John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

lunes, 5 de mayo de 2014

MI BIBLIOTECA (2.5): ¿LOS LIBROS SON ELÁSTICOS?

Los libros de Zazou, que comparte sus desvelos librescos en el blog  Bibliomanías y otros desvaríos están en plena reorganización. Buscan su sitio en las estanterías que les esperan, acogedoras. Pero todos sabemos que colocar libros no es tarea fácil...



Yo tenía un libro en África… vale, no, el libro no estaba en África ni al pie de las colinas de Ngong. En realidad está en mi estudio y al pie de las estanterías, igual que varias docenas de libros más, amorosamente apilados en varios montones. Las estanterías se extienden a lo largo de una pared y media y otra media pared junto a la puerta, blancas como el gotelé, para que sólo los libros en las baldas tengan colorido y personalidad. Ellos son los importantes. Ellos y el suelo de madera, que a veces parece pedir una butaca o, incluso, una mecedora donde apoltronarse con alguno de los volúmenes en las manos, una taza de té o una copa de vino cerquita y la mente atenta, abierta, hambrienta. Pero eso no va a ser todavía; no mientras esas pilas permanezcan levantadas, irradiando impaciencia por cada hoja de cada libro. 
 


Renovarse, crecer, evolucionar. Es una ley natural. Las estaciones se suceden, los años pasan, los paisajes cambian. Así debe ser. Los niños se hacen jóvenes, los jóvenes se hacen adultos (o no) y la rueda sigue. Lo normal. Los libros se multiplican… ah, ahí ya nos hemos enredado. No pueden multiplicarse sin ayuda, por sí mismos no ensanchan ni procrean. Porque no son seres vivos… ¿Cómo que no? El libro respira y habla, reinterpreta el mundo para el lector y mantiene una conversación con él, además una conversación diferente según qué lector. El libro despierta cuando lo abres, se alimenta con tu compañía y descansa cuando lo dejas de nuevo en el estante; a veces incluso te echa de menos y suplica, si necesita ser leído de nuevo. El libro es una especie callada pero no muda, tan fiel como puede serlo quien te ama desinteresadamente. Mimoso, el libro se acurruca en tu regazo en cuanto te sientas con él y te abraza con las palabras. También es una raza gregaria: tiende a convivir con otros miembros, sin discriminación de género, color o tamaño, y se agrupan en bandadas organizadas en hileras. Por lo general. Excepto los míos, o buena parte de los míos, estos días.

Tengo ahí a los pobrecitos, esperando que a ratos me ocupe de ellos. Pero es que lleva su tiempo. Ordenarlos no es tan simple como colocarlos en las baldas a la buena de los dioses. Se requiere un criterio y una sistematización. Se lo digo cada vez que entro al estudio y los encuentro ahí, con los lomos temblando de esa forma tan patética, echándome en cara su posición supina. Por mucho que a ellos no les importe mezclarse, a mí sí. Reconozco que soy un poco estricta con el tema, aunque no tan en exceso como para resultar maniática. Me gusta poder echar un vistazo y saber que en ese lateral están los de fantasía, que en aquellas baldas los clásicos y en el rincón los de poesía, por ejemplo. Y en esas estoy. Decidiendo en qué lateral, en qué balda y en qué rincón van a acabar ubicados (por no hablar del armario empotrado que, además de trastos varios, guarda otra porción de libros que no tienen cabida fuera). Todo porque he cambiado una estantería por otra algo más grande y he decidido que quería darles nuevos aires. Lo curioso es que, una vez sacados los libros para enfrentarlos a la reorganización, abultan más que antes. ¿De dónde viene esa magia extramatemática? Es como cuando te mudas de casa y, llegada a la nueva, te preguntas: ¿por qué si vengo de un piso de dos habitaciones y ahora tengo tres no me caben las cosas que traigo? Dicen que el tiempo es elástico. ¡Eso no es nada comparado con el volumen de los libros al intentar volver a guardarlos!
 
 


El otro día mi sobrino se admiraba (angelito) al preguntarme por los libros que tenía. «Tía, tú que lees mucho, ¿tienes más de cincuenta libros en tu casa? ¿Más de cien? ¿Más de…? ¡Jo, tía! ¿Pero dónde los guardas?» Y mi marido se echó a reír mientras esperaba que yo contestara. La respuesta era fácil: en las estanterías que hay por la casa. Por suerte, la bendita inocencia del niño evitó la cuestión conflictiva que dejaba al “dónde” en pañales: el “cómo”. De momento, sólo podría decirle: “Con paciencia y mucho cuidado”. 

Con ese armamento y un pelín de optimismo desmedido, me enfrenté ayer por la tarde a tamaña empresa. Subí y bajé mi escalerita, me senté y me tiré por los suelos, trasladé libros de una pared a otra, los volví a trasladar… Pensaba que lo haría de una sola vez. Había olvidado las anteriores experiencias. ¿Amnesia voluntaria? Es probable. Al anochecer, solo había conseguido organizar una estantería, donde reposan ahora la poesía, el teatro y los clásicos. Entre tanto, refunfuños y rezongos para mi coleto, aunque en el fondo estaba feliz en mi pequeño paraíso libresco. Porque esa sensación de estar rodeada de libros es tan placentera como una tarde soleada en la tumbona de la terraza, o quizá más. Y el regustillo de planificar e imaginar cómo quedarán los libros, una vez estén por fin colocados, tiene la dulzura chispeante de un pastel de limón. De esos que me encantan.

5 comentarios:

  1. Estoy en el mismo proceso y es absolutamente cierto: los libros son más grandes cuando entran que cuando salen.

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  2. He vivido toda tu entrada desde el principio al final. Que buena compañía son los libros, esa taza de café, té o un buen vino en el silencio de la noche. Escuchando la mecedora crujir y algún mochuelo perdido.

    Un abrazo y ánimo

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  3. Y ahí sigo, ordenando y volviendo a desordenar, maquinando cada día un poquito y aprovechando cada hueco en el tiempo para colocar alguno aquí y allá.

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  4. Hace escasos meses me trasladé a una habitación más grande con un gran estantería y me sentí exactamente igual.
    Me ha encantado leerte.

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