John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

jueves, 31 de diciembre de 2020

LECTURAS 2020


Quién nos iba a decir cuando despedíamos el 2019 que ese 2020, tan bonito y redondo, iba a salir así. Hay una maldición, probablemente apócrifa, aunque algunos la atribuyen a la sabiduría tradicional china,  que dice "Ojalá vivas tiempos interesantes". Cuando estábamos inmersos en la placidez de la normalidad, tan aburrida a veces, costaba entender que se trataba de una maldición. Ahora nos hemos dado cuenta de que sí lo es. Y cómo. 

En fin, qué les voy yo a explicar de este infausto año que no hayan vivido ya en carne propia... Pero he venido aquí a hablar de libros, no de calamidades. Repasando las lecturas del año (esta vez he logrado llevar -más o menos- una lista, aunque seguro que se me han escapado algunos), veo que, a pesar de los confinamientos, no he leído mucho más que en años anteriores. ¿Quizá las series y otras pantallas han robado parte de mi atención? Lo que sí observo, volviendo la vista atrás, es que los libros leídos A.P. (antes de la pandemia) parecen remotos, como si fuesen lecturas de muchos años atrás. Otra realidad, otro mundo. Entre ellos está el que puedo calificar como:


El libro del año

Los Diarios de Iñaki Uriarte (que leí en una preciosa edición completa de Pepitas de calabaza) es uno de esos libros para leer y releer. En literatura, como en cualquier otro arte, la mirada del artista es lo importante, porque los buenos artistas nos hacen ver la realidad de otro modo, nos revelan aspectos que hasta entonces permanecían ocultos a nuestros ojos o a nuestro entendimiento. Y es la mirada de Uriarte sobre la vida, sobre lo que observa y lo que lee, la que hace de este un libro memorable. Es posible que el género memorialístico no sea para todo el mundo; absténganse si lo que buscan es acción y misterio.  Por mi parte, solo puedo decir que he recomendado mucho este libro y que todas las personas que lo han leído han quedado fascinadas por él. 



El libro del que todos hablan que resulta ser tan bueno como dicen

En pleno confinamiento (el primero, que yo he pasado ya por dos este año), empecé a oír hablar insistentemente de El infinito en un junco, de Irene Vallejo. Un libro sobre la historia de los libros parece perfecto para mí. Pero una se ha acostumbrado a desconfiar un poco de los elogios desmedidos, ya me he llevado más de un chasco, de modo que resolví esperar. Además, puesto que la historia de los libros y de la lectura es desde hace tiempo uno de mis principales intereses, no sabía si ya todo me iba a sonar conocido. Sin embargo, cuando tuve que afrontar mi segundo confinamiento, decidí que era el momento de leerlo. Me encantó. No tanto por lo que cuenta -ciertamente, bastante familiar para mí- sino por cómo lo cuenta, por cómo su autora es capaz de hilvanar la historia, contarla con amenidad y enlazar asuntos remotos con preocupaciones contemporáneas. Enseñar deleitando.



Desde Rusia, sin amor

Bueno, no exactamente desde Rusia, porque Sergéi Dovlátov emigró a Estados Unidos, desde donde escribió una ácida y nostálgica novela titulada La maleta, que siendo muy contemporánea en su estilo, bebe también de la tradición literaria rusa (Gogol, más que Tólstoi). Original, corrosivo y melancólico a un tiempo. Un pequeño libro y una gran lectura. Para redondear esta inmersión rusa, las memorias de Elena Gorokhova, Un montón de migajas, donde su gris juventud en el Leningrado de los sesenta se mezcla con la historia de su madre, médico durante la Segunda Guerra Mundial.  



El encanto de lo British (antes de que asomase el Brexit)

¡Ah, aquellas tardes de té y emparedados de pepino, aquellos encantadores pueblecitos de primorosos jardines donde la mayor emoción era la llegada de un nuevo vicario! Una visión idílica que probablemente nunca existió, pero que resulta enormemente reconfortante para los lectores. En este apartado, el descubrimiento del año ha sido Angela Thirkell, de la cual de momento solo hay una novela traducida, Fresas silvestres, pero cuyas obras he devorado en inglés durante esos meses. Aparte de lo ingeniosas y divertidas que son sus novelas,  tienen a su favor que realmente fueron escritas en los años treinta y cuarenta. Sí, algunas de ellas en plena guerra, retratando así la vida cotidiana en el frente doméstico (el racionamiento, los refugiados, la tristeza por las pérdidas de familiares y amigos) sin perder nunca el buen humor. Thirkell -por cierto, de una familia muy vinculada a las artes, nieta del pintor prerrafaelita Edward Burne-Jones- ha sido la lectura perfecta para estos meses difíciles. (Hablé más de esta autora en una entrada anterior.)



Detectives de barrio (de Barcelona)

Desde que descubrí hace unos años la estupenda Don de lenguas, me he convertido en lectora asidua de Rosa Ribas. Hasa ahora, había realizado incursiones en la realidad barcelonesa de los años cincuenta (además de la Trilogía de los años oscuros que abre Don de lenguas, con Pensión Leonardo, un retrato memorable del Poble Sec de la época). Con su última novela, Un asunto demasiado familiar, se ha atrevido a aproximarse más en el tiempo, pues transcurre en nuestros días en un barrio poco frecuentado por la literatura, Sant Andreu. La trama detectivesca queda oscurecida por la historia de una familia de detectives llena de secretos. ¡Y de vida de barrio! Otro autor barcelonés, Eduard Palomares, nos lleva también por las calles de mi ciudad para desentrañar un caso en No cerramos en agosto, de la mano de un detective novato y con contrato en precario. Ambas novelas son una buena muestra de que el género detectivesco se presta a todo tipo de piruetas.

Ha habido muchos libros más, claro que sí, en este año tan raro, pero he preferido destacar únicamente los que han resultado distintos o inesperados por algún motivo. No puedo terminar esta entrada sin señalar que por fin, gracias al confinamiento, he logrado algo que tenía pendiente desde que, hace ya cuatro o cinco años, me compré en los bouquinistes de París una bonita edición de Du côté de chez Swann, de Marcel Proust. Leer a Proust en francés es un poco como escalar una montaña: duro a veces, te deja sin aliento a menudo, pero disfrutas de cada momento del trayecto y te sientes como nadie cuando alcanzas la cima. 

Mis mejores deseos para el 2021. ¡Salud y buenas lecturas!


domingo, 22 de noviembre de 2020

LECTURAS RECONFORTANTES

Lewis Carroll

Igual que la comida alimenta el cuerpo, la lectura alimenta el espíritu. ¿Se puede vivir sin leer? Claro, delante de nuestras narices tenemos cada día numerosos ejemplos (bastante tristes, la mayoría). Pero, ¿es eso recomendable? Lo pongo en duda. Lewis Carroll, en un divertido artículo titulado "Alimentar el intelecto" -reunido, junto con otros de autores como Edith Wharton, William Gladstone o Virginia Woolf en el libro Del vicio de los libros- aboga decididamente por la necesidad de alimentar la mente lo mismo que se alimenta el cuerpo. 

Desayuno, cena, té; en casos extremos, desayuno, almuerzo, té, cena y luego, a la hora de irse a la cama, un vaso de algo caliente. ¡Cómo nos cuidamos de alimentar nuestro afortunado cuerpo! Aunque, ¿quién de nosotros hace lo mismo por su mente? Y ¿por qué esa diferencia? Entre cuerpo y mente, ¿es el primero el más importante? De ninguna manera, pero la vida depende de que el cuerpo se alimente, mientras que incluso cuando la mente está completamente famélica y descuidada nos es dado seguir existiendo como animales (aunque a duras penas como hombres). 

Como afirma el insigne matemático y literato inglés, valdría la pena buscar en las reglas que empleamos para alimentar nuestro cuerpo las equivalencias para aprender a cuidar de nuestro intelecto. Saber, en suma, que el buen o mal estado de nuestro espíritu depende en buena medida de qué alimento intelectual le proporcionemos. Qué, cuánto y cómo leer en cada momento es un aprendizaje sumamente necesario. La lectura tiene el poder de entretener, informar, educar, y también el de levantar los ánimos y de reconfortar en momentos de tribulación.


Creo que pocas veces como ahora se habrá manifestado con tanta claridad la necesidad de la literatura como elemento sanador. Después de un largo y duro encierro, seguido de un verano a medio gas, cortado abruptamente por el alarmante aumento de casos de COVID19 y las subsiguientes medidas de protección, se nos presenta un invierno muy poco prometedor. En el mejor de los casos, tenemos para varios meses de escaladas y desescaladas, siempre con el ay en el cuerpo de que las cosas no vayan aún a peor. Es en circunstancias así cuando precisamos echar mano de todos nuestros recursos para mantener la moral, el humor y la esperanza. Necesitamos recurrir al equivalente moral del reparador caldo de la abuela, ese con el que sueñas cuando tienes mal cuerpo y  te duele todo. Unas cucharadas de esa sopita y ya parece que te encuentras mejor. Los ingleses tiene un término muy adecuado para este tipo de comidas, que  reconstituyen no solo el cuerpo, sino también el espíritu: comfort food. Deberíamos importar el concepto a nuestro idioma. 


Igual, pues, que hay platos reconfortantes, existen lecturas reconfortantes. Se trata, esencialmente, de esas novelas amables, simpáticas, que acaban bien. Pueden tener tal vez un toque de humor, pero no del que hace reír a carcajadas: cuando uno necesita ser reconfortado, hay que evitar los sabores fuertes, lo picante y lo demasiado especiado. Tampoco debería haber demasiada tensión, suspense extremo ni, por supuesto, terror. Novelas que te trasladen a un mundo menos desgarrado, menos duro y cruel que el que asoma cada vez que miras las noticias. No se trata de ignorar la realidad, sino de poner un poco de bálsamo, ni que sea durante unas horas, sobre la herida. 

Instintivamente, igual que cuando tienes unas décimas de fiebre buscas el caldo, el zumito o el yogur con galletas y no el bocadillo de chorizo picante ni el chuletón a la brasa, estos días me invade una inmensa desgana por buena parte de los libros que llenan mi estantería de lecturas pendientes. Todos ellos, no me cabe duda, excelentes, pero poco adecuados para el momento presente. Probablemente, cada cual tendrá su propia receta: en mi caso -y puesto que ya leí lo que sin duda es una lectura reconfortante de primer orden, las Crónicas de los Cazalet (una saga familiar que recomiendo sin reservas)- me he adentrado en otro mundo de ficción igualmente amable, inteligente y divertido, el de Angela Thirkell. Esta escritora, perteneciente a una familia con numerosas conexiones culturales (su abuelo era el pintor Edward Burne-Jones, y Rudyard Kipling, que solía contarle historias cuando era pequeña, primo de su madre), publicó la mayor parte de sus novelas -que a menudo sitúa en el ficticio condado de Barsetshire imaginado por Trollope-  durante los años treinta y cuarenta. En ellas, asistimos a las interacciones sociales y amorosas de un vasto grupo de personajes de clase acomodada, con el consabido porcentaje de vicarios, lores excéntricos y muchachas enamoradizas. Thirkell escribía por necesidad económica y consideraba que sus obras eran meros divertimentos, indignas de ser leídas por su culto círculo de amistades. Sin embargo, su amplia cultura literaria se transparenta constantemente a través de las numerosas citas de autores como Shakespeare, Dickens o Tennyson y su humor inteligente permea un retrato de costumbres que, leído con varias décadas de distancia, se aprecia aún más. Dieta blanda, tal vez, pero para nada insípida. No duden en recurrir a ella si precisan confort espiritual.

Angela Thirkell

[Por ahora, que yo sepa, sólo existe versión castellana de una de sus novela, Fresas silvestres. En la página de la Angela Thirkell Society (es de esas autoras que crea adicción) se puede encontrar una relación completa de su producción literaria.] 

lunes, 28 de septiembre de 2020

CUANDO RECIBÍAMOS CARTAS

Añorar aquellos remotos tiempos en que recibíamos cartas de personas físicas -por lo general lejanas- y no únicamente impresos y propaganda se ha convertido casi en un tópico. Cierto, hace un montón de años que nadie me escribe para explicarme algo, por el simple placer de comunicarse conmigo, en vez de pretender que compre un producto o pague una factura. Pero, francamente, yo no soy mucho de recrearme en este tipo de nostalgias, por lo general prefiero pensar en las cosas buenas del tiempo presente. Sin embargo, hace poco alguien me pidió -por correo electrónico, por supuesto- que contestase una serie de preguntas acerca de la "perdida costumbre de escribir cartas a mano". (Comprendo que es mucho pedir, pero hubiese sido un punto que una encuesta así se realizase a través, precisamente, de una carta manuscrita.) Que ya de entrada mi encuestadora quisiese saber si había escrito "alguna vez" una carta a mano me hizo comprender de inmediato que quien había redactado las preguntas pertenecía a una generación como mínimo millennial. Dios mío, tuve ganas de decir, ¡pero si me he pasado mi infancia y adolescencia escribiendo y recibiendo cartas! A mis padres, cuando estaba fuera de casa; a mis abuelas, las temporadas que alguna de ellas pasaba en otro lugar; a mis amigas y amigos, en circunstancias diversas y con diverso grado de intimidad; incluso escribí a desconocidos, por motivos varios, desde pedir un certificado a solicitar una beca (esos trámites que ahora liquidamos en un clic se resolvían entonces mucho más lentamente, por correspondencia). Y sin duda mi caso fue leve, pues  puede decirse que viví los últimos coletazos de la época de esplendor de las relaciones epistolares: muy pronto las cartas personales quedaron sustituidas por el teléfono y este a su vez, unos años después, por el correo electrónico (últimamente, parece que nos comunicamos básicamente por whatsapp, ¿qué vendrá después?). Buena muestra de ello es que en las novelas del XIX y principios del XX los personajes consagran una cantidad asombrosa de tiempo a poner al día su correspondencia. "Dedicó el resto de la mañana a escribir cartas", es una frase habitual en las publicaciones  de la época. Claro que si midiésemos el tiempo que ahora consumimos diariamente en atender a mensajes de móvil, e-mails y otras servidumbre de las pantallas que nos rodean, el resultado sería seguramente, más que asombroso, aterrador.  

Yes or no, de Charles West Cope (1872)

No pertenezco tampoco al bando de los que dicen que "la gente ya no escribe". No es cierto, se escribe muchísimo -¿no están ustedes todo el día contestando o generando correos electrónicos y mensajes?-, solo que el medio condiciona el discurso. La extrema facilidad con que el formato digital permite borrar, cortar y pegar hace que volquemos sobre la pantalla lo primero que se nos ocurre. No hay -no parece haber- necesidad de meditar antes lo que vamos a decir, si podemos corregirlo sobre la marcha. Puesto que los humanos tendemos por naturaleza al mínimo esfuerzo, el resultado suelen ser unos textos pobres tanto en cuanto a léxico como en cuanto a fluidez. Cosa que se ve agravada por la sensación -que desde luego no teníamos con las cartas escritas a mano- de que esos mensajes, compuestos de meros bits, son efímeros. Igual que los libros digitales se convierten, una vez leídos, en "libros fantasma", abrigamos la fantasía de que cualquier texto que no se fija sobre papel queda para siempre perdido en el éter. (Es una falacia, por supuesto, todo deja rastro.) Pero no es mi intención extenderme sobre esto, o no hoy al menos.

Podríamos decir que la comunicación interpersonal, el contenido (más o menos) lo conservamos. Lo que indudablemente hemos perdido con la desaparición de las cartas manuscritas es esa parte de la personalidad de los corresponsales que quedaba plasmada en lo que no es propiamente el texto, en su materialidad: la elección del papel, del instrumento de escritura (pluma, bolígrafo, color de la tinta...), del sobre e incluso de los sellos; y, sobre todo, la letra peculiar de cada cual, su tamaño, su inclinación, las líneas más o menos rectas y los márgenes más o menos generosos. Cuando uno recibía una carta, todo en ella rezumaba individualidad. Con solo ver cómo estaba escrita la dirección en el sobre, sabíamos al instante quién nos había escrito. Y, si por casualidad el remitente nos era desconocido, todo esos elementos nos ayudaban a hacernos una idea cabal de cómo sería. Había letras nerviosas y atropelladas, o bien ampulosas y seguras de sí mismas, mientras que en la poca habilidad para trazar otras se traslucía bien a las claras el nivel cultural de su autor. Cuando solo se escribía a mano, la educación recibida se transparentaba en la letra: recuerdo que mis dos abuelas -que casualmente habían ido al mismo colegio de monjas, aunque con algunos años de diferencia- tenían una letra muy parecida. Siempre imaginé, al leer sus cartas, a unas niñas con delantal y una abundante cabellera rematada por un lazo, inclinadas horas y horas sobre sus pupitres, trabajando esa caligrafía uniforme que demostraría que eran señoritas bien educadas.  

Ahora podemos acceder en unos segundos a la foto de perfil e incluso a las fotos de las vacaciones de casi cualquier remitente, incluso a las de su gato (y, Dios no lo quiera, a otras imágenes más comprometidas). Paradójicamente, esto nos dice menos de su personalidad de lo que, unas décadas atrás, una carta manuscrita nos hubiese revelado. Sí, no hay duda, eso se ha perdido para siempre. Tal vez nos comunicamos más, pero sin duda peor. 

domingo, 16 de agosto de 2020

ESCRITORES: LA VERDAD DE LA FICCIÓN

     


Así cree Hollywood que trabajan los escritores

Imagino que lo mismo pasa con los pintores, escultores, músicos y cultivadores de otras disciplinas artísticas en general, pero como el caso que me queda más cercano es el de los escritores, me ceñiré a ellos en esta ocasión. Concretamente, a la abismal diferencia que existe entre lo que es de verdad el trabajo del escritor y lo que el público imagina. Una errónea concepción que se ve reforzada por haber sido repetidamente plasmada en películas y novelas, precisamente. Sí, aunque parezca paradójico, los propios escritores (bueno, algunos entre ellos), y desde luego una gran mayoría de los guionistas, gustan de representar a los autores de ficción como seres tocados por una inspiración cuasi divina, dados a arrebatos y adicciones varias, que ya sea malviven en una pintoresca buhardilla o, habiendo por fin alcanzado el reconocimiento que su genio merece, disfrutan de hermosas villas campestres donde un bucólico paisaje les sirve de inspiración. Estos seres de ficción pasan la mayor parte de su tiempo alternando con otros escritores, peleándose con una amante a la que descuidan (también existe la versión con esposa despechada, que sospecha la existencia de la susodicha amante) o -en la variante “autor exitoso”- asistiendo a elegantes cócteles y homenajes diversos a su genio. Muy bonito, desde luego. Sin embargo, nada de esto se ajusta a la realidad. Entra dentro de lo posible que unos pocos escritores hayan hecho alguna vez una o varias de estas cosas, pero puedo asegurarles que la vida de la inmensa mayoría de ellos transcurre de forma muy distinta y es -duro es decirlo- mucho menos novelesca.

Johnny Depp, haciendo de genio torturado
en La ventana secreta

De entrada, escribir es un trabajo arduo y lento, que requiere horas y horas de dedicación, a veces para conseguir un resultado más bien decepcionante. Los autores que hacen de la escritura su profesión están necesariamente obligados a encararlo de forma regular, metódica, dedicándole buena parte del día, un día tras otro. Es lo más parecido a un trabajo de oficina y queda muy lejos de esos escritores ideados por Hollywood a los que nunca vemos escribiendo. Otro de los mitos que cuesta desterrar (me temo que muchos aprendices de escritor se dejan seducir por ello) es el de que escribiendo uno se hace rico. Pues no, salvo contadísimas excepciones, escribir una novela o dos -suponiendo que se publiquen, y suponiendo que gocen de ventas aceptables- te dará apenas para cubrir los gastos mínimos de los muchos meses que te has pasado trabajando en ellas. A menudo, ni eso. Los escritores profesionales escriben un libro tras otro porque les gusta su oficio, sin duda, pero también -¿sobre todo?- porque solo así logran subsistir. ¿Inspiración? ¿Ideas geniales? Les llegan escribiendo, si es que han de llegar. Lo cierto es que la inmensa mayoría de escritores -sí, incluso esos que salen en las listas de más vendidos- se ven obligados a completar sus ingresos con otras actividades, a veces relacionadas con la escritura (clases, conferencias) y otras veces, ajenas a ella, para subsistir. Lo de hacerse rico, ya eso.

Y no quiero hablarles, porque sería casi cruel (tampoco es cuestión de disuadir a todos los futuros escritores), de todo el papeleo y la burocracia anejos al oficio de escribir: contratos de edición plagados de cláusulas traicioneras, líos fiscales, certificados de doble imposición y otros apasionantes episodios de la vida del hombre o la mujer de letras. En el pasado, los “hombres de letras” solían dejarle a la sufrida esposa -siempre en la sombra, transcribiendo o copiando manuscritos, como la pobre Sofía Tólstaya- los enredos administrativos. En esta nuestra época, más igualitaria (o eso esperamos), cada palo aguanta su vela y, en consecuencia, el autor/a debe enfrentarse a ello por sí mismo.

La esposa de Tólstoi,
quien al parecer copió a mano
las siete versiones de Guerra y paz

Así pues, no se crean todo lo que ven por ahí. Tampoco presten demasiado crédito a esos escritores famosos que dicen haber escrito su novela "de un tirón" o "en dos semanas". En ese tiempo, como mucho, habrán hecho un primer borrador, y omiten tranquilamente los meses de revisión y reescritura que toda obra que se precie suele comportar. Como otros mitos creados por la ficción -el del príncipe azul, el del amor indestructible-, el del escritor no resiste una comparación con la realidad. Sean realistas. Pero no dejen de escribir. Tiene su propia recompensa. 

domingo, 28 de junio de 2020

ADIÓS, BELÉN

Para Belén, a quien le gustaba el color rojo, una rosa con nombre literario: Rabelais

Este blog está hoy de luto. Este espacio para el intercambio de ideas y curiosidades acerca de libros, lectura y lectores se siente un poco huérfano con la pérdida de Belén Bermejo, editora, paseante, fotógrafa y ávida y atenta lectora, que falleció ayer en Madrid a los 51 años. 
Uno de los mayores beneficios que te aporta un blog son las personas que conoces gracias a él. Yo me considero afortunada de que estas Notas me hayan permitido encontrar a Belén. La conocí ante todo virtualmente, en los albores de mi blog, cuando descubrí -o tal vez ella me descubrió a mí, no lo sé- su blog La amena biblioteca de Redfield Hall (que, aunque ella lo abandonó allá por 2014, sigue vivo en internet). Por aquel entonces yo, absolutamente novata en estas lides, me inquietaba por las pocas visitas y comentarios que recibía: Belén -o su avatar, la Bibliotecaria de Redfield Hall- tuvo la amabilidad de elogiar alguna de mis entradas y de incluir mi blog en su lista de seguidos. Tal vez sin sus palabras de ánimo yo no hubiese seguido adelante. Ella era así, generosa, vitalista, enamorada del mundo los libros. 



El ficticio Redfield Hall, sede de la Amena Biblioteca

Aunque solo llegué a encontrarme con ella una o dos veces en persona, durante todos estos años la he seguido -y nos hemos comunicado ocasionalmente- por las redes. Siempre atenta a la vida cultural, su hilo de Twitter era una verdadera mina para detectar artículos y noticias interesantes. Pero Belén no solo era una excelente editora y lectora, también sabía mirar, ¡y cómo! Con sus maravillosas fotografías nos enseñó a apreciar aquello que hay de extraordinario y poético en el paisaje cotidiano, la belleza de lo pequeño, de lo no solemos ver porque lo tenemos demasiado cerca. Fotos singulares y bellísimas de lugares que están a nuestro alcance, pero que hasta ella los supo mirar no fuimos capaces de descubrir. Les recomiendo que buceen en su página de Instagram, o mejor, que se compren su libro Microgeografías de Madrid (a ser posible en una librería física, que a ella tanto le gustaban). Además, los beneficios van destinados al servicio de oncología del Hospital de la Princesa, pues siempre defendió con uñas y dientes la sanidad pública.





Sé que la voy a echar de menos cada día: sus fotos, sus comentarios, sus recomendaciones. Ha sido un privilegio conocerla y que nos abriera generosamente la puerta a su forma de mirar el mundo, que ahora ya es también un poco la nuestra. 
Adiós, Belén, hasta siempre. 

miércoles, 17 de junio de 2020

ESOS LIBROS QUE NO SE VEN


Hace un par de semanas dejé de lado un libro al poco de comenzarlo, acuciada por otras urgencias. Como saben, cada libro tiene su momento, y tuve claro que este requería un reposo del que por aquel entonces no disponía. Ahora, cuando por fin estoy en situación de retomarlo, no aparece por ningún lado. Durante un buen rato, voy de aquí para allá rebuscando entre montones de libros, mirando con desconfianza las estanterías -¿será que lo guardé para más adelante?-, levantando fajos de papeles, apartando revistas. Nada. Hasta que de repente, se hace la luz: ¡era un libro electrónico! Vuelve a mi memoria que me hice con él aprovechando una oferta de Amazon, casi irresistible, porque ese título estaba en una de mis listas de "libros recomendados por alguien que quiero leer". Localizo mi Kindle -un aparato casi vetusto (cualquier cacharro tecnológico que tenga más de ocho años, como el mío, lo es), pero que me resisto a cambiar, puesto que funciona a la perfección- dispuesta a sumergirme en la lectura cuando, ¡ay!, me sale un aviso de que la batería está bajo mínimos y debería cargarlo.


Esto, real como la vida misma, me ha sucedido hoy, pero podría citar decenas de situaciones similares. Los libros electrónicos -seguramente lo he dicho ya alguna vez- son como fantasmas. No tienen grosor, ni peso, ni páginas, ni -casi- cubierta (esa imagen que aparece cuando se inicia la lectura y luego ya no se vuelve a ver, porque el libro se abre en la última página leída, es tan pasajera que se diría fantasmagórica también). Con estos libros fantasmales es imposible emplear la estrategia habitual de todo bibliómano: por muy bien ordenada que se tenga la librería -y no siempre es el caso- lo que queda fijado en nuestro motor de búsqueda interno es el color, el volumen, el tamaño de cada libro y por ellos nos regimos cuando andamos a la caza de un libro determinado ("Sé que tenía un lomo azul con letras grandes" o "Era un volumen finito, de color amarillo"). Con el libro electrónico, desaparecen todos los puntos de referencia. Lo que no se ve, deja poca huella en la memoria. O, como mínimo, otro tipo de huella, más etérea, menos corporal. Las veces en que he leído un libro memorable en formato electrónico, luego, al recordarlo -esos momentos en que a uno le vienen a la cabeza determinados pasajes-, me ha resultado imposible rescatar la página con la imaginación. Carezco de referencias espaciales, del recuerdo del tacto o del color del papel. Así, se convierte en una evocación descafeinada. Fantasmal.


No me malinterpreten. Valoro mucho ciertos aspectos de la edición electrónica. La comodidad, por supuesto. La inmediatez, claro (entre otras cosas, durante este confinamiento llevo varios libros descargados de la biblioteca pública online, a los que de otro modo hubiese sido imposible acceder). Pero, por mucho que me esfuerce, esos textos sobre la pantalla son solo pálidos trasuntos del libro verdadero, el que pesa y huele y cruje. el que nunca hay que recargar, porque su tecnología es simple y, posiblemente, insuperable.
Además, contemplar los libros y estar rodeada por ellos en su formato físico me produce una sensación de bienestar inigualable. ¿Qué hay mejor que una habitación forrada de libros? Una se encuentra en conversación muda y constante con ellos. Podría sin duda tener esa misma cantidad de obras metidas en un dispositivo electrónico, pero estarían mudas, enjauladas. Y mis paredes lucirían tristes y desnudas.
Voy a ver si por fin tengo el Kindle recargado y puedo comenzar de una vez esa lectura aplazada. Nada de esto me hubiese sucedido con un libro de papel. O tal vez el problema es que no soy lo bastante metódica a la hora de enchufar el aparato...

miércoles, 20 de mayo de 2020

DIEZ AÑOS ESCRIBIENDO


Estos tiempos curiosos que estamos viviendo, que nos han catapultado a todos fuera de nuestra vida habitual (quién sabe si volverá), son sin duda los culpables de que conmemore con un mes de retraso un importante aniversario: ¡señoras, señores, este blog ha cumplido 10 años! Ahora tocaría una parrafada diciendo todo aquello de que nunca pensé que llegaría tan lejos, de comentar las muchas satisfacciones que me ha procurado el blog y de dar las gracias a mis fieles lectores. Todo es cierto, pero considérenlo hecho y no me extiendo más. Además, seguro que ya lo he dicho en algún otro lugar
La efemérides me deja, debo confesarlo, un regusto agridulce. En los últimos tiempos, he visto cerrarse muchos de los blogs que seguía desde hace años; tal vez esta forma de comunicación tiene una vida limitada, o quizás el ritmo acelerado con que surgen nuevos estímulos y nuevas plataformas (Twitter, Instagram..) lo fagocita todo. Yo, aunque a paso más lento, sigo resistiendo. Hasta ahora, cada vez que he sentido la tentación de bajar la persiana -o, simplemente, dejar que el blog muera de inanición-, convencida de que no tengo nada más que decir, me he despertado un día con una idea que me bailaba por la cabeza, componiendo frases casi a mi pesar. Y, de nuevo, me he sentado a escribir un post. Que, luego, no siempre ha resultado tratar de lo que yo pensaba que trataría. 
Y es que escribir tiene esa facultad: ordena tu pensamiento y te lleva por caminos insospechados. Una vez le oí decir al escritor Antonio Orejudo que él, cada vez que hay un tema sobre el que no sabe muy bien qué pensar, escribe un artículo, y solo entonces se da cuenta de cuál es su opinión al respecto. Algo parecido sucede también con el blog, y seguramente es eso lo que motiva que los blogueros irreductibles sigamos al pie del cañón. 

Ilya Kulikov, El escritor E. N. Chirikov en su mesa de trabajo (1904)

Mirando atrás -un aniversario redondo como esto lo hace casi inevitable- me doy cuenta de que en estos diez años han cambiado muchas cosas, tanto en mi vida personal como profesional. Algunas cosas han ido a mejor, otras, a peor. Lo más estable, lo único que ha permanecido inamovible, es este blog. Una verdadera hazaña en esta época de incertidumbre. Como ocurre en todas las disciplinas, los inicios fueron titubeantes (y bastante malos, me temo): no tenía claro acerca de qué quería realmente escribir ni cómo quería hacerlo. Pero a fuerza de práctica todo se fue resolviendo y, poco a poco,  los textos adoptaron un tono común y aprendí a acotar una serie de temas. Aprendí también que no pasaba nada por hacer caso omiso de las recomendaciones de los gurús del marketing: entendí que lo que me importaba no era la cantidad de seguidores -esa obsesión de las redes-, sino su calidad. Además, con el tiempo he comprendido que soy fatal prediciendo el interés del público: los textos que más me han costado, los que consideraba más interesantes, no recibían apenas visitas, ni generaban comentarios; en cambio, aquellos artículos que he subido casi con reticencia, pensando que no valían gran cosa, han conocido a menudo un éxito inesperado. De modo que hace ya tiempo que he renunciado a buscar el aplauso del público. Escribo lo que me apetece, sobre aquello que me llama la atención o mi curiosidad. Tengo una línea, pero me la salto cuando me da la gana. Por ejemplo, siempre insisto en que no hago reseñas, pero si hay un libro que me ha gustado, hablo de él y lo recomiendo. Solo así, supongo, es posible pasarse diez años escribiendo sobre lectura y lectores, sin -en apariencia- agotar el tema. Lograr que encima haya gente que me lea me parece rizar el rizo. 
En fin, como suele ocurrir, planeaba hablarles de una cosa y he acabado hablando de otra. Les doy las gracias por haber llegado hasta aquí conmigo. Intentaré seguir acudiendo a la llamada del blog.


lunes, 20 de abril de 2020

LAS METÁFORAS DE LA ENFERMEDAD


Ignoro si hay algún ser superior que dirija esto, pero ocasiones como la actual invitan a pensar que sí debe de haberlo. O, al menos, que existe algún tipo de fuerza que de vez en cuando pone a la Humanidad en su sitio. Cuando -arrogantes y estúpidos como somos- nos creemos que estamos por encima de las leyes naturales, que con nuestra brillante inteligencia y nuestros avances técnicos lo tenemos todo dominado, zas, viene algo que nos da una lección de humildad. Como este virus, del cual nadie sabe gran cosa, pero que ha logrado desbaratar nuestra vida cotidiana y nuestra economía. Si seremos ignorantes que médicos y científicos andan medio locos investigando el coronavirus, pero varios meses después de su detección ni siquiera sabemos si haber pasado por la enfermedad otorga o no inmunidad efectiva contra ella. 
Nada nuevo. Cargamos a nuestras espaldas una larga historia de ignorancia respecto a epidemias y enfermedades. Empezando por las diversas oleadas de peste que asolaron Europa en siglos pasados (especial mención a la del siglo XIV, que se calcula que acabó con un tercio de la población), y cuya responsabilidad se atribuyó a causas de lo más variado: aire emponzoñado, brujería, castigo divino...  Cuando lo cierto es que el culpable de la peste bubónica fue una bacteria, la Yersinia pestis. Otro agente diminuto, otra bacteria, resultó ser causante del cólera -una enfermedad presente aún hoy en zonas subdesarrolladas-, pero pasaron siglos antes de que a alguien se le ocurriese asociar las aguas contaminadas con los brotes de esta enfermedad. Y ¿qué decir del azote del siglo XIX, la tuberculosis, esa "muerte blanca" que se cebaba en los jóvenes? Dado que hasta 1882 no se descubriría la microbacteria que la causaba -el bacilo de Koch, bautizado en nombre del científico que logró aislarlo-, ni se era consciente de su alto poder de contagio, familias enteras fueron víctima de la enfermedad (como las Brontë). 


Siempre que los humanos ignoramos la verdadera causa de algo, nos empecinamos en encontrar un culpable. Así, la tuberculosis se achacaba a la propia naturaleza de los enfermos, ya sea porque eran personas de naturaleza débil, que no deseaban vivir, o -por el contrario- que albergaban violentas pasiones que los consumían por dentro. ¿Contradictorio? Qué más da. Está la literatura llena de personajes cuya "naturaleza consuntiva" -y no el haberse contagiado de un bacilo- las hacía padecer la enfermedad. Para muestra, la Margarita Gautier que protagoniza La dama de las camelias -o su versión operística, la Violetta de La Traviata-, cuya muerte, más que a la tuberculosis, parece deberse a una vida llena de pasiones y excesos. Tal como apunta Susan Sontag en su interesante ensayo La enfermedad y sus metáforas: "se creía que la tuberculosis era una patología de la energía. Contraer la tuberculosis era un signo de vitalidad deficiente o malgastada".

Sarah Bernhardt como Marguerite Gautier
Y es que las enfermedades que escapan a nuestra comprensión se han prestado siempre a adquirir otros significados, convirtiéndose en un rico territorio metafórico. Voy a citar un ejemplo que me gusta especialmente, por sus ecos literarias. Se trata de la malaria. El nombre de esta enfermedad lo dice todo: procede del italiano mal aria, o sea, aire malo, porque se creía que era debida al aire contaminado que producían las zonas pantanosas. No iban tan desencaminados, sólo que el culpable no es el aire de los pantanos, sino el mosquito Anopheles, que con su picadura transmite el parásito que la causa. Pero como los mosquitos se reproducen con alegría en los terrenos pantanosos y suelen picar con preferencia al atardecer o por la noche, en ciertas zonas italianas, hasta bien entrado el siglo XIX, se aconsejaba no salir a esas horas, porque -se decía- era cuando se emanaban los vapores perniciosos. La malaria, entonces, se convertía en el azote de los amantes clandestinos, aficionados a los encuentros furtivos, cuya lujuria recibía así justo castigo. Hay un delicioso y terrible relato de Henry James, Daisy Miller, que lo ilustra a la perfección. La Daisy Miller del título es una hermosa joven americana de viaje por Europa, una muchacha alegre y casquivana, que a pesar de las advertencias se empeña en visitar el Coliseo por la noche -tan romántico- acompañada de un apuesto italiano. Por supuesto, contrae la malaria y muere. James deja que los lectores saquen la moraleja correspondiente. Pero, más de cuarenta años después (cuando ya se había identificado al verdadero agente de la malaria), Edith Wharton retomó este asunto en su relato Fiebre romana, en el que dos turistas anglosajonas rememoran sus años de juventud en Roma. También por aquel entonces una de ellas visitó el Coliseo al atardecer -"¿No recuerdas haber ido a visitar algunas ruinas una tarde, justo al ponerse el sol, y haber cogido frío? Se supone que habías ido a contemplar la salida de la luna", le dice una a la otra-, solo que en este caso la enfermedad que contrajo resulta no haber sido malaria precisamente. Y no quiero desvelar más, pero es un giro muy satisfactorio, y tal vez un homenaje de Wharton a su admirado Henry James.


Está aun por ver qué metáforas desarrollaremos para explicarnos la pandemia actual y cómo se reflejarán estos tiempos inciertos en la literatura. Tal vez, igual que nos ocurre ahora a nosotros cuando evocamos la superstición que rodeaba a la peste en la Edad Media, a nuestros descendientes les parecerá estúpido nuestro comportamiento frente a esta moderna plaga. 
Solo nos queda aprender del pasado, ser humildes y creer en la ciencia. 

miércoles, 1 de abril de 2020

EL TIEMPO INMÓVIL


Barcelona, desierta
Estos días no tiene una ganas de escribir sobre nada. Cuando todo esto empezó, pensé en hacer un diario del coronavirus, al fin y al cabo nos encontramos ante un acontecimiento insólito que está alterando millones de vidas y podría ser interesante documentar cómo lo vivo, pero confieso que la situación me ha superado. Primero, la preocupación tanto por asuntos básicos, como el abastecimiento o la protección (imposible hacerse con mascarillas, guantes o termómetros, así que habrá que enfrentarse al virus a cuerpo gentil y que Dios nos ayude), como por personas cercanas, que hacía imposible concentrarse en nada más. Luego, a medida que han ido pasando los días y todo se iba haciendo más y más sombrío, cada vez resultaba menos atractivo pensar en escribir sobre ello. ¡Si lo que una realmente necesita es olvidarse por unos momentos de esta realidad teñida de distopia! Por fortuna, he podido retomar una parte de mi trabajo (online, desde luego), lo que al menos me proporciona un objetivo en estas semanas sin horizonte. La otra parte, me temo, no va a volver hasta dentro de muchos meses, si es que alguna vez lo hace.  Como tantas otras cosas que solo ahora empezamos a añorar. 
Evidentemente, intento no pensar en el viaje que he tenido que anular, ni en las vacaciones que están también en la cuerda floja. Quién sabe cuándo y cómo podremos salir de aquí. Por ahora, los planes se reducen a no hacer planes. 
Durante estos días, me vienen a menudo a la cabeza pasajes de determinadas memorias, en su mayoría leídas hace tiempo, que describían situaciones que en su momento me pareció  imposible llegar a vivir, y con las que ahora, de repente, me identifico bastante (salvando las distancias). Como la preocupación constante por cómo y dónde conseguir determinados alimentos, o las pequeñas pero irritantes incomodidades cotidianas -desde no poder ir a la peluquería hasta cómo reponer unos zapatos rotos- que pueblan las páginas de tantas obras inglesas ambientadas en tiempo de guerra. A menor escala, porque aquello duró años y nosotros llevamos poco más de dos semanas de cerrojazo, empezamos a advertir la mordedura de  inquietudes similares. Y, sobre todo, la persistente impresión de que esto es el preludio de otros muchos cambios, de que casi nada va a ser igual. 
Buceando en mi biblioteca, recupero un par de fragmentos que de algún modo se podrían aplicar a la experiencia actual. El primero, tomado del segundo volumen de las memorias de Simone de Beauvoir, La plenitud de la vida, corresponde al 30 de junio de 1940.



Durante estas tres semanas, yo no estaba en ninguna parte; había grandes acontecimientos colectivos con una angustia fisiológica particular, quisiera volver a ser una persona con un pasado y un porvenir. Quizá en París lo logre. [...] París está extraordinariamente vacío, mucho más que en septiembre; es un poco el mismo cielo, la misma dulzura en el aire, la misma tranquilidad; hay colas ante las pocas tiendas de alimentación que aún quedan abiertas y se ven algunos alemanes; pero la verdadera diferencia es otra. En septiembre, algo comenzaba, era temible, pero apasionadamente interesante. Ahora, se acabó, el tiempo está absolutamente estancado ante mí, inmóvil durante años, me pudriré.  


El segundo, más o menos de la misma época, narra las vivencias de la señora Miniver, en la novela homónima de Jan Struther. (Otro libro de esos que no entiendo por qué no se recupera en España, la última edición data del año 1946).



No me he olvidado de todas las demás tragedias que pasan inadvertidas, aquellas que la marea se ha llevado por delante en las grandes ciudades: el pequeño librero, el tapicero del barrio, el dueño del garaje, el hombre que vende grabados antiguos, la mujer que vende pasteles caseros. No es posible olvidar a estas personas: hasta el momento, constituyen la mayor lista de bajas de esta guerra, y ni siquiera tienen el consuelo de la gloria.  
El tiempo inmóvil, las pequeñas tragedias que quedan ocultadas por la enormidad de los números... Como de costumbre, los libros sirven para iluminar la realidad. La de entonces y la de ahora.

miércoles, 11 de marzo de 2020

LECTURAS PARA TIEMPOS DE VIRUS


Vivimos momentos de incertidumbre y zozobra. Un microorganismo ha obligado a algunos gobiernos a tomar decisiones inéditas, como confinar en sus casas a millones de personas, prohibir los viajes o cerrar escuelas. Por más que se hagan sensatos llamamientos a la calma, la gente, como colectivo, entra en pánico. Acuden en masa a los supermercados y llenan sus carros de kilos de pasta, legumbres, latas, galletas, agua  y papel higiénico (que probablemente les durará para el resto del año), como si se enfrentasen al Apocalipsis. Aunque, caso de ser realmente así, resultarían aniquilados antes de haber podido dar cuenta de todas esas provisiones. Pero no importa: ya se sabe que el miedo es irracional.
El virus, sin duda, es malo y es innegable que ha causado y causará aún muchas muertes. Hay que procurar protegerse frente a él y evitar en la medida de lo posible el contagio. Sin embargo, la situación tiene también su lado bueno. ¿Que nos vemos obligados a permanecer encerrados en casa? Quizás suponga algunos inconvenientes, pero en principio parece el sueño de todo lector. ¡Estar de baja y con todo el tiempo del mundo para leer, leer y leer! Lo que me extraña es no ver colas en todas las librerías. Porque lo que realmente debería darnos miedo es la perspectiva de estar confinados sin nada que leer. 
Seguro que podemos aprovechar para devorar aquel tocho de mil páginas que siempre dejábamos "para las vacaciones". O releer alguno de esos clásicos de largo aliento que no se agotan con la primera lectura. Hay donde elegir, de El Quijote a Proust, pasando por Moby Dick.


A la hora de seleccionar lecturas para el confinamiento, se diría que hay tendencia a buscar obras en que los personajes pasen por situaciones similares a la actual. Parece que en Francia se han disparado las ventas de La peste, de Albert Camus. Y en Italia hay gente que se reúne -¿pero no era que había que mantener las distancias?- para leer en voz alta el Decamerón, como si fuesen florentinos huyendo de la peste. Supongo que, ante la incertidumbre, resulta reconfortante saber de otros que se enfrentaron (y sobrevivieron) a pandemias mucho más graves y mortíferas que la actual. Bien, pues si quieren leer sobre plagas, epidemias y otros azotes de la humanidad, ahí van algunas recomendaciones:

-Connie Willis, El libro del día del juicio final. Un viaje a los tiempos de la peste negra. (Eso sí fue una pandemia) Entretenidísimo, pero también escalofriante. En comparación, les hará sentirse bien, seguro.

-Barbara Tuchman, Un espejo lejano. El calamitoso siglo XIV, viene a ser la versión ensayística, aunque igualmente entretenida- del anterior. Y nos muestra cómo, de aquel desastre, emergió el mundo moderno.

-Richard Matheson, Soy leyenda. Si tanto realismo te da un poco de repelús, nada mejor que recurrir a la ficción especulativa. ¿Y si fueses el último superviviente de una guerra bacteriológica?

-Daniel Defoe, Diario del año de la peste. A pesar de su título, este no es un auténtico diario, pues en 1655, cuando una epidemia de peste asoló Londres, Defoe era un niño. Pero recrea con acierto las memorias de un superviviente de la catástrofe.

-Richard Preston, Zona caliente. En forma de thriller, Preston nos lleva a una epidemia que nos rozó mucho más de cerca: el ébola. ¡Y esa sí que daba miedo de verdad!

-José Saramago, Ensayo sobre la ceguera. Para los más literarios, aquí no hay virus, pero sí una misteriosa enfermedad, con ingredientes metafóricos.

-Laura Spinney, El jinete pálido. Dejo para el final el libro que seguramente nos toca más de cerca, pues trata de la epidemia de gripe de 1918, un virus pariente cercano del que nos afecta ahora, y sigue su rastro mortífero a través de todo el mundo.

Ninguno de estos libros es para pusilánimes. Aunque seguro que, cuando hayan terminado esta inmersión en el mundo de las epidemias, contemplan la actual con mayor ecuanimidad.
¡Cuídense mucho y lean!

martes, 25 de febrero de 2020

LECTURA REPARADORA

Carl Vilhelm Hosloe, Sleeping Woman

Los grandes lectores solemos tener algo de misántropos o, como mínimo, de reclusos: necesariamente, pasamos muchas horas leyendo, lo que nos hace aislarnos y evitar el bullicio de la gente, tan poco adecuado para concentrarse en un libro. Tal vez generalizo en exceso, tal vez esto nos sucede solo a unos cuantos y hay por ahí una cantidad ingente de ávidos lectores que al mismo tiempo son seres tremendamente sociables y se pasan la vida de fiesta en fiesta. Así que me limitaré a hablar de lo que me pasa a mí (y a unos cuantos más). La imagen más certera que me viene a la cabeza para definir lo que me ocurre cuando debo enfrentarme a una situación en que me encuentro rodeada de gente es  -cómo no- una referencia literaria: ¿recuerdan a los dementores de la saga de Harry Potter? ¿cómo son capaces de absorber la energía positiva, los sentimientos y los recuerdos felices de cualquiera al que se acerquen? Pues algo muy parecido siento yo al regresar de cualquier reunión multitudinaria (debo aclarar que, para mí, lo multitudinario empieza cuando me las he de ver con más de tres personas a la vez). 


Horas y horas de lectura no me fatigan, al contrario, parecen recargar mi motor interno. En cambio, una hora de intercambio social -y, si es con desconocidos, aún peor- hace que regrese a mi casa sintiéndome como si me hubiese atropellado un camión, o -por seguir con la imagen- como si me hubiesen arrojado en medio de una cuadrilla de dementores. Ignoro si un temperamento retraído es lo que me abocó a la lectura, o si el haber pasado buena parte de mi infancia y adolescencia sumergida en los libros arruinó para siempre mis habilidades sociales. En cualquier caso, a estas alturas ya no hay mucho que pueda hacer para remediarlo. Tampoco, dicha sea la verdad, siento demasiada necesidad de hacerlo.
Comprenderán mi alegría y mi plena identificación al encontrarme en una de mis más recientes -y más gozosas- lecturas, los Diarios de Iñaki Uriarte, con el siguiente pensamiento:

Tras cinco horas de parloteo en una reunión de unas diez personas, vuelvo a casa. Me tumbo en el sofá y abro un libro. Qué descanso, qué orden, qué puntos, qué comas, qué comillas.
Imposible expresar mejor el inmenso alivio que representa, tras una ordalía semejante -¡cinco horas, agotador!-, regresar a una actividad tan reparadora como la lectura. La sensación de bienestar que le invade a uno al abrir las páginas de un libro, donde únicamente hay que relacionarse con lo que nos cuenta un escritor que está lejos, que tal vez ya no forme parte del mundo de los vivos, pero que sigue hablando solo para nosotros, en íntima confidencia. Ahora sé además que estos diarios son el tipo de lectura a la que volver de tanto en tanto, cada vez que sea preciso recuperarme de alguno de los estragos producidos en mi espíritu por una prolongada exposición al mundo exterior. Sin lugar a dudas, lectura reparadora. 









jueves, 30 de enero de 2020

ADIÓS AL REINO UNIDO


Los que hemos crecido con las travesuras de Guillermo Brown -por no hablar de las aventuras de los Cinco o los internados de Enid Byton-, y hemos alimentado nuestra juventud de autores tan diversos como Dickens, Jane Austen y Thackeray, o Virginia Woolf, Wodehouse -¡los buenos ratos que he llegado a pasar con Jeeves!- y Edward Gibbon, estamos hoy de duelo. Ya sé que lo del Brexit no es más que política (pero tampoco menos: la política importa), y que hay muchos millones de británicos que quisieran seguir siendo europeos, pero el hecho es que va ganando la facción que aspira a que Gran Bretaña vuelva a su "espléndido aislamiento". El tiempo dirá si esta iniciativa les trae algo positivo o si solo sirve para que comprueben que ya no son -como en tiempos de la reina Victoria- cabeza de un Imperio, reyes de los mares y superiores en riqueza al resto de Europa, y tal vez del mundo. 


Por supuesto, el Brexit no va a suponer que dejemos de leer a autores británicos, pero quién sabe si los libros producidos allí se volverán más caros (a estas alturas nadie puede decir a ciencia cierta cuáles serán las consecuencias del divorcio). Lo que probablemente ocurrirá es que viajar al Reino Unido resultará, si no más difícil (que también), sin duda más antipático: los europeos ya no tendremos trato de iguales, sino que seremos considerados personas ajenas, mirados con suspicacia. Cruzar la frontera volverá a ser un trance poco agradable y desde luego una barrera comparado con la facilidad con que pasamos de Francia a Italia o a Alemania. Es inevitable ver en muchos de los discursos y actitudes de los brexiteros reminiscencias de esa arrogancia imperialista que llevó a Cecil Rhodes (siniestro personaje) a decir que: "Somo el pueblo mejor del mundo, con los ideales más altos de honradez y justicia y libertad y paz, y cuantas más partes del mundo habitemos, mejor será para la humanidad". Con lo de "habitar" se refería a "dominar", sin duda. 

Los acantilados de Dover se van alejando

No, Boris Johnson y sus secuaces no van a lograr que deje de amar la lengua inglesa y su literatura, pero sí han conseguido que sienta que el Canal de la Mancha  -¡que ahora se puede cruzar cómodamente sin bajar del coche!- se ha vuelto más ancho. Por eso hoy es un día triste. Igual que hicieron los parlamentarios europeos en la despedida, dan ganas de cantar el "Auld Lang Syne". Volved, británicos, os esperamos.