John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)
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jueves, 27 de diciembre de 2018

DESEOS LIBRESCOS 2019




Gracias a la prodigiosa producción editorial de nuestro país, los libros que una no ha leído (aún), en lugar de reducirse en número, aumentan y aumentan de forma imparable. Vértigo daría, de no ser porque una buena parte de esas novedades que tan encarnizadamente compiten entre sí por la benevolencia del lector son de poco interés para mí. (Por el bien de sus autores y de sus editores, confío en que habrá algún público para ellos, entre el que yo no me encuentro; al fin y al cabo, mis gustos son bastante raros.) Por eso, a la hora de seleccionar lecturas, confieso que mi mirada tiende a dirigirse al pasado en vez de al presente. Como dijo G. K. Chesterton, para ensalzar la lectura de los clásicos:

"Ser simplemente moderno es condenarse a la absoluta estrechez de miras; igual que gastarse el último penique que uno posee en el modelo de sombrero más reciente es condenarse a estar pasado de moda. El camino que conduce a los siglos pasados está sembrado de modernos muertos."
A menudo, hojear los suplementos literarios me produce desazón, voy pasando páginas sin encontrar nada que me atraiga (o quizás lo que no me atrae es la forma en que hablan de los libros: la crítica literaria, incluso las simples reseñas, deberían aspirar a algo más que resumir un argumento).  A pesar de ello, mantengo un ojo bien abierto ante lo que se va publicando, porque entre tanta morralla siempre hay libros que merecen atención. Y, ¡oh, alegría! hay también editores que -sin descuidar lo que de notable pueda aportar la producción actual- son capaces de rebuscar en los desvanes del pasado y rescatar joyitas literarias que habían quedado sepultadas por el alud de "lo moderno" (por emplear la terminología de Chesterton). En este sentido, 2018 me ha procurado algunas satisfacciones:  
-Tras la publicación de sus Cuentos escogidos  en 2015, Shirley Jackson ha encontrado  por fin favor entre nuestro público y estos últimos años se han ido editando sus principales obras, entre las que están La lotería, Siempre hemos vivido en el castillo, La maldición de Hill House (de la que ahora hay también una serie) y Déjame que te cuente (un compendio de cuentos y ensayos. No me cabe duda de que estas obras le procurarán un buen número de admiradores. Mi felicidad sería perfecta si se animaran a traducir también su obra autobiográfica Life Among the Savages (contrariamente a lo que podría parecer, no es un tratado de antropología, es que el apellido de su marido era Savage). 



-Editorial Minúscula ha rescatado la que para mi gusto es una de las mejores novelas cortas americanas  del siglo XX: La señora Caliban, de Rachel Ingalls.  Los amantes de las historias realistas, no se dejen amilanar por quienes hablan de ella como un cruce entre King Kong y La bella y la bestia, es una historia de amor maravillosa.



Hace cuatro años -¡nada menos!-, en fechas como estas, me hacía eco de mis deseos de que se recuperasen algunos libros notables desaparecidos del mercado tiempo ha. Entre ellos estaba El siglo de los cirujanos, de Jürgen Thorwald, que entretanto ha renacido de la mano de Ariel. 






Sin embargo, otros de mis deseos librescos aún no han visto la luz. Aprovechando que estas son épocas de buenos deseos para el año entrante, repito algunos de ellos, a ver si esta vez los hados editoriales me hacen caso:

-Los libros en mi vida, de Henry Miller. Tan inencontrable que ni siquiera en las bibliotecas de la provincia de Barcelona tienen un ejemplar. Un libro, como se pueden imaginar, para amantes de los libros, esos bichos raros. Muy personal, muy Miller, y una delicia. 




-Otro clasicazo de ausencia inexplicable, porque lo tiene todo para gustar: guerra, amor, historia... Testament of Youth, de Vera Brittain. ¡Si hasta hay una película! Pues ni por esas... 




-Por último, y ya sé que esto es sólo para fans acérrimos, pero también es uno de los libros que más me han gustado este último año (¿el que más?): The Brontës. A Life in Letters, una impecable edición de Juliet Barker. La familia Brontë en sus propias palabras, en una selección de cartas magnífica, que se lee como una novela. 





Pues eso, a esperar que los Reyes Magos, los hados del Nuevo Año o quien sea cumpla estos deseos librescos. En cualquier caso, les deseo un feliz y muy literario 2019.


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lunes, 8 de octubre de 2018

LOS ESCRITORES Y LA MUERTE


Tal vez sea que -por fin- ha llegado el otoño y con él se barrunta cercano el día de Difuntos, de tantas resonancias literarias. O tal vez simplemente se deba a que hace pocos días leí un artículo en el que se mencionaba la trágica muerte de J. G. Farrell, un autor británico hoy injustamente olvidado (como verán, sigo con mis incursiones en la revista Slightly Foxed, una mina de hallazgos para estas cosas), lo que me ha hecho pensar en otros escritores que encontraron un final inusual. Todos morimos, eso es inevitable, pero se diría que la muerte impresiona más si se produce de determinada manera, como si lo esencial no fuese que, sea como sea, uno deja de existir. Sin duda cada día se producen en el mundo muertes por causas inauditas, absurdas incluso. No obstante, hay que reconocer que hay algo de justicia poética en que un escritor, que pertenece a un gremio dedicado -en parte, al menos- a idear muertes ajenas, tenga una muerte digna de una novela. Recapitulando, me viene a la memoria unos cuantos.

Empecemos por el propio Farrell, que salió de su casa en el oeste de la costa de Irlanda un día de agosto de 1979, en un momento de su vida en que había declarado ser feliz tras varios años de sufrir adversidades, dispuesto a pescar desde su roca favorita. Allí fue arrastrado por una enorme ola, preludio de una tormenta que en los días siguientes hundiría varios barcos. Su cuerpo no se encontró hasta un mes después. Un trágico episodio que recuerda a otro ahogado ilustre anterior en varias décadas, el poeta Percy Bysshe Shelley, que pereció cuando una inesperada tormenta hundió su barco mientras atravesaba el golfo de La Spezia. En el más puro estilo romántico, la tragedia parece haber rodeado a Shelley y su entorno, pues su hijo mayor (fruto de su matrimonio con Harriet, quien a su vez había suicidado), murió fulminado por un rayo en 1826.

El funeral de Shelley, por Louis Édouard Fournier

Los fenómenos atmosféricos fueron también los responsables de la muerte del escritor austrohúngaro  Ödön von Hórvath, cuyo fallecimiento es posiblemente uno de los peores casos de mala suerte que conozco: exiliado en París, una noche de junio una terrible tormenta le pilló en la calle; von Hórvath se refugió bajo un árbol en los Campos Elíseos, con tan mala fortuna que éste, alcanzado por un rayo, se partió y le cayó encima, causándole la muerte. 

Aunque, ¿por qué conformarse con una simple tormenta, si uno puede sucumbir ante la violencia de un volcán? Es lo que le sucedió a Plinio el Viejo, que murió a causa de la erupción del Vesubio, se cree que asfixiado por los gases. Según cuentan -poseemos el testimonio de su sobrino Plinio el Joven-,  a pesar de que se hallaba a bordo de un barco y podía haber escapado, se empeñó en acercarse a la costa para contemplar más de cerca ese fenómeno -no en vano era autor de una monumental Historia Natural - y para intentar socorrer a sus amigos. 

Y luego, cómo no, están las muertes misteriosas, esas que no se sabe si sucedieron o no. En torno a la de Christopher Marlowe, el brillante pero pendenciero dramaturgo contemporáneo de Shakespeare, que se dice falleció en 1593 de una puñalada en el ojo durante una pelea, se ha fabricado toda una leyenda, que dice que su muerte fue fingida, un simple subterfugio para eludir la persecución de la justicia. La teoría más ingeniosa que recuerdo al respecto es la que sostiene Jim Jarmusch en su película Sólo los amantes sobreviven. Prefiero no desvelar en qué consiste, sólo les diré que es una película que todo amante de la literatura debería ver, así que si aún no lo han hecho, ¿a qué esperan?
De Pushkin, que murió a consecuencia de las heridas recibidas en un duelo, solo podemos decir que en cierto modo se lo buscó. Aunque se dice -posiblemente para incrementar el aura heroica del personaje- que le había manipulado el arma para que no pudiera defenderse.

Todas estas muertes, al fin, tienen un sesgo trágico que les da cierta dignidad. Pero, ¿y lo triste que resulta pasar al otro mundo por un accidente banal? Son esas cosas que pueden arruinar fácilmente la reputación de un escritor. Así, sus adeptos prefieren decir que Tennessee Williams falleció por una sobredosis de barbitúricos -es cierto que hacía generoso uso de ellos- antes que admitir lo que decía el
informe forense: que se atragantó con el tapón de un medicamente que sin duda abrió con los dientes. O la muerte, notablemente poco poética, del poeta sueco Dan Andersson, que murió intoxicado en un hotel de Estocolmo, envenenado por el producto contra las chinches que la empresa había utilizado sin tomar las debidas medidas de precaución. Seguro que cualquiera de ellos habría sido capaz de imaginar una muerte mucho más honrosa en cualquiera de sus obras.

miércoles, 30 de mayo de 2018

FANTASMAS EN LOS LIBROS

Ulises intenta, vanamente, atrapar el espíritu de su madre
(Jan Styka, 1902; gracias a El infierno de Barbusse por la ilustración)

Las apariciones de seres fantasmagóricos en las obras de ficción son tan antiguas como la propia literatura, si no más. El propio Ulises hace una visita al reino de los muertos, donde le es dado contemplar el espíritu de su madre, quien le confirma que una vez destruido el cuerpo "sólo el alma, escapando a manera de sueño, revuela por un lado y por otro". Estos espíritus de la Odisea, sin embargo, se hallan confinados en el Hades. Pero la idea de que el alma, en su levedad, puede escapar de los condicionantes de tiempo y espacio a los que estamos atados los mortales es demasiado atractiva como para no ser utilizada. Las leyendas que se cuentan al amor de la lumbre atemorizan desde hace siglos a sus oyentes con historias de muertos que, convertidos en fantasmas, rondan a los vivos exigiendo tal vez venganza, tal vez simplemente volver a una vida que dejaron demasiado pronto. El teatro -basta recordar el fantasma del padre de Hamlet- hizo buen uso de estos seres, que podían aparecer y desvanecerse a voluntad. La novela gótica, tan amante de lo siniestro, de lo oculto, de causar escalofríos, no se quedó atrás. Difícil encontrar una que se precie que no recurriese a ellos. El viento que azota los páramos de Yorkshire envuelve a los fantasmas de Cumbres borrascosas, igual que el desván del internado belga que acoge a la inocente Lucy Snowe de Villette esconde -¿tal vez?- a una monja fantasmal.  

En Villette, la obra de Charlotte Brontë, la protagonista
 ve -o cree ver- el fantasma de una monja


Dickens, poco crédulo en su vida privada -aunque se sintiese atraído por esos fenómenos, curiosidad que le llevó a hacerse socio del London Ghost Club, una de las primeras sociedades para la investigación de lo paranormal, fundada en 1862- comprendía muy bien el interés del público por aquellos seres y escribió uno de los cuentos de fantasmas más famosos -y menos terroríficos, dicho sea de paso- de su época, el Cuento de Navidad en que el avaro Scrooge es atormentado por los fantasmas hasta que decide enmendarse. Dickens no podía evitar ponerle a todo su granito de humor y hasta sus fantasmas tienen un lado cómico.




La popularidad de estas historias, que los victorianos y eduardianos devoraban con fruición, podría parecer paradójica a la luz de los avances tecnológicos de la época. Pero a la vez estos avances -que  los más ignorantes debían de considerar casi mágicos- reforzaban la creencia en mundos paralelos: si era posible, a través de unos golpecitos (código Morse) comunicarse con lugares remotos, ¿por qué no iba a ser posible (como proponían las hermanas Fox, inventoras del espiritismo), comunicarse del mismo modo con los seres del más allá? Si uno puede llevar en el bolsillo el retrato de alguien que vive a miles de kilómetros de distancia, ¿por qué no debería ser factible fotografiar los espíritus de los difuntos? Hoy, tal vez, la creencia en fantasmas es menos común, como menos ubicuas son sus apariciones literarias, aunque eso no sea obstáculo para que muchos lectores sigamos devorando con entusiasmo las inquietantes historias de Sheridan Le Fanu o de M. R. James
Aparte de estos fantasmas, fruto de la imaginación de sus autores, los amantes de los libros viejos creemos en otros, que nos parece palpar entre las páginas amarilleadas de los volúmenes antiguos: como dice Jordi Llavina en un artículo, "poseer un viejo libro significa también mantener relación con el fantasma de sus antiguos propietarios". Son estos unos fantasmas benéficos, que sin duda agradecen que alguien vivo comparta esa lectura que ellos disfrutaron años atrás. Abrir un libro antiguo, tocar las hojas que palparon antes que nosotros los dedos de una señora con crinolina o un caballero de largos mostachos nos proporciona un vínculo con ellos. Se diría que estos lectores ya desaparecidos nos tienden la mano desde el más allá. Decididamente, los fantasmas existen, y están en los libros.  

viernes, 6 de abril de 2018

BIBLIOMANCIA


Los libros, ¿tienen poderes mágicos? Si los consideramos como lo que físicamente son -un amasijo de hojas de papel impresas y encuadernadas-, y dejando de lado el mundo de la fantasía, es evidente que no. Pero lo que esas páginas contienen posee a veces (pocas, tal vez, pero dignas de tener en cuenta) un enorme valor. Hay obras que, por su relevancia, por su influencia, se han considerado dechados de sabiduría, pozos donde buscar una guía para la vida. Mucho antes de que existieran los libros, ante una decisión o una situación comprometida, los antiguos se dirigían a algún oráculo para pedir consejo. Era casi obligado pasar por la pitia de Delfos, el oráculo de Dodona o la Sibila romana antes de tomar una decisión de cierta gravedad. Aunque los vaticinios de estos oráculos no siempre eran claros; mejor dicho, eran notoriamente oscuros, para que así cada cual pudiese interpretarlos a su gusto. Porque, en fin, para eso servían, para dar respaldo divino a lo que uno ya había decidido de antemano hacer.
Por un acto de transferencia que tiene algo de misterioso, ese papel de mostrar el camino a seguir lo heredaron algunas grandes obras literarias, que pasaron a actuar ellas mismas como oráculos. Al azar, se abría el libro en cuestión y se leían las primeras líneas que aparecían ante los ojos. Luego, se interpretaba lo leído de acuerdo con la pregunta que uno hubiese formulado, una práctica conocida como sortes. Es decir, ciertas obras se vieron investidas -al menos a ojos de los que creían en ellas- de poderes mágicos. Homero, admirado unánimemente por el mundo antiguo, fue quien primero logró este estatus. Las sortes homericae fueron practicadas por Sócrates, por ejemplo. Y, aunque hasta donde yo sé no hay constancia de ello, no puedo evitar imaginar que lo mismo haría Alejandro, ya que según se dice no se separaba nunca de su ejemplar de la Ilíada. No sería extraño, pues, que le pidiese consejo de vez en cuando. Los romanos, no queriendo ser menos que los griegos, pronto entronizaron al gran Virgilio como oráculo: las sortes vergilianae se hicieron habituales y su práctica siguió vigente durante la Edad Media y el Renacimiento. Se dice que futuro emperador Adriano, mucho antes de ser proclamado como tal, recurrió a ellas para preguntar por su futuro (la corte imperial estaba plagada de peligros, ya saben). Cuenta su biógrafo, Aelio Espartano, que la profecía que obtuvo rezaba:

¿Quién es aquél que a lo lejos, ornado con ramos de olivo,
lleva objetos sacros?
Conozco el cabello y las barbas canosas del rey Romano
que con sus leyes la primera ciudad fundará,
desde la pequeña Cures y un pobre terruño
enviado a un imperio enorme.
                                            (Eneida, 6, 808-812)

Adriano interpretó -esta vez con acierto- que le estaba reservado un cargo de poder, y poco después era adoptado por Trajano. Esta vez, al menos, Virgilio obró su magia.

El emperador Adriano

Pero tanto Homero como Virgilio eran paganos, y con el establecimiento del cristianismo como religión oficial, la Iglesia no veía con buenos ojos considerar que poseían poderes adivinatorios: eso, en todo caso, sería potestad de las Sagradas escrituras. Y así surgieron las sortes sanctorum, que tenían como fundamento la Biblia. Aunque, dado que antes de  la invención de la imprenta eran raras las Biblias en un solo volumen, para estas sortes solía emplearse alguno de sus libros, generalmente Salmos, Profetas o los Evangelios. Así, en el siglo VII, el emperador Heraclio convocó tres días de ayuno público antes de consultar mediante estas sortes si debía avanzar o retroceder ante los persas. Al parecer, la respuesta fue tan poco comprometida que entendió que debía invernar con su ejército en Albania. (Desde la distancia que nos separa, es inevitable preguntarse qué necesidad había de obligar a todo el mundo a ayunar durante tres días, si el que pedía el consejo era él. Meterse con la dieta de la gente ha sido una manía recurrente a lo largo de la historia.) Ya en la Edad Media, un joven Francisco de Asís que había decidido prescindir de todos los bienes materiales, se resistía sin embargo a abandonar del todo los libros (algo que le honra, decimos); en esa tesitura, recurrió a los Evangelios para que le iluminasen. La respuesta que le dio el evangelio de Marcos (4:11) fue:
A vosotros se os ha dado el misterio del Reino de Dios, pero a los que están fuera todo se les presenta en parábolas
Francisco, Dios sabe porqué, interpretó que no debía tampoco tener libros.

Empeñados en pintarlo con libros. ¿Será que no hizo caso a Marcos?

En fin, que como ven la creencia en que ciertos libros tienen el poder de guiarnos en cualesquiera circunstancias ha tenido una larga vida. Y, como era de esperar, ha sido también utilizado literariamente. Los que hayan leído La piedra lunar, de Wilkie Collins, sin duda recordarán a un simpático personaje, el mayordomo Mr. Betteredge, cuyo libro de cabecera es el Robinson Crusoe de Daniel Defoe, una obra de la que está convencido que posee poderes adivinatorios. Esto da lugar a varias anécdotas realmente graciosas a lo largo de un libro que -a pesar del descabellado argumento que lo sustenta- sigue siendo de deliciosa lectura.

Sustos y misterios en La piedra lunar

Así pues, hay margen para creer que los libros son algo más que páginas y tinta (o bits digitales). Enseñan, divierten, y también son capaces de guiar en momentos de tribulación. Aprovechando que estoy releyendo estos días a Homero, de la mano de la loable iniciativa de El infierno de Barbusse, me dispongo a intentarlo a mi vez. ¿Qué me indicará mi Odisea? Esperemos que el divino Homero no me sugiera que renuncie a los libros. En eso, seguro, no le voy a obedecer.  


miércoles, 28 de septiembre de 2016

CATA A CIEGAS LITERARIA

 
Si sólo pudieras ver esto, ¿con cuál te quedarías?
 
¿Por qué compramos un libro? ¿Por qué ese precisamente y no el de al lado, o el de la estantería de arriba? Tal vez nos mueve el autor, el título, una recomendación de un amigo, una crítica que hemos leído... Muchas veces, sin embargo -y esto lo saben muy bien los departamentos de marketing de las editoriales- lo que precipita nuestra decisión es una cubierta atractiva, un color llamativo o un texto promocional que nos haga imaginar las maravillas que encontraremos entre sus páginas. (Sobre esos textos promocionales hay también mucho que decir, pero ya hablamos de ello en alguna ocasión anterior.) La verdadera prueba de fuego es llegar a un libro sin ninguna referencia, a pelo. Imagínense que tienen delante un libro en el que no figura el autor (o su nombre les es del todo desconocido) y carece de textos de solapa. Esto último no es tan raro, la mayoría de libros en tapa dura que se publicaban hace cien años carecían de cualquier texto aclaratorio. La misma Jane Austen se dio a conocer ante sus lectores con un volumen -Sense and Sensibility, su primera novela publicada- en el que como autor se postulaba sólo un enigmático "By a Lady". Nada de resumen del argumento, ni biografía de la autora, ni faja del editor diciendo "una novela de amor que nunca podrá olvidar". ¡Y la obra fue un éxito! (al menos para los parámetros de la época: la tirada de esta novela fue de unos 750 ejemplares, aunque hay que tener en cuenta que por entonces tiradas de 500 eran lo más habitual).
 
 
 
 
Bueno, pues si los lectores ingleses de 1811 eran capaces de apreciar una obra a partir del propio texto, sin contar con el respaldo de una cubierta bellamente ilustrada, de una campaña de marketing o de una faja promocional, ¿deberíamos nosotros ser menos? ¿Qué pensaríamos de una novela de Jane Austen si llegásemos a ella a ciegas? Por mi parte, a menudo me pregunto, ante ciertos engendros que se venden por millares por ahí, si realmente los que lo compraron han llegado a leerlo. O bien si lo han leído con las anteojeras de "esto es lo que se lleva ahora, de modo que ha de ser bueno" puestas. En el otro extremo del espectro literario, divierte a veces imaginarse qué diría un lector común acerca de algunos de los considerados clásicos si se le presentasen desnudos de toda información, de toda aura cultural que los respaldase. Quiero creer que muchos superarían la prueba -por eso se han convertido en clásicos-, aunque me queda la duda de si no habría lectores que los descartasen por aburridos o incomprensibles. Po eso precisamente son de admirar los editores -y los lectores editoriales, a quienes con frecuencia les toca hacer una primera criba- que, delante del manuscrito de un autor desconocido del que no poseen ninguna referencia, son capaces de ver un talento, una promesa, y apostar por ella.
Sea como fuere, sujetarse de vez en cuando a estas "catas a ciegas" literarias me parece muy saludable. Sólo que cada vez es más difícil llegar a un texto virgen de toda referencia. Dándole vueltas a este asunto, me topo con el curioso juego que propone una librera de Pamplona (Deborahlibros, no dejen de visitar su blog): presenta una serie de libros envueltos, y le da al lector sólo una referencia genérica ("Viajes", "Novela histórica"), aunque no se ha atrevido a prescindir de toda explicación -su oficio, después de todo, es vender libros, y no sabemos si hay tantos lectores dispuestos a tirarse a la piscina- y lo condimenta con un breve texto escrito por ella. Una original iniciativa, que yo de ustedes no me perdería si están por allí.
 
 
 
 
 

martes, 6 de septiembre de 2016

LA LITERATURA EN LA ESCUELA

 
Comienza septiembre -aunque más parece el fin del mundo, a juzgar por los calores que tenemos que soportar- y se avecina, un año más, el retorno a las aulas. Pienso que soy afortunada de no tener que vérmelas con un aula llena de adolescentes atentos únicamente a sus móviles (siento tremenda admiración por los esforzados profesores que aún así logran interesarlos en las materias que imparten) y, sobre todo, me alegro enormemente de no tener que enseñarles un programa impuesto desde arriba y pensado más para aprobar cursos que para transmitir el gusto por descubrir nuevos saberes. Porque en eso debe -o debería- consistir la enseñanza, en estimular la curiosidad de los jóvenes y hacer que quieran saber más: más ciencias, más matemáticas, más lengua(s), más historia, más literatura... Literatura, ¿y cómo se enseña eso? No me refiero a inculcar el gusto por la lectura -eso es una guerra aparte, de la que ya se han ocupado muy bien personas más autorizadas que yo, como Daniel Pennac-, sino a lo que es propiamente el cometido de la asignatura de literatura, es decir, ofrecer una panorámica de la evolución de la literatura española y universal (occidental, más bien, dado que otras culturas están escasamente representadas). Espero y deseo que la didáctica de esta materia haya evolucionado desde mis días de estudiante, porque en mi recuerdo era un perfecto disparate que no entiendo cómo no me desanimó de la literatura para el resto de mis días. Consistía la cosa en estudiarse un manual lleno de nombres y fechas, que no se relacionaban para nada con los textos a los que aludía. Como mucho, a esos literatos ilustres cuyos nombres y obras estábamos obligados a memorizar se les calificaba con algún adjetivo -que debía servir, imagino, para diferenciar su producción de la de otros colegas suyos-: "autor satírico", "moralista" o "realista", según los casos. Hilando más fino, al analizar la trayectoria de ciertos autores insignes, se llegaba a distinguir entre distintas etapas de su producción, lo que naturalmente no revestía el más mínimo interés para los sufridos estudiantes, pues ¿qué nos podía importar si Fulanito comenzó su carrera escribiendo poemas amorosos, pasó luego a componer dramas románticos para desembocar al fin en las novelas de capa y espada? Sin haber leído nada del tal autor, ni haber tenido ocasión de seguir su evolución a través de los propios textos, lo único que podíamos hacer era memorizarlo cual papagayos. De este revoltillo de nombres y títulos, una gran parte cayó directamente en el olvido, y otros permanecieron agazapados en algún recoveco de mis neuronas, en especial aquellos ligados  a ciertas peculiaridades que los hacían memorables. (Aún ahora, en los momentos más absurdos, soy capaz de rescatar el título de una de las comedias de Terencio, el autor romano, que lleva el nombre de Heautontimorumenos. Es de esos nombres que, una vez memorizados, es difícil olvidar.)  Creo recordar que esta dieta memorística se combinaba con algunas lecturas "obligatorias" -la sola palabra ya echa para atrás- que sin duda querrían abarcar hitos importantes de la historia de la literatura, pero que eran francamente poco adecuadas para mentes juveniles. Por lo que me cuentan mis amigos profesores, en los años transcurridos desde entonces, el sistema ha mejorado algo, pero no lo suficiente.  
 
 
Los autores que llenaban los manuales eran (aún lo son, imagino) para los estudiantes no sólo lejanos en el tiempo y el espacio, sino casi extraterrestres. Nos miraban desde su pedestal, convertidos en seres de cartón piedra, carentes de todo atractivo y desde luego sin nada que nos incitase a sentir curiosidad por ellos. Topo precisamente ahora con un texto de Carmen Martín Gaite -contenido en su libro El cuento de nunca acabar- que lo explica perfectamente:
...al tiempo de instarle a escribir o antes, al niño le leen y seleccionan textos de escritores a quienes se encomia encarecidamente, en oposición a otros que se desaconsejan por frívolos o mediocres (...) Nos los presentan como artífices de un producto cultural cuyo ejemplo encoge y desalienta, no como seres de carne y hueso que tuvieron una infancia y un duro aprendizaje como el nuestro, no se nos cuenta si se desesperaban o no, de qué hablaban con sus hermanos y amigos, cómo era su colegio ni cómo hicieron para aprender a escribir de esa manera, ni porqué esa manera es buena y no son buenas otras (...) El texto literario se nos ofrece como un bloque distante y homogéneo, poco acorde con la levadura de ebulliciones que su lectura promueve. La calidad de un texto, como la de un relato oral, se mide por su capacidad de sugerencia, es decir, por el texto paralelo capaz de engendrar en el lector u oyente.
 Ojalá que en las aulas, hoy, sea posible conseguir que algún alumno se emocione con las hazañas de Aquiles o las gestas del Cid, o comprenda lo que es la belleza a través de un soneto de Garcilaso. Accediendo a ellos directamente, movido por la curiosidad y por las ganas de dejarse arrastrar a un mundo desconocido. Unos descubrimientos que, si los hace por su cuenta, le acompañarán para siempre. Como dice Martín Gaite, "descubrir por su cuenta y riesgo los vericuetos que le llevan de verdad a ese castillo de la letra impresa y encontrar él solo la clave de acceso a sus estancias".
 
 
 
 
 

viernes, 29 de abril de 2016

EL HOMBRE DE LA MANCHA



Como todos saben ya sin duda, se conmemora este año el 400 aniversario de la muerte de don Miguel de Cervantes  (o Cerbantes, como firmaba él) Saavedra. Magno acontecimiento y ocasión singular para homenajear a este genio de las letras. Vaya por delante que yo creo poco en los fastos oficiales y, en mi opinión, la mejor manera de pagar tributo a un autor es simplemente leer y apreciar su obra, que constituye su legado inmortal. Pero en fin, que nunca es malo lo que sea que contribuya -de un modo u otro- a acercarnos a un gran escritor. Para conmemorarlo debidamente, nos hemos apresurado a montar eso que tanto gusta y tan bien suena, una Comisión Nacional, llena de presidencias de honor y vicepresidencias, que sin duda se ha estrujado las meninges para sacarse de la manga todo tipo de actividades con sabor cervantino. Movida por la curiosidad -y también, porqué no decirlo, un tanto escamada por ciertas celebraciones vistas hasta ahora, como la que tuvo lugar en el Congreso de los diputados, que me pareció rozaba el ridículo-,  me he tomado la molestia de leerme el programa de actividades, y bucear un poco por su web (de diseño cuidado y limpio, se agradece).  
Ciertamente, el programa de actividades es amplio y abarca diferentes ámbitos. Nada menos que 68 páginas que reúnen más de cien actividades (aunque yo no las he contado, la verdad). Hay, por supuesto, muchas iniciativas interesantes, tanto en exposiciones -a destacar la que visité recientemente en la Biblioteca Nacional- como en artes escénicas o música. Para mi gusto, se abusa de esa moda que amenaza con convertirse en una plaga, esas lecturas continuadas de El Quijote que  abundan por todos lados. Este año, parece que se va a leer por todo el orbe, de Malasia a Camerún. Rizando el rizo, en Australia se han inventado una modalidad que va más allá, y que el programa de actividades describe así:
 
Dinero para leer. Dentro del proyecto del colectivo mmmm.tv,  Dinero para leer consiste en ofrecer una ayuda a un ciudadano australiano por leerse El Quijote íntegro, cumpliendo un horario laboral, frente a una cámara web que retransmitirá en todo momento el proceso de lectura. Las solicitudes de la ayuda se harán a través de la página web de la embajada, rellenando un cuestionario en el que los solicitantes habrán de responder a las preguntas: «¿Por qué motivos te leerías el “Quijote”?» y «¿Por cuánto dinero te leerías El Quijote?».
 
 Me pregunto cuánta gente se habrá presentado y cuánto habrán pedido por leerlo. No sé yo si que te paguen por leer se puede llamar estrictamente "fomento de la lectura"... En fin, que hay de todo y para todos los gustos, desde un concurso de grafiti cervantinos a otras actividades creativas, como el Ínsula Barataria Paca Project, una intervención urbana consistente (dice textualmente el programa) "en la construcción efímera de estructuras arquitectónicas mediante pacas de paja con distintos tratamientos, formas y funcionalidades", aunque la relación que eso pueda tener con don Miguel sea bastante tenue. Y todo huele un poco a improvisación, como el que en el programa figuren tantas actividades con la mención de "fechas por determinar". Es de temer que algunas de ellas no lleguen a materializarse y puedo dar fe de que al menos es así en un caso, y no menor. Casualmente, hoy Radio Nacional ha tenido la idea de emitir el musical de Mitch Leigh, con libreto de Dale Wasserman, El hombre de la Mancha, del que todos recordamos el ya clásico tema "El sueño imposible".
 
 
 
 
Sin duda este año cervantino era una ocasión de oro para hacer una reposición de esta obra en nuestros escenarios. Lo primero que he hecho es comprobarlo. Y sí, figura en el programa, del que se dice que "se estrenará en el Gran Teatro del Liceo en agosto de 2016". Lamentablemente, de eso nada. La web de Stage Entertainment, la productora que debía llevarlo a escena, comunica que han debido cancelar el proyecto por falta de interés. 
 
Otra ausencia que me parece llamativa, sobre todo teniendo en cuenta que en la citada Comisión Nacional figuran vocales de todas las comunidades autónomas, es que en alguna las actividades cervantinas programadas son iguales a cero. El mapa interactivo que nos facilita la citada web permite constatar  que ni en Galicia, en Euskadi, en Navarra, Cantabria, ni en La Rioja hay al parecer actos previstos (¿o no tienen la entidad suficiente como para aparecer reseñados?). En Barcelona -recordemos, ciudad cervantina- lo único que figura en el mapa es una "Edición especial de las obras de Miguel de Cervantes" a cargo de la colección Austral. Triste, la verdad.
 
En fin, si bien me parece que un país tiene el deber de honrar a sus literatos, creo que a don Miguel, a quien la fama y la fortuna le fueron tan esquivas, no le extrañaría tanto ver cómo son hoy las cosas.
 
 

miércoles, 6 de abril de 2016

LAS EDADES DE LA LECTURA



¿Son los libros que leímos hace años realmente como creemos que son? Como el libro está ahí, aparentemente inmutable, con sus letras, sus líneas, sus párrafos, sus páginas... los lectores tendemos a creer que siempre es el mismo libro, no importa cuándo lo hayamos leído o lo pensemos leer. Olvidamos, claro, que no hay libro si no hay lector: todas esas letras, líneas, párrafos, etc. no son nada sin la experiencia del lector que los capta, los comprende y los filtra de acuerdo a su entendimiento. No hay un libro, hay tantos libros como lectores. Por si fuera poco, los propios lectores no son siempre el mismo lector, de ahí las inmensas sorpresas que a menudo deparan las relecturas. Créanme, no es lo mismo leer Guerra y paz a los dieciséis que a los cuarenta y seis años.
Recientemente, tuve una experiencia que corroboró este extremo: leyendo la reseña hecha por un bloguero amigo de uno de los libros que marcaron mi juventud, El corazón es un cazador solitario, me di cuenta de que buena parte de lo que contaba no me sonaba en absoluto. Con asombro y cierto horror, descubrí que mi yo lector de entonces sólo había registrado una parte de la historia. Por supuesto, la que a mí en esos momentos de mi vida mi importaba; el resto, se había esfumado de mi recuerdo porque -sospecho- nunca le presté mucha atención.
Esto me ha llevado a reflexionar acerca de cómo en cada etapa de la vida se lee de una manera distinta. Generalizando, diría que puedo distinguir tres grandes etapas lectoras:


 
 1. La niñez. Magia y fascinación.
Como los primeros amores, las primeras lecturas son lo más maravilloso que a uno le puede suceder. En esta etapa de descubrimiento -¡hay otros mundos!- la frontera entre lo real y lo ficticio es tenue. Lo que uno busca es la fascinación de la novedad, la aventura, lo desconocido. Todo es creíble, todo parece posible. No hay barreras entre lector e historia: "somos" alternativamente el Gato con Botas, la Cenicienta o Robinson Crusoe. Seguramente la lectura de la infancia es la que más se ajusta a la idea de "perderse en las páginas de un libro". Lectura inmersiva.



En un orfanato, Lübeck (detalle), de Gotthard Kuehl
 2. Adolescencia y juventud. Modelos y respuestas.
Si en los primeros años leemos olvidándonos de todo, los muchos interrogantes que suscita la adolescencia, esa edad en que todo -empezando por el propio cuerpo- parece volverse extraño y hasta peligroso, incitan a buscar respuestas en la lectura. Los libros, así, se convierten en posibles modelos, claves para entender el mundo y para entenderse a uno mismo, pautas de conducta para tratar con los demás.  Durante esta etapa, leemos sobre todo buscando un reflejo, una imagen que poder aplicar a nuestra vida. No es raro pues que a los adolescentes les gusten los libros que tratan de adolescentes tan desorientados como ellos -véase El guardián entre el centeno-, o el absoluto éxito de la novela romántica entre las jovencitas, que parecen responder -cierto que de manera idealizada y poco realista, como uno comprueba más adelante- al gran interrogante de qué es el amor y cómo conseguirlo. Durante estos años de exploración intelectual y afectiva, la lectura funciona como una especie de mapa en el que vamos buscando pistas.
 

A Good Read, Sally Strand
 3. Madurez. Análisis y disfrute.
Una vez han pasado las turbulencias -cierto que algunas personas nunca las dejan atrás, y por eso quedan varadas en la lectura-búsqueda; tal vez eso explique el tirón de los libros de autoayuda-, una mayor estabilidad nos permite también leer de otro modo. Ya no nos buscamos a nosotros mismos, sino que somos capaces de buscar al otro. Es decir, comprendemos al fin que detrás de la historia que nos cuenta cada libro hay un autor y una intención. Que esa intención puede ser muy simple, pero también muy compleja. Que pueden haber distintos niveles de interpretación. Que uno se puede dejar arrastrar por el encanto de una historia, pero también mirarla desde cierta distancia y analizar cómo está hecha, compararla con otras. Estas operaciones, además, enriquecen nuestra capacidad analítica y nos enseñan a establecer categorías, a disfrutar de la obra bien hecha. Una mayor experiencia de la vida y de las personas hace que nos maravillemos cuando lo que el libro refleja parece ser la vida misma, y resultemos defraudados cuando los personajes parecen estar hechos de cartón piedra. Sabemos qué es lo que nos gusta pero también porqué nos gusta. Podemos ser testigos y cómplices a la vez.

Diría que estas etapas son ineludibles, pero también positivas. Parte del proceso de crecer, de aprender, de vivir. Un adolescente nunca podrá leer Crimen y castigo como un adulto y si a los cuarenta años se te caen de las manos los libros de Enid Blyton que devoraste de joven la culpa no es de ellos: es que tú ya no buscas en ellos un modelo de comportamiento. Por eso los buenos libros, entre ellos los clásicos, lo son porque tienen algo para cualquier edad.
 

miércoles, 13 de enero de 2016

LA VERDAD SOBRE LA BELLA DURMIENTE



Los ingeniosos chicos de Google le dedicaron ayer un bonito doodle al aniversario de Charles Perrault. Unos dibujitos, como podrán apreciar, de lo más colorido e infantil, persuadidos sin duda por la magia del universo Disney de que el señor Perrault narraba unas bonitas historias pobladas por princesas de rubios cabellos, príncipes apuestos y gatos calzados con elegantes botas, en las que el Mal era vencido y el Bien triunfaba invariablemente. Craso error. Los cuentos de Perrault -como los de Grimm unos años más tarde- se inspiran en su mayoría en leyendas tradicionales y todos sabemos lo mucho que al vulgo le ha gustado desde siempre lo cruento y lo macabro. Vaya, que lo que Perrault hizo es una versión para la nobleza y la alta burguesía de su tiempo de lo que en otros lugares eran los romances de ciego. Por supuesto, aderezados con la correspondiente moraleja, que permitía a sus lectores refocilarse con tranquilidad en los detalles más truculentos, sabedores de que la conclusión moralizante borraba todo pecado.
 
 
Tal que así, no hace tanto, se arremolinaba
el pueblo para escuchar historias truculentas
 
Personalmente -Bruno Bettelheim y otros pedagogos insignes está conmigo en esto- pienso que no hay nada más devastador para la formación de los niños que esas azucaradas versiones Disney de los cuentos tradicionales, unas versiones que fomentan una visión irreal de lo que es la vida, cuando desde siempre los cuentos han sido un pozo de sabiduría tradicional donde aprender a través de ilustrativos ejemplos cómo son las cosas por ahí afuera. Los cuentos de Perrault, en su versión íntegra, resultan una lectura de lo más aleccionadora, tanto para niños (si dudan, piensen que después de lo que ven en internet los críos, ya nada puede asustarles) como para adultos. Como ejemplo, ahí van unas cuantas muestras de la auténtica La bella durmiente, con detalles que seguro ignoraban.
De entrada, los padres de la Bella durmiente -que aun no era durmiente, claro- invitaron a su bautizo a siete hadas -"fueron todas las que se pudieron encontrar en el reino": Perrault está lleno de comentarios así, llenos de un humor soterrado; digo yo que el reino no sería muy pródigo en estos seres mágicos- y les regalaron a cada una un estuche de oro macizo con cubiertos de oro y rubíes dentro; pero se presentó un hada vieja a la que habían olvidado invitar (no salía nunca de su torre) y, como para ella no había estuche, se molestó. Quién no. De ahí que pronunciase la maldición de que la niña se pincharía con un huso y moriría (sentencia luego conmutada, gracias a otra de las hadas, por la de un sueño de cien años).
 
Ilustración de Alexander Zick
 
Cuando, inexorablemente y a pesar de todas las precauciones, la princesa se pincha y cae dormida, los padres mandan llamar al hada buena, pero como se encuentra muy lejos, envían en su busca a un enano con botas de siete leguas -lo de las botas es muy francés, luego nos asombramos de que Flaubert fuese un fetichista del calzado femenino- y el hada se presenta en un "carro de fuego tirado por dragones". Sería buena, pero algo de susto sí daba. Ni corta ni perezosa, procede a sumir en un profundo sueño a todos los habitantes del castillo (menos sus padres), no fuese que al despertar la princesa se encontrase sola y sin nadie que la sirviese. Incluidos los mastines, los caballos e incluso "los faisanes y perdices que se asaban en las cocinas". Total, que cien años después un príncipe que va de caza pregunta qué hay en ese bosque tan espeso. Las respuestas que le dan son variadas: un castillo lleno de espíritus; un lugar donde los brujos de la región celebraban sus sábat; un ogro que roba todos los niños que puede para comérselos a gusto... hasta que uno menciona a una princesa dormida y el príncipe, "impelido por el amor y por la gloria" se interna en el bosque para rescatarla.
 
 
Así lo vio Doré
 
Ahora viene lo del beso, dirán. Pues no, en la versión original el príncipe todo lo que hace es arrodillarse, tembloroso, junto al lecho de la princesa, que acto seguido se despierta. Y -otra de las salidas humorísticas de Perrault- le dice:  "¿Sois vos el príncipe? ¡Os habéis hecho esperar mucho!" El príncipe, lejos de achantarse por este recibimiento, cae rendido de amor y ambos se ponen a hablar durante más de cuatro horas (Perrault es específico en eso) de esas cosas que hablan los enamorados. Entretanto, el resto del palacio se ha despertado y "como no estaban enamorados, se encontraban muertos de hambre". La dama de honor, impaciente, les interrumpe anunciando que la carne está en la mesa. ("Menos cháchara, tortolitos", sería la versión pedestre). A partir de ahí, la cosa se pone de verdad interesante. He aquí que el príncipe, -que se apresura a contraer matrimonio con la princesa para (imagino) compartir su lecho- regresa a su casa solo y miente a sus padres diciéndoles que se ha perdido cazando. Desde aquel día, sus expediciones de caza menudean (la madre, como todas las madres, sospecha e intenta sonsacar al hijo, pero este no suelta prenda, en especial porque "la teme, ya que, aunque la quiere, era de la raza de los ogros y cuando veía pasar junto a ella a niños pequeños, le costaba retenerse para no abalanzarse sobre ellos"; vaya pieza...)
 
 
Los ogros comeniños, todo un clásico de la literatura universal
 
La cosa dura dos años, durante los cuales la Bella durmiente tiene dos hijos con el príncipe, a los que llaman Aurora y Día. Pero entonces el rey muere y el príncipe, convertido en rey, se decide a revelar su secreto y lleva consigo a su mujer y sus hijos a palacio. ¿Colorín colorado? No, por supuesto. El ahora rey tiene que partir a la guerra y deja como regente a su madre. Esta aprovecha para dar rienda suelta a sus instintos y tiene esta estupenda conversación con su mayordomo:
 

« -Mañana quiero comerme para cenar a la pequeña Aurora
— ¡Ah, señora! -dijo el mayordomo…
— Lo quiero -dijo la reina (y lo dijo en un tono de ogresa que siente deseos de comer carne fresca)- y quiero comérmela con salsa Robert. » *
(Observen de nuevo el impagable toque francés, ¿quién sino precisaría el tipo de salsa?)
 
Total, que el buen mayordomo la engaña y le prepara un corderito en su lugar, y lo mismo hace cuando la reina quiere comerse a Día y luego a su madre (con esta última tiene más dificultades para encontrar quien la sustituya, porque "habiendo dormido cien años, su piel era más correosa". Siempre el toque mundano de Perrault). El plan de la reina madre es decirle al rey cuando regrese que los lobos se han comido a su mujer y a sus hijos. Pero un día, paseando por el patio, oye llorar a un niño: es el pequeño Día, que llora porque su madre quiere azotarlo por haberse portado mal. (Por aquel entonces aún no estaba prohibido fustigar a los niños, más bien se suponía necesario.) Furiosa por el engaño, decide arrojar a los tres a un barril lleno de víboras, sapos y culebras, añadiendo de paso al mayordomo, a su mujer y a su criada. Por fortuna, en ese momento llega el rey y la reina, ofuscada, se tira de cabeza en el tonel, donde es devorada por las bestias. El rey "no deja de estar enfadado, pues se trataba de su madre; pero pronto se consuela con su bella mujer y sus hijos". (Una madre es una madre... por muy ogresa que sea.)
¿Y cuál es la moraleja? ¿Que no hay que comerse a los niños? No: vean lo que extrae Perrault como conclusión:
 
La fábula parece querer decirnos
que los agradables lazos del himeneo
 no son menos felices por haber sido retrasados
 y que no se pierde nada por esperar.
 
Ahora, no me dirán si no es mucho mejor esta versión, que tiene de todo -sangre, sexo, crueldad- que las modernas y edulcoradas. Educativa, en serio.  
 
Herbert Cole (1906)
 
 *No he podido evitar la tentación de averiguar de qué está compuesta esta salsa. Tiene buena pinta: cebollas, vino blanco, pimienta... Adecuada para carnes, sin duda. No era tonta la ogresa.
 

lunes, 24 de agosto de 2015

LEER EN PÚBLICO


 
 
Igual que, a salvo  en la intimidad del hogar, uno se permite actos que la educación y el decoro le impiden llevar a cabo en público, también hay libros con los que uno preferiría no ser visto. O no al menos por desconocidos. Y es que leer en público, incluso el mero hecho de llevar bajo el brazo un libro determinado, nos define a ojos de los demás. Lo explica muy bien Alberto Manguel:
"Una prima lejana tenía muy en cuenta que los libros pueden funcionar como emblemas, como signos de alianza, y siempre elegía el libro que llevaba de viaje con el mismo cuidado con que escogía su bolso de mano. No viajaba con Romain Rolland porque pensaba que le hacía parecer demasiado pretenciosa, ni con Agatha Christie porque le hacía parecer demasiado vulgar. Camus era adecuado para un viaje breve, Cronin para los largos; una novela policiaca de Vera Caspary o Ellery Queen estaba bien para un fin de semana en el campo; y una novela de Graham Greene para viajes en barco o en avión."
 
Por supuesto, no es concebible emprender un viaje -sea este largo o corto- sin haberse provisto de alguna lectura. Pero, tal como muestra el delicioso ejemplo de la prima de Manguel, hay que ser prudente al elegirla. Un paso en falso y puede que hayamos de sufrir durante todo el trayecto la mirada de desprecio del hipster que se sienta a nuestro lado, que seguramente considera que leer a Galdós es  de lo más anticuado. (Aunque, por otro lado, entra dentro de lo probable que no sepa quién es este señor.) El mismo impulso que nos lleva a juzgar a los demás por la ropa que llevan, o por su peinado, hace que les encuadremos en determinada categoría de acuerdo con el libro que van leyendo.
Así que a veces los lectores debemos, como la previsora prima, ejercer cierta censura sobre nuestros gustos para no ser tachados de cursis, o de esnobs o de cualquier otro adjetivo del cual no creemos ser merecedores. Recuerdo perfectamente un viaje en avión en compañía de un colega de trabajo que se me hizo eterno porque el libro que llevaba en mi bolso -mi lectura de esos días, que ardía en deseos de reanudar- era la Anábasis de Jenofonte. Durante la hora y media que duró el vuelo, estuve debatiéndome entre las ganas de sacarlo y enfrascarme en su lectura -que, además, me hubiese permitido ahorrarme la anodina conversación de mi compañero- y las pocas ganas de responder las preguntas que anticipaba si lo hacía -¿qué es eso que lees? ¿de qué va? ¿griegos antiguos?-, que además me temía que desembocarían en una mirada de incomprensión. (Sí, ya sé, hubiese debido aclararle que no es más que una apasionante novela de aventuras, el relato de un grupo de mercenarios que, fracasados en su misión y aislados en territorio enemigo, intentan por todos los medios regresar a su casa. Una trama digna de Hollywood.)


 
 
Por otro lado, no hay cosa más entretenida que intentar adivinar algo de las personas que leen en público a través del libro que sostienen entre las manos. A menudo, el personaje y su libro entran dentro de lo previsible. Parafraseando a Manguel, podríamos decir que el emblema responde a lo que son. Pero, de vez en cuando, uno descubre una pieza que no encaja: un señor canoso y trajeado que va leyendo una novela gráfica, una chica rapada y llena de tatuajes que lee a Jane Austen... Rarezas que resultan refrescantes entre el mar de bestsellers de ayer y de hoy que devoran la mayoría. Aunque... tal vez los estemos juzgando mal. ¿Quién dice que esa chica que parece tan interesada en La catedral del mar no es en realidad, en privado, fiel lectora de Jonathan Franzen?

 

domingo, 22 de marzo de 2015

UNA PRIMERA EDICIÓN

Aún ando medio turulata (me encanta la palabra, con su sabor antiguo, como de TBO) por el impacto que me ha producido un diálogo pillado por casualidad. No se trata de un diálogo cualquiera, sino de un fragmento de una película de Hollywood. Protagonizada por Jennifer Lopez. Y en la que aparecen libros (bueno, un libro, enseguida comprenderán por qué no creo que figuren más). ¿A que solo la idea resulta ya chocante? Hasta ahora -y tendrán que esforzarse mucho para superarlo- es mi candidato preferido a disparate del año. Según me ha parecido entender, la cosa va de que Jennifer es cortejada por un jovencito que quiere deslumbrarla con su cultura. Para ello, aparece de improviso en su casa con un regalo muy original: un libro. Más o menos, el diálogo dice así:
--¡Oh! La Ilíada. ¡Y es una primera edición! Ha debido costarte muy caro...
(Jovencito, intentando quitarle importancia al asunto): 
--No, qué va. Lo compré en un mercadillo por un dólar.
¿Una primera edición de La Ilíada? Firmada por su autor, imagino... ¿Pero qué clase de guionistas y/o asesores tiene esta gente? Los principales culpables, por supuesto, la guionista, Barbara Curry (que dice haber estudiado derecho, pero a quien el paso por la Universidad no parece haberle aprovechado mucho) y el director, Rob Cohen. Pero también todos los demás, del primero al último: ¿se gastan millones en una película, en la que participan cientos de personas, y entre todos no hay nadie capaz de decirles que eso es un disparate colosal? Para mayor recochineo, he podido averiguar que se supone que Jennifer (a quien en el tráiler correspondiente vemos todo el rato corriendo por el bosque, con ropa ajustada y marcando músculo) es nada menos que ¡profesora de clásicas! Otro cero para quien sea que haya hecho el casting. desde luego. Pero, ya que estamos en el terreno del humor más delirante, creo que a ese diálogo le falta una coletilla:
--¡Oh! La Ilíada. ¡Y es una primera edición! ¡Qué ilusión me hace, no lo había leído!
Claro que si la táctica el jovencito en cuestión para ligar consiste en regalarle un ejemplar de La Ilíada a una profesora de clásicas, este chico promete. ¡Y qué fiera esta Jennifer, que sin abrir el libro ni nada, adivina que se trata de una primera edición, por supuesto en inglés!

Sospecho que el libro que lleva este joven (Ryan Guzman es el nombre del actor)
es La Ilíada en cuestión. Nadie diría que tiene varios milenios de antigüedad, ¿verdad?
Ah, ¿que el original no era en inglés, sino en griego? ¡Malditos griegos! ¡Qué ganas de complicarlo todo!
 

martes, 16 de diciembre de 2014

RESCATA UN LIBRO POR NAVIDAD


Instalación de José Ignacio Díaz de Rábago, a partir de libros desechados de bibliotecas

Se supone que las Navidades son esa época del año en que uno se siente lleno de buenos deseos. Hora de hacer el bien y de ayudar al prójimo (la prueba, los continuos asaltos que sufrimos por la calle y en nuestros hogares para que contribuyamos a las más diversas causas). Hay obras benéficas para todos los gustos: ayudar a los ancianos, a los niños, a los afectados por un tifón, a los que padecen enfermedades raras, a los animales... de modo que, si son lectores y el espíritu navideño ha calado en ustedes, ¿por qué no rescatar un libro? Encima, no les costará ni un céntimo. Y el beneficio obtenido puede ser enorme.
He de decirles que yo misma lo ignoraba todo acerca de esta "operación rescate" hasta hace muy poco. Gracias al blog de una simpática bibliotecaria he podido saber que, ante la escasez de espacio, muchas bibliotecas se ven obligadas a hacer limpiezas periódicas. Y que el criterio empleado para eliminar (eufemismo para mandarlos al vertedero o a la destrucción) los volúmenes sobrantes es ni más ni menos el tiempo que hace que ese ejemplar no se presta. Ergo, cuanto más tiempo lleva un libro sin ser pedido en préstamo, más posibilidades tiene de acabar en la basura. Así, es inevitable que se pierdan obras fuera de circulación por el simple pecado de que el autor ya no está de moda -¿es preciso recordar que muchos autores hoy respetados perdieron durante años el favor del público, para ser recuperados tiempo después con honores?-, de que el tema es minoritario, o cualquier otro motivo banal. Muchas veces, incluso, el problema es de comunicación. No se pide un libro porque nadie nos ha hablado de él, y no se habla de él porque, como no está en el mercado, casi nadie lo ha leído. Un pez que se muerde la cola. Bien, pues algunos bibliotecarios heroicos se lanzan a la tarea de rescatar estos libros condenados, y piden en préstamo aquellos ejemplares que más olvidados están en sus estanterías.
Creo, queridos bibliómanos, que esta es una empresa que merece que todos nos volquemos en ella. De modo que les propongo que estas Navidades rescaten un libro: vayan a su biblioteca y pidan en préstamo a uno de estos pobres olvidados. Por si les da pereza, se lo voy a poner aún más fácil. Sin romperme la cabeza, he podido detectar unas cuantas obras realmente notables que hace años que están desaparecidas del mercado y que sólo se pueden encontrar en bibliotecas o -con suerte- en alguna librería de segunda mano. Ahí van mis sugerencias, todas calurosamente recomendadas:
 
 
 
 
Jürgen Thorwald-El siglo de los cirujanos
Un "must" para aficionados a la historia de la medicina, y para médicos, por supuesto. Después de leer esta amenísima historia de la cirugía y de saber cómo eran hace un siglo o dos los teatros de operaciones, cómo se descubrió la anestesia o conocer el difícil camino de la introducción de la asepsia, uno está más contento que nunca de vivir en el siglo XXI. Yo lo pondría como lectura obligatoria de cultura general. (Por cierto, este es uno de esos libros tan solicitados, que uno puede ganarse sus buenos dinerillos vendiendo su ejemplar de segunda mano, vean la cotización en Iberlibro.)


 
 
Henry Miller-Los libros en mi vida
Resulta  del todo incomprensible que una obra de un autor tan conocido como Miller esté requetagotada desde hace tanto tiempo. Por no estar, ni siquiera está entre los fondos de las Bibliotecas de Barcelona y provincia (¿quizás ya ha sucumbido al celo destructor?), de modo que ya lo saben los lectores barceloneses: este no es un libro que puedan rescatar. Aunque sí se lo recomiendo como lectura, pues se puede conseguir de segunda mano por un precio muy razonable.


 

Maxim Gorki-Días de infancia
Primer volumen de una autobiografía de las más impactantes que he leído, es otro caso incomprensible de desaparición del mercado de un libro que debería ser de esos clásicos de fondo que nunca pasan de moda. (Me ha gustado ilustrarlo con la cubierta de esta vieja edición: como verán, está dentro de la colección "Joyas literarias", que es lo que es.)




Shirley Jackson-La lotería
Por fortuna, esta autora, tan interesante y tan poco conocida en nuestro país, empieza a ser recuperada. Sin embargo, nadie se ha atrevido aún a rescatar este volumen que contiene los mejores relatos de Jackson, entre ellos "La lotería", que en Estados Unidos es de lectura obligada en muchos colegios. Rescátenlo ustedes si lo encuentran (que no es nada fácil, parecería que a esta obra se la ha tragado la tierra) en la biblioteca. Y no dejen de leerlo. (¿Alguien puede resistirse a un subtítulo como "Aventuras del amante diablo"?)

Hagan su buena obra de esta Navidad, rescaten un libro. No sólo harán un gran favor a la cultura, sino que seguramente descubrirán alguna joya escondida. Ya me contarán.

[Y una sugerencia para los esforzados bibliotecarios: ¿por qué no elaborar una lista de esos libros tan poco pedidos y que, sin embargo, merecerían una oportunidad? Los lectores, seguro, lo agradecerían.]