John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

miércoles, 14 de diciembre de 2016

(RE)LEER

Miquel Pairolí (Foto: el Periódico/Click Art)

El diario digital catorze.cat publicaba hace poco un artículo del escritor catalán Miquel Pairolí (1955-2011) que habla de la relectura. Señala este periodista y novelista unos cuantos aspectos dignos de reflexión sobre esta actividad lectora y, suponiendo que a algunos de los visitantes de este blog pueda interesarles también, he optado por traducir varios fragmentos, a los que les he añadido mis comentarios.
Alguien dijo que leer es releer. Me parece que no, que una acción y la otra son sustancialmente distintas y que ambas tienen cualidades y condiciones propias.

No se trata sólo de la distancia que media entre el descubrimiento de un buen libro, que puede provocar sorpresa o emoción, y la familiaridad de la relectura, sino que, dependiendo del tiempo transcurrido entre una y otra lectura, la impresión que nos produce es distinta.
 Puesto que leer es vivir, releer es volver a vivir, y no se trata de un ejercicio inocente. No podemos abordar de nuevo a los 40 años un texto que leímos cuando teníamos 18 sin que la vida y la experiencia contaminen las páginas. El lector ya no es el mismo y por tanto el libro también nos parece distinto.
Dan ganas de subrayar esto: la lectura y la vida son inseparables. Y nuestras lecturas son parte muy importante de nuestra experiencia vital. Tal como explica más adelante Pairolí, a medida que nos adentramos en la relectura, vamos recordando cómo era nuestra vida cuando leímos ese libro por primera vez y van aflorando memorias no sólo de la historia narrada, sino también de nuestra propia historia.
Entonces, cuando ha pasado tanto tiempo, ¿hemos de hablar de relectura o simplemente de lectura? Depende de la memoria de cada cual, pero en muchos casos quien regresa a La cartuja de Parma veinte años después de haberla leído por primera vez no sólo es otra persona, sino que además conserva únicamente una atmósfera, impresiones y escasos detalles de la historia de Fabrizio y de la Sanseverina. Y no hace falta decir que fue el propio Stendhal quien subrayó la importancia de los detalles en literatura. Por lo tanto, aquí no habría que hablar de relectura sino simplemente de lectura.
Es curioso, pero me sucedió exactamente eso y precisamente con esta misma novela. Leí La cartuja hacia los veinte años y nunca había vuelto a ella. En mi memoria -y sospecho que incluso lo debí de citar alguna vez, fiándome de ella- la novela daba comienzo con la escena del campo de batalla de Waterloo, por el que Fabrizio ronda como alma en pena, sin tener ni idea de qué es lo que está pasando en realidad. Bien, pues, cuando no hace mucho lo tuve de nuevo en mis manos, para consultar ese pasaje, me di cuenta de que mi recuerdo se había "comido" los capítulos iniciales, y que en la famosa escena de la batalla pasaban a la vez más y menos cosas de las que yo recordaba. En resumen, que "mi" Cartuja no era del todo la de Stendhal, sino más bien una fabricación propia que yo me había construido a mi gusto en el recuerdo.


El campo de batalla de Waterloo

Cuando la mano envejecida recupera del estante de la biblioteca aquel libro que dejó la mano joven, nunca se sabe qué puede pasar. Se puede reencontrar el placer, ciertamente, bajo una forma u otra, ya sea únicamente el placer de la memoria o el placer de la literatura o ambos, pero también se expone uno a sufrir un disgusto.

William Hazlitt, el eximio ensayista inglés, era de la misma opinión. Según él, releer las obras que uno admiró en su juventud puede resultar una decepción: "El sabor intenso y delicioso, el suave aroma, ha desaparecido y sólo quedan el tallo, la cáscara y la vaina de la literatura." Una postura muy extrema, la de Hazlitt. Sin duda algunas obras pierden brillo con la distancia, pero otras cobran mayor profundidad, porque nuestra experiencia como lectores nos hace capaces de ver en ellas significados que antes se nos escaparon. 
Aunque no pierdas la ilusión de leer, a partir de cierta edad da la impresión de que las mejores fiestas del lector ya son parte del pasado que, de una manera u otra, la mayoría de libros siempre te evocan otros libros.
Muy cierto, pero ser capaces de establecer conexiones entre obras distintas, de diferentes autores y épocas, es parte del placer de habitar el mundo de la ficción. Si antes nuestra actitud era la del descubridor que se adentra en una terra incognita, que continuamente se maravilla ante los nuevos descubrimientos que va haciendo, ahora somos los colonos de ese territorio, empeñados en hacerlo fructificar y sacar de él los mejores rendimientos. Pues, pase el tiempo que pase entre lectura y lectura, lo esencial, las palabras, siguen allí.
Las palabras aun están allí, en la misma disposición precisa y eficaz en que fueron ordenadas por el autor y, si tenemos suerte, volverán a decirnos alguna cosa, pero será una cosa distinta; nos volveremos a emocionar, pero tal vez en otros pasajes, en otros detalles, por otros motivos.
El texto siempre es el mismo, somos nosotros los que hemos cambiado. Los libros seguirán ahí, en espera de otros lectores que los lean y los (re)lean.

jueves, 1 de diciembre de 2016

REGALAR UN LIBRO



Vaya por delante que la avalancha de anuncios que, anticipándose en muchas semanas a las fiestas navideñas, nos invitan machaconamente a comprar, regalar y ante todo consumir, cuanto más mejor, consiguen producirme tal hastío que si por mí fuera, no pisaría un establecimiento comercial en lo que resta de año. El regalo, la dádiva, el gesto desinteresado que es muestra de aprecio, de amor, de amistad no parecen tener nada en común con la fiebre consumista que nos rodea por estas fechas. Para tener valor (recuerden que valor y precio son conceptos distintos), el regalo no ha de buscar contrapartida, ni constituir una obligación. Se regala pensando en darle placer a la persona obsequiada, en proporcionarle, al menos, un rato de felicidad. En este sentido, un libro es el regalo perfecto. Parafraseando lo que decía Julio Cortázar en su  "Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda a un reloj", cuando regalas un libro no regalas un objeto de cartón y papel impreso, sino las horas dichosas que esa lectura brindará a su receptor. No regalas el prestigio de la marca (renombre del autor, premios que le han otorgado), ni el mayor o menor lujo de la encuadernación, regalas algo mucho más valioso: una máquina de generar sentimientos y reflexiones. Por eso, es un error regalar libros que uno no ha leído, porque es degradar al libro a mercancía: has elegido un libro como podrías haber elegido una baratija cualquiera. (Tal como van las cosas, los libros no son especialmente caros; si alguien quiere parecer rumboso, mejor hará comprando un perfume.)


(Vanessa Bell, Amaryllis and Henrietta, 1952)

Regalar un libro es invitar al otro a compartir las emociones que su lectura ha provocado en ti. Es crear un vínculo, una complicidad que con suerte perdurará a través de los años. Nunca olvidas a la persona que te ha regalado un libro que ha sido importante en tu vida. Suelo regalar sólo libros que me han gustado especialmente, que pienso que otros deben también disfrutar y, a menudo, me produce envidia pensar que quien los recibe tiene aun por delante la revelación de la primera lectura. Sobre la importancia de regalar libros habla Robert Macfarlane -viejo conocido de estas páginas, y él mismo un autor que es muy recomendable regalar- en un bello ensayo publicado en la web Lithub y titulado "The Gifts of Reading are Many" (Los regalos de la lectura son numerosos). En él habla de la conmoción que supuso para él recibir el regalo de un libro cuyo título -como en un bucle- es El tiempo de los regalos, el primer volumen de la trilogía de Patrick Leigh Fermor en la que cuenta su portentoso viaje a pie a través de Europa. Si no lo conocen aun, recomiendo vivamente que pidan a alguien que se lo regale, o regálenselo ustedes mismos.* Se harán un inmenso favor. Como dice Macfarlane:

Las consecuencias de un regalo son inciertas en el momento de hacerlo, pero el solo hecho de que haya sido dado libremente lo reviste de un gran potencial, que actuará positivamente sobre el receptor. A causa de la gratitud que experimentamos, y dado que por definición el regalo es una dádiva que se entrega sin obligación alguna, nos inclinamos a aceptarlo con espíritu abierto y con entusiasmo. [...]
 No todos los libros recibidos como regalo son transformadores, desde luego. A veces lo único que el libro le causa al lector es un corte en el dedo. Pero como consecuencia de haber recibido tantos libros extraordinarios a lo largo de los años, ahora yo por mi parte suelo regalar tantos como puedo. Cumpleaños, Navidades... doy libros y casi sólo libros como regalo. Una o dos veces al año, invito a mis alumnos en Cambridge a mi estudio y les dejo escoger dos o tres libros a cada uno de entre los 50 o 60 que he diseminado por el suelo. El placer que les produce escogerlos y su incredulidad ante la idea de que sean gratis me recuerda cuán valiosos eran para mí los libros cuando era estudiante.
No existe, creo, satisfacción mayor que oír de boca de un amigo que le ha encantado el libro que le regalaste. Entonces es cuando el hecho de regalar un libro cobra toda su significación: tú, el dador, sientes como si el regalo te lo hubiesen hecho a ti. Porque, por fortuna, un libro es mucho más que un simple regalo. 

*Inexplicablemente, en estos momentos la edición española de este libro esta fuera de circulación (salvo en formato electrónico), y su precio de segunda mano ha alcanzado cotas notables. ¿Habrá algún valiente editor que se decida a recuperarlo? Venga, sean tan amables y hágannos este regalo.



viernes, 18 de noviembre de 2016

DORMIR ENTRE LIBROS

 
Dudo que haya algún bibliómano al que no le guste dormir rodeado de libros. Están, por supuesto, los amontonados en la mesita de noche -unas pilas que pueden llegar a convertirse en verdaderos Everest. (Aprovecho para mencionar que siempre pongo mala nota a los hoteles en cuya mesita de noche a duras penas cabe un libro. Señores hoteleros, deberían pensar en la gente que lee en la cama.) Ciertamente, hay dormitorios enanos, en los que no cabe una estantería, y también hay quien prefiere el look minimalista y las habitaciones que parecen un monasterio zen, pero si uno tiene -como me pasa a mí- la casa llena de libros, es inevitable que también el dormitorio tenga su librería en cualquier cacho de pared que quede libre.
Una de las razones por las que, Brexit o no Brexit, el Reino Unido va a seguir siendo uno de mis destinos favoritos es porque  -más que ningún otro país que yo conozca- entienden bien esta necesidad bibliómana de rodearse de libros en todas las situaciones posibles. Recientemente, he descubierto unos cuantos lugares que me temo requerirán una nueva visita a ese bendito país. (Y gracias ante todo a Slightly Foxed, que me puso sobre la pista.) Lugares que combinan alojamiento y biblioteca para mayor deleite de sus huéspedes. El primero es la Gladstone Library. Recordarán ustedes a William Gladstone, eminente político inglés del siglo XIX, que fue en cuatro ocasiones Primer Ministro. La reina Victoria -con quien siempre tuvo malas relaciones- le creía loco, aunque tal vez se debía a que era un gran lector. En sus 88 años de vida llegó a leer unos 20.000 libros (lo sabemos porque los anotaba en su diario) y solía pasar horas reordenando su enorme biblioteca, que llegó a albergar 30.000 ejemplares. Consciente de la importancia de acercar la lectura a todo el mundo, hacia el final de su vida Gladstone constituyó una fundación que se haría cargo de su biblioteca y la abriría al público, en especial a las personas que no disponían de medios para acceder a la cultura. Desde el principio, pues, fue una "biblioteca residencial", que acogía a estudiantes y académicos que deseaban consultar sus fondos. Hoy, modernizada y con sus instalaciones puestas al día, es también un confortable hotelito, que tiene el no desdeñable añadido de ofrecer a sus huéspedes una impresionante biblioteca con más de 250.000 ejemplares a su disposición, aunque ellos se definen en su web como "a funny little library in North Wales". La afición británica por el "understatement", sin duda.  Nos informan también de que ofrecen descuentos "para el clero y los estudiantes". Es lo que faltaba para sentirme transportada a una novela de Anthony Trollope


El edificio que alberga la biblioteca

Por muy apetecible que resulte explorar el norte de Gales, lo cierto es que el destino más frecuente, y obvio, cuando se viaja al Reino Unido es su capital. Si uno desea evitar la impersonalidad de los hoteles y al mismo tiempo aprecia los servicios que tal vez no encuentre en una habitación de Airb&b, Londres ofrece la opción de los clubs privados. El que probablemente sea el más nuevo entre ellos se llama Library y está situado en Covent Garden, en el meollo del territorio teatral londinense. Haciendo honor a su nombre, combina las comodidades de un club tradicional con eventos culturales y librescos. Pero, a juzgar por su web, me temo que requiere que sus miembros no sólo sean librescos, sino que deben tener el bolsillo (muy) bien provisto.  Todo muy chic y cool, para mi gusto. Si se prefiere una opción con más solera, recomiendo hacerse socio del University Women's Club, una joya situada en pleno Mayfair. Su biblioteca, además de bien nutrida, es preciosa, igual que sus salones.



No es exactamente dormir rodeado de libros, pero sí con una biblioteca a dos pasos de tu habitación, lo que resulta muy reconfortante. ¡Y un avance notable respecto a cualquier hotel, donde como mucho encuentras una Biblia en la mesita de noche y una máquina expendedora de refrescos en el hall!
La última de las recomendaciones de Slightly Foxed no implica alojamiento, pero es muy, muy libresca. Se trata de la London Library. Tal vez no sea tan famosa como la British Library, pero no le va a la zaga. Fundada en 1841, ofrece 15 millas de estanterías abiertas al público, aparte de un fondo con más de un millón de referencias. Además de cómodas salas para leer y escribir sin ser molestado (¿quizás incluso dar una cabezadita?).


London Library (foto Philip Vile)


Esta biblioteca cuenta entre sus fondos con algunas joyas que le ponen a una los dientes largos. Sin ir más lejos, una primera edición (1850) de David Copperfield, así de bonita:



Su única desventaja: el acceso no es gratuito, se requiere ser socio para disfrutar de estas maravillas.
Consolémonos: dormir, y soñar, no cuesta nada.

sábado, 5 de noviembre de 2016

LIBROS QUE PIENSO LEER ALGÚN DÍA (TAL VEZ MUY LEJANO)

 
Los japoneses tienen un término específico, tsundoku, para designar la compra de libros que no vas a leer (la lengua japonesa, al parecer, es capaz de acuñar palabras para designar estados o condiciones que nosotros los occidentales ni imaginamos, como hikikomori, esos chicos que se encierran en su habitación, prescindiendo de todo contacto con el exterior). Sin embargo -tal vez por mi desconocimiento del japonés- a mí me parece más sugerente en este caso una expresión propuesta por Juan Tallón en uno de sus brillantes artículos: "el pasillo de la muerte": 
"Algunos los compraste tal vez con los ojos, siguiendo un impulso precipitado y caprichoso, o quizá realmente ansioso por leerlos, pero entremedias sucedió algo imprevisto, o no pasó nada, y ese fue el problema, y el libro quedó flotando en una especie de espacio exterior, lejísimos, libre de gravedad, buscando un cuerpo con el que chocar.
Juntos, muy distintos unos de otros, todos esos ejemplares conviven en el pasillo de la muerte, por llamarlo así. Los volúmenes no dialogan entre sí. Tampoco se relacionan apenas con su dueño, que hace mucho tiempo que dejó de reparar en ellos. Solo de vez en cuando, casi por accidente, se queda mirando algún título, y se dice "esto tendría que leerlo un día", o peor, "debería deshacerme de esta porquería". Pero va posponiendo sus promesas, como todo en la vida."
Todos los bibliómanos tenemos algún "pasillo de la muerte" en nuestra biblioteca, aunque quizás no adopte  esa forma tan poética, a lo mejor es sólo una estantería, una pila o un rincón (bien pensado, "rincón de la muerte" suena también bastante atractivo). Yo distingo entre aquellos libros que compro con el propósito de leerlos, pero que por cualquier motivo permanecen criando polvo en la pila de pendientes durante meses y meses, hasta que algún día acabo por reconocer que no, no los voy a leer en el futuro próximo (ni siendo muy generosa con la distancia que me separa de ese futuro), y aquellos que compro porque siento que he de tenerlos: una nueva edición o traducción de un clásico imprescindible que ya conozco, una obra de esas que "deberías haber leído ya" y que conviene no tener muy lejos por si de repente te ves fulminada por una enfermedad que te impide trabajar o moverte, pero no leer y leer sin descanso (a estas alturas de mi vida, empiezo a sospechar que esas enfermedades no existen; siempre que algo me ha postrado en la cama, el dolor o la fiebre han hecho inviable tan idílico plan).
 
 
 
 
Al final, los libros de ambas categorías acaban un día u otro archivados en la biblioteca general, donde comparten estantería con otros congéneres más afortunados que sí han sido leídos. Así pues, no dispongo de ningún "pasillo de la muerte", aunque la idea está empezando a gustarme. Me evitaría la leve sensación de incomodidad que experimento cuando paso la mirada por las paredes tapizadas de libros de mi biblioteca, esos reproches que parecen salir, como dardos, de unos lomos que -al contrario que sus compañeros- no me evocan ningún recuerdo. Señales de vida, recordatorios de todos los mundos de ficción que aguardan allí agazapados a que me decida a abrirlos. A medida que voy recorriendo con la vista los autores y títulos, cada uno de aquellos volúmenes adquiere un tinte emocional propio: libros que me emocionaron, libros que me dejaron indiferente, libros que detesté (me pregunto por qué no me he deshecho aún de ellos), libros que he releído una y otra vez, libros que apenas son un vago recuerdo, libros que no puedo recordar cómo acaban, libros que contienen personajes inolvidables (casi los veo salir de las páginas)... y, cada tanto, un lomo que no me dice nada, enigmático, frío, cerrado. 
 
 
¿Sería mejor eliminar estos convidados de piedra y desterrarlos a alguna región oscura desde la que no pudiesen lanzarme sus maleficios? ¿O estoy siendo injusta y sólo me piden, pobrecillos, una oportunidad? Tranquilos, les digo, ya os llegará vuestra hora. Sólo tenéis que esforzaros un poco, abombar vuestro lomo para que sobresalga entre el resto, hacer que vuestro título brille tentadoramente, lanzar irresistibles cantos de sirena que atraigan mi atención la próxima ocasión que ande por ahí a la caza de lecturas.
No sé, en verdad, si alguna vez llegaré a leer todos esos volúmenes que ahora me miran, con muda desaprobación, desde mi biblioteca. Pero, como dice Alberto Manguel, "no tengo sentimientos de culpabilidad respecto de los libros que no he leído aún y que quizás no lea nunca; sé que mis libros tienen una paciencia ilimitada y me esperarán hasta el fin de mis días".
 

lunes, 24 de octubre de 2016

EL ORDEN DE LOS LIBROS

  
Tal como dice Georges Perec un divertido artículo titulado "Notas breves sobre el arte y la manera de ordenar los libros" (contenido en el volumen Pensar, clasificar), "Toda biblioteca responde a una doble necesidad, que a menudo es también una doble manía: la de conservar determinadas cosas (libros) y la de ordenarlos de determinadas maneras". Este último extremo, es decir, dónde, cómo y en qué orden colocar los libros que vamos acumulando incansablemente, constituye una de las obsesiones de todo bibliómano. Perec menciona diversas maneras posibles de conferir un orden a los libros (orden alfabético, por países, por fechas de adquisición o de publicación, por géneros, por idiomas, por colecciones...), pero acaba concluyendo que ninguno de ellos es satisfactorio por sí solo y que, en la práctica, la mayoría de bibliotecas se ordenan por una combinación de estos sistemas. Algo que los lectores de este blog han podido comprobar de forma fehaciente husmeando en las bibliotecas de los blogueros que amablemente se ofrecieron a exhibir sus libros y su orden en este rincón libresco. Por más que hayamos optado por uno u otro de los posibles sistemas, a todo bibliómano le llega el momento de replantearse si debería revisarlo, sobre todo a medida que nuestros intereses lectores van experimentando nuevas derivaciones. De repente te encuentras con que tu colección de novela policiaca ha crecido alarmantemente y te preguntas si no deberías crear alguna subdivisión, algún agrupamiento nuevo que contribuyese a clasificar mejor ese océano. O tus libros de arte desarrollan un nuevo apéndice de fotografía que amenaza con ahogar a Matisse, Velázquez y compañía... ¿No sería oportuno crear una sección dedicada a ellos? Por no hablar del caso, realmente peliagudo, en que hay que hacer sitio a otra biblioteca, ya sea porque se comparte el espacio disponible con un nuevo compañero de piso o una nueva pareja, sea porque se han heredado libros de algún pariente fallecido o un amigo que ha emigrado a otras tierras. Motivo de alegría -¡más libros donde elegir!-, pero al mismo tiempo un auténtico rompecabezas. Lo más probable es que la biblioteca que se incorpora venga con su propio orden, que inevitablemente diferirá del tuyo. Pactos, cesiones y componendas son inevitables.
 
 
 
Reordenar la biblioteca es siempre una tarea ardua y exigente: se requiere mucha energía física y mental para llevarla a buen puerto. Llegados aquí, permítanme un consejo, basado en algunas amargas experiencias propias: calculen siempre el doble del tiempo previsto -lo más probable es que uno no pueda resistir la tentación de hojear algunos de los volúmenes que pasan por sus manos- y, sobre todo, nunca, nunca dejen el trabajo a medias. Se corre el serio peligro de tardar semanas o meses en volver a reunir las energías necesarias para acometerlo de nuevo. Además, la visión de una biblioteca a medio (des)montar resulta una de las cosas más descorazonadora que existen.
Pero, para un bibliómano, peor que todo esto son los absurdos sistemas ideados por estilistas, decoradores y especies similares que por regla general contemplan el libro como simple elemento de adorno. La idea de tener que aplicar algunas de sus sugerencias a nuestra biblioteca resulta simplemente escalofriante Puesto que estamos cerca de Halloween, ahí van algunas muestras (tomadas de la web Nightlife), para que experimenten unos instantes de terror:
 
 

En artísticas pilas, formando una figura. Muy decorativo, sin duda, pero ¿guardarán esos libros algún tipo de orden? ¿Tal vez los de la cabeza son obras de pensamiento y los de la zona de la boca, libros sobre oratoria? Me temo que no hay tal... Por no hablar de las pilas caóticas del suelo. Como para encontrar algo.



 Una variante de lo anterior: que hay un espacio hueco, pues se apilan los libros. Lo importante es crear un "efecto", los libros tienen aquí un papel similar al de los cuadros o los espejos. Aunque, desde luego, llenar la chimenea de libros es más recomendable que quemarlos.
 
 
 
 
El que hizo esto estaba pensando en algo así como "mezclar colores y texturas" y le importaba un rábano que los elementos que manejaba fuesen libros. Debió de decidir que los lomos, todos distintos, le arruinaban la composición, mientras que los cortes, con esa sutil gama de colores marfil y tostados, resultaban mucho más decorativos. Las velas le dan el toque absurdo final: no parece muy buena idea encenderlas, a no ser que se quiera acabar con los libros perdidos de cera y chamuscados.
 
 
 
 
Y, por fin, una versión ligeramente menos perversa que las anteriores  -al menos podemos ver los lomos de los libros y saber sus títulos-, pero igualmente enloquecedora a efectos de encontrar lo que uno busca: ¡por colores! Algo que sólo me parece tolerable para algunas colecciones emblemáticas, como la amarilla de Anagrama o los lomos naranja de los antiguos Penguin, ahora reeditados en colección limitada.
 
Adaptando la famosa frase de John Waters: “If you go home with somebody, and they don't have books, don't fuck 'em!", si yo me topo con alguno de estos arreglos, seguro que no hay plan...

domingo, 16 de octubre de 2016

LA CRÍTICA Y EL ABRELATAS


Una de las cosas que decididamente resultan más irritantes para un lector es perder algunas horas de su tiempo leyendo libros que resultan ser un fiasco. Los malos libros -entendiendo por ello aquellos que no cumplen con nuestras expectativas, tanto da el género al que pertenezcan- son una verdadera maldición. Por eso los lectores andamos siempre tras esa elusiva fórmula que nos permitiría -idealmente- acercarnos sólo a los libros que valen la pena, esos que son afines a nuestros gustos o que, sin serlo a priori, se revelan como maravillosas sorpresas, abriendo nuevos caminos lectores para nosotros. Pero, ¿cómo descubrirlos entre los miles, millones, de volúmenes que se ofrecen a nuestro afán lector? La recomendación, por supuesto, es una de las vías más fiables y más utilizadas, ya sea de un lector que merece nuestra confianza, o de un profesional de la recomendación: un crítico. Mas, ¡ay!, no es oro todo lo que reluce, y creo que a todos nos ha sucedido terminar una crítica sin saber a qué atenernos acerca del libro que en teoría pretende diseccionar. Críticas que recuerdan a los malos abrelatas, esos que te obligan a forcejear durante un buen rato, para acabar con la lata medio abierta y el instrumento en cuestión roto o descartado. 
Entonces,¿cuáles son las características de una crítica bien hecha? He leído recientemente la entrevista que Jordi Nopca le hace a un finísimo crítico catalán, Ponç Puigdevall, y creo que sus palabras iluminan muy bien algunas de las reglas que los malos críticos suelen incumplir.


Ponç Puigdevall (Foto Joan Puig, El Periódico)

-No hablar de uno mismo. Al lector le interesa el libro, no la vida del crítico en cuestión. Como dice Puigdevall:
"No necesito decir que he conocido a no sé quién o que he leído una versión previa de la novela en cuestión. ¿A quién le importa eso?"

-Una crítica no consiste en explicar el argumento de una obra, ni la vida personal del autor.
"En las críticas tampoco soy partidario de trazar la trayectoria del autor, y me sería mas fácil hacerlo, porque tendría quince o treinta líneas ganadas y tal vez la bofetada no sería tan fuerte. Tampoco explico muchas cosas del argumento en mis críticas. Lo importante es saber cómo funciona el juguete que tengo en las manos. La crítica son instrucciones de uso para hacer funcionar el juguete que el lector ha ido a buscar a la librería."
Eso es: explicarle al lector cómo funciona el libro. Si funciona, analizar por qué.Y si no funciona, por qué no. Así de sencillo, pero de ninguna manera así de fácil (quizás por eso hay tantas críticas que, a su vez, tampoco funcionan).

Volviendo al símil del abrelatas: una crítica bien hecha nos permite acceder a la esencia del libro, lo abre limpiamente para nosotros. Una crítica mal hecha nos deja con la lata cerrada, algo magullada como mucho, y sin saber cómo es realmente la novela que pretende analizar.

Además, al leer las palabras de Puigdevall, me he dado cuenta de que el proceso que describe, su proceso de trabajo como crítico, tiene muchas similitudes con el que requiere escribir una entrada de blog:
"Ahora tengo más práctica y experiencia [lleva 25 años ejerciendo la crítica literaria], pero de todos modos cada reseña significa comenzar de nuevo. Pasa lo mismo que con las novelas: tanto da que hayas escrito veinte; la siguiente siempre es como si fuese la primera. Una reseña es como un microcuento: a veces lo empiezas bien y lo acabas mal, otras veces te enredas cuando vas por la mitad."

Es exactamente así, al menos en mi caso. No importa que lleve años redactando con regularidad estas  entradas, cada una de ellas cuesta como si fuese la primera, y muchas veces, lo que pensaba decir al comenzar se ha convertido en algo muy distinto cuando llego al final. Si es que llego, claro.




No cabe duda tampoco de que diseccionar las obras de otros es muy útil para aprender a escribir. Esto lo sabe bien Puigdevall, que aparte de crítico es también novelista:

"El hecho de tener la obligación de inspeccionar de qué manera están hechas las novelas de los demás es una ayuda importante, porque te permite entrar en la maquinaria de la novela de otro. Por eso, cualquier libro leído, por cafre que sea, es bueno. Al menos para un escritor. Por otra parte, la única manera de poder escribir tu obra es habiendo leído mucho. Es una obviedad, pero es así."

Y, en esta entrevista tan llena de consejos útiles, un último consejo para el que aspire a hacer carrera literaria:
"A toda esa gente que pasa por la calle le es completamente indiferente que publiques una novela buenísima o no. Has de plantearte porqué quieres escribirla, y la respuesta es: para ti mismo. Escribir te sirve a ti."

Lo mismo ocurre con el blog: te equivocas si lo haces por tener seguidores, ser famoso, ganar dinero o por cualquier otro motivo. Un blog no sirve de nada si no te sirve ante todo a ti mismo.




jueves, 6 de octubre de 2016

LOS LIBROS SALVAJES

Con el otoño, llega una de las citas bibliófilas del año, la "Fira del llibre d'ocasió antic i modern", al Paseo de Gracia de Barcelona. Por más que me haya prometido refrenarme y no añadir aún más libros a las pilas de los que esperan ser leídos, es ineludible que me pase por allí. No es que confíe en encontrar algo concreto -aunque una siempre tiene la esperanza de descubrir inopinadamente aquel libro inencontrable que lleva tanto tiempo persiguiendo-, es más bien un recorrido de orden estético, para deleitarme en volúmenes que seguro no compraría nunca, pero que provocan mi admiración, ya sea por su rareza, por su antigüedad, por su encuadernación; porque rebuscar entre los ejemplares que atestan las paradas me trae continuos recuerdos de libros que he leído, autores tal vez olvidados, temas que despiertan mi curiosidad. Siempre hay gente, jóvenes y viejos, desde estudiantes que buscan una edición barata de los libros que les han recomendado en el instituto, hasta ávidos coleccionistas que, tras alguna presa difícil, husmean y se meten por todas partes, observando con desconfianza a sus posibles rivales. Personajes en los que me parece ver un trasunto de los bibliófilos del XIX, como Charles Nodier, de quien dice Andrew Lang (en un artículo publicado por la revista Texturas):
Charles Nodier
 "...era pobre, pero nunca vacilaba ante un precio que estuviese por encima de sus posibilidades. Se arruinaba literalmente acumulando una biblioteca y luego reconstruía su fortuna vendiendo sus libros. Nodier pasó su vida sin un Virgilio, porque nunca consiguió encontrar el Virgilio ideal de sus sueños: un ejemplar limpio, intonso, de la edición 'buena' de Elzevir, con la errata y los dos pasajes en letras rojas. Tal vez este fracaso fuese un castigo divino por la triquiñuela con la que engatusó a cierto coleccionista de biblias. Se INVENTÓ una edición, y puso al coleccionista sobre su pista, que éste siguió en vano, hasta que murió, enfermo de esperanzas diferidas."  

 No encontrándome, por fortuna, aquejada por esa rara enfermedad que lleva a los hombres a dejarse la vida y la fortuna en la adquisición de libros, mi deambular por esta feria se parece más a la visita de una galería de arte, o de un parque natural. En momentos así, hago mía esta perspicaz reflexión de Virginia Woolf:
"Los libros usados son libros salvajes, sin hogar, han llegado juntos en vastas bandadas de variado plumaje y tienen un encanto del que carecen los libros domesticados en las bibliotecas".
Pues creo que, en gran parte, en eso reside el encanto de las librerías de segunda mano: son libros no domesticados, a los que podemos dar caza, si queremos, o quedarnos simplemente admirando su vuelo y su plumaje. Como los patos salvajes, nos preguntamos de dónde vendrán, que tierras habrán recorrido antes y dónde acabará su periplo. Abrimos uno al azar y vemos un nombre y una fecha: ¿dónde parará este desconocido dueño? Los libros salvajes, a diferencia de los de nuestra biblioteca, tienen cada uno su propio olor. No sólo el familiar olor a libro viejo: si acercamos la nariz, uno huele levemente a humedad (tal vez unas manchas amarillentas los corroboren), otro a tabaco (estuvo en la biblioteca de un gran fumador), otro... quién sabe. Si nos hacemos con ellos y se convierten en libros domesticados, no les quedará otro remedio que adoptar el olor de sus compañeros; es sabido que el ave nueva en un corral debe someterse a los dictados del grupo. Tal vez es mejor dejarlos en libertad, para que sigan yendo de aquí para allá, de tenderte en tenderete, de mano en mano, libros salvajes que nos hacen soñar y que, aunque sea por un momento, nos parecen más atractivos que los que, domesticados, nos esperan en nuestra biblioteca.
 
 
 

miércoles, 28 de septiembre de 2016

CATA A CIEGAS LITERARIA

 
Si sólo pudieras ver esto, ¿con cuál te quedarías?
 
¿Por qué compramos un libro? ¿Por qué ese precisamente y no el de al lado, o el de la estantería de arriba? Tal vez nos mueve el autor, el título, una recomendación de un amigo, una crítica que hemos leído... Muchas veces, sin embargo -y esto lo saben muy bien los departamentos de marketing de las editoriales- lo que precipita nuestra decisión es una cubierta atractiva, un color llamativo o un texto promocional que nos haga imaginar las maravillas que encontraremos entre sus páginas. (Sobre esos textos promocionales hay también mucho que decir, pero ya hablamos de ello en alguna ocasión anterior.) La verdadera prueba de fuego es llegar a un libro sin ninguna referencia, a pelo. Imagínense que tienen delante un libro en el que no figura el autor (o su nombre les es del todo desconocido) y carece de textos de solapa. Esto último no es tan raro, la mayoría de libros en tapa dura que se publicaban hace cien años carecían de cualquier texto aclaratorio. La misma Jane Austen se dio a conocer ante sus lectores con un volumen -Sense and Sensibility, su primera novela publicada- en el que como autor se postulaba sólo un enigmático "By a Lady". Nada de resumen del argumento, ni biografía de la autora, ni faja del editor diciendo "una novela de amor que nunca podrá olvidar". ¡Y la obra fue un éxito! (al menos para los parámetros de la época: la tirada de esta novela fue de unos 750 ejemplares, aunque hay que tener en cuenta que por entonces tiradas de 500 eran lo más habitual).
 
 
 
 
Bueno, pues si los lectores ingleses de 1811 eran capaces de apreciar una obra a partir del propio texto, sin contar con el respaldo de una cubierta bellamente ilustrada, de una campaña de marketing o de una faja promocional, ¿deberíamos nosotros ser menos? ¿Qué pensaríamos de una novela de Jane Austen si llegásemos a ella a ciegas? Por mi parte, a menudo me pregunto, ante ciertos engendros que se venden por millares por ahí, si realmente los que lo compraron han llegado a leerlo. O bien si lo han leído con las anteojeras de "esto es lo que se lleva ahora, de modo que ha de ser bueno" puestas. En el otro extremo del espectro literario, divierte a veces imaginarse qué diría un lector común acerca de algunos de los considerados clásicos si se le presentasen desnudos de toda información, de toda aura cultural que los respaldase. Quiero creer que muchos superarían la prueba -por eso se han convertido en clásicos-, aunque me queda la duda de si no habría lectores que los descartasen por aburridos o incomprensibles. Po eso precisamente son de admirar los editores -y los lectores editoriales, a quienes con frecuencia les toca hacer una primera criba- que, delante del manuscrito de un autor desconocido del que no poseen ninguna referencia, son capaces de ver un talento, una promesa, y apostar por ella.
Sea como fuere, sujetarse de vez en cuando a estas "catas a ciegas" literarias me parece muy saludable. Sólo que cada vez es más difícil llegar a un texto virgen de toda referencia. Dándole vueltas a este asunto, me topo con el curioso juego que propone una librera de Pamplona (Deborahlibros, no dejen de visitar su blog): presenta una serie de libros envueltos, y le da al lector sólo una referencia genérica ("Viajes", "Novela histórica"), aunque no se ha atrevido a prescindir de toda explicación -su oficio, después de todo, es vender libros, y no sabemos si hay tantos lectores dispuestos a tirarse a la piscina- y lo condimenta con un breve texto escrito por ella. Una original iniciativa, que yo de ustedes no me perdería si están por allí.
 
 
 
 
 

jueves, 15 de septiembre de 2016

LA LITERATURA INFANTIL NO ES SOLO PARA NIÑOS

El rincón de los niños en la Central del Raval
(Barcelona)
 
Aprovechando que celebramos este año el centenario de Roald Dahl, ese escritor original, transgresor y algo malvado que ha hecho la delicia de tantos niños y adultos, vamos a romper una lanza en favor de los libros para niños y jóvenes. Vamos, lo que se conoce como LIJ en círculos especializados, pero que, para el lector de a pie, son esos que en las librerías están en una sección con mesas y sillas bajitas y llena de colorines. Si usted no tiene niños, es muy probable que esa sección ni la pise y, por descontado, ni se le pasará por la cabeza leer alguna de las obras que pertenecen a esta categoría. Pues no sabe lo que se pierde. ¿Por qué -preguntará tal vez- si soy adulto, habría de leer obras pensadas para niños? Principalmente, porque una obra literaria de calidad no "es para" un lector de una edad, sexo, etnia o religión determinados: los buenos libros se dirigen a cualquier lector, a todos los lectores capaces de apreciarlos. Con esto no quiero decir que deba uno aparcar de inmediato a Proust o Dostoeivski para dedicarse a leer todo lo que encuentre en el rincón de los niños de su librería habitual. (Comprobará en ese caso que, tal como sucede con la sección de adultos, igual que se encuentran gemas, hay mucha morralla.) Si es un lector curioso, con ganas de ampliar sus horizontes, hará bien en dejarse aconsejar por su librero o pasarse por algún blog especializado, como el de anatarambana -que, merecidamente, ha recibido este año el Premio Nacional al Fomento de la Lectura-, para ir directo a lo que de verdad vale la pena.
 
 
 
 
Lo que suele suceder -aunque el fenómeno Harry Potter cambió un poco esto- es que, aunque  hayamos leído este tipo de literatura en nuestra infancia, al pasar a la edad adulta la dejamos de lado (reafirmados por ese orgullo estúpido de "ya soy mayor"). Hasta nos da cierta vergüenza incurrir en este tipo de lecturas, no sea que alguien nos vea con un libro para niños entre manos. (Los editores ingleses de Harry Potter llegaron a hacer una versión con cubiertas "de adultos", para estos lectores.) La mayoría de la gente no se vuelve a acordar de ellas hasta que se convierte en padre. Con la excusa de comprar libros para tus retoños, empieza entonces una etapa de exploración y de maravillosos descubrimientos. A mí, al menos, me ocurrió así: empecé a leer todo lo que compraba para ellos, y ya no pude parar. Como dice C.S. Lewis: “Me inclino por establecer como una norma el que un relato para niños que solo les gusta a los niños es un mal relato infantil. Los que son buenos perduran. Un vals que solo te gusta mientras estás bailando el vals es un mal vals”. Leer un buen libro infantil o juvenil produce el mismo placer en un adulto que en un niño. O más, porque el adulto es capaz de admirar en él aspectos técnicos que el niño simplemente disfruta sin ser consciente de ellos. Y porque los buenos libros infantiles -igual que los buenos libros para adultos- no sólo poseen un nivel de lectura, sino muchos. Cuando más perspicaz es el lector,  más partido le saca. Para un niño, el cuento de Maurice Sendak Donde viven los monstruos puede ser tan solo una divertida manera de exorcizar los temores que le asaltan en la noche; el lector adulto percibirá que es un estudio de cómo los niños logran dominar sus sentimientos de ira, miedo, frustración o celos, y una reflexión sobre la fuerza de la imaginación. Aunque ya no tengamos ocho años, como Max, también nos sentimos "salvajes" alguna vez y hacemos (o nos gustaría hacer) cosas que se escapan de lo tolerado.
 
 
Ilustración de Donde viven los monstruos, de Maurice Sendak
 
De modo que, sin complejos, incluya en su dieta lectora una ración de literatura infantil. Ningún menú lector debería estar completo sin obras como El león, la bruja y el armario, de C.S. Lewis, El libro del cementerio, de Neil Gaiman, Momo, de Michael Ende, El superzorro, de Roald Dahl (y todas las demás obras de este autor),  o los deliciosos álbumes ilustrados de Quentin Blake. Y eso es sólo el aperitivo... Anímense a probarlo.
 
 

martes, 6 de septiembre de 2016

LA LITERATURA EN LA ESCUELA

 
Comienza septiembre -aunque más parece el fin del mundo, a juzgar por los calores que tenemos que soportar- y se avecina, un año más, el retorno a las aulas. Pienso que soy afortunada de no tener que vérmelas con un aula llena de adolescentes atentos únicamente a sus móviles (siento tremenda admiración por los esforzados profesores que aún así logran interesarlos en las materias que imparten) y, sobre todo, me alegro enormemente de no tener que enseñarles un programa impuesto desde arriba y pensado más para aprobar cursos que para transmitir el gusto por descubrir nuevos saberes. Porque en eso debe -o debería- consistir la enseñanza, en estimular la curiosidad de los jóvenes y hacer que quieran saber más: más ciencias, más matemáticas, más lengua(s), más historia, más literatura... Literatura, ¿y cómo se enseña eso? No me refiero a inculcar el gusto por la lectura -eso es una guerra aparte, de la que ya se han ocupado muy bien personas más autorizadas que yo, como Daniel Pennac-, sino a lo que es propiamente el cometido de la asignatura de literatura, es decir, ofrecer una panorámica de la evolución de la literatura española y universal (occidental, más bien, dado que otras culturas están escasamente representadas). Espero y deseo que la didáctica de esta materia haya evolucionado desde mis días de estudiante, porque en mi recuerdo era un perfecto disparate que no entiendo cómo no me desanimó de la literatura para el resto de mis días. Consistía la cosa en estudiarse un manual lleno de nombres y fechas, que no se relacionaban para nada con los textos a los que aludía. Como mucho, a esos literatos ilustres cuyos nombres y obras estábamos obligados a memorizar se les calificaba con algún adjetivo -que debía servir, imagino, para diferenciar su producción de la de otros colegas suyos-: "autor satírico", "moralista" o "realista", según los casos. Hilando más fino, al analizar la trayectoria de ciertos autores insignes, se llegaba a distinguir entre distintas etapas de su producción, lo que naturalmente no revestía el más mínimo interés para los sufridos estudiantes, pues ¿qué nos podía importar si Fulanito comenzó su carrera escribiendo poemas amorosos, pasó luego a componer dramas románticos para desembocar al fin en las novelas de capa y espada? Sin haber leído nada del tal autor, ni haber tenido ocasión de seguir su evolución a través de los propios textos, lo único que podíamos hacer era memorizarlo cual papagayos. De este revoltillo de nombres y títulos, una gran parte cayó directamente en el olvido, y otros permanecieron agazapados en algún recoveco de mis neuronas, en especial aquellos ligados  a ciertas peculiaridades que los hacían memorables. (Aún ahora, en los momentos más absurdos, soy capaz de rescatar el título de una de las comedias de Terencio, el autor romano, que lleva el nombre de Heautontimorumenos. Es de esos nombres que, una vez memorizados, es difícil olvidar.)  Creo recordar que esta dieta memorística se combinaba con algunas lecturas "obligatorias" -la sola palabra ya echa para atrás- que sin duda querrían abarcar hitos importantes de la historia de la literatura, pero que eran francamente poco adecuadas para mentes juveniles. Por lo que me cuentan mis amigos profesores, en los años transcurridos desde entonces, el sistema ha mejorado algo, pero no lo suficiente.  
 
 
Los autores que llenaban los manuales eran (aún lo son, imagino) para los estudiantes no sólo lejanos en el tiempo y el espacio, sino casi extraterrestres. Nos miraban desde su pedestal, convertidos en seres de cartón piedra, carentes de todo atractivo y desde luego sin nada que nos incitase a sentir curiosidad por ellos. Topo precisamente ahora con un texto de Carmen Martín Gaite -contenido en su libro El cuento de nunca acabar- que lo explica perfectamente:
...al tiempo de instarle a escribir o antes, al niño le leen y seleccionan textos de escritores a quienes se encomia encarecidamente, en oposición a otros que se desaconsejan por frívolos o mediocres (...) Nos los presentan como artífices de un producto cultural cuyo ejemplo encoge y desalienta, no como seres de carne y hueso que tuvieron una infancia y un duro aprendizaje como el nuestro, no se nos cuenta si se desesperaban o no, de qué hablaban con sus hermanos y amigos, cómo era su colegio ni cómo hicieron para aprender a escribir de esa manera, ni porqué esa manera es buena y no son buenas otras (...) El texto literario se nos ofrece como un bloque distante y homogéneo, poco acorde con la levadura de ebulliciones que su lectura promueve. La calidad de un texto, como la de un relato oral, se mide por su capacidad de sugerencia, es decir, por el texto paralelo capaz de engendrar en el lector u oyente.
 Ojalá que en las aulas, hoy, sea posible conseguir que algún alumno se emocione con las hazañas de Aquiles o las gestas del Cid, o comprenda lo que es la belleza a través de un soneto de Garcilaso. Accediendo a ellos directamente, movido por la curiosidad y por las ganas de dejarse arrastrar a un mundo desconocido. Unos descubrimientos que, si los hace por su cuenta, le acompañarán para siempre. Como dice Martín Gaite, "descubrir por su cuenta y riesgo los vericuetos que le llevan de verdad a ese castillo de la letra impresa y encontrar él solo la clave de acceso a sus estancias".
 
 
 
 
 

jueves, 25 de agosto de 2016

¿DAN LOS LIBROS LA FELICIDAD?

 
(Ilustración de Eva Vázquez)
 
Ya he criticado alguna vez la ola de buenismo lector que parece estar invadiéndonos, esa desaforada manía de exaltar la lectura, hablando de sus bondades y efectos terapéuticos en unos términos que unas veces calificaría de cursis y otras de simplemente implausibles. Como si leer un libro, cualquier libro, fuese realmente la cosa más sublime que uno puede hacer, remedio para todos los males -mentales y a veces incluso físicos (llegados aquí no puedo evitar que acudan a mí ecos de las medallitas de santos patronos o los viajes a Lourdes: remedios todos tan efectivos, o tan poco, como la lectura)-, fuente de sabiduría y mucho más... Siento llevar la contraria a esta corriente de opinión cada vez más extendida, pero no, leer no es sinónimo de felicidad. (Ahora viene cuando esto se llena de comentaristas que insisten en que ellos nunca son tan felices como cuando están leyendo: calma, señores, no hemos terminado con nuestra argumentación.) Ni todas las lecturas son placenteras, ni todos los libros son buenos. Creo que cualquier lector asiduo estará en disposición de citar al menos un par de libros -y posiblemente muchos más- que le han parecido horrorosos y le han aburrido hasta el tuétano. Si, encima, uno tiene la desgracia de leer por imperativo profesional -editores, periodistas, profesores y muchos otros oficios se encuentran en esta situación-, las posibilidades de sufrir leyendo se multiplican considerablemente. Agravadas, claro, por el hecho de que como su trabajo les obliga a ello, no tienen la escapatoria del lector común, al que le basta con abandonar el libro cuando este comienza a hacérsele cuesta arriba. Sí, sufrientes lectores, yo también he pasado por ahí. Y, por mucho que la lectura sea para mí tan indispensable como el comer, he de confesar que algunos libros han sido una verdadera tortura. Por eso, me pongo en guardia cada vez que topo con uno de esos desaforados elogios de la lectura. ¿Leer es bueno? Pues, oiga, depende de lo que lea uno. ¿Leer nos procura felicidad? También depende de qué, cómo y cuándo. Puedo imaginar bien que, si uno no es lector asiduo y se le ocurre dar fin a su sequía lectora con determinados libros, salga corriendo despavorido, o simplemente los cierre con un bostezo y la idea de que hay cosas más divertidas que hacer en la vida.
 
 
(Willie Gills in College, ilustración
de Norman Rockwell)
 
Incluso los grandes lectores, los que leemos llueva o haga sol, de día o de noche, en la salud o en la enfermedad, pasamos por momentos en que se diría que la lectura ha perdido el encanto. No es que dejes de leer, claro, pero cuando por algún azar encadenas varios libros seguidos que rivalizan en aridez -si el libro es malo malísimo, al menos uno se siente vibrar de indignación-, empiezas a preguntarte si es cosa de los autores o si no estarás perdiendo el gusto por la lectura. (Influencia de Oliver Sacks, sin duda: sospechas de alguna rara enfermedad neuronal que impide disfrutar de la lectura y que sólo afectaría -por supuesto- a los lectores acérrimos.)  Por fortuna, siempre acaba por aparecer algún libro salvador: ese que nos hace creer de nuevo que la lectura puede ser un auténtico placer, que nos arrebata y hace que olvidemos todo lo que nos rodea, que nos obliga a sumarnos, querámoslo o no, al grupo de los ensalzadores de la lectura y admitir que sí, los libros dan la felicidad. Aunque sea sólo por una horas. ¿Acaso la felicidad se puede degustar de otro modo?
 
 
Winslow Homer, Girl in a Hammock (1873)
 

sábado, 6 de agosto de 2016

LIBROS CON UN PASADO (QUE NADIE NOS CUENTA)



En literatura, como en todo lo demás, somos esclavos de las modas. Libros que ahora están en boca de todos y se venden por millares pasarán tal vez al olvido dentro de unos años, mientras que otros que apenas dejaron huella en un puñado de lectores, resurgirán triunfales dentro de veinte, cuarenta o quizá cien... El mecanismo que rige este vaivén de los gustos es inescrutable y -como dijimos en anteriores ocasiones- poco tiene que ver con la calidad literaria. El marketing editorial tiene aguna responsabilidad en ello, sin duda (aunque mucho menos de lo que los responsables de estos departamentos creen), como influyen también los acontecimientos de la vida social y política. Así, por ejemplo, el reciente interés suscitado por la Segunda Guerra Mundial ha propiciado que se tradujera  (y se leyera masivamente) una obra como Vida y destino, de Vassili Grossman, inédita aquí hasta 2007 mientras que las versiones francesa e inglesa datan de la década de 1980, entre otras. 
En cualquier caso, siempre es estimulante ver cómo autores que el olvido había engullido resurgen tiempo después, sea por las razones que fueren. ¿Acaso no aspira todo autor a eso, a que su obra perdure? Pero, si bien me alegro de que existan editores dispuestos a intentar estos "rescates literarios" -de ellos me he hecho eco en ocasiones anteriores-, como lectora curiosa que soy me gustaría que los editores (o, en su defecto, los críticos a quienes se supone bien documentados) informasen debidamente al lector acerca del pasado del libro que tiene entre manos. Igual que le dicen dónde nació el autor y qué otras obras ha publicado, sería muy de agradecer que, cuando la obra en cuestión tiene detrás una historia editorial interesante o simplemente agitada, nos proporcionasen estos datos. Me viene a la memoria, por ejemplo, uno de lo casos más flagrantes: El último encuentro de Sandor Marái, que se presentó en 1999 como el gran descubrimiento de un autor ignorado en España, cuando lo cierto es que esta misma novela fue publicada por Destino en 1966 bajo el título de A la luz de los candelabros.




Pero quizás donde más irritante resulta esta falta de rigor editorial es en los volúmenes que recopilan varios textos que no siempre se han presentado bajo esta forma y que han corrido destinos editoriales diversos. Sucede así con el recientemente publicado volumen de relatos de William Somerset Maugham, Lluvia y otros cuentos. Es muy de celebrar que Atalanta haya realizado esta selección de relatos de Maugham y los ponga a disposición de lector español en una nueva traducción de Concha Cardeñoso. Sin embargo, acerca de la selección, los editores se limitan a decir:  "Provenientes de épocas muy distintas y de muy variada extensión, los doce cuentos que integran este volumen son una perfecta muestra de su virtuosismo como narrador de historias". Ignoramos quién ha hecho esta selección y qué criterios la han guiado; la labor no ha debido de ser fácil, teniendo en cuenta que Maugham escribió literalmente decenas de cuentos, y que la edición inglesa de sus relatos completos abarca tres volúmenes. La edición de Atalanta viene precedida por un prólogo de Vicente Molina Foix quien, si bien habla de las características de cada uno de los cuentos, dice más bien poco acerca de la historia editorial de cada uno. Nada sobre la procedencia de estos relatos, ni de cuándo y cómo se editaron anteriormente en inglés (o en español). Me consta, por ejemplo, que uno de los más conocidos, "Lluvia", ha tenido varias ediciones en nuestro país  (la última por parte de Alba en 1999, como libro independiente); "El P & O" también figura en un libro de relatos de este autor publicado por Argos Vergara en 1982; otra de las historias, "El mexicano lampiño", está protagonizada por Ashenden, el agente secreto que Maugham haría famoso: sin duda habrá formado parte también de alguno de los libros dedicados a sus aventuras que se reeditaron varias veces en nuestro país en los años cincuenta y sesenta.


En 1991, la BBC hizo una serie
con este gentleman espía como protagonista

Pero de nada de esto se nos informa. En cuanto a los críticos que han reseñado este libro -alguno de ellos con edad suficiente  como para haber conocido de primera mano las anteriores reencarnaciones de estos cuentos-, lo más que hacen es saludar el acierto de recuperar a este autor, tan popular hace varias décadas. A esta lectora curiosa se le plantean innumerables preguntas -e imagino que lo mismo les sucederá a otros lectores-: con qué criterio se ha hecho esta selección, dónde se publicaron originalmente los relatos, si alguno de los cuentos no ha sido traducido aquí antes (cosa poco probable, pero ni mucho menos imposible) y por lo tanto es -él sí- nuevo para el lector español... Ojalá que esta recuperación de los relatos de Maugham sirva para dar a conocer a este autor entre los lectores que nunca lo hayan leído anteriormente. Pero preferiría que no fingiesen que se trata de una novedad. Cuando los libros tienen un pasado, sería bueno que alguien nos lo contase.



Maugham, con cara de pocos amigos. Cuentan que sus colegas
escritores le odiaban cordialmente.

(Para los lectores que quieran sumergirse en la atmósfera "maughamiana", antes o después de leerle: existe una buena adaptación de su novela El velo pintado, protagonizada por Edward Norton y Naomi Watts.)

 

jueves, 28 de julio de 2016

UN PASEO POR LAS LIBRERÍAS DE PARÍS

La librería La Hune (ahora dedicada a fotografía) a veces desparrama sus fotos por
la plaza de Saint-Germain-des-Près

Esta afortunada lectora ha tenido el placer de pasearse unos días por París. Una ciudad que seguía afectada por la masacre de Niza (y por otros tantos crueles sucesos de no hace tanto: la gente aún te habla de qué hizo el día del tiroteo en Bataclan), pero la vida no se detiene. En las terrazas de los cafés sigue apiñándose la gente, los turistas invaden en manada el Louvre, móviles en ristre (se diría que ninguno es capaz de mirar lo que tiene delante, si no es a través de una pantalla), los parisinos alivian el calor en las playas que surgen cada verano en las orillas del Sena, la torre Eiffel hace guiños con sus luces por la noche... el alma de la ciudad vibra y zumba como un inmenso panal rodeado de belleza. Y no olvidemos las librerías... ¡ah, las librerías! De eso les quería hablar.
Una visita de pocos días no basta para hacer ese recorrido exclusivamente libresco que uno desearía, pero, lo quiera o no, en París cualquier bibliómano se ve asaltado a cada paso por tentaciones. Les contaré unas cuantas:
 
Los autógrafos de Saint-Germain
Callejeando por este barrio chic y encantador, me topé con una sorpresa: las librerías (hay varias) especializadas en venta de autógrafos de autores y personajes famosos. Huelga decir que quedé enganchada a sus tentadores escaparates cual niño en tienda de dulces. Stefan Zweig se sentía muy orgulloso de su colección de manuscritos (cuenta en El mundo de ayer lo mucho que le dolió tener que separarse de ella cuando hubo de emigrar); leyéndolo, me dije que tal vez no era para tanto. Pero cuando uno contempla, al alcance de la mano, la posibilidad (si tuviese el dinero, claro) de hacerse con una carta de Dumas, de Flaubert o de García Lorca, ¿a qué lector no se le hace la boca agua? Pues sí, de estos tres autores (y de varios más, igualmente apetecibles) había cartas a la venta. Para que luego digan que el dinero no da la felicidad...
 
 
 

 
 
 
Los bouquinistes del Sena
Ningún paseo a orillas del Sena está completo si no se echa al menos un vistazo a los puestos de estos libreros. Muchos parecían estar de vacaciones (o simplemente habían dejado de funcionar, el óxido de las cajas que encerraban su paradita así parecía indicarlo); otros, se han pasado a la "facción souvenir" y venden cualquier cosa susceptible de atraer al turista: chapas, posavasos, reproducciones de la torre Eiffel, carteles tópicos y típicos... Aún así, siguen quedando libreros tradicionales, que exhiben fondos de lo más interesantes. Tal vez no es el lugar para encontrar una ganga, ni para buscar libros raros y valiosos, pero yo me quedé con las ganas de tener más tiempo para husmear y más espacio en la maleta. Y sí, lector, I married him. O, lo que es lo mismo: me hice con un ejemplar de la edición de la NRF del primer tomo de A la recherche du temps perdu. (La amable librera me ofrecía la obra completa, en una edición de 1922, por el módico precio de 1.800 euros; una oferta que sintiéndolo mucho tuve que declinar).


Mi edición no es de 1922, sino de 1992,
pero ¿qué más da eso?
 
 
 
Las librerías de la Rive gauche
A pesar de que ha habido algunas bajas lamentables, las librerías tradicionales siguen gozando de una salud envidiable, a juzgar por su oferta y por el abundante público que las visita. Son además las de este barrio de estudiantes e intelectuales unas librerías con personalidad, cosa que se nota en sus escaparates y en sus mesas de novedades: se diría que se esfuerzan por tentar al lector con discernimiento y descubrirle tesoros que ignoraba. Frente al imperio de la novedad en las librerías comerciales, estas juegan a sacar todo el partido de su riqueza bibliográfica. De las que he podido visitar (siempre, ¡ay!, demasiado pocas), recomiendo L'écume des pages (por cierto, noctámbulos: abierta hasta medianoche) y la Compagnie. Esta última me dejó arrebatada con la inventiva de sus prodigiosos escaparates temáticos. Recomiendo encarecidamente a mis lectores francófonos que les echen un vistazo (muchos se pueden consultar en su web).
 
 
¿Harto de ruido? Aquí tienes un montón de libros para rodearte de silencio



Uno de mis favoritos: el escaparate dedicado a los robots.
De la ciencia a la ciencia-ficción, pasando por la filosofía



Y para entretener las tardes veraniegas, policiacos ambientados en Alemania 


Shakespeare and Company
Esta diminuta librería inglesa ubicada junto a Nôtre Dame y con una historia fascinante a sus espaldas, se ha convertido casi en una atracción turística por derecho propio (el día que yo estuve, había que hacer cola para entrar: cabe poquita gente y era necesario regular la afluencia de público). A pesar de la masificación, sigue conservando su encanto y sus estantes exhiben un excelente surtido de obras en lengua inglesa. Fuera, en la acera, los libros de segunda mano para revolver sin agobios.  Todo está pensado para que recuerdes tu visita allí: sus bolsas llevan frases literarias, te estampillan cada libro comprado con su sello, y han aprovechado para poner un café al lado mismo (que sospecho les debe dar más rendimientos que la venta de libros). Da cierto miedo que todo acabe sucumbiendo ante el turismo depredador, así que mi consejo es que la visiten cuanto antes. Mañana puede ser tarde.

 

 
Además del sello, puedes optar por que incluyan un poema
mecanografiado en tu libro (por 1 euro más)

 Una rica cosecha, que me supo a poco. París, ya saben, no se acaba nunca. Y sus librerías tampoco.