John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

domingo, 29 de mayo de 2016

¿QUÉ LEO AHORA? ITINERARIOS DE LECTURAS


Acabas de terminar un libro, o ni siquiera eso, te faltan todavía unas páginas, pero ya oteas el horizonte lector, en busca del siguiente. ¿Cuál será? Y no es por falta de libros que leer, más bien eres penosamente consciente de que jamás lograrás leer ni una pequeña parte de todo lo que se ha escrito, aunque es casi seguro que un porcentaje nada despreciable de los volúmenes que circulan por el mundo no merece tu atención: por malos, por aburridos, porque tratan de temas que no te importan. Pero, ¿y qué hay de los miles y miles que sí podrían interesarte? Cuando te enfrentas a la enormidad que se te ofrece, el problema está en elegir, y en elegir bien. Así, todos recurrimos a estrategias varias: la estantería de "pendientes", la lista (que crece y crece), pedir consejo a algún amigo de gustos afines, pasear por bibliotecas o librerías esperando que algún libro nos llame la atención... Recursos todos ellos válidos, aunque no siempre efectivos. A veces, no se trata tanto de leer cierto título del que tenemos buenas referencias, o de catar a determinado autor que aún no conocemos, sino que nos tienta algo más vago y más amplio al mismo tiempo: un tema, un personaje, una época. En ocasiones así, es cuando se echan de menos verdaderas selecciones de lecturas. Se me dirá que uno puede buscar en el catálogo de cualquier biblioteca o base de datos de las miles que alberga internet. Basta con poner la palabra clave que se desea y, voilà, tenemos ante nuestros ojos una larga lista de libros relacionados con ella. Lamentablemente, lo que estas listas poseen en cuanto a dimensión les falta en cuanto a criterio. Si los metadatos del libro no contienen la palabra que hemos empleado para hacer la búsqueda, no aparecerá citado ahí. Además, ¿cómo decirle a una máquina que uno está buscando "buenos" libros, no cualquier opúsculo que haga referencia al tema? Las listas compiladas por humanos -por ejemplo, las de Goodreads- no son mucho más dignas de confianza. Para empezar, en ellas suelen repetirse con enojosa frecuencia los mismos títulos, que vienen a ser los bestsellers del momento complementados por los clásicos que todo el mundo conoce (por algún motivo que desconozco, se busque lo que se busque, en todas las listas acaba apareciendo algún título de la saga "Los juegos del hambre"). Cuando lo que uno busca, precisamente, es que le descubran cosas nuevas, adentrarse por terrenos inexplorados, pero de la mano de alguien que sabe lo que se hace.




¿Tal vez una buena librería? Bueno, la librería puede servir de mucho, pero el orden alfabético de autores, que sin duda facilita encontrar un libro determinado, o la clasificación que ayuda a orientarse al amante de los géneros, no funcionan cuando lo que se lleva en la cabeza es, por ejemplo "me gustaría leer algo de/sobre la belle époque".  En un caso así -y conste que este es un tema de los fáciles, a veces me encuentro queriendo saber más sobre asuntos mucho más etéreos-, los buscadores te conducen a cualquier libro que lleve "belle époque" en el título (que van desde una historia de los judíos vieneses durante esa época a algo titulado Picardías de la belle époque ¡sólo para adultos!, por no mencionar una historia de los hoteles de San Sebastián, que no dudo tendrá su encanto, pero que es muy probable que no sea lo que quieres leer), mientras que una incursión en la librería te aboca a la sección de historia. Pero resulta que a mí no me interesa sólo la historia, sino también los personajes que descollaron y la literatura que se escribió durante esa época, así como la que aspira a recrearla. No hay buscador que solucione eso.  
En ciertas librerías tienen la buena costumbre de preparar, de vez en cuando, selecciones temáticas de libros. Ignoro si les dan resultado desde el punto de vista comercial, pero a mí me parecen irresistibles, porque no hay nada mejor que tener marcado un itinerario de lecturas, un camino trazado con la ayuda de un criterio certero y ecléctico. Para volver al ejemplo de antes, mi itinerario para la belle époque incluiría -por supuesto- algún libro de historia como Los años de vértigo de Philip Blom, pero también novelas con el sabor de esa era, como alguna de las deliciosas comedias de Oscar Wilde, Una habitación con vistas, de E. M. Forster, o tal vez el Chéri de Colette, sin olvidar por supuesto las obras de Proust -aunque sea esta una lectura de largo recorrido-, complementado tal vez por una biografía de Misia Sert; para rematarlo, algún libro de ahora que sabe transportarnos allí con chispeante ingenio: Las extraordinarias aventuras de Adèle Blanc-Sec, esa estupenda serie de cómics de Jacques Tardi.




¿Lo ven? No puede ser tan difícil. Estoy esperando que alguien invente la máquina perfecta para hacer itinerarios de lectura. Mientras, seguiremos agotando la paciencia de libreros, amigos y blogueros.
 

martes, 17 de mayo de 2016

ESCRITORES, AGENTES, EDITORES

       "Me gustaría que se decidiese, señor Dickens. ¿Era el mejor de los tiempos o era el peor de los tiempos? Difícilmente puede haber sido ambas cosas."
(Handelsman, The New Yorker)
 
Las complejas, y a veces tensas, relaciones que los escritores mantienen con sus editores y con sus agentes han llegado a convertirse casi en un tópico del que echan mano el cine, el teatro y alguna que otra novela, ya sea recurriendo a la imagen del editor que persigue (infructuosamente) al autor (que pasa el tiempo bebiendo o ligando junto a la piscina, como ocurría en un anuncio que circuló hace algún tiempo) para que entregue de una vez su manuscrito -por el que se supone que le habrá pagado un jugoso anticipo-, o a la otra cara de la moneda: autor pobre como una rata que le da la lata a su editor para que le adelante unos dinerillos con los que poder terminar la que será, sin duda, una obra colosal, incomparable, definitiva... Otro tópico frecuente es el agente rapaz, que maneja a los editores a su antojo, al tiempo que trata con mano de hierro a sus autores. O que es capaz de recurrir a todo tipo de estratagemas, desde el engaño a la extorsión, para conseguir un contrato para sus representados. Posiblemente existan o hayan existido en la vida real ejemplos de todos estos tipos humanos. La realidad, claro, suele ser más prosaica.
 
 
"Quisiéramos publicarlo, no hacer nada para promocionarlo y ver cómo desaparece de las estanterías en menos de un mes."
(David Sipress, The New Yorker) 
 
 
Algunos escritores han retratado estos estereotipos, o se han mofado de ellos, entre los cuales se encuentra Arnold Bennett -de quien nos hemos ocupado otras veces en este blog-, que en su libro de ensayos Books and Persons incluye estos párrafos sobre el agente literario (en 1908 nada menos, ya ven que la cosa viene de lejos):


"El autor se empeña en emplear a un Tremendo Granuja llamado agente literario, y el pobre corderillo inocente del editor sale trasquilado de sus encuentros con este canalla. Me han hablado de un editor, quien hasta ahora solía contar con los servicios de veinte jardineros en su casa de campo, que se ha visto obligado a reducir a su personal de horticultura a sólo dieciocho [...] Estoy dispuesto a ofrecer 50 libras por el nombre y la dirección de un agente literario capaz de ganarle por la mano a un editor. Conozco a numerosos editores y agentes, y aunque a menudo he conocido editores que se han aprovechado de algún agente, nunca he sabido de ningún agente literario que haya embaucado a un editor. Un agente así es muy necesario. Llevo años buscándolo. Sé de muchísimos autores que se unirían a mí para enriquecer a un agente así. Los editores no dejan de hablar de él. Casi cada vez que entro en el despacho de un editor me dicen que ese agente acaba de irse (con los bolsillos llenos de dinero ilícito). Me irrita mucho no haber llegado a encontrármelo nunca."
 

Mientras que, en 1922, Lawton Mackall habla en uno de sus cuentos de otro tipo de agente. Por cierto, Mackall abre el volumen de relatos en que se encuentra éste dando las gracias a su dentista, su sastre, su estanquero y su verdulero, con los que "aunque no han corregido las pruebas" de su libro, ha contraído una gran deuda durante su escritura. El relato en cuestión, titulado "Lucy, la agente literaria" traza el retrato de la agente que sabe bien lo que quiere y cómo conseguirlo. En este caso, el editor intenta por todos los medios rechazar la publicación de los textos del autor que ella representa; unos textos que no ha leído:


"Ethridge (ese el nombre del editor) nunca leía nada que pudiese evitar leer. Era uno de esos editores de éxito que publican gracias a que pertenecen a los mejores clubs y asisten a las fiestas adecuadas. Dedicarse a la lectura de manuscritos no era su estilo. "
 
Lucy sabe que no los ha leído y primero intenta avergonzarle para que lo reconozca, para luego alabar las cualidades de su autor:

“--¿Quieres decir que no has oído hablar de él? Pero, mi querido Ethridge! Dewar (el autor) es un hombre acomodado, vive en su finca de Maryland y escribe relatos entre cacería y cacería. Tiene mucho talento.
Omitió añadir, sin embargo, que Dewar le había ofrecido dejar que se quedase con el dinero que pagasen por sus cuentos, suponiendo que ella lograse que fuesen publicados."
 
Cuando estas artimañas no dan resultado, Lucy recurre a otros métodos:
 
"--Le diré qué vamos a hacer. Cenemos en mi estudio esta noche --continuó Lucy--. Será mucho más satisfactorio hablar sobre este asunto sensatamente, sin interrupciones.
De modo que él accedió, y ella también.
A la hora del desayuno ya habían decidido que la serie de Perth Dewar se compondría de diez relatos, incluyendo cuatro que aún no había escrito."
 


Ilustración de Lauren Stout para el libro de Lawton Mackall

Creo que hoy, como hace un siglo, muchos autores siguen buscando a ese agente que despluma a los editores, porque la mayoría de escritores -me consta- obtienen muy poco a cambio de las horas que pasan escribiendo. Pero no crean tampoco que todos los editores son como los que pinta el retrato malintencionado: muchos -me consta también- tienen que hacer malabarismos para llegar a final de mes. Por si eso fuera poco, se leen los manuscritos de sus autores. Y les aseguro que no todos son obras maestras... pero no caigamos en el estereotipo.
 
[Los textos aquí citados proceden del artículo de Dan Piepenbring en The Paris Review, "The Literary Agent of Yore, Unspeakable Rascal!"] 

viernes, 6 de mayo de 2016

LECTURA EXTREMA

(Foto: www.beeclimb.com)
 
Hace años, la gente que sentía ganas de hacer deporte se calzaba unas zapatillas y echaba a correr por el parque más cercano. Como no había demasiadas posibilidades de compararse con otros corredores -a no ser los amigos o los que trotaban al lado de uno-, había escasa presión en cuanto a tiempos o marcas a alcanzar. Uno corría, se ponía más o menos en forma y eso era todo. Pero las cosas han cambiado y la presión, propia y ajena, ha aumentado, de manera que ahora ya pocos se conforman con ser corredores (también ha cambiado el nombre: ahora se les llama runners). No, hay que superarse continuamente: correr la milla, la media maratón, la maratón...; o incrementar la dificultad del asunto con modalidades más duras como el cross-country o el triatlón. Y así, en todo. Ha llegado la hora de los deportes extremos. El más difícil todavía: barranquismo, la escalada en solo, el ironman...
Este afán competitivo parece estar, lenta e insidiosamente, trasladándose también a la lectura. Cuando lo máximo que se hacía era comentar los últimos libros leídos con un pariente o amigo, no había posibilidad ni ganas de medirse con los demás. Como mucho, observaciones del tipo "Fulanito parece que los devora", "El lento de Menganito ha tardado más de un mes en terminar esta novela", "De este verano no pasa que lea por fin la obra de X." Pero, como en el deporte, parece que no basta. En los blogs literarios florecen los retos de lectura, que cuentan con numerosas adhesiones entusiastas, desde los que funcionan por cantidad (50 libros en un año) hasta los que proponen lecturas de lo más diverso (como el reto de BookRiot para 2016, que incluye "leer el primer libro de una serie escrita por una persona de color" o "una autobiografía culinaria"). Y también surgen, cada vez en mayor cantidad, libros que dan cuenta de cómo su autor ha vivido uno de estos episodios de "lectura extrema". Pues no de otra manera deberían denominarse empeños como el de A. J. Jacobs, que se leyó los 23 volúmenes de la Encyclopedia Britannica, o Ammon Shea, que se leyó todo el Oxford English Dictionary (y dejó asimismo documentada la experiencia).
 
 
 
 
 
La lectura extrema no requiere sólo ser capaz de consumir -¿digerir?- grandes cantidades de texto, se trata de idear listas de lecturas poco comunes, a realizar dentro de un plazo de tiempo determinado. Algo, en cualquier caso, que se salga de los patrones de lectura corrientes y molientes y que suponga una cierta constricción. Así, Christopher Beha restringió su dieta lectora durante un año a la colección Harvard Classics, mientras que otros prometen limitarse a novelas del XIX, o a libros de género. ¿Más difícil todavía? Phyllis Rose, autora entre otras de una popular biografía de Virginia Woolf, es una de las personas que se han embarcado en una aventura de lectura extrema. En su caso -tal como relata en el libro que relata su experiencia (parece que buena parte de estas aventuras extremas, ya sea en el deporte o en la lectura, se llevan a cabo con la intención de hacerlas públicas), The Shelf- decidió leer todos los libros de una estantería determinada de la New York Society Library, concretamente el de los autores LEQ-LES. ¿De dónde sale esta peregrina idea?
 
 
Sala de la New York Society Library
 
Según cuenta la autora, con ocasión de haber ido a esta biblioteca en busca de un libro concreto -que no encontró- se dio cuenta de que en cambio contenía cientos de libros y autores de los que nunca había oído hablar (precisemos que se hallaba en el departamento de novelas y que dicha biblioteca, la más antigua de la ciudad, es conocida por su amplio fondo de clásicos). Eso le hizo pensar que sería interesante explorar más en profundidad sus fondos pero, en lugar de hacer como todo el mundo, es decir, picotear aquí y allí, optó por una lectura extrema: leyendo todos los libros contenidos en ese preciso estante se aseguraba, dice, de que "Nadie en la historia del mundo habría leído exactamente esa serie de novelas". Asoma así la obsesión por el récord, por hacer algo -por absurdo que sea, como ocurre con buena parte de los récords contenidos en el Libro Guiness- que nunca se haya hecho antes. Dado que la señora Rose es una escritora de demostrada solvencia, no me cabe duda de que, pese a la arbitrariedad de la empresa, la narración de sus aventuras lectoras será amena. Tal vez incluso algún arriesgado lector se anime a emularla; al fin y al cabo, si de experiencias únicas se trata, seguro que nadie ha leído tampoco el estante LET-LIB, ni los que le anteceden o le siguen...
Personalmente -y conste que me parece muy bien que cada cual lea lo que le quiera en el orden en que le venga en gana- me resultan un poco inquietantes estas nuevas modalidades lectoras. Siempre he pensado que gran parte de la dicha lectora se encuentra en la ausencia de normas, en transitar de uno a otro libro dejándose llevar por el humor del momento, el lugar o la compañía; en dejar que un libro recomiende a otro y en alternar dulce y salado.
De otro modo, impulsados por el afán de la lectura extrema, por hacer lo que nunca nadie ha hecho antes, acabaremos leyendo hasta el listín telefónico. Ah no, que eso ya no existe... Bueno, pero el esforzado señor Shea, si no lo ha leído entero, al menos ha logrado escribir un libro sobre él.