John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

domingo, 29 de octubre de 2017

LA SEGUNDA NOVELA


Escribir una novela es un trabajo largo y complejo. Conseguir, además, publicarla, más difícil todavía. Basta con preguntar a los miles de escritores que con sus manuscritos -metafóricamente- bajo el brazo, llaman en vano a las puertas de los editores. Cuando, al fin, uno de estos escritores noveles ve por primera vez su novela en forma de libro siente que ha alcanzado su meta. ¡Ha comenzado su carrera literaria! Sin embargo, la ruta hacia la gloria y la fama está plagada de obstáculos. Las primeras novelas, a menudo, pasan desapercibidas. ¿Quién se fija en un nombre desconocido cuando hay tanto escritor famoso compitiendo por la atención del público? Ese, no cabe duda, es el primer tropiezo. (Para saber más sobre las dificultades a las que se enfrentan los escritores que empiezan, recomiendo un delicioso libro sobre el fracaso editorial, que lleva el paradójico título de Éxito). Pero supongamos que -por uno de esos golpes de fortuna que ocurren a veces, o porque realmente se trata de una obra excepcional- esa primera novela que asoma tímidamente al mercado se convierte en un éxito. ¿Podemos decir entonces que el camino de su autor se ha allanado? Ni mucho menos. Triunfar con una primera novela es -o puede serlo, hay numerosos casos documentados- un regalo envenenado. Con un listón tan alto, ¿cómo cumplir con las expectativas creadas? Los hay que nunca lo consiguen y, tras un fulgurante comienzo, decepcionan a su público con las sucesivas novelas. O que se quedan tan paralizados por el temor al fracaso, que nunca más escriben o sólo lo hacen tras muchos años de silencio. Véase lo ocurrido con Arundhati Roy, cuya segunda novela ha tardado nada menos que veinte años en ver la luz. El pánico, a veces, demuestra ser infundado: Marylinne Robinson obtuvo en 1994 el Premio Pulitzer por su novela Vida hogareña; hasta 24 años más tarde no publicaría la segunda, Gilead, que, lejos de decepcionar... ¡recibió de nuevo este mismo galardón! La segunda novela, pues, es traicionera. Puede ser tu consagración, pero también la tumba de tus ambiciones. 
Conscientes de la inmensa dificultad de revalidar con una segunda novela el talento que apuntaba en la primera, en Gran Bretaña crearon hace ya algunos años un premio, el Encore Award -patrocinado por la Royal Society of Literature-, específico para segundas novelas. Según rezan sus bases, está pensado para premiar a "aquellos escritores que hayan igualado o superado el nivel de un debut excelente o que hayan sido capaces de recuperarse de un inicio poco prometedor". Como es de esperar, los contendientes cada año no son demasiados. Se publican infinidad de novelas, pero sólo un puñado de ellas son precisamente segundas novelas que cumplan con los requisitos de este galardón. Entre los premiados, hay nombres que no sólo han demostrado su valía con una segunda novela, sino que han continuado creciendo como escritores con sus sucesivas obras: Ali Smith (2002), Anne Enright (2001) o Colm Tóibin (1993) son algunos ejemplos de ello. 

Siete años después de recibir el premio Encore
por su segunda novela, Anne Enright obtuvo el
prestigioso Booker Prize

Stephen Fry, en su discurso de presentación del premio, supo poner el dedo en la llaga al decir que:
"El problema de la segunda novela es que, comparada con la primera, no cuesta nada escribirla. Si escribí mi primera novela en un mes y tardé dos años en completar la segunda, ¿cuál escribí más deprisa? La segunda, por supuesto. Escribir la primera me llevó 23 años y en ella está contenida la experiencia, el dolor, la ira, el amor, la esperanza, la invención cómica y el desespero de toda una vida. La segunda novela es un acto de escritura profesional. Por eso es tanto más difícil" 
Seguro que están ustedes dándole vueltas al asunto, intentando recordar qué segundas novelas dignas de las primeras conocen. Voy a ayudarles un poco, porque hay segundas novelas realmente deslumbrantes. Por ejemplo, Orgullo y prejuicio, de Jane Austen (que siguió a Sentido y sensibilidad); Oliver Twist, de Charles Dickens (precedida por Los papeles del club Pickwick) o el Ulises, de James Joyce (la primera novela de Joyce fue Retrato del artista adolescente). No está mal para ser unas segundonas. 

domingo, 15 de octubre de 2017

NAPOLEÓN Y LA LECTURA

El emperador en su estudio, por Jacques Louis David

Lamentablemente, parece que vivimos una época de gobernantes poco amantes de las letras, cuando no casi alérgicos a ellas. El actual presidente de los Estados Unidos -cuyo nombre prefiero no pronunciar- dice no haber leído ningún libro en los últimos años. Falta de tiempo, argumenta. Por supuesto que todos los lectores sabemos que esa no es una excusa válida. Además, muchos otros ocupantes del cargo han cultivado la lectura. Sin ánimo de comparar a ese personaje con gentes cuya estatura intelectual y política le convierten en un pigmeo, quizás le daría qué pensar  -aunque puede que tampoco tenga tiempo para reflexionar- el que figuras de tal relevancia histórica como Alejandro Magno o Napoleón fuesen grandes lectores. Del primero, es verdad, lo que se sabe está envuelto en brumas -dado que no se conserva ningún testimonio directo de contemporáneos suyos-, pero resulta plausible que Aristóteles, su maestro, le inculcase el amor por la lectura. La leyenda dice, al menos, que su autor de cabecera era Homero y que tenía siempre un ejemplar de La Ilíada cerca. De Napoleón poseemos mucha más documentación y no cabe duda de que era un ávido lector. No solo eso, también valoraba el aspecto físico del libro: el papel, la buena encuadernación, las bibliotecas... Como le sucede a la mayoría de los infectados por el virus de la lectura, la afición le venía de lejos. Según cuenta la amena obrita de Antoine Guillois, Les Bibliothèques particulières de l'empereur Napoleón (París, 1900), ya en su juventud devoró todas las obras contenidas en la biblioteca familiar de Ajaccio, y entre ellas sentía predilección por las Vidas de Plutarco y -cómo no- por Homero. Más adelante, se aficionó a Rousseau -cuyas obras pedía a un librero de Ginebra- y leyó, entre muchos otros autores, a Mme. de Staël y a Francis Bacon. Cuando, ya encumbrado al cargo de cónsul, se instaló con Josefina en la Malmaison, se hizo construir allí una hermosa biblioteca, donde reunió más de cinco mil ejemplares, sobre todo obras de historia y de filosofía, y que era su lugar de trabajo preferido. 

Biblioteca del Château de la Malmaison

Como era costumbre, hizo encuadernar todos los volúmenes en cuero, con las iniciales B y P entrelazadas en el lomo (de Bonaparte-La Pagerie, que era el nombre de la familia de Josefina) y "Malmaison " en letras doradas en la tapa. Algunos de ellos participaron, en el equipaje del general, de la campaña de Egipto. Por desgracia, esta biblioteca se dispersó, vendida en subasta en 1827, a la muerte de Eugène Beauharnais. (¡Qué no daría una por tocar alguno de estos libros, ya no digamos por poseerlo!) 
No contento con llevar consigo libros durante sus desplazamientos, le interesaba estar informado sobre las nuevas publicaciones. Así, durante la campaña de Jena, le ordenó a su secretario que redactase la siguiente misiva:
"El emperador se queja de que no recibe novedades de París. Sin embargo, le sería usted fácil enviarnos cada día dos o tres volúmenes, con el correo que sale a las ocho de la mañana."
Y es que acostumbraba a entretener los viajes y las campañas leyendo; su berlina estaba dispuesta de modo que facilitase la lectura. Cuando un libro no le gustaba, Napoleón tenía la costumbre de tirarlo por la ventanilla, de modo que podríamos decir que fue dejando un rastro de libros por Europa. Tal era su avidez lectora que hasta llegó a idear una "biblioteca de viaje" que contuviese los libros que consideraba imprescindibles y a establecer las medidas y el tipo de encuadernación que debían tener. Estos libros iban protegidos en una caja de madera, para facilitar su transporte:




Como se puede observar, la propia caja tiene forma de libro, conformando así un falso libro con muchos libros dentro. No satisfecho con este arreglo, en 1808 le dio las siguientes instrucciones a su bibliotecario:
"El Emperador desea formar una biblioteca de viaje de mil volúmenes en formato de doceavo, impresos en tipografía Didot. Es intención de Su Majestad que dichas obras se impriman para su uso personal y, para economizar espacio, no deben llevar márgenes. Deben tener entre quinientas y seiscientas páginas, y estar encuadernadas con cubiertas lo más flexibles posible. Deberá haber cuarenta obras sobre religión, cuarenta obras dramáticas, cuarenta volúmenes de épica y sesenta de otras poesías, cien novelas y sesenta volúmenes de historia, siendo el resto memorias históricas de todas las épocas."
Finalmente, este proyecto no llegó a materializarse, pero ser el bibliotecario de Napoleón no era ninguna sinecura. El emperador no sólo leía enormemente, sino que era exigente con lo que leía. Así, en una ocasión le escribe a Barbier, su bibliotecario, quejándose de que las novelas que le manda son detestables:
 "Van directas de la valija del correo a la chimenea. No nos envíe más porquerías de estas... Mande los menos versos que pueda, a menos que sean de nuestros grandes poetas."
Las peticiones Napoleón son constantes, uno se imagina al pobre Barbier corriendo de aquí para allá intentando satisfacerlas. Pero no todo son lecturas para distraerse, el emperador las emplea también para preparar concienzudamente sus campañas. Cuando está preparando la invasión de Rusia, solicita:
" Las obras más adecuadas para conocer la topografía de Rusia y sobre todo de Lituania [...] Debería asimismo disponer de todo lo que tengamos en francés sobre las campañas de Carlos XII en Polonia y Rusia."
Y, en mayo de 1812, reclama "un Montaigne en pequeño formato, que sería bueno incluir en la pequeña biblioteca de viaje". Esta biblioteca de campaña -hélàs!- ardió en su mayor parte durante la retirada de Rusia y el resto cayó en poder de los rusos. 
En momentos de zozobra como los presentes, una desearía que sus gobernantes fuesen capaces de ampliar sus horizontes y leyesen un poco más a Montaigne. Si no lo hacen, no será por falta de espacio, pues hoy todos los libros que acarreaba Napoleón caben en un Kindle. ¿O aducirán falta de tiempo, como ese otro?  Tal para cual.  

lunes, 2 de octubre de 2017

PROUST, ESE PRECURSOR



Hace un tiempo, la revelación de que existía un tráfico de reseñas favorables en Amazon -es decir, que había quien vendía, y quien compraba, esas opiniones positivas, que se suponen auténticas y no influenciables- causó un pequeño escandalo. Aparte de la obvia inmoralidad del engaño, destinado a engrosar las ventas del autor que se las agenciaba, mucha gente pensó que se trataba de una artimaña destinada a salvar del desastre a novelas que, de otro modo, no hubiesen tenido aceptación por parte del público. Cosa de escritores mediocres, vaya. Porque -según reza una opinión muy extendida- los grandes escritores no necesitan recurrir a estos expedientes. Dejemos por ahora de lado que el calificativo de "grande" solo se conquista después de una trayectoria creativa por lo general larga; nadie puede predecir cuál de los miles de escritores que hoy comienzan su carrera llegará a despuntar y cuál caerá rápidamente en el olvido. Hay quien piensa, en todo caso, que el escritor debe mantenerse alejado de los intereses comerciales. Que una cosa es el arte y otra el comercio. Algo que no tiene ningún sentido, porque los escritores -salvo algún bicho raro- lo que quieren es que les lea cuanta más gente, mejor. Y si ellos están convencidos de que su obra es buena, es justo que hagan lo posible por ampliar su público. ¿Llegando hasta el extremo de comprar criticas favorables? Sin duda, eso es ir demasiado lejos. Mas he aquí que resulta que eso es precisamente lo que hizo el gran -aquí sí no dudamos en aplicarle este adjetivo- Marcel Proust. Era cosa sabida que Proust tuvo que costear de su bolsillo la primera edición de Por el camino de Swann, al ser esta novela rechazada por los responsables de Gallimard  (quienes luego entonarían el mea culpa y se convertirían en los editores de toda su obra).

El ejemplar de Proust que sale ahora a subasta
(Foto Thomas Samson/APF)

Pero el escritor poseía muchos contactos y logró que otro reputado editor, Bernard Grasset, se la publicase, corriendo él con todos los gastos. Dado que tenía fortuna personal, eso no debió de constituir un grave problema. Es más, su presupuesto, sea cual fuese, le dio para hacer también una tirada muy reducida de lujo de la obra, impresa en papel japón, de la cual existen hoy solo cuatro ejemplares (un quinto, informa Le Monde, desapareció durante la ocupación nazi). Uno de ellos, precisamente, saldrá el mes próximo a subasta, y Sotheby's estima que puede alcanzar un precio de entre 400.000 y 6000.000 €. Una nadería. Al mismo tiempo, según informa igualmente The Guardian, lo que ha salido a la luz son unas cartas de Proust al editor de Grasset, Louis Brun, que revelan que el primero no tuvo reparo en pagar por conseguir que algunos periódicos publicasen reseñas elogiosas de su obra, redactadas por algún amigo -por ejemplo, el pintor Jacques Émile Blanche- o por él mismo (estas últimas se las mandaba a Brun, intermediario en dichas operaciones, escritas a máquina, para que no quedase rastro de su caligrafía). Unas reseñas que no eran lo que se dice modestas en su apreciación del libro: se trataría, dice, de "una pequeña obra maestra", capaz de "barrer como un soplo de viento los soporíferos vapores" del resto de novelas. Proust, ya lo ven, no pecaba de modestia. Movido por su fe en las bondades de su obra -o en la eficacia de la propaganda- pagó 300 francos (calcula el periódico británico que equivaldrían a unas 900 libras actuales) para conseguir que la novela saliese mencionada en la primera página de Le Figaro y una suma aún mayor (660 francos) por una larga reseña que apareció en Le Journal des Débats. A su manera, era un precursor. Hoy, las editoriales les asignan a sus novedades un presupuesto de marketing, sabedoras de que, no importa cuál sea su calidad literaria, cualquier libro se beneficia de una buena visibilidad.
Malo es engañar a los lectores intentando darles gato por liebre. Pero igualmente malo es menospreciar a los escritores que se esfuerzan por llegar a su público.

Retrato de Marcel Proust por Jacques-Émile Blanche