John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

jueves, 27 de diciembre de 2018

DESEOS LIBRESCOS 2019




Gracias a la prodigiosa producción editorial de nuestro país, los libros que una no ha leído (aún), en lugar de reducirse en número, aumentan y aumentan de forma imparable. Vértigo daría, de no ser porque una buena parte de esas novedades que tan encarnizadamente compiten entre sí por la benevolencia del lector son de poco interés para mí. (Por el bien de sus autores y de sus editores, confío en que habrá algún público para ellos, entre el que yo no me encuentro; al fin y al cabo, mis gustos son bastante raros.) Por eso, a la hora de seleccionar lecturas, confieso que mi mirada tiende a dirigirse al pasado en vez de al presente. Como dijo G. K. Chesterton, para ensalzar la lectura de los clásicos:

"Ser simplemente moderno es condenarse a la absoluta estrechez de miras; igual que gastarse el último penique que uno posee en el modelo de sombrero más reciente es condenarse a estar pasado de moda. El camino que conduce a los siglos pasados está sembrado de modernos muertos."
A menudo, hojear los suplementos literarios me produce desazón, voy pasando páginas sin encontrar nada que me atraiga (o quizás lo que no me atrae es la forma en que hablan de los libros: la crítica literaria, incluso las simples reseñas, deberían aspirar a algo más que resumir un argumento).  A pesar de ello, mantengo un ojo bien abierto ante lo que se va publicando, porque entre tanta morralla siempre hay libros que merecen atención. Y, ¡oh, alegría! hay también editores que -sin descuidar lo que de notable pueda aportar la producción actual- son capaces de rebuscar en los desvanes del pasado y rescatar joyitas literarias que habían quedado sepultadas por el alud de "lo moderno" (por emplear la terminología de Chesterton). En este sentido, 2018 me ha procurado algunas satisfacciones:  
-Tras la publicación de sus Cuentos escogidos  en 2015, Shirley Jackson ha encontrado  por fin favor entre nuestro público y estos últimos años se han ido editando sus principales obras, entre las que están La lotería, Siempre hemos vivido en el castillo, La maldición de Hill House (de la que ahora hay también una serie) y Déjame que te cuente (un compendio de cuentos y ensayos. No me cabe duda de que estas obras le procurarán un buen número de admiradores. Mi felicidad sería perfecta si se animaran a traducir también su obra autobiográfica Life Among the Savages (contrariamente a lo que podría parecer, no es un tratado de antropología, es que el apellido de su marido era Savage). 



-Editorial Minúscula ha rescatado la que para mi gusto es una de las mejores novelas cortas americanas  del siglo XX: La señora Caliban, de Rachel Ingalls.  Los amantes de las historias realistas, no se dejen amilanar por quienes hablan de ella como un cruce entre King Kong y La bella y la bestia, es una historia de amor maravillosa.



Hace cuatro años -¡nada menos!-, en fechas como estas, me hacía eco de mis deseos de que se recuperasen algunos libros notables desaparecidos del mercado tiempo ha. Entre ellos estaba El siglo de los cirujanos, de Jürgen Thorwald, que entretanto ha renacido de la mano de Ariel. 






Sin embargo, otros de mis deseos librescos aún no han visto la luz. Aprovechando que estas son épocas de buenos deseos para el año entrante, repito algunos de ellos, a ver si esta vez los hados editoriales me hacen caso:

-Los libros en mi vida, de Henry Miller. Tan inencontrable que ni siquiera en las bibliotecas de la provincia de Barcelona tienen un ejemplar. Un libro, como se pueden imaginar, para amantes de los libros, esos bichos raros. Muy personal, muy Miller, y una delicia. 




-Otro clasicazo de ausencia inexplicable, porque lo tiene todo para gustar: guerra, amor, historia... Testament of Youth, de Vera Brittain. ¡Si hasta hay una película! Pues ni por esas... 




-Por último, y ya sé que esto es sólo para fans acérrimos, pero también es uno de los libros que más me han gustado este último año (¿el que más?): The Brontës. A Life in Letters, una impecable edición de Juliet Barker. La familia Brontë en sus propias palabras, en una selección de cartas magnífica, que se lee como una novela. 





Pues eso, a esperar que los Reyes Magos, los hados del Nuevo Año o quien sea cumpla estos deseos librescos. En cualquier caso, les deseo un feliz y muy literario 2019.


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sábado, 15 de diciembre de 2018

CESTAS DE NAVIDAD LIBRESCAS

Así de abigarrados eran los árboles de Navidad
de mi infancia. Sin exceso, hubiese sido menos Navidad.

Guardo muchos recuerdos de las Navidades de mi infancia: el olor del abeto que poníamos en un rincón del comedor -que acababa alfombrado de agujas de pino- y sus deslumbrantes cascadas de guirnaldas (adornos sin duda chillones y desmesurados, pero la época era así); la ilusión inmensa de los paquetes sin abrir (como la fantasía siempre es mejor que la realidad, una vez abiertos nunca contenían exactamente lo que una había deseado); ir a la misa del gallo con mis padres, cuyo principal aliciente era que me permitiesen permanecer despierta hasta horas inauditas y -guinda final de la noche- tomar un "resopón" al regresar a casa; el pintoresco -al menos para mí- desfile de carteros, barrenderos y basureros pidiendo el aguinaldo, con sus correspondientes estampitas (que diría que incluso por aquel entonces ya resultaban "vintage"); y, entre muchas otras maravillas, las cestas de Navidad. Hubo una época en que se mandaban muchísimas cestas. No era necesario ser nadie demasiado importante, tengo la impresión de que bastaba con ocupar cualquier carguito o contar con un puñado de clientes más o menos agradecidos para que al llegar estas fechas a uno le colmasen de obsequios. Claro que cestas las había de todas las categorías y tamaños. Las más decepcionantes, para los niños de la casa, eran las aburridas cajas de vino o champán. Estas nos parecían despreciables. Luego estaban las cestas de medio pelo, que por lo general intentaban disimular con grandes lazos y adornos de espumillón que solo contenían una o dos botellas y -quizás- un turrón y una caja de barquillos. Nos preguntábamos por qué se habrían molestado siquiera. Porque las cestas buenas, buenas, las que hacían que los niños pasásemos toda la tarde saltando excitados a su alrededor (porque, por supuesto, no se podían deshacer hasta la llegada de su destinatario, mi padre) eran las que llevaban un jamón. (Me temo que el entusiasmo me ha llevado a pluralizar, lo cierto es que de estas nunca recibimos más de una, y hasta diría que alguna Navidad llegó a fallar.) Desmontar la cesta, ir descubriendo o desenvolviendo lo que contenía -aparte de los consabidos turrones y polvorones, había cosas que nos parecían el colmo del exotismo, aunque luego no le gustaban a nadie, como las frutas confitadas- era una de las experiencias cumbre de las navidades.




Pero todo eso quedó atrás. Hace ya años que se acabó esa abundancia, ese derroche festivo. Últimamente, escasean hasta los lotes para los empleados, embutidos en sus humildes cajas de cartón. (Y miren, yo que me alegro, porque hay que ver lo que pesaban y lo incómodo que era tener que acarrearlos a casa. Luego encima el vino era malejo y los turrones, de mazapán o de alguno de esos sabores que todo el mundo rechaza.) Aunque observo que, tímidamente, hay quienes intentan recuperar esa tradición, yendo más allá de la consabida cesta llena de cosas de comer y beber -que además se ha convertido en un asunto espinoso, ahora que en cada familia parece haber al menos un vegano, un celíaco y alguien con alergias varias- para sustituirla por otros obsequios. Sin ir más lejos, en la peluquería de mi barrio sortean entre sus clientes una cestas con... productos de peluquería, cómo no: acondicionadores, champús, un secador, una plancha para el pelo, cosas así. Todo para su cabeza, señora. 



Una iniciativa parecida han tenido, conjuntamente, los editores de varios sellos y los propietarios de la librería Tipos infames de Madrid. Como en esta última, además de comprar libros, se pueden degustar vinos, ofrecen una cesta que conjuga ambos. Basta con gastarse un mínimo de 45 euros en libros -eso está hecho, con un par de tomos que te lleves a casa ya lo tienes- para entrar en el sorteo. La idea me parece excelente, el único inconveniente es que se trate de un sorteo, de los que sé por (larga) experiencia que nunca me tocan. Pero me permite fantasear con la noción de que algún día llegue a mi casa una cesta como las de antes, cubierta de lazos y oropeles (las cestas deberían ser canónicas o no ser), de la que saldrían no chorizos ni latas de espárragos -conste que tampoco les haría ascos- sino libros y más libros. Si, encima, resulta que el anónimo benefactor ha acertado con mis gustos lectores, creo que no podría pedir una Navidad mejor. ¿Alguien se anima?