John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

martes, 16 de diciembre de 2014

RESCATA UN LIBRO POR NAVIDAD


Instalación de José Ignacio Díaz de Rábago, a partir de libros desechados de bibliotecas

Se supone que las Navidades son esa época del año en que uno se siente lleno de buenos deseos. Hora de hacer el bien y de ayudar al prójimo (la prueba, los continuos asaltos que sufrimos por la calle y en nuestros hogares para que contribuyamos a las más diversas causas). Hay obras benéficas para todos los gustos: ayudar a los ancianos, a los niños, a los afectados por un tifón, a los que padecen enfermedades raras, a los animales... de modo que, si son lectores y el espíritu navideño ha calado en ustedes, ¿por qué no rescatar un libro? Encima, no les costará ni un céntimo. Y el beneficio obtenido puede ser enorme.
He de decirles que yo misma lo ignoraba todo acerca de esta "operación rescate" hasta hace muy poco. Gracias al blog de una simpática bibliotecaria he podido saber que, ante la escasez de espacio, muchas bibliotecas se ven obligadas a hacer limpiezas periódicas. Y que el criterio empleado para eliminar (eufemismo para mandarlos al vertedero o a la destrucción) los volúmenes sobrantes es ni más ni menos el tiempo que hace que ese ejemplar no se presta. Ergo, cuanto más tiempo lleva un libro sin ser pedido en préstamo, más posibilidades tiene de acabar en la basura. Así, es inevitable que se pierdan obras fuera de circulación por el simple pecado de que el autor ya no está de moda -¿es preciso recordar que muchos autores hoy respetados perdieron durante años el favor del público, para ser recuperados tiempo después con honores?-, de que el tema es minoritario, o cualquier otro motivo banal. Muchas veces, incluso, el problema es de comunicación. No se pide un libro porque nadie nos ha hablado de él, y no se habla de él porque, como no está en el mercado, casi nadie lo ha leído. Un pez que se muerde la cola. Bien, pues algunos bibliotecarios heroicos se lanzan a la tarea de rescatar estos libros condenados, y piden en préstamo aquellos ejemplares que más olvidados están en sus estanterías.
Creo, queridos bibliómanos, que esta es una empresa que merece que todos nos volquemos en ella. De modo que les propongo que estas Navidades rescaten un libro: vayan a su biblioteca y pidan en préstamo a uno de estos pobres olvidados. Por si les da pereza, se lo voy a poner aún más fácil. Sin romperme la cabeza, he podido detectar unas cuantas obras realmente notables que hace años que están desaparecidas del mercado y que sólo se pueden encontrar en bibliotecas o -con suerte- en alguna librería de segunda mano. Ahí van mis sugerencias, todas calurosamente recomendadas:
 
 
 
 
Jürgen Thorwald-El siglo de los cirujanos
Un "must" para aficionados a la historia de la medicina, y para médicos, por supuesto. Después de leer esta amenísima historia de la cirugía y de saber cómo eran hace un siglo o dos los teatros de operaciones, cómo se descubrió la anestesia o conocer el difícil camino de la introducción de la asepsia, uno está más contento que nunca de vivir en el siglo XXI. Yo lo pondría como lectura obligatoria de cultura general. (Por cierto, este es uno de esos libros tan solicitados, que uno puede ganarse sus buenos dinerillos vendiendo su ejemplar de segunda mano, vean la cotización en Iberlibro.)


 
 
Henry Miller-Los libros en mi vida
Resulta  del todo incomprensible que una obra de un autor tan conocido como Miller esté requetagotada desde hace tanto tiempo. Por no estar, ni siquiera está entre los fondos de las Bibliotecas de Barcelona y provincia (¿quizás ya ha sucumbido al celo destructor?), de modo que ya lo saben los lectores barceloneses: este no es un libro que puedan rescatar. Aunque sí se lo recomiendo como lectura, pues se puede conseguir de segunda mano por un precio muy razonable.


 

Maxim Gorki-Días de infancia
Primer volumen de una autobiografía de las más impactantes que he leído, es otro caso incomprensible de desaparición del mercado de un libro que debería ser de esos clásicos de fondo que nunca pasan de moda. (Me ha gustado ilustrarlo con la cubierta de esta vieja edición: como verán, está dentro de la colección "Joyas literarias", que es lo que es.)




Shirley Jackson-La lotería
Por fortuna, esta autora, tan interesante y tan poco conocida en nuestro país, empieza a ser recuperada. Sin embargo, nadie se ha atrevido aún a rescatar este volumen que contiene los mejores relatos de Jackson, entre ellos "La lotería", que en Estados Unidos es de lectura obligada en muchos colegios. Rescátenlo ustedes si lo encuentran (que no es nada fácil, parecería que a esta obra se la ha tragado la tierra) en la biblioteca. Y no dejen de leerlo. (¿Alguien puede resistirse a un subtítulo como "Aventuras del amante diablo"?)

Hagan su buena obra de esta Navidad, rescaten un libro. No sólo harán un gran favor a la cultura, sino que seguramente descubrirán alguna joya escondida. Ya me contarán.

[Y una sugerencia para los esforzados bibliotecarios: ¿por qué no elaborar una lista de esos libros tan poco pedidos y que, sin embargo, merecerían una oportunidad? Los lectores, seguro, lo agradecerían.]

jueves, 11 de diciembre de 2014

LIBROS TRANSPORTABLES

 
 
Los humanos tendemos a creer que lo hemos inventado todo. Parecería que ninguna generación anterior a la nuestra sabía cómo organizarse, cómo hacerse la vida más fácil, cómo comportarse. Y cuanto más lejos miramos en el tiempo, más se acentúa esta sensación de superioridad. ¿El siglo XIX? Unos pacatos. ¿El Renacimiento? Mucho arte, pero seguro que no se bañaban cada día. ¿La Edad Media? Eso ya es de risa, tiempos de oscurantismo e ignorancia... Sólo que si bajamos por un instante de nuestra atalaya, en cuanto nos aproximamos con la mente un poco abierta al pasado, todas estas presunciones empiezan a desmoronarse.
Los libros, por ejemplo. Pobrecillos los antiguos, que no conocían el libro de bolsillo, esa invención democratizadora del siglo XX que le permite a una echarse un volumen tranquilamente en el bolso para leer durante un viaje. Pero acerquémonos un poco más. Tal como revela el Daily Mail, la Universidad de Leeds ha descubierto entre sus volúmenes preciosos un "libro de libros". Encargado en 1617 por un acaudalado miembro del Parlamento, William Hakewill, como regalo para un amigo, el artefacto consiste en un libro tamaño folio, encuadernado en cuero, que al ser abierto revela ser una caja de madera dividida en estantes que contienen cincuenta libritos encuadernados en vitela con letras y cantos dorados. En la cubierta, exhiben un ángel leyendo un pergamino que reza "Gloria Deo". Vean qué belleza.




Una auténtica biblioteca ambulante. Que debió triunfar, porque el mismo personaje se hizo hacer tres más iguales a ésta en los años siguientes. Los pequeños libritos, impresos tan primorosamente como encuadernados contienen todo lo que una persona amante de la cultura clásica podía necesitar, e incluía un práctico y bello índice, para facilitar aún más las cosas: teología y filosofía, historia y poesía. Cicerón, Séneca, César, Suetonio, Virgilio, Horacio...




Muchas horas de lectura, suficiente para cualquier viaje, incluso los de la época, que se prologaban bastante más que los actuales.
Cierto que ahora podemos cargar todo esto en nuestro Kindle e ir más ligeros. Pero no me negarán que en cuanto a belleza los jacobitas nos llevan la delantera.
En el mismo artículo citado, los responsables de la biblioteca donde se aloja hacen notar que el "libro de libros" en cuestión no es mucho mayor que un iPad (me temo que, oportunamente, omiten mencionar que es algo más pesado). Lo que sí llama la atención es lo mucho que recuerda esta mini-estantería a la estantería virtual de Apple.





No somos tan originales como creemos, no.

martes, 2 de diciembre de 2014

LOS LIBROS COBRAN VIDA

 
 Hace muchos años, cuando empezaba a construirme lo que se llama "una biblioteca" (un empeño que en verdad creo no haber culminado nunca, por más que mi casa esté tapizada de libros), me molestaba bastante que me pidieran algún libro en préstamo. Ya sabemos que hay pocas probabilidades de que ese libro regrese a tus manos. En efecto, muchos de esos libros prestados tan "a contracorazón", como dice la expresión francesa que mejor refleja una situación así (sientes la falta del libro como si de un ser querido se tratase), no los volví a ver jamás. Por supuesto, otros ocuparon su lugar. Pero, al contrario de lo que sucede con los hijos, uno no quiere a todos sus libros por igual. Están los favoritos -aquel libro que has releído tantas veces que  ya forma parte de ti, ese otro que es tan bello que su presencia te enamora, o el pequeño y humilde que te inspira ternura precisamente por eso-, los despreciados -a veces porque su contenido te ha decepcionado; otras, porque te recuerdan un momento doloroso, o te los regaló alguien a quien ya no quieres; o, simplemente, porque la cubierta es feísima, el papel malo y la letra fea y chiquitaja, un horror-, y entre medio una gran masa de libros anodinos, en los que no piensas nunca, a no ser que alguna remota casualidad los traiga a primera línea. Quiero decir con esto que los libros, una vez pasan a ser tuyos, adquieren rápidamente cualidades humanas. Y me refiero al objeto libro en su totalidad: a su contenido, pero también a su apariencia física, a su autor tanto como al diseño tipográfico. Como las personas, los hay con un corazón de oro bajo una apariencia poco agraciada, junto a bellezas cautivadoras sin alma. Cuanto más tiempo han convivido contigo los libros, más responsable te sientes de ellos y más humanos te parecen. Son como amigos -a  veces íntimos, a veces simples conocidos- a los que te has habituado a ver cada día.  
 
 
 
Por eso cuesta tanto deshacerse de ellos -bueno, a veces has hecho un sacrificio y has prescindido de los más antipáticos, al fin y al cabo nunca te cayeron muy bien-, por más que las dobles filas o las pilas por los rincones te hagan la vida difícil. Aún peor, en el caso de los más amados incluso has llegado a pensar quién se hará cargo de ellos el día que faltes. Aunque la experiencia te dice que las bibliotecas se dispersan y el futuro de tus libros, cuando no estés para velar por ellos, se anuncia bastante negro.
Por eso, porque me parece sentir el latido de sus corazoncitos, todos guardando fila en sus estantes, he tomado una decisión. Voy a sacarlos a pasear. La mayoría, pobrecillos, se pasan ahí los años, muertos de asco, sin que nadie les haga caso. Para uno que sale a veces de su agujero, a fin de ser releído o consultado, otros cientos languidecen sin que un alma los abra o los acaricie. Como todos los planes, tiene sus peligros: quién sabe si, una vez vean el mundo que hay más allá, querrán volver a mi biblioteca. Pero voy a arriesgarme. Ellos, los libros, lo merecen.
Ya les contaré qué tal me va.
  
No, no es esto lo que tengo yo en mente...
 [Continuará.]

miércoles, 26 de noviembre de 2014

EL ARTE DE LA SOLAPA

(Foto Ángel Manso/La Voz de Galicia)

Entras en una librería. Como tú, hay varias personas más mirando las mesas de novedades. Todos, más o menos, hacen lo mismo: deambulan parándose aquí y allá cuando un libro les llama la atención, quizás porque conocen a su autor, les suena el título o, simplemente, porque la cubierta les ha parecido atractiva. El siguiente paso es cogerlo y leer el texto de solapa -hoy en día, más bien "texto de contra", porque la mayoría de editores ha optado por ubicar ahí los textos explicativos acerca del contenido, dejando para la solapa, si la hay, la biografía del autor- y sólo si este último les ha interesado lo suficiente se deciden a hojearlo. Con pocas variaciones, éste es el camino por el que el futuro lector accede al libro. Queda claro que el texto de solapa es importantísimo, una pieza clave no sólo de la mercadotecnia editorial, sino ante todo de la comunicación entre el editor y el lector. Pero ¡qué pocos textos de solapa cumplen bien su cometido! Los hay largos y enrevesados, cuya lectura deja exhausto y hace que sólo los más osados persistan en el empeño de leer la obra; otros, por el contrario, tan lacónicos que le dejan a uno sin saber de qué va el libro. Otros más -no es tan frecuente en el ámbito hispano, pero sí en el francés, por ejemplo- se limitan a reproducir un párrafo del libro; bien elegidas, y para la obra adecuada, esas breves líneas pueden despertar el apetito del lector, pero en muchas ocasiones sólo provocan perplejidad: se queda uno sin saber de qué va eso, si estamos ante una historia tremebunda, un romance o las divagaciones de un intelectual de la Rive Gauche.
 
Para muestra, una solapa críptica
al más puro estilo francés
 
Esto, si hemos tenido suerte. Si no, puede ser que caigamos en algo peor, ya sea la solapa llena de tópicos -"Una vigorosa novela de acción y amor" (copia textual de la solapa del último Premio Planeta), "No podrás dejarla", "Un explosivo cóctel de suspense y terror"- o la que directamente destripa medio argumento.  Y es que, por desgracia, se está perdiendo (¿se ha perdido ya?) el arte de la solapa. Roberto Calasso, gran editor y escritor a su vez, trazó en el prólogo a su libro Cien cartas a un desconocido -un precioso título que contiene una recopilación de solapas de los libros publicadas por su editorial, Adelphi- las líneas principales de lo que debe ser una solapa:
"En esa estrecha jaula retórica [la que ofrece la solapa], menos esplendente pero no menos severa de la que puede ofrecer un soneto, se trataba de decir pocas palabras eficaces, como cuando se presenta un amigo a un amigo. Superando ese leve embarazo que existe en todas las presentaciones, incluso, y sobre todo, entre amigos. Respetando, al mismo tiempo, las reglas de la buena educación, que imponen no subrayar los defectos del amigo presentado. También existía, en todo esto, un desafío: se sabe que el arte del elogio preciso no es menos difícil que el de la crítica inclemente. Se sabe, también, que el número de adjetivos adecuados para elogiar a los escritores es infinitamente menor que el de los adjetivos disponibles para alabar a Alá. El carácter repetitivo y las limitaciones son parte de nuestra naturaleza. Después de todo, nunca conseguiremos variar demasiado los movimientos que hacemos para levantarnos de la cama."
Para Calasso, que durante muchos años escribió los textos de solapa de todos los libros que publicaba, esas líneas eran "la única ocasión de señalar explícitamente los motivos que le han llevado a escoger un libro determinado". Es decir, un diálogo entre el editor y el lector. Más que vender un producto, lo importante para él es explicarle al lector por qué ha elegido, entre los cientos de posibilidades que se ofrecían, publicar ese libro y no otro. Porque, para un verdadero editor, cada libro es una muestra del propio gusto literario, en cada obra se retrata, así sea en pequeña medida. Y confía en encontrar entre el público lectores que sientan lo mismo que él.
Parece de cajón que la solapa de un libro la debe escribir aquella persona que ha apostado por él, que lo ha leído atentamente, que ha colaborado a que vea la luz. Mas ¡ay! estamos lejos de este ideal. Hoy en día las más de las veces la elaboración de la solapa se le encarga a algún redactor. Que, si es profesional y le dan el tiempo suficiente, es posible que se lea el libro. Si no, ni siquiera eso: se conformará con recoger algunas directrices del departamento de marketing y en espigar cuatro frases de un informe de lectura. Por eso, tantas veces, al terminar la lectura de una novela me he preguntado: el autor de la solapa ¿habrá leído el mismo libro que yo?

 
 
 

miércoles, 19 de noviembre de 2014

LEER EN TIEMPOS DE AFLICCIÓN



Evitamos pensar en ello, pero la muerte es una realidad de la que resulta imposible escapar. La idea de nuestra propia mortalidad es difícil de digerir, pero al fin y al cabo, una vez desapareces -cuando te conviertes "en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada", como decía Góngora- qué más da todo. Lo verdaderamente duro es la muerte de los demás, de aquellos a quienes amas. Nada, ni la enfermedad más larga, ni el diagnóstico más sombrío, te prepara nunca para eso. Te enfrentas entonces al abismo, a un inmenso vacío imposible de llenar. Este dolor, este largo proceso de duelo es además totalmente individual, incomunicable. Es un camino que sólo tú puedes hacer. Como dice Julian Barnes "es banal y a la vez único". Cuando Barnes perdió a su mujer, Pat, hace unos años, quedó devastado. Llegó a pensar en el suicidio. Afortunadamente, recordó a tiempo que si él también moría, morirían con él los recuerdos de la vida conjunta de ambos, del amor, de la complicidad. Debía vivir, pues, para que ella siguiera viva, aunque fuese sólo en su memoria. Y para escribir un libro como Niveles de vida, una obra sobre el dolor y la pérdida estremecedora y memorable..
 
 

"Si ella estaba en algún sitio era dentro de mí, interiorizada. Esto era normal. Y era igualmente normal- e irrefutable- que no podía matarme porque entonces también la mataría a ella. Moriría por segunda vez, y mis luminosos recuerdos de ella se perderían en la bañera enrojecida. De este modo, al final (o, por el momento, al menos) quedó zanjado el asunto. Y también la cuestión más amplia, pero relacionada: ¿cómo voy a vivir? Debo vivir como ella habría querido que viviera."

Tal como dice Barnes, los amigos pueden tener la mejor voluntad del mundo, pero a menudo no son la solución. Unos son demasiado solícitos, otros se empeñan en rehuir hablar del fallecido,  otros se muestran demasiado prácticos ("Te conviene hacer esto o lo otro"). Y el afligido no sabe lo que quiere o necesita, pero sí sabe lo que no. En palabras de otro doliente, C.S. Lewis: 

“Percibo cómo los demás, cuando se aproximan a mí, intentan decidir si me 'dirán algo sobre eso' o no. Odio que lo hagan, y odio que no lo hagan."


 
Para momentos así están las lecturas donde otro ser humano, con un dolor seguramente muy distinto y en una época también distinta, ha volcado su trayectoria por "los trópicos de la aflicción". Como lo hace Julian Barnes, como lo hizo C.S. Lewis en Una pena en observación, o Joan Didion en El año del pensamiento mágico. Lecturas que ayudan, que acompañan. Escritores que tienen el don -valiosísimo para los que se debaten en un dolor que cuesta explicar- de darle voz a la pérdida. De darnos la mano para atravesar ese territorio oscuro y desconocido.
 
"La aflicción resulta ser un lugar que ninguno de nosotros conoce hasta que llegamos a él."

 
 

Una vez más, leer puede ser la salvación.


 

miércoles, 12 de noviembre de 2014

VOCACIÓN Y OFICIO

 
 
Existe un dicho -de atribución dudosa- que reza algo así como "Ten cuidado con lo que deseas, porque lo podrías conseguir". Hasta que uno no tiene cierta experiencia vital, no se entiende bien la gran verdad que encierra. A primera vista, parece paradójico, si deseas algo y lo consigues, ¿no es estupendo? Pues no, porque la distancia entre deseo y realidad es enorme. Las cosas nunca son como las imaginábamos: el príncipe azul no es tan príncipe ni tan azul (a veces, resulta ser más bien una rana), la casa soñada tiene goteras y unos vecinos que arman un escándalo insoportable, el trabajo ideal se revela como monótono, o estresante, o viene con un jefe insoportable, o...
Si, cuando tenía quince años y mi mayor felicidad era pasarme el día con la nariz metida en un libro (lo sigue siendo, en esto no he cambiado), me hubieran dicho que toda mi vida profesional transcurriría rodeada, de un modo u otro, de ellos, habría saltado de alegría. ¡Mi mayor sueño, convertido en realidad! Bien, no diré que no tenga sus cosas buenas -en cualquier caso, es preferible a muchos otros trabajos-, pero ahora sé por experiencia que también en el mundo de los libros hay zonas oscuras, rincones de máximo aburrimiento, codazos, envidias, pozos de olvido y sapos que tragar.
 
Algo parecido le ocurrió a George Orwell cuando se metió a librero. Lo cuenta en un artículo titulado "Recuerdos de una librería", publicado en 1936 en la revista Fortnightly:

"Cuando trabajé en una librería de viejo –establecimiento que se suele imaginar, cuando no se trabaja en él, como una especie de paraíso en el que unos encantadores caballeros de edad curiosean entre infolios encuadernados en piel-, lo que más me llamó la atención fue la escasez de personas realmente aficionadas a los libros. Nuestra tienda tenía un surtido de interés excepcional, pero yo dudo que el diez por ciento de nuestros clientes supiesen distinguir un libro bueno de uno malo. Eran mucho más numerosos los esnobs de las primeras ediciones que los amantes de la literatura; más numerosos aún eran los estudiantes orientales que regateaban por los libros de texto baratos, y las más numerosas eran mujeres despistadas que querían un regalo para el cumpleaños de un sobrino […].
La verdadera razón por la que no quisiera pasar mi vida vendiendo libros es que, cuando lo hice, perdí el amor que les tenía. Un librero se ve obligado a mentir sobre los libros, y esto le provoca aversión hacia ellos. Y peor aún es el hecho de estar constantemente quitándoles el polvo y acarreándolos de aquí para allá. Hubo un tiempo en que me gustaban los libros; me gustaba verlos, tocarlos, olerlos, sobre todo si tenían más de cincuenta años. Nada me agradaba tanto como comprar un lote de ellos por un chelín en alguna subasta de pueblo. Hay un encanto especial en los viejos e inesperados libros que forman esas colecciones: poetas menores del siglo XVIII, antiguos gaceteros, volúmenes sueltos de novelas olvidadas, ejemplares encuadernados de revistas femeninas de la década de los sesenta. Para la lectura de los ratos perdidos –en la bañera, por ejemplo, o por la noche, cuando uno está demasiado cansado para acostarse, o en el cuarto de hora libre de antes del almuerzo-, no hay nada como un número atrasado del Girl’s Own Paper. Pero tan pronto como entré a trabajar en la librería dejé de comprar libros. Vistos en masa, cinco mil o diez mil a la vez, me resultaban aburridos e incluso levemente repulsivos. Ahora compro alguno, de vez en cuando, pero sólo si es un libro que deseo leer y que no puedo pedir prestado, y nunca compro libros antiguos. El delicioso olor del papel viejo ya no me atrae. Lo tengo asociado con los clientes paranoicos y con las moscardas muertas."

¡Pobre Orwell! Del paraíso a los clientes paranoicos y las moscardas muertas. Tengo para mí que no debe ser tan terrible ser librero, aunque seguro que los pobres tienen que aguantar lo suyo. Véase, como muestra, el libro Weird things customers say in bookshops, que recoge anécdotas a cual más hilarante.
Pero, en cuanto a deseos cumplidos y funestos, no conozco nada más estremecedor que el relato de W.W. Jacobs "La pata de mono". Le enseña a uno a tener mucho cuidado con lo que quiere alcanzar.



[La cita de Orwell está sacada del interesante blog Calle del orco, donde pueden encontrar muchas más.]


martes, 4 de noviembre de 2014

APRENDIENDO DE LOS LIBROS


Libros = cultura.
Toda la sabiduría está en los libros.
Leer es siempre provechoso.
Para aprender algo, nada hay como un buen libro...
Podría seguir citando frases en apoyo de la idea de que leer es aprender. Muy ciertas todas ellas, sin duda. Pero, ¿verdad que tanta sabiduría y tanta solemnidad producen un cierto sarpullido? Pues claro que todos los libros enseñan algo. Incluso los que no lo pretenden. Es más, a veces los que no tienen ninguna intención didáctica son los que resultan más informativos. En realidad, la idea de que sólo se aprende de las obras "sesudas", morales o didácticas es del todo errónea. Hay temas por los que yo nunca me interesaría, es decir, nunca se me ocurriría coger un tratado que hablase de ellos y que, sin embargo, si me los suministran bien envueltos en una historia bien contada, llegan a fascinarme. O, en el peor de los casos, a no molestarme en absoluto.
Para que lo entiendan, nada mejor que un par de ejemplos.
 


Los caballos y el mundo de las carreras
Verán, creo que sólo he montado dos veces en mi vida en uno de estos animales, y la segunda de ellas fue medio por obligación, por acompañar a mis hijos. En ambos casos se trataba de animales mansísimos que no iban más que al paso; en ambos casos, me pareció que eran unos bichos muy altos y la experiencia me hizo sentir de lo más insegura. Vaya, que el mundo de los equinos no está hecho para mí. Sin embargo, resulta que sé mucho de jockeys, de carreras y de purasangres. Y todo gracias Dick Francis, un señor inglés que escribe (escribía, ya murió) unos espléndidos thrillers que transcurren en ese entorno. Francis tiene además una historia personal digna de una novela. Sirvió en la RAF durante la Segunda Guerra Mundial, se convirtió luego en jockey profesional, ganó numerosas carreras y llegó a ser jockey para la Reina Madre durante varios años; en 1956, cuando montaba uno de sus caballos en el Grand National, el animal cayó inexplicablemente cuando Francis estaba a punto de ganar la carrera. Tras este fracaso, dejó la profesión para dedicarse a escribir. Y, casi de entrada, se convirtió en escritor de éxito. Durante 38 años, produjo una novela por año, unos thrillers llenos de acción y de detalles interesantes sobre la profesión de sus protagonistas (a menudo jockeys, pero también fotógrafos, expertos en gemología u otras especialidades). Por supuesto, no todos son igual de buenos, y todos responden a una fórmula bastante simple y previsible. Pero son invariablemente entretenidos y dinámicos. A lo largo de los años, he leído una buena parte de su obra y he aprendido de paso cosas que, encima, han tenido una utilidad inesperada. Como mis conocimientos acerca de los whiskies y su destilado, perfectos para ciertas reuniones sociales en que no hay mucho que decir. Todos ellos sacados íntegramente de una de las novelas de Francis, claro, pues no bebo whisky y en mi vida he visitado una destilería. Y, por supuesto, los caballos y su mundo no tienen secretos para mí.
 



La navegación a vela en la época de las guerras napoleónicas
Imagínense un título así. ¿Lo verían interesante? Si son apasionados de los veleros, quizás sí. Si, como yo, sólo han navegado de pasajero, ocasionalmente, y en barquitos de recreo, probablemente no. Hasta que descubrí a Patrick O'Brian, mi conocimiento de los veleros era de lo más rudimentario. Pero leí el primero -creo recordar que el "gancho" fue una crítica que decía que sus diálogos recordaban a los de Jane Austen- y quedé fascinada, aun cuando la mitad de lo que se decía (estaba, como todos, plagado de términos náuticos) me resultó incomprensible. Ahora, gracias a la portentosa serie de Aubrey y Maturin -al contrario de lo que suele ocurrir, la película es sorprendentemente buena, pero créanme si les digo que las novelas son mejores aún- he ampliado mucho mis horizontes náuticos. Sigo sin saber navegar, pero soy muy consciente de la importancia del trinquete, sé lo que es navegar de bolina o fachear y que la cangreja no es un animal marino, sino una vela que se iza en el palo de mesana. Esto y muchas cosas más, como que en un combate naval de la época, la mayor parte de las heridas se producían no a consecuencia de las balas de plomo, sino de las astillas que volaban por todas partes cuando estas impactaban en el barco. Leer a O'Brian, además de un goce literario, equivale a leer ese tratado de navegación del que hablábamos. Pasándolo, desde luego, mucho mejor.
 
Es necesario desechar la idea de que el aprendizaje sólo es válido si implica esfuerzo y aburrimiento. Cualquier buena novela nos hace aprender más sobre la naturaleza humana, la vida o la historia que muchas enciclopedias. Y, encima, es un placer. ¿Se puede pedir más?
 



martes, 28 de octubre de 2014

LIBROS QUE NO EXISTEN

Como ocurre con los libros, en el vasto mundo de los gadgets de temática literaria, esa inagotable fuente de tentaciones pensadas para locos de los libros (para los que aún no hayan caído en sus redes, un par de muestras aquí y aquí; pero no digan luego que no les avisé), una cosa lleva a otra. La primera vez que vi este anuncio, pensé por un momento que hacía referencia a libros que de verdad existen.



En realidad, el asunto va de que cada cual puede elegir el título y el autor que quiere poner en la taza, una propuesta que tiene muchas posibilidades. Pero bueno, bibliómana como es una, lo que captó mi atención fue ese Perdido en la biblioteca (Lost in the Library).  "Quiero leer ese libro", pensé. "¿Será un relato de  intriga? (alguien se pierde en una biblioteca laberíntica, y de paso descubre un cadáver o un misterio...) ¿De terror? (como el anterior, pero en este caso oye pisadas misteriosas, se siente seguida, quizás aparece un fantasma, o un loco con un hacha...) ¿Un ensayo sobre los placeres de perderse en una biblioteca en sentido figurado? ¿Un novela romántica? (chica amante de la lectura encuentra a su hombre ideal en la biblioteca, por improbable que eso pueda parecer) ¿Un tratado sobre libros perdidos? (el "lost" inglés tanto podría aplicarse a personas como a cosas)." Ya saben que el cerebro funciona a toda velocidad; todas estas opciones pasaron por el mío en los segundos que tardé en comprender mi error. 
Lo cierto es que hay libros que no existen, pero que desearíamos vivamente leer. Son, de algún modo, libros imaginados, que esperan en algún limbo libresco a que llegue el escritor adecuado para rescatarlos de allí. A veces se trata de un tema o un personaje que nos llama la atención ("Alguien debería escribir sobre esto", "¿Por qué Fulanito no dejó unas memorias?").  Otras veces, sabemos que en algún momento esa obra existió, pero los libros tienen la manía de desaparecer del mercado con insólita rapidez y a veces ni con ayuda de los buscadores de obras de segunda mano (como Iberlibro) es posible recuperar un ejemplar. O sólo existe en alguna lengua exótica que somos incapaces de leer (confesaré que sólo aprendo idiomas por el placer de ampliar mi lista de lecturas). 
A veces, sin embargo, alguno de estos libros "inexistentes" se materializan. Es lo que ocurrió hace poco, con gran alegría por mi parte, con Mal encuentro a la luz de la luna, de W. Stanley Moss, que relata uno de esos episodios heroicos e improbables que suceden en todas las guerras, concretamente el secuestro de un general alemán en Creta por un par de oficiales del Servicio Secreto británico y un pequeño grupo de resistentes. 




Sabía de su existencia por uno de sus protagonistas, Patrick Leigh Fermor, que cuando en alguna entrevista le preguntaban por qué no relataba esa prodigiosa aventura, se limitaba a decir que ya lo había hecho su amigo. Para entonces el libro era inencontrable, salvo quizás en alguna biblioteca del Reino Unido. Hoy, supongo que aprovechando la creciente popularidad de Leigh Fermor en nuestro país, por fin El Acantilado se ha decidido a cumplir ese deseo tantas veces frustrado de sus admiradores. Mi más profundo agradecimiento. Sin embargo, la imaginación siempre supera a la realidad. No me malinterpreten, el libro -como dice Leigh Fermor en su postfacio- "está escrito de forma concisa y amena" y es una lectura muy recomendable para fans de la Segunda Guerra Mundial. Sólo que, de tanto imaginarlo, había adquirido proporciones míticas. Y ya sabemos que los mitos, cuando bajan a tierra, pierden grandeza. 
A pesar de ello, seguiré persiguiendo esos libros que no existen. O que sólo existen en mi imaginación, que al fin y al cabo no es tan mal sitio. 

martes, 21 de octubre de 2014

OÍR VOCES


En un conocido cuento de John Cheever, "El enorme receptor de radio" -¿no lo han leído? ¿a qué esperan?, todo Cheever es una pura delicia- una pareja que vive en un edificio de apartamentos en Nueva York se compra un receptor de radio que, misteriosamente, les permite sintonizar lo que hablan en los demás pisos. Su vida, así, se puebla de voces, de fragmentos de conversaciones ajenas.
Es un poco como cuando uno está en una cafetería, en un restaurante, y pilla al vuelo retazos de lo que hablan en las mesas contiguas:

-Se lo he dicho mil veces, pero no le da la gana...
-Lo que tienes que hacer es mandarme ese documento, basta con que lo firmes...
-Sí, es muy fácil; picas la cebolla bien fina, la sofríes un poco y luego...



Cada hilo, una posible historia. Hay escritores que dicen "oír" en su interior las voces de los personajes que ellos luego se limitan a trasladar al papel. Es difícil saber hasta qué punto es cierto -¿quizás un trastorno psicológico?- o es simplemente producto de su poderosa imaginación. Dickens, por ejemplo, solía decir que él no inventaba, que los personajes se le aparecían y le dictaban sus diálogos. En los cientos de lecturas dramatizadas que dio a lo largo de su vida -en las que él representaba con asombroso realismo a todos los personajes de sus novelas- pudo demostrar un increíble talento dramático. ¿O deberíamos llamarlo "posesión"?
 
Decía F. Scott Fitzgerald que los escritores "son un montón de gente que hace todo lo posible por parecer una sola persona".  Sus personajes los habitan. Mientras que Sam Shepard afirmaba que
"Hay escritores que hablan de la dificultad de 'descubrir una voz propia'. Para mí, eso no fue nunca un problema. Había tantas voces que no sabía por dónde empezar."

O sea que los personajes, esas criaturas producto de la mente enfebrecida de un escritor, cobran vida. Nada más nacer, luchan por liberarse, se mueven, hablan. Si caen en unas manos competentes, nos encontramos con seres como Emma Bovary, Anna Karénina o Sherlock Holmes. ¿Alguien les negaría el derecho a la vida? Como lectores, si el escritor ha logrado plasmar adecuadamente al personaje, no sólo captamos lo que dice, sino que también podemos oír el tono de su voz: roncas e insinuantes unas, agudas y chillonas otras, las de más allá tal vez graves o cantarinas...

Incluso hay veces en que estas supuestas alucinaciones auditivas son reales. Cuentan que en cierta ocasión el escritor británico Evelyn Waugh padeció un episodio especialmente desagradable de estas alucinaciones durante un viaje por mar, a cusa de la mezcla de medicamentos y cantidades ingentes de alcohol. Como los buenos escritores nunca desaprovechan nada, se apresuró a trasladar la experiencia a una novela, La prueba de Gilbert Pinfold (1957), en la que un escritor católico de mediana edad intenta superar su depresión a base de un cóctel de bromuro, cloral y crème de menthe (no se me ocurre un licor más asqueroso para emborracharse). Acaba mal, claro.

 
 Aunque quién sabe si ese episodio fue un caso aislado. En cierta ocasión, al ser preguntada por el genio literario de su marido, la esposa de Waugh respondió: "No inventa, sólo edita".

miércoles, 15 de octubre de 2014

LA SOLEDAD DEL LECTOR




Dice un gran lector, Alberto Manguel:
«Quienes descubrimos que somos lectores, descubrimos que lo somos cada uno de manera individual y distinta. No hay una unánime historia de la lectura, sino tantas historias como lectores. Compartimos ciertos rasgos, ciertas costumbres y formalidades, pero la lectura es un acto singular. No soñamos todos de la misma manera, no hacemos el amor de la misma manera, tampoco leemos de la misma manera. Los libros que atraviesan nuestras vidas son, para cada uno de nosotros, maravillosamente diversos».
La lectura no sólo es un acto singular, sino necesariamente solitario. Al leer, te encierras en un mundo aparte, donde únicamente estás tú y los seres de ficción en cuya historia te encuentras sumergido. No existe, para un lector, felicidad comparable a la de poder participar por unas horas de esos universos que para él son tan (o más) reales que la vida. Maravilloso. Sin embargo, en el mundo que queda fuera de las páginas de los libros -me resisto a llamarlo "el mundo real", porque hay mundos ficticios que son mucho más verdaderos que ese caos que nos rodea-, los grandes lectores, los enfermos de la lectura, gentes que antes dejaríamos de comer que de leer, que nos sentimos desnudos si no tenemos un libro cerca, nos sentimos a menudo raros. 
La cosa empieza casi en la infancia, cuando se manifiestan los primeros síntomas de nuestra manía lectora. Cuando resulta evidente que prefieres pasar la tarde enfrascada en las aventuras de Tintín que jugando al escondite, empiezas a advertir -porque los lectores, contrariamente a lo que algunos suponen, solemos ser grandes observadores, otra cosa es que nos guste lo que vemos- que tus coetáneos te miran con cierta desconfianza. Una actitud que no hace más que agravarse a medida que pasan los años y tú pasas más y más horas devorando libros en cualquier biblioteca. Pero a nadie le gusta sentirse un bicho raro, de modo que haces lo posible por ser como los demás. Ahí, inevitablemente, comienza una vida de fingimiento. No dejas de leer, claro, eso sería impensable, pero procuras que no se note. O no tanto. Si alguno de tus compañeros de clase menciona que durante las vacaciones ha leído "un" libro, te abstienes de hacer comparaciones con los diez que has leído tú y te interesas por saber qué le ha parecido (lo más probable es que sea una birria que tú ya leíste hace tiempo y no te gustó, pero también te abstienes de decirlo). Disimulas. Como disimulas en la adolescencia cuando te gusta un chico: evitas cuidadosamente sacar el tema de la lectura. Sospechas, estás casi segura, que tu faceta lectora te restaría muchos puntos de atractivo. Claro que para entonces ya has leído Madame Bovary, Cien años de soledad y bastantes novelas más que te han enseñado sobre las relaciones entre hombres y mujeres cosas que esos chicos "normales", tan amantes del deporte y de las motos, probablemente ignoran. Juegas con ventaja, pero tampoco eso puedes decirlo en público.
Alguna vez, muy de tanto en tanto, te parece encontrar a alguno de tu especie. Si es así, bastan pocas palabras para reconocerse; como si de contraseñas se tratara, intercambiáis algunos nombres clave. Lo mismo que si fueseis exploradores que atraviesan territorio hostil, sentís un inmenso alivio al poder compartir experiencias. Quizás os sentáis durante un par de horas junto a una fogata y repasáis rutas y caminos, dónde se puede encontrar agua fresca, dónde comida, qué zonas más vale no pisar... Todo esto en sentido figurado, claro. En la vida real, lo más cerca de un tigre que has estado es leyendo a Kipling. Pero estos momentos de compañerismo, aunque placenteros, son escasos. El mundo, hay que reconocerlo, no está hecho para los lectores. 


"Doctor Livingstone, supongo."

Tampoco los lectores estamos hechos para este mundo. Porque el nuestro, ese que hemos construido a partir de los miles de otros universos que hemos pisado a lo largo de tantos años de lecturas, es mucho más rico, con más colores, más matices. Hemos pisado todo los continentes y hemos visto lo mejor y lo peor. Aunque parezca que nos aislamos, no estamos solos: nos acompaña una multitud. Leyendo, no vivimos una vida, sino muchas.

miércoles, 8 de octubre de 2014

ACTITUDES LECTORAS

 
"Mujer leyendo a la luz de las velas", Peter Ilsted (1908)
 
¿Hace falta adoptar una actitud -mental o incluso física- especial para leer determinados libros? ¿Es necesario aproximarse a la Divina Comedia con actitud reverente, respetuosa? ¿Leer Drácula sólo en noches sin luna y a la luz de las velas (si hay por ahí una puerta que chirría o un maderamen que cruje, aún mejor)? ¿Doctor Zhivago en medio de una tormenta de nieve? Evidentemente, la respuesta es "no". Es cierto, sin embargo, que los clásicos  -antiguos o modernos-, esos libros de los que sabemos tantas cosas aún antes de haber leído una sola línea, pueden predisponer al lector. Por desgracia, de ellos nos hemos formado una impresión anterior a la lectura, que nos hace esperar un tono determinado, que condiciona de algún modo lo que creemos que ese libro nos hará sentir. Digo por desgracia porque la lectura de los clásicos es siempre una sorpresa, y muy a menudo la idea que nos habíamos hecho a priori no puede estar más lejos del efecto que causa sobre nosotros.
Sin embargo, hay que reconocer que eso de leer cada libro en un entorno o con una actitud que corresponda a su contenido no deja de ser atractiva. Pues es verdad que algunas obras nos absorben de tal modo, crean tal sensación de autenticidad, que rápidamente creemos que la realidad es la de dentro del libro y no la de fuera.
Jugando un poco con este concepto (y con un divertido espíritu transgresor), el fotógrafo y artista Pierre Beteille ha realizado una serie de autorretratos leyendo libros que ilustran muy bien  esa dinámica lector/libro de la que hablamos. Vean algunas muestras. Seguro que les hacen sonreír.
 

 


 
 
(Pueden ver más aquí.)
 

jueves, 2 de octubre de 2014

HUMOR Y TRAGEDIA, DE LA MANO

Charles Chaplin, en "La quimera del oro". Una tragedia cómica
Resulta curioso que en un país con una literatura como la española, con tanta tradición en tomarse las tragedias con ironía -desde la novela picaresca hasta el esperpento- se aprecie tan poco esa misma postura cuando proviene de otras literaturas. Y si esas mezclas vienen sazonadas de algo que tenga que ver con el sexo y la muerte, más difícil todavía. Es verdad que una película como La quimera del oro o un libro como La conjura de los necios son popularísimos (prueba de ello es que la entrada que le dediqué a este último hace tiempo es de lejos la más visitada de este blog), pero sospecho que es porque en ellos la parte dura está sepultada bajo una sólida capa de humor. Cuando el humor y lo trágico corren parejos, es otra cosa. Por caminos que resultaría complicado detallar, me han venido a la mente dos autores que me da la impresión que casi nadie conoce  aquí (aunque su obra sí ha sido traducida), americanos ambos, que cultivan una literatura en la que se mezcla sin complejos la tragedia con el sexo, el humor ácido o la irreverencia. En esta categoría, me doy cuenta ahora, podrían entrar más; por ejemplo, Joseph Heller con su Trampa 22. Pero, bueno, yo quiero mencionar a esos dos que leí en su momento y que me sorprendieron por lo hábilmente que escondían su descarnado fondo tras un velo de humor en ocasiones grotesco, en ocasiones incluso escatológico.
Los autores en cuestión son J.P. Donleavy y James Kirkwood, Jr. Del primero, podría hablar de la que se considera su mejor obra, The Ginger Man (El hombre de mazapán), pero confieso que su héroe, el borracho, mujeriego y bastante rastrero Sebastian Dangerfield no es demasiado santo de mi devoción; para humor negro, prefiero el de Cuento de hadas en Nueva York. Basta con leer lo que dice la contraportada para darse cuenta de por dónde van los tiros:
"Cornelius Christian regresa a Nueva York después de una prolongada estancia en Europa. Durante el viaje por mar muere su joven mujer. Para sufragar los gastos del entierro, el perplejo héroe se ve obligado a trabajar en la funeraria de Clarance Vine, árbitro de la elegancia mortuoria. Allí conoce a la señorita Mus y a Fanny Sourpuss, la bella viuda de un viejo millonario... A partir de entonces se inicia una serie de acontecimientos hilarantes; un vértigo de frustraciones, miedos, crueldades y encuentros eróticos que coinciden con impulsos de muerte"
O sea, abstenerse espíritus débiles o timoratos. Eros y Tánatos en estado puro.

La otra novela tragicómica que recuerdo con vividez es aún menos conocida: P.D.: Tu gato está muerto, de James Kirkwood, Jr. A lo mejor a alguien le suena la obra de teatro o la película (Por cierto, tu gato ha muerto, en la versión castellana) que se hicieron basándose en esta novela, pero también lo dudo (sobre todo, porque son bastante antiguas ambas).




Su protagonista, también, empieza sumido en la desesperación:

"Es Nochevieja en Nueva York. Tu mejor amigo murió en septiembre, te han robado dos veces, tu novia está a punto de dejarte, te has quedado sin trabajo... y te encuentras un ladrón en tu casa."
A partir de ahí, se suceden las situaciones complicadas, cómicas y un desenlace inesperado. Por cierto, Kirkwood se hizo famoso no tanto por esta obra -a pesar de su gran éxito en Estados Unidos-, sino por ser coautor del famoso musical A Chorus Line.

Kirkwood murió en 1989 y no sé si alguien le recuerda. Donleavy, por su parte, se hizo irlandés de adopción y ahora vive en una hermosa mansión con varias hectáreas de terreno, convertido en una especie de gentleman farmer. Hay que decir que no sólo vive de sus ingresos como escritor, sino que en un golpe de astucia -y después de muchos años de batallas legales- consiguió hacerse con el fondo del que fuera su primer editor, Olympia Press, una curiosa empresa editorial que, junto a pornografía pura y dura, se atrevió a publicar en los años cuarenta y cincuenta las obras de autores hoy consagrados que nadie había querido. Según el New York Times Book Review (1958):
"Tres cuartas partes de los libros que publica esta editorial son simple pornografía, el cuarto restante son libros 'buenos' o incluso 'magistrales'."
Entre los libros que Maurice Girodias, el propietario, consideraba sus libros 'buenos'  estaban nada menos que Lolita, de Nabokov, The Ginger Man, de Donleavy, Molloy y Watt, de Samuel Beckett y varios títulos de Jean Genet.


J.P. Donleavy (Foto: Kenneth O'Halloran)

martes, 23 de septiembre de 2014

LEER MEJOR

 
(Esta bonita foto procede del blog Librérate.)
 
Si usted está leyendo estas líneas, es indudable que sabe leer. Es casi seguro, también, que aparte de juntar las letras, será capaz de comprender su contenido. Al fin y al cabo, es lo que enseñan en las escuelas. La mayoría de los niños, una vez acabada la enseñanza obligatoria, son capaces de hacer un resumen de lo leído. Aunque eso evidencia que han podido seguir el hilo de la historia, o de la argumentación, que desarrolla el texto, no que hayan captado la intención del autor ni otros muchos aspectos. Mas adelante, si siguen estudiando, algunos acceden a lo que se llama "comentario de textos", supuestamente una vía privilegiada para ahondar en el texto, determinando su estructura, analizando su forma y en general llevando a cabo una serie de operaciones que permiten "dar cuenta, a la vez, de lo que un autor dice y de cómo lo dice" (en palabras de un popular manual de Lázaro Carreter y E. Correa).  Suele ser, me temo, una asignatura en la que los estudiantes se aplican en desmembrar un poema o texto determinado, pero no aprenden a utilizar ninguna de esas herramientas en su vida lectora fuera de las aulas. Pues la evidencia demuestra que muchas personas que han recibido una educación no han aprendido, en cambio, a leer en el verdadero sentido de la palabra. O sea, saben leer, pero no leer "mejor".
Esto explica -creo yo- el éxito de determinadas obras de ventas millonarias, cuyo contenido sin embargo decepciona a más de un (mejor) lector.  "¿Cómo es posible que esta birria guste a tanta gente?" se preguntan entonces. La respuesta es que la gran masa lectora lee sin más. Es decir, no sabe leer mejor. Dice C.S. Lewis, en uno de los ensayos contenidos en el libro La experiencia de leer, que
 
"Así como el oyente que no sabe escuchar música sólo se interesa por la melodía, el lector sin sensibilidad literaria sólo se interesa por los hechos. El primero descarta casi todos los sonidos que la orquesta produce realmente: lo único que quiere es tararear la melodía. El segundo descarta casi todo lo que hacen las palabras que tiene ante sus ojos: lo único que quiere es saber qué sucedió después."



No es que a la gente le gusten los libros malos (como he oído decir a más de uno), sino que no saben leer de otra manera. Los lectores que no son capaces de concebir, imaginar y sentir lo que el autor sugiere se pierden una gran parte de lo que la buena literatura contiene. Siguiendo con Lewis, "La mayoría de cosas que proporciona la buena literatura -y que la mala no proporciona- son cosas que el lector no desea y con las que no sabe qué hacer". Lo que el lector que no sabe leer busca es ante todo el reconocimiento inmediato, enterarse cuanto antes de cuáles son los hechos o las emociones que el autor le desea transmitir.
 
"Que quede claro que el lector sin sensibilidad literaria no lee mal porque disfrute de esta manera con los relatos, sino porque sólo es capaz de hacerlo así. Lo que le impide alcanzar una experiencia literaria plena no es lo que tiene, sino lo que le falta."
 
El mejor lector es capaz de ir más allá, de recibir todo lo que el autor le ofrece -cada palabra pesa- y sólo entonces pasarlo por el tamiz de su propia sensibilidad y su experiencia. El lector común se deja entretener por la lectura; el lector mejor es transformado por ella.
"Cuando leo gran literatura me convierto en mil personas diferentes sin dejar de ser yo mismo (...) Veo con una miríada de ojos, pero sigo siendo yo el que ve." 

 

miércoles, 17 de septiembre de 2014

PÚRPURA IMPERIAL

 
La pasión por la lectura y una notable afición por la historia dan como resultado que me haya sentido atraída desde bastante pronto por las lecturas históricas, entre ellas por supuesto las del género conocido como "novela histórica" (por más que en ese saco caben últimamente obras que tienen poco tanto de los primero como de lo segundo). En su momento -hace mucho de eso- devoré con emoción varias entregas de las aventuras de La pimpinela escarlata, así como las correspondientes obras de Dumas o Miguel Strogoff. Más adelante, avatares de mi vida profesional me llevaron a tener que leer -no siempre, hay que confesarlo, con el mismo agrado que en mis incursiones juveniles en el género- mucha novela histórica. Por supuesto, con algunas disfruté enormemente. Robert Graves, Marguerite Yourcenar o Mary Renault (una verdadera lástima que su insuperable trilogía sobre Alejandro Magno esté tan mal traducida al español) me introdujeron con todos los honores en la recreación del mundo clásico. También pude darme cuenta de que demasiados autores se limitaban a parafrasear, con mayor o menor acierto, a los historiadores romanos. Si Suetonio o Plutarco levantasen la cabeza, se harían cruces de lo muy rapiñadas que han sido sus obras.
 
 
Al final, tantas lecturas sobre temas parecidos desembocan en una especie de empacho. Y ya se sabe que el mejor remedio para eso es el ayuno. En los últimos tiempos, pues, sólo muy de vez en cuando he tomado una de esas novelas para leer por placer, fuera del ámbito profesional. Creía sinceramente que ya conocía todos los trucos del oficio. Así que, cuando cayó en mis manos el Augustus (El hijo de César, en la versión española) de John Williams -el autor de la excelente Stoner- dude durante un tiempo antes de ponerme a ello. Me imaginaba otro calco de las Vidas de los Césares y, en cualquier caso, tengo un conocimiento suficientemente amplio de esa etapa de la historia romana como para necesitar que me la refrescasen. Pero el verano es largo y Augustus viajaba conmigo, de modo que acabó cayendo. Ha sido, de largo, la mejor lectura que he hecho estos meses. Williams maneja en esta obra un tema muy distinto del de Stoner -nada que ver la historia de un oscuro profesor de universidad americano con la trepidante vida de uno de los dueños del mundo antiguo-, pero demuestra ser tan hábil examinando el alma humana en uno como en otro caso. La historia de Octavio Augusto no nos la cuenta él -no estamos ante unas falsas memorias como las de Yo, Claudio-, ni tampoco un narrador omnisciente, sino que está hecha de retazos de cartas, de diarios, de edictos... todo tipo de documentos escritos (aparentemente) tanto por sus amigos como por sus enemigos, que dan como resultado un retrato lleno de matices que nos explica de modo totalmente plausible cómo un joven patricio de diecinueve años llega a convertirse en emperador de una potencia mundial. Lo más novedoso, lo que más se agradece, es que el centro de interés de la novela no está en los grandes hechos, en las batallas ganadas o en las rencillas políticas -aunque sea inevitable hablar de todo ello- sino en los tipos humanos que la habitan. Se sale de su lectura con la impresión de haberse codeado con todos esos personajes togados y de comprender qué era lo que motivaba sus acciones.
 
 
  
En resumen, diría que El hijo de César es esa cosa tan rara: una novela histórica para gente que no lee novela histórica. Que, por cierto, fue galardonada con el National Book Award el año de su publicación, un premio que han obtenido autores como Philip Roth, Saul Bellow o Thornton Wilder, entre otros. Calidad de la buena.

viernes, 5 de septiembre de 2014

CON LA HISTORIA EN LOS TALONES

Moltkebrücke en Berlín (Foto Erich Hermes, Deutsch Evern)

Aunque cualquier lugar que haya sido habitado por el hombre tiene sin duda una historia detrás, hay países, regiones, ciudades donde la huella de la historia se percibe con mayor claridad. En pocos lugares lo percibo mejor que en Alemania. La Alemania de hoy -próspera, ordenada, floreciente- puede engañar a simple vista, pero a nada que se levante un poco la alfombra emergen las sombras del pasado. Me refiero ante todo a la historia más inmediata, el nazismo y la Segunda Guerra Mundial. Aunque a veces la catástrofe más reciente haga olvidar a otras más antiguas: durante la Guerra de los Treinta Años, el territorio que hoy constituye Alemania quedó absolutamente devastado. No sólo se produjo una destrucción total de las poblaciones (el ejército sueco solito arrasó 1.500 pueblos y 18.000 villas), sino que el hambre, la guerra y las enfermedades acabaron con buena parte de la población, que se estima que en 1620 era de 16 millones y para el final de la guerra sólo de 10.
O sea, encontrar restos auténticamente medievales en Alemania es poco menos que milagroso: los pocos que no habían sucumbido antes, quedaron sin duda aplastados bajo las bombas aliadas. 
Sea como fuere, nada ayuda más a percibir ese pulso oculto de la Historia que acompañar las visitas turísticas de determinadas lecturas. Por ejemplo, recuerdo mi última estancia en Berlín -hace ya algunos años-, que compaginé con la lectura del excelente Berlín: la caída de Antony Beevor. Imposible evitar un escalofrío cuando, al cruzar alguno de los numerosos puentes de la ciudad, comprobaba una y otra vez que todos fueron destruidos durante la guerra (los alemanes, pueblo minucioso, amablemente ofrecen la fecha de la destrucción y la de su reconstrucción, a menudo años más tarde, en cada puente). ¿Cómo se vive en una ciudad machacada por las bombas, en la que poco a poco se interrumpe el suministro de agua, el de electricidad, en la que no hay comida ni modo de desplazarse para buscarla... ? Para amantes de las emociones fuertes sobre este tema, existe otro libro muy recomendable, Europa en ruinas, una recopilación de testimonios presenciales de los años 1945-48
Así que esos pueblecitos tan preciosos son sólo una cara de la historia. La más halagüeña. O, a veces, impostada. Hannover, por ejemplo, tiene un bonito centro "histórico", con un par de calles flanqueadas por casas aparentemente antiguas. Que sí, son antiguas, pero no son de Hannover.


 Lo cierto es que el núcleo de la ciudad sufrió una destrucción prácticamente total durante la guerra, de modo que para la reconstrucción tuvieron que recurrir a traer las fachadas de casas de poblaciones cercanas que habían sobrevivido mejor al desastre. Sobre esos bombardeos , su desarrollo, sus consecuencias y, en último extremo, su necesidad (¿de verdad hacía falta tanta destrucción de bienes y vidas?), conviene leer El incendio, Alemania bajo el bombardeo 1940-45, de Jörg Friedrich. Un libro que causó verdadera conmoción en Alemania en el momento de su publicación. Con motivo. 
O, menos documentado, pero más literario, Sobre la historia natural de la destrucción, de W. G. Sebald

A veces, estos oscuros rastros de la Historia pueden incluso arruinarte la experiencia. Citaré al respecto una anécdota personal. Hace un tiempo pasé unos días en un idílico hotelito campestre cercano a la costa báltica de Polonia.  Es ese territorio que anteriormente formó parte de Alemania, y de donde procede de hecho el núcleo duro de la aristocracia prusiana, los Junkers. El hotel en cuestión era la casa señorial de uno de estos señores, remodelada.


Como pueden ver, un lugar hermoso. Era un placer desayunar en la terraza que daba a la parte de atrás, con vistas al pequeño lago donde nadaban unos cuantos cisnes y pasear por los bosques que circundaban la finca. 


Hasta que en uno de esos paseos di con las tumbas. Eran tres lápidas. Todas de mujeres, todas muertas el mismo día de 1944. Una mayor -la madre o la suegra-, dos jóvenes. No resultaba difícil imaginar la secuencia de los hechos: el avance inexorable del Ejército Rojo, precedido por las historias (ciertas) de violaciones y crueldad; el terror de las tres mujeres que permanecían en la casa señorial, quién sabe si ya viudas de un oficial, o sin noticias de sus hombres en algún lejano frente. Según el personal que cuidaba del hotel -que por supuesto no tenían nada que ver con la aristocrática familia original-, las tres se suicidaron, espantadas ante lo que les esperaba. Quiero creer que fue así, porque en efecto parece una muerte más clemente que la alternativa. Pero a partir de entonces el recuerdo de esas muertes y de esos momentos de terror que habían tenido lugar entre las mismas paredes que habitábamos con tanta despreocupación me arruinaron las vacaciones.