dormir. 


Creerán ustedes tal vez que la llegada de la luz eléctrica alejó de nosotros, los lectores nocturnos, esos peligros. Están equivocados: en 1908, la prestigiosa publicación médica The Lancet advertía de los peligros para la vista que podía implicar la lectura en la cama. Según el profesor Feilchenfeldt, de Berlín, una iluminación inadecuada y la costumbre de leer de lado con un ojo fijo en el libro y otro medio oculto por la almohada, podía causar graves daños oculares. A la vista de esto, The Guardian recomienda instalar alguna iluminación suficientemente brillante junto a la cama o detrás de ella, así como leer con la cabeza apoyada en una almohada bien firme. Y da algunas pautas de cómo debería ser el libro ideal para leer en la cama:
El libro ideal para la cama debe poder abrirse del todo; debe tener cubiertas rígidas, para impedir que las páginas se doblen, y un formato pequeño, por la misma razón; debe estar impreso en un papel fino, que no fatigue la mano; el tipo de letra ha de ser grande y los márgenes, anchos, en especial en los bordes externos.
Consejos todos ellos muy razonables, que los lectores nocturnos a menudo no podemos seguir, ya que uno no suele elegir el libro por sus características ergonómicas, sino por su contenido. Aunque cualquiera que haya intentado leer Anna Karénina o algún otro tomazo de más de novecientas páginas en la cama recordará sin duda el ahogo que, al cabo de un rato, se experimenta, de tanto tener  su peso apoyado sobre el diafragma. No me consta que se hayan producido muertes por asfixia entre los lectores por este motivo, pero personalmente, después de varias experiencias de este tipo, he optado por dejar los "ladrillos" para las horas diurnas. 
En cualquier caso, con el libro ideal o sin él, pocas cosas hay más placenteras que anticipar ese momento en que uno puede por fin arrebujarse en las sábanas, apoyar la cabeza -a ser posible- en un par de almohadones y sumergirse en la lectura, dejando que el sueño acuda. O luchando contra él. 


lunes, 21 de agosto de 2017

EVOCANDO DUNQUERQUE


Los calores veraniegos animan a encerrarse por un par de horas en las salas de cine, esos lugares mágicos donde uno se sumerge de verdad en las películas -si tiene la prudencia de evitar los cines "palomiteros"-, sin distracciones, mensajes de WhatsApp ni ruidos del vecindario y con una pantalla y un sonido a la altura de la obra que se va a contemplar. Ciertamente, la última película de Christopher Nolan, Dunquerque, merece ser vista en estas condiciones, porque sus recreaciones de los combates aéreos y las tragedias en el mar son de lo más espectacular. Aunque pasé un rato de lo más distraído, personalmente, sin dejar de reconocer la habilidad técnica de su director y apreciar que recurra a diferentes lapsos temporales para narrar la historia, hubiera agradecido un guión un poco más sólido detrás. ¿Dónde están los guionistas de la edad dorada de Hollywood? Esta película me ha llevado a evocar otra descripción -literaria, en este caso- de esa famosa retirada, la que hace Ian McEwan en su novela Expiación. Si uno quiere sentir en toda su crudeza lo que debió significar estar acorralado en esas playas, con los alemanes pisándole los talones, la lectura de las páginas que McEwan le dedica es inexcusable. Ya puestos, recomiendo leer la novela entera, sin lugar a dudas una de las mejoras obras de este escritor británico.
El estreno de la película de Nolan ha propiciado otras recuperaciones interesantes en torno a este episodio bélico, como la de las memorias de Anthony Rhodes, Sword of Bone.

Rhodes (1916-2004) fue un gentleman ilustrado, apasionado por el arte y la literatura, que escribió novelas, libros de viajes, biografías y las mencionadas memorias de guerra -aparecidas en 1942, muy poco después de vivida la experiencia- que, según reza su obituario en The Independent, son "un clásico de la literatura de la Segunda Guerra Mundial". Los críticos comparan su tono con el de Evelyn Waugh, pues Rhodes hace buen uso de la ironía inglesa. No he tenido aún oportunidad de leer estas memorias, pero sí me ha llamado la atención el fragmento que ofrecen sus editores, Sightly Foxed -por cierto, bibliómanos anglófilos, no deberían perderse las cuidadas publicaciones de este sello editorial-, en el que Rhodes relata primero la conferencia de oficiales en que se les comunicó que el ejército inglés iba a ser evacuado de Francia. La escena, tal como él la reproduce, está a la altura del mejor guionista:
Nos concedió unos momentos para que se acallase el sorprendente efecto de sus noticias.
-Vamos a hacer algo esencialmente británico; me atrevo a decir que sólo los británicos se atreverían a llevar a cabo un plan tan descabellado. Esperemos que resulte tan exitoso como la última vez que alguien intentó algo parecido: sir John Moore en La Coruña.
[Nota aclaratoria para mis lectores: recordarán sin duda que Moore fue herido mortalmente durante la batalla que precedió a la evacuación, en 1809, y está enterrado en tierra española. Es cierto que en aquella ocasión el ejército inglés fue evacuado, contra todo pronóstico, pero no sé si citar a Moore como precedente elevaría mucho los ánimos de los presentes.]
-No les puedo decir mucho al respecto -continuó- porque no se han hecho planes. Ni siquiera estamos seguros de que haya barcos en la costa para evacuarnos. Simplemente, hemos de correr el riesgo. Lo único que puedo decirles con certeza es que lucharemos duramente en la retaguardia durante todo el tiempo. Ni siquiera sabemos a ciencia cierta en qué orden se están aproximando a la costa las divisiones británicas. Avanzadillas de cada división se adelantarán para preparar nuestro recibimiento en Inglaterra - al llegar a este punto se rió- si es que llegamos.

Las instrucciones eran que debían dejarlo todo atrás, destruyendo previamente cualquier armamento o equipo. En el caso de Rhodes, sus pertenencias incluían un número considerable de libros:

Entre todo el trajín y la conmoción que siguió, encontré el modo de guardar mis libros en un armario ropero. Eran el resultado de ocho meses de exploraciones en las librerías de viejo de París y de Lille. Me producía cierta desazón pensar que algún soldado alemán o francés los utilizaría tal vez para encender el fuego. [..] Encima de ellos, puse una educada notita en francés y en alemán en la que le rogaba al nuevo dueño que los tratase con cuidado, diciéndole que confiaba en que disfrutaría mucho de su lectura; finalmente, le pedía que viniese a visitarme a mi dirección de Londres después de la guerra (trayendo consigo los libros, por supuesto). 

Me encantaría saber qué ocurrió con esos libros abandonados y si la educada nota de Rhodes -tan británica- dio algún fruto. Posiblemente, no, y como tantas otras cosas desaparecieron en el torbellino de la guerra. De todos modos, esta preocupación por sus libros en momentos en que se está jugando la  vida retrata bien el tipo de personaje que era Rhodes.
A veces, hay historias de guerra que son más apasionantes que las batallas.