John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

martes, 28 de octubre de 2014

LIBROS QUE NO EXISTEN

Como ocurre con los libros, en el vasto mundo de los gadgets de temática literaria, esa inagotable fuente de tentaciones pensadas para locos de los libros (para los que aún no hayan caído en sus redes, un par de muestras aquí y aquí; pero no digan luego que no les avisé), una cosa lleva a otra. La primera vez que vi este anuncio, pensé por un momento que hacía referencia a libros que de verdad existen.



En realidad, el asunto va de que cada cual puede elegir el título y el autor que quiere poner en la taza, una propuesta que tiene muchas posibilidades. Pero bueno, bibliómana como es una, lo que captó mi atención fue ese Perdido en la biblioteca (Lost in the Library).  "Quiero leer ese libro", pensé. "¿Será un relato de  intriga? (alguien se pierde en una biblioteca laberíntica, y de paso descubre un cadáver o un misterio...) ¿De terror? (como el anterior, pero en este caso oye pisadas misteriosas, se siente seguida, quizás aparece un fantasma, o un loco con un hacha...) ¿Un ensayo sobre los placeres de perderse en una biblioteca en sentido figurado? ¿Un novela romántica? (chica amante de la lectura encuentra a su hombre ideal en la biblioteca, por improbable que eso pueda parecer) ¿Un tratado sobre libros perdidos? (el "lost" inglés tanto podría aplicarse a personas como a cosas)." Ya saben que el cerebro funciona a toda velocidad; todas estas opciones pasaron por el mío en los segundos que tardé en comprender mi error. 
Lo cierto es que hay libros que no existen, pero que desearíamos vivamente leer. Son, de algún modo, libros imaginados, que esperan en algún limbo libresco a que llegue el escritor adecuado para rescatarlos de allí. A veces se trata de un tema o un personaje que nos llama la atención ("Alguien debería escribir sobre esto", "¿Por qué Fulanito no dejó unas memorias?").  Otras veces, sabemos que en algún momento esa obra existió, pero los libros tienen la manía de desaparecer del mercado con insólita rapidez y a veces ni con ayuda de los buscadores de obras de segunda mano (como Iberlibro) es posible recuperar un ejemplar. O sólo existe en alguna lengua exótica que somos incapaces de leer (confesaré que sólo aprendo idiomas por el placer de ampliar mi lista de lecturas). 
A veces, sin embargo, alguno de estos libros "inexistentes" se materializan. Es lo que ocurrió hace poco, con gran alegría por mi parte, con Mal encuentro a la luz de la luna, de W. Stanley Moss, que relata uno de esos episodios heroicos e improbables que suceden en todas las guerras, concretamente el secuestro de un general alemán en Creta por un par de oficiales del Servicio Secreto británico y un pequeño grupo de resistentes. 




Sabía de su existencia por uno de sus protagonistas, Patrick Leigh Fermor, que cuando en alguna entrevista le preguntaban por qué no relataba esa prodigiosa aventura, se limitaba a decir que ya lo había hecho su amigo. Para entonces el libro era inencontrable, salvo quizás en alguna biblioteca del Reino Unido. Hoy, supongo que aprovechando la creciente popularidad de Leigh Fermor en nuestro país, por fin El Acantilado se ha decidido a cumplir ese deseo tantas veces frustrado de sus admiradores. Mi más profundo agradecimiento. Sin embargo, la imaginación siempre supera a la realidad. No me malinterpreten, el libro -como dice Leigh Fermor en su postfacio- "está escrito de forma concisa y amena" y es una lectura muy recomendable para fans de la Segunda Guerra Mundial. Sólo que, de tanto imaginarlo, había adquirido proporciones míticas. Y ya sabemos que los mitos, cuando bajan a tierra, pierden grandeza. 
A pesar de ello, seguiré persiguiendo esos libros que no existen. O que sólo existen en mi imaginación, que al fin y al cabo no es tan mal sitio. 

martes, 21 de octubre de 2014

OÍR VOCES


En un conocido cuento de John Cheever, "El enorme receptor de radio" -¿no lo han leído? ¿a qué esperan?, todo Cheever es una pura delicia- una pareja que vive en un edificio de apartamentos en Nueva York se compra un receptor de radio que, misteriosamente, les permite sintonizar lo que hablan en los demás pisos. Su vida, así, se puebla de voces, de fragmentos de conversaciones ajenas.
Es un poco como cuando uno está en una cafetería, en un restaurante, y pilla al vuelo retazos de lo que hablan en las mesas contiguas:

-Se lo he dicho mil veces, pero no le da la gana...
-Lo que tienes que hacer es mandarme ese documento, basta con que lo firmes...
-Sí, es muy fácil; picas la cebolla bien fina, la sofríes un poco y luego...



Cada hilo, una posible historia. Hay escritores que dicen "oír" en su interior las voces de los personajes que ellos luego se limitan a trasladar al papel. Es difícil saber hasta qué punto es cierto -¿quizás un trastorno psicológico?- o es simplemente producto de su poderosa imaginación. Dickens, por ejemplo, solía decir que él no inventaba, que los personajes se le aparecían y le dictaban sus diálogos. En los cientos de lecturas dramatizadas que dio a lo largo de su vida -en las que él representaba con asombroso realismo a todos los personajes de sus novelas- pudo demostrar un increíble talento dramático. ¿O deberíamos llamarlo "posesión"?
 
Decía F. Scott Fitzgerald que los escritores "son un montón de gente que hace todo lo posible por parecer una sola persona".  Sus personajes los habitan. Mientras que Sam Shepard afirmaba que
"Hay escritores que hablan de la dificultad de 'descubrir una voz propia'. Para mí, eso no fue nunca un problema. Había tantas voces que no sabía por dónde empezar."

O sea que los personajes, esas criaturas producto de la mente enfebrecida de un escritor, cobran vida. Nada más nacer, luchan por liberarse, se mueven, hablan. Si caen en unas manos competentes, nos encontramos con seres como Emma Bovary, Anna Karénina o Sherlock Holmes. ¿Alguien les negaría el derecho a la vida? Como lectores, si el escritor ha logrado plasmar adecuadamente al personaje, no sólo captamos lo que dice, sino que también podemos oír el tono de su voz: roncas e insinuantes unas, agudas y chillonas otras, las de más allá tal vez graves o cantarinas...

Incluso hay veces en que estas supuestas alucinaciones auditivas son reales. Cuentan que en cierta ocasión el escritor británico Evelyn Waugh padeció un episodio especialmente desagradable de estas alucinaciones durante un viaje por mar, a cusa de la mezcla de medicamentos y cantidades ingentes de alcohol. Como los buenos escritores nunca desaprovechan nada, se apresuró a trasladar la experiencia a una novela, La prueba de Gilbert Pinfold (1957), en la que un escritor católico de mediana edad intenta superar su depresión a base de un cóctel de bromuro, cloral y crème de menthe (no se me ocurre un licor más asqueroso para emborracharse). Acaba mal, claro.

 
 Aunque quién sabe si ese episodio fue un caso aislado. En cierta ocasión, al ser preguntada por el genio literario de su marido, la esposa de Waugh respondió: "No inventa, sólo edita".

miércoles, 15 de octubre de 2014

LA SOLEDAD DEL LECTOR




Dice un gran lector, Alberto Manguel:
«Quienes descubrimos que somos lectores, descubrimos que lo somos cada uno de manera individual y distinta. No hay una unánime historia de la lectura, sino tantas historias como lectores. Compartimos ciertos rasgos, ciertas costumbres y formalidades, pero la lectura es un acto singular. No soñamos todos de la misma manera, no hacemos el amor de la misma manera, tampoco leemos de la misma manera. Los libros que atraviesan nuestras vidas son, para cada uno de nosotros, maravillosamente diversos».
La lectura no sólo es un acto singular, sino necesariamente solitario. Al leer, te encierras en un mundo aparte, donde únicamente estás tú y los seres de ficción en cuya historia te encuentras sumergido. No existe, para un lector, felicidad comparable a la de poder participar por unas horas de esos universos que para él son tan (o más) reales que la vida. Maravilloso. Sin embargo, en el mundo que queda fuera de las páginas de los libros -me resisto a llamarlo "el mundo real", porque hay mundos ficticios que son mucho más verdaderos que ese caos que nos rodea-, los grandes lectores, los enfermos de la lectura, gentes que antes dejaríamos de comer que de leer, que nos sentimos desnudos si no tenemos un libro cerca, nos sentimos a menudo raros. 
La cosa empieza casi en la infancia, cuando se manifiestan los primeros síntomas de nuestra manía lectora. Cuando resulta evidente que prefieres pasar la tarde enfrascada en las aventuras de Tintín que jugando al escondite, empiezas a advertir -porque los lectores, contrariamente a lo que algunos suponen, solemos ser grandes observadores, otra cosa es que nos guste lo que vemos- que tus coetáneos te miran con cierta desconfianza. Una actitud que no hace más que agravarse a medida que pasan los años y tú pasas más y más horas devorando libros en cualquier biblioteca. Pero a nadie le gusta sentirse un bicho raro, de modo que haces lo posible por ser como los demás. Ahí, inevitablemente, comienza una vida de fingimiento. No dejas de leer, claro, eso sería impensable, pero procuras que no se note. O no tanto. Si alguno de tus compañeros de clase menciona que durante las vacaciones ha leído "un" libro, te abstienes de hacer comparaciones con los diez que has leído tú y te interesas por saber qué le ha parecido (lo más probable es que sea una birria que tú ya leíste hace tiempo y no te gustó, pero también te abstienes de decirlo). Disimulas. Como disimulas en la adolescencia cuando te gusta un chico: evitas cuidadosamente sacar el tema de la lectura. Sospechas, estás casi segura, que tu faceta lectora te restaría muchos puntos de atractivo. Claro que para entonces ya has leído Madame Bovary, Cien años de soledad y bastantes novelas más que te han enseñado sobre las relaciones entre hombres y mujeres cosas que esos chicos "normales", tan amantes del deporte y de las motos, probablemente ignoran. Juegas con ventaja, pero tampoco eso puedes decirlo en público.
Alguna vez, muy de tanto en tanto, te parece encontrar a alguno de tu especie. Si es así, bastan pocas palabras para reconocerse; como si de contraseñas se tratara, intercambiáis algunos nombres clave. Lo mismo que si fueseis exploradores que atraviesan territorio hostil, sentís un inmenso alivio al poder compartir experiencias. Quizás os sentáis durante un par de horas junto a una fogata y repasáis rutas y caminos, dónde se puede encontrar agua fresca, dónde comida, qué zonas más vale no pisar... Todo esto en sentido figurado, claro. En la vida real, lo más cerca de un tigre que has estado es leyendo a Kipling. Pero estos momentos de compañerismo, aunque placenteros, son escasos. El mundo, hay que reconocerlo, no está hecho para los lectores. 


"Doctor Livingstone, supongo."

Tampoco los lectores estamos hechos para este mundo. Porque el nuestro, ese que hemos construido a partir de los miles de otros universos que hemos pisado a lo largo de tantos años de lecturas, es mucho más rico, con más colores, más matices. Hemos pisado todo los continentes y hemos visto lo mejor y lo peor. Aunque parezca que nos aislamos, no estamos solos: nos acompaña una multitud. Leyendo, no vivimos una vida, sino muchas.

miércoles, 8 de octubre de 2014

ACTITUDES LECTORAS

 
"Mujer leyendo a la luz de las velas", Peter Ilsted (1908)
 
¿Hace falta adoptar una actitud -mental o incluso física- especial para leer determinados libros? ¿Es necesario aproximarse a la Divina Comedia con actitud reverente, respetuosa? ¿Leer Drácula sólo en noches sin luna y a la luz de las velas (si hay por ahí una puerta que chirría o un maderamen que cruje, aún mejor)? ¿Doctor Zhivago en medio de una tormenta de nieve? Evidentemente, la respuesta es "no". Es cierto, sin embargo, que los clásicos  -antiguos o modernos-, esos libros de los que sabemos tantas cosas aún antes de haber leído una sola línea, pueden predisponer al lector. Por desgracia, de ellos nos hemos formado una impresión anterior a la lectura, que nos hace esperar un tono determinado, que condiciona de algún modo lo que creemos que ese libro nos hará sentir. Digo por desgracia porque la lectura de los clásicos es siempre una sorpresa, y muy a menudo la idea que nos habíamos hecho a priori no puede estar más lejos del efecto que causa sobre nosotros.
Sin embargo, hay que reconocer que eso de leer cada libro en un entorno o con una actitud que corresponda a su contenido no deja de ser atractiva. Pues es verdad que algunas obras nos absorben de tal modo, crean tal sensación de autenticidad, que rápidamente creemos que la realidad es la de dentro del libro y no la de fuera.
Jugando un poco con este concepto (y con un divertido espíritu transgresor), el fotógrafo y artista Pierre Beteille ha realizado una serie de autorretratos leyendo libros que ilustran muy bien  esa dinámica lector/libro de la que hablamos. Vean algunas muestras. Seguro que les hacen sonreír.
 

 


 
 
(Pueden ver más aquí.)
 

jueves, 2 de octubre de 2014

HUMOR Y TRAGEDIA, DE LA MANO

Charles Chaplin, en "La quimera del oro". Una tragedia cómica
Resulta curioso que en un país con una literatura como la española, con tanta tradición en tomarse las tragedias con ironía -desde la novela picaresca hasta el esperpento- se aprecie tan poco esa misma postura cuando proviene de otras literaturas. Y si esas mezclas vienen sazonadas de algo que tenga que ver con el sexo y la muerte, más difícil todavía. Es verdad que una película como La quimera del oro o un libro como La conjura de los necios son popularísimos (prueba de ello es que la entrada que le dediqué a este último hace tiempo es de lejos la más visitada de este blog), pero sospecho que es porque en ellos la parte dura está sepultada bajo una sólida capa de humor. Cuando el humor y lo trágico corren parejos, es otra cosa. Por caminos que resultaría complicado detallar, me han venido a la mente dos autores que me da la impresión que casi nadie conoce  aquí (aunque su obra sí ha sido traducida), americanos ambos, que cultivan una literatura en la que se mezcla sin complejos la tragedia con el sexo, el humor ácido o la irreverencia. En esta categoría, me doy cuenta ahora, podrían entrar más; por ejemplo, Joseph Heller con su Trampa 22. Pero, bueno, yo quiero mencionar a esos dos que leí en su momento y que me sorprendieron por lo hábilmente que escondían su descarnado fondo tras un velo de humor en ocasiones grotesco, en ocasiones incluso escatológico.
Los autores en cuestión son J.P. Donleavy y James Kirkwood, Jr. Del primero, podría hablar de la que se considera su mejor obra, The Ginger Man (El hombre de mazapán), pero confieso que su héroe, el borracho, mujeriego y bastante rastrero Sebastian Dangerfield no es demasiado santo de mi devoción; para humor negro, prefiero el de Cuento de hadas en Nueva York. Basta con leer lo que dice la contraportada para darse cuenta de por dónde van los tiros:
"Cornelius Christian regresa a Nueva York después de una prolongada estancia en Europa. Durante el viaje por mar muere su joven mujer. Para sufragar los gastos del entierro, el perplejo héroe se ve obligado a trabajar en la funeraria de Clarance Vine, árbitro de la elegancia mortuoria. Allí conoce a la señorita Mus y a Fanny Sourpuss, la bella viuda de un viejo millonario... A partir de entonces se inicia una serie de acontecimientos hilarantes; un vértigo de frustraciones, miedos, crueldades y encuentros eróticos que coinciden con impulsos de muerte"
O sea, abstenerse espíritus débiles o timoratos. Eros y Tánatos en estado puro.

La otra novela tragicómica que recuerdo con vividez es aún menos conocida: P.D.: Tu gato está muerto, de James Kirkwood, Jr. A lo mejor a alguien le suena la obra de teatro o la película (Por cierto, tu gato ha muerto, en la versión castellana) que se hicieron basándose en esta novela, pero también lo dudo (sobre todo, porque son bastante antiguas ambas).




Su protagonista, también, empieza sumido en la desesperación:

"Es Nochevieja en Nueva York. Tu mejor amigo murió en septiembre, te han robado dos veces, tu novia está a punto de dejarte, te has quedado sin trabajo... y te encuentras un ladrón en tu casa."
A partir de ahí, se suceden las situaciones complicadas, cómicas y un desenlace inesperado. Por cierto, Kirkwood se hizo famoso no tanto por esta obra -a pesar de su gran éxito en Estados Unidos-, sino por ser coautor del famoso musical A Chorus Line.

Kirkwood murió en 1989 y no sé si alguien le recuerda. Donleavy, por su parte, se hizo irlandés de adopción y ahora vive en una hermosa mansión con varias hectáreas de terreno, convertido en una especie de gentleman farmer. Hay que decir que no sólo vive de sus ingresos como escritor, sino que en un golpe de astucia -y después de muchos años de batallas legales- consiguió hacerse con el fondo del que fuera su primer editor, Olympia Press, una curiosa empresa editorial que, junto a pornografía pura y dura, se atrevió a publicar en los años cuarenta y cincuenta las obras de autores hoy consagrados que nadie había querido. Según el New York Times Book Review (1958):
"Tres cuartas partes de los libros que publica esta editorial son simple pornografía, el cuarto restante son libros 'buenos' o incluso 'magistrales'."
Entre los libros que Maurice Girodias, el propietario, consideraba sus libros 'buenos'  estaban nada menos que Lolita, de Nabokov, The Ginger Man, de Donleavy, Molloy y Watt, de Samuel Beckett y varios títulos de Jean Genet.


J.P. Donleavy (Foto: Kenneth O'Halloran)