John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

viernes, 18 de octubre de 2013

BRUSELAS (II): FOGONAZOS LIBRESCOS Y ALGUNA CURIOSIDAD

 
Como ya anticipé en mi post anterior, mi visita a Bruselas fue breve, de modo que las impresiones han sido necesariamente fragmentarias. Por supuesto hubo que ver las atracciones turísticas de rigor (del muñequito ese del chorrito sólo diré que aquel día iba vestido de portugués; en mi ignorancia, tuve la impresión de que iba de tuno, que viene a ser bastante similar: por suerte Bruselas es además sede del Parlamento europeo y siempre hay alguien versado en asuntos comunitarios que te saca del error), entre ellas las famosas galerías cubiertas, las Galeries Royales, que presumen de ser (casi) las más antiguas de Europa y están llenas de comercios de postín -mucho chocolate-, restaurantes y cafés con solera y muchos, muchos turistas. No hubo tiempo de hacer un recorrido bibliómano de la ciudad como me hubiera gustado, pero en estas galerías pude admirar dos establecimientos notables. El primero, la añeja Librairie Saint-Hubert, un lujo de estanterías de roble y lámparas de época.
 

Según dicen, su surtido libresco también vale mucho la pena. Pero se me quitaron las ganas de husmear cuando un dependiente francamente brusco me reprendió por intentar hacer una foto. (La que ilustra esta líneas no es mía, como comprenderán.) El otro, casi enfrente, una tienda especializada en manuscritos. ¡Qué maravilla! Imposible no pensar en Stefan Zweig, que dedicó la mayor parte de su vida a coleccionar manuscritos de los autores y músicos que admiraba, para perderlos todos cuando tuvo que exiliarse.
 
¿Que quiere una carta de Einstein? No hay problema...
El paseo vespertino por un barrio encantador, el de Sainte-Catherine,  permitió descubrir una bonita (aunque lamentablemente cerrada) librería de segunda mano. Al indiscutible atractivo de su escaparate se le unió, por obra y gracia de la luz de atardecer, el reflejo de la iglesia barroca que está delante.
 

 
Poco más a reseñar en el apartado libresco. Pero no quiero cerrar esta breve crónica bruselense sin destacar dos figuras que me llamaron la atención, por motivos diversos. La primera, una estatua dedicada al héroe de guerra probablemente más ignorado: la paloma mensajera.
 

La segunda, una estatua doble, situada en un bello jardín romántico: la del conde de Egmont y su amigo Horn, héroes de la independencia de Flandes, quienes, según reza la inscripción del pedestal, fueron decapitados a causa de una "sentencia inicua del duque de Alba". Cogidos del hombro, ambos parecen enfrentarse con serenidad a su destino.


Casi tengo la impresión de estar oyendo las notas iniciales de la pieza que Beethoven le dedicó:
 
 
Dirigida por Claudio Abbado. ¡Que la disfruten!
 
 

domingo, 13 de octubre de 2013

BRUSELAS Y EL CÓMIC

Aunque a veces no lo parezca, hay vida más allá de la Grand' Place
 
No es Bruselas una de esas ciudades que enamoran a primera vista. Aunque hablo a partir de una corta visita y quizás esté cometiendo una injusticia, ni siquiera da la impresión de ser una ciudad que merezca detenerse en ella muchos días. Si en París, Londres o Nueva York el visitante foráneo descubre de inmediato que, por más que se deslome visitando museos y pateándose las calles o los mercadillos, le queda aún todo un mundo por descubrir (y tal vez le quedará siempre, por más que redoble sus esfuerzos), los atractivos de Bruselas parecen ser claramente más restringidos.
Sin embargo, hay algo que es preciso reconocerles a los belgas: han sabido sacar un gran partido de  las peculiaridades locales.  A partir del auge que conoció la "bande dessinée" (lo que nosotros conocemos como "tebeo" o como "cómic", en plan más cultureta) durante las décadas centrales del siglo pasado, con Hergé en primera fila, han sabido convertir lo que hubiese podido ser una simple anécdota en un interesante atractivo turístico. Para los que hemos crecido con Tintín como lectura de cabecera y nos hemos reído o emocionado con otros personajes, como los hermanos Dalton, el marsupilami o los arriesgados Blake y Mortimer, hay en Bruselas un par de visitas inexcusables. Por un lado, la ruta de los murales de cómic y por otro el Centre Belge de la Bande Dessinée, que además está ubicado en un notable edificio modernista -art nouveau, en la versión belga- diseñado por Victor Horta (y esa es otra ruta apetecible, pero habrá que dejarla para otra ocasión).
 
A la vista de esta muestra de 1900,
la querencia belga por el cómic les venía de lejos
 
El circuito de los murales le lleva a uno además a recorrerse media ciudad, pisando barrios en los que de otro modo no se hubiese aventurado. Y resulta encantador toparse en cualquier esquina con paredes enteras decoradas con los más entrañables héroes del cómic.
 

 
 


 
Hay que prestar verdadera atención para no ser arrollado al cruzar una calle por una alegre banda de galos o por los cuatro hermanos forajidos. Y casi dan ganas de ponerse bajo la ventana para recoger al muchacho que cuelga de un canalón y que ¡ay! puede estrellarse en cualquier momento.
Además de esos grafiti "oficiales", hay muros que lucen otros, improvisados, también muy atractivos:
 
 

 
Después de ver a los héroes del cómic en acción, se impone una visita al CBBD para saber más acerca de sus autores y de su manera de trabajar. Pues eso es lo que se muestra allí, en un recorrido muy ameno y bien documentado, aunque centrado sobre todo en los autores belgas (de vez en cuando, hay exposiciones temporales dedicadas a otras nacionalidades; en nuestro caso, una del americano Will Eisner).
 
El vestíbulo nos recibe con una réplica del cohete en el que Tintín
conquistó la Luna

Por los pasillos, uno se encuentra con ciertos
personajes



 
 
 Por supuesto, además de estas cuidadas recreaciones de ambiente, no podía faltar todo un apartado dedicado al protagonista incontestable del cómic belga, Tintín. Aunque el Museo Hergé propiamente dicho se encuentra en las afueras, en Louvain-la-Neuve. Pero, también, habrá que dejarlo para otra ocasión (al final, habrá que volver a Bruselas, ¿no les parece?).
 


 
Al salir, tras haberse dado un baño entre curioso y nostálgico de tiras cómicas, es inevitable preguntarse porqué en Barcelona, donde durante muchos años se produjo el mejor cómic español, con revistas emblemáticas como TBO o Pulgarcito y dibujantes geniales (Escobar, Ibáñez y tantos otros), nadie ha sido capaz de montar algo similar. Edificios públicos vacíos no faltan en estos momentos, precisamente. Pero me temo que los organismos que podrían hacerse cargo de ello no están por la labor. Todo un patrimonio que se está dejando perder, una lástima. ¿Seremos capaces de aprender un poco de los belgas?
 
[No quiero dejar la impresión de que en Bruselas sólo hay cómic, también encontré otros rincones librescos muy estimulantes. Quedarán para otra entrada. Continuará...]
 
 

miércoles, 9 de octubre de 2013

BERENICE ABBOTT, ESCRITORES Y EDIFICIOS


André Malraux (1935), retratado por Gisèle Freund
La gran fotógrafa Gisèle Freund (ya hablamos de ella en estas páginas), a quien debemos algunos de los retratos de escritores e intelectuales más famosos del siglo XX, dijo en una ocasión: "Que alguien me explique porqué los escritores quieren ser retratados como si fuesen artistas de cine, y los artistas de cine, como si fuesen escritores". Vanidad humana, sin duda, pero una pregunta muy válida a la luz de los retratos que conservamos de algunos de ellos, y que por regla general son los que ellos o sus editores han preferido como "imagen de marca" (que dirían los expertos en marketing). Ni siquiera la propia Freund -que buscaba expresar en sus fotografías la esencia del personaje- estaba del todo libre de esa tendencia a presentar a los escritores bajo un aspecto lo más atractivo posible.
Otra fotógrafa de la misma época, Berenice Abbott, ejemplifica aún mejor este aspecto vanidoso de los escritores. De ella es, por ejemplo, el famoso retrato de Joyce a medio camino entre dandy y pirata.


O este Cocteau que podría fácilmente salir de una película sobre el Chicago de Al Capone.

Jean Cocteau, con una pistola, por Berenice Abbott

Berenice Abbott (1898-1991) es además un personaje sumamente interesante, que nos ha dejado una galería de inolvidables retratos del París de entreguerras. Ayudante de Man Ray, quien la inició en los secretos de la fotografía, Abbott se movería en el mundo de bohemios y expatriados de aquellos años. En esa época, según Sylvia Beach, ser retratado por Ray o por Abbott era prueba incontrovertible de que se era 'alguien'. Trabaría relación con Djuna Barnes, Solita Solano, Margaret Anderson o Janet Flanner, esas mujeres que habían encontrado fuera de su país la libertad de vivir como ellas deseaban. A todas ellas las retrató bajo su aspecto más seductor.

Solita Solano, por Berenice Abbott
Djuna Barnes, por Berenice Abbott
Aunque, más que por sus retratos, Abbott se haría famosa por sus espléndidos reportajes sobre la Nueva York de la década de 1930, recogidos en el famoso libro Changing New York, donde documentó la prodigiosa transformación urbanística de la ciudad (les recomiendo que le echen un vistazo a esta galería de imágenes).


A pesar de ello, no abandonó del todo el retrato, y de su etapa neoyorquina tenemos algunas fotos memorables, como ésta de Frank Lloyd Wright. Quizá me equivoco, pero en la composición de este retrato me parece ver algo claramente arquitectónico.


En la siguiente etapa de su vida, Abbott se volcó en la fotografía científica. Dicho así, suena árido y aburrido. Pero sólo hace falta ver alguna sus instantáneas para darse cuenta de que el talento tras la cámara permite convertirlo todo en arte:



 Al contrario que los escritores, ni los campos magnéticos ni las pompas de jabón tienen vanidad. Pero Abbott los retrata de modo que saca de ellos toda su belleza.

lunes, 30 de septiembre de 2013

PACKS LITERARIOS

 
Seguro que ustedes, como yo, reciben constantemente ofertas de packs que prometen experiencias diversas, desde relajarse en un spa recibiendo masajes con nombres exóticos hasta pasar un par de días visitando bodegas y haciendo catas de vinos. (Hay alguna otra que me pone los pelos de punta, como conducir un Ferrari o iniciarse en los secretos del trial, que no quiero ni mencionar. Pagaría por no  hacer ninguna de estas dos cosas.) El lema de estas nuevas modalidades de ocio parece ser: "importa más la experiencia que el lugar" y "a cada cual según sus gustos". Bien pues, veamos: ¿no les parece que estos señores de la industria del ocio dejan de lado a un segmento de la población? ¿dónde están los packs para bibliómanos? Es indudable que ahí hay un nicho de mercado -como ellos dicen- sin cubrir. Y no crean que no hay posibilidades. Un par de autodefinidas "bibliohólicas" británicas han dado con una fórmula sumamente atractiva, que permitiría ofrecer a estas gentes letraheridas unas experiencias adaptadas a sus gustos (¡ay!, tan peculiares). Así, han ideado una serie de packs temáticos, adaptados a diferentes tipos de lectores que deseen desconectar durante unos días del mundo "real" (eso es según se mire, por supuesto) y dedicarse a su pasatiempo preferido. Vean algunas de sus ingeniosas sugerencias:
 
 
 Pack Jane Austen: 2 noches. Incluye un ejemplar de una Novela Clásica que Siempre Has Deseado Leer, dos comidas y dos refrigerios ligeros por día. Té ilimitado. Incluye un suave albornoz lleno de migas de galletas. Habitación equipada con proyector con video de Colin Firth.
 
 
Pack Tolstoi: 7 días. Incluye ejemplar de un Clásico Larguísimo y un par de lecturas ligeras para cuando no puedas más de descifrar letra pequeña y notas a pie de página. 3 comidas y un tentempié a medianoche por día. Café, té y cigarrillos ilimitados (si no fumas, seguramente lo harás para cuando acabes). Incluye una visita diaria de un viejo profesor no demasiado pesado con el que comentar tu lectura. Habitación equipada de máquina de aplausos que se activa cada vez que completas cien páginas. Opcional: masaje a cargo de atractiva señorita victoriana.
 
 
Pack Agatha Christie: 7 noches. A elegir entre compartimento de tren o cabina de barco. Incluye 20 novela de Christie elegidas al azar, un monóculo, un anciano vecino de habitación metomentodo, un grito en la noche y un masajista/criado/conserje interpretado por la misma persona.  La habitación contiene una serpiente venenosa oculta, un frasco de veneno, una pistola humeante, manchas de sangre y la sensación de ser vigilado. (Existe una versión más económica en la que se han arrancado las últimas páginas de las novelas.)
 
 
Pack Harry Potter: 7 noches. Incluye colección completa de las novelas de Harry Potter, una capa (invisibilidad no garantizada) y un mayordomo personal disfrazado de elfo. No le dé sus calcetines bajo ningún concepto. Incluye comidas en el refectorio comunal (con otros participantes del mismo pack), así como café té y cerveza de mantequilla ilimitados. Opcional: terrorífica aparición nocturna del Innombrable. Este pack existe también en versión Tolkien.
 
Todos los huéspedes deben atenerse a las siguientes reglas:
 
1) A la llegada, hay que entregar en recepción todos los aparatos electrónicos.
2) Los huéspedes pueden disfrutar de paseos por el jardín, sentarse en las cómodas butacas de la terraza o sumergirse en el jacuzzi exterior. Sin embargo, está prohibido utilizar ninguna de estas facilidades sin ir provisto de un libro.
3) Observamos una estricta regla de "no spoilers". En caso de que algún huésped revele a los otros detalles que estropeen su experiencia de lectura, será confinado en un desván polvoriento, donde deberá jugar a Angry Birds durante un tiempo equivalente a la gravedad de su delito.
4) Es obligatorio respetar la privacidad de los demás huéspedes, Quienes incumplan esta norma, serán encerrados en la suite "Naranja mecánica", cuyas características preferimos no divulgar.
 
Le aseguramos que en nuestro establecimiento no oirá jamás la frase "Me gustaría tener tiempo para leer".
 
No me digan que no se apuntarían a alguno de estos packs. ¡Ah, unas vacaciones dedicadas sólo a leer, leer y leer! Señores de la industria turística, ¿a qué esperan? Por aquí hay más de un futuro cliente de este tipo de productos.

martes, 24 de septiembre de 2013

¿CÓMO GUARDAS TUS LIBROS?


Que el saber no ocupa lugar es una frase que cualquiera con sentido común sabe que es tan falsa como aquella otra de "quien bien te quiere te hará llorar". Ni hacer sufrir a otro es señal de amor, ni podemos ser dueños de una sabiduría pasable sin cargar con una biblioteca más o menos bien surtida. Y los libros, señores, tienen peso y volumen. Ocupan lugar. Pequeños avances en la acumulación de información, como internet o la sustitución de las antaño ubicuas enciclopedias por la etérea Wikipedia no significan que vayamos a poder prescindir en breve de acumular libros en nuestras viviendas. Quiere la tradición (aunque no sea tan antigua como podría parecer) que los libros se almacenen en vertical, uno al lado de otro, con el lomo -esa práctica parte del artefacto libro que sirve para proteger los pliegos y, de paso para informarnos de lo que contiene- mirando hacia fuera y el corte delantero hacia la pared.

Un didáctico esquema de las partes de un libro.
No todo el mundo sabe cuáles son y como se llaman.

O, al menos, para eso están concebidas las estanterías, unos muebles destinados esencialmente a guardar los libros (que, en su lugar, en muchos hogares las llenen con figuritas de porcelana o bibelots varios no es más que una perversión del invento). Respecto a las estanterías, sus diversas formas o materiales y su mayor o menor adecuación a la función para la que fueron destinadas habría mucho que decir. Cualquier bibliómano que se precie ha intercambiado con sus colegas tremebundas historias de estantes que se comban bajo el peso del papel impreso, construcciones enteras que se vienen abajo o baldas que destiñen, dejando indeleblemente marcados los volúmenes en ellas alineados.
Las formas de guardar los libros tienen una historia tan diversa como los propios volúmenes, que Francesca Mari recorre en un entretenido artículo sobre el tema. Por supuesto, antes del libro en formato códice (ya sea manuscrito o impreso) existían los rollos de papiro. Estos se guardaban apilados en estantes, que podríamos decir que son los antepasados de nuestras actuales librerías. En la Edad Media, cuando los libros los copiaban a mano esforzados monjes, eran valiosos tanto por el material de que estaban hechos (los animales con cuyas pieles se hacía el pergamino eran caros, y el proceso para conseguirlo, largo y arduo) como por el trabajo invertido en copiarlos. Se consideró que esos libros tan caros -y pesados, en su mayoría- no debían estar en estanterías abiertas, al alcance de cualquiera, de modo que en muchas bibliotecas monásticas se guardaban en armarios. En otros casos, permanecían en un atril, pero asegurados con cadenas, no fuese que alguien sintiese la tentación... Además, estos códices primitivos se guardaban horizontales o bien en vertical, pero con el lomo hacia adentro. Un lomo que, en aquellos tiempos, no llevaba ninguna indicación acerca de título o autor. ¿Para qué, puesto que no estaba pensado para ser visto? La llegada de la imprenta comenzó a cambiar todo esto, en parte porque los libros se hicieron más livianos, más pequeños y más manejables. Aún así, se seguían colocando con el lomo hacia adentro, de modo que algunos adquirieron la costumbre de poner en el corte delantero alguna indicación sobre su contenido. Así, ciertos libros especialmente cuidados llegaron a ostentar verdaderas obras de arte en el borde exterior, destinadas a realzar su aspecto estético:

Así lucía la biblioteca de Odorico Pillone hacia 1580
 Parece que los primeros lomos impresos datan de la década de 1530. Está claro que para entonces ya se había iniciado el proceso que conduciría a darles la vuelta a los libros en la estantería. Aún así, los libros siguieron siendo durante mucho tiempo prerrogativa de la gente adinerada, y permanecieron confinados en sus bibliotecas, es decir, en una habitación destinada en exclusiva a leer o a estudiar. De allí sólo comenzarían a salir a finales del XIX, tímidamente. Poco a poco, las estanterías con libros fueron ganando terreno e invadiendo el salón y otros recintos de la casa. Hasta llegar al punto en que las estanterías se han convertido en un elemento decorativo más, por encima del posible interés que sientan sus propietarios por su contenido. Sólo hay que echar un vistazo a cualquier revista de decoración. Las hay con diseños espectaculares, aunque no todas pasarían la prueba del bibliómano. Que, en su mayor parte, sólo les piden que sea sólidas y muy, muy capaces. Y es que los libros tienen la costumbre de multiplicarse por encima de todas las previsiones...

[Quienes sientan curiosidad por saber cómo guardan sus libros algunos bibliómanos, pueden consultar la serie de artículos aparecidos en este blog bajo el título de Mi biblioteca.]
 

domingo, 15 de septiembre de 2013

LECTURAS IN SITU

 
Uno de los (muchos) grandes placeres de la lectura es que nos transporta a otros lugares. ¿Qué necesidad hay de desplazarse al África profunda si podemos leer En las minas del rey Salomón? O, en un registro más amable, nada mejor para sumergirse en el verdor y la voluptuosidad de la campiña francesa que los textos memorialísticos de Colette. Aunque también se puede considerar desde otro punto de vista: el disfrute lector se incrementa notablemente si conseguimos leer un texto en el mismo lugar que éste describe. Lo explica muy bien Anne Fadiman -una vez más, me refiero a sus artículos bibliómanos recogidos en Ex libris, ese delicioso libro que no me canso de pedir que alguien se decida a reeditar-, quien cita el caso de Thomas Macaulay; empeñado en leer la descripción que hace Tito Livio de la batalla del lago Trasimeno (en latín, por supuesto) in situ, no sólo se plantó en el lugar exacto a la misma hora que Livio dice que se inició la batalla, sino con tanta suerte que acertó con idéntico tiempo brumoso que el que soportaron los romanos: "Me hallaba exactamente en la misma situación que el cónsul Flaminio: totalmente oculto tras la niebla matinal... Así que puedo decir con justicia que he visto exactamente lo mismo que vio el ejército romano ese día".  Si grande es el poder de la imaginación para trasladarnos a otras tierras, ¿hay algo más emocionante que el que lo que leemos coincida con lo que nos rodea? ¿Ver, oler y experimentar lo mismo que los personajes de la historia que estamos devorando?
Los bibliómanos coleccionamos este tipo de experiencias: como ya conté una vez, recuerdo con placer la lectura del Cuaderno gris de Josep Pla rodeada de los mismos paisajes que describe; o Berlín, la caída de Beevor en esa misma ciudad (aunque aquí, por fortuna para mí, el paisaje había cambiado mucho). Por supuesto, este tipo de coincidencias son raras, incluso si uno las busca. Que lo hace, créanme. Como el proverbial sabio (sí, ya saben, el que iba arrojando hierbas, etc.), reconforta ver que siempre hay alguien más obseso que uno mismo, pues circulan por ahí mapas que ubican libros famosos, para fanáticos de la lectura in situ.
 
 
 
Litmapproject,  por ejemplo, es colaborativo, y salta a la vista que tiene aún muchas lagunas. ¿Se animan a cooperar? Así, para elegir la lectura del próximo viaje, bastará con consultarlo y sabremos qué libros llevarnos. Por mi parte, estoy segura de que si alguna vez voy a la isla de Skye, llevaré bajo el brazo un ejemplar de Al faro, lo mismo que no pisaré Yalta sin sentarme en su malecón a leer La dama del perrito de Chéjov. Quién sabe si no veré por allí a una bella joven acompañada por un lulú. ¡Ah, el encanto de la lectura in situ!
 
Ojos negros, de Nikita Mijalkov, una delicia de película
basada en los relatos de Chéjov
 

lunes, 9 de septiembre de 2013

HENRY JAMES, DAVID LODGE Y LA FAMA

 
Como ya anuncié antes de las vacaciones, he dedicado estas semanas a llenar alguna de las lagunas existentes en mis lecturas de David Lodge. He de decir que he disfrutado enormemente con su personal recreación de Henry James, en ¡El autor, el autor!, una novela que es además una perita en dulce para nosotros los anglófilos irredentos (y por supuesto para los jamesianos de pro). Sus páginas rebosan de nombres conocidos que harán las delicias de los conocedores del mundillo literario británico -desde el inevitable Oscar Wilde al mismísimo Arnold Bennett-, con apariciones más o menos fugaces, pero siempre justificadas por la documentación histórica (la única libertad que Lodge admite haberse tomado en este sentido se encuentra en la intervención de una Agatha Christie niña). Para mi gusto, ésta es la obra de un Lodge instalado en una madurez creativa espléndida, incluso mejor que la nada despreciable novela que dedicara a H. G. Wells A Man of Parts (personaje que también asoma aquí en sus inicios como periodista). Wells, James... me pregunto si no tendrá pensado completar la serie a modo de trilogía con algún otro autor de renombre. Pero más allá de lo bien construida y escrita que está, lo que eleva la novela por encima del mero retrato biográfico es su capacidad para ahondar, de modo sutil e inteligente, en un tema universal como es la fama. O la ausencia de ella: en el caso de James, la certeza de estar elaborando una obra valiosa que se estrella una y otra vez contra el escaso aprecio que de ella hacen sus contemporáneos. Una frustración contrapuesta -de manera cruel, como no deja de señalar Lodge- al éxito que cosechan las obras, que él juzga de categoría inferior, de uno de sus mejores amigos, George du Maurier. Este último es un personaje destacado y tan entrañable que casi consigue hacerle sombra al propio protagonista. En una refinada vuelta de tuerca del destino, Du Maurier  se hizo mundialmente famoso con una novela, Trilby, hoy totalmente olvidada -a no ser por el tipo de sombrero que popularizó su adaptación teatral-, escrita a partir de un argumento que el propio James había desechado. Mientras James apenas conseguía vender unos centenares de ejemplares de algunas de sus grandes novelas, las ventas de Du Maurier se contaban por centenares de miles. Hoy, en cambio, nadie recuerda su nombre, eclipsado además por otra fama, la de su nieta Daphne Du Maurier (seguramente habrán sospechado el parentesco), mientras que James reina con justicia en el olimpo de las letras. 
 
Connery, resultón con su sombrero "trilby"
Sin embargo, la fama y la prosperidad que tan esquivas le resultaron a James tampoco lograron la felicidad de Du Maurier. En fin, no quiero estropearles la intriga, sólo subrayar la habilidad con que Lodge maneja este complejo asunto y consigue que compartamos las cuitas de sus personajes.  
Después de haber cerrado el libro, me da por pensar que, a través de la historia de Henry James, Lodge está reflejando una situación que probablemente él también comparta. Aunque no es un escritor de minorías, creo que, como James, a él también le debe resultar incomprensible el éxito arrollador de algunos bodrios literarios. Y quizás, lo mismo que le sucede al autor de Portrait of a Lady, él también considere injusto que alguien que lleva toda su vida dedicado de forma consistente y laboriosa a crear una obra literaria se vea eclipsado por cualquier advenedizo que ha tenido la suerte de dar con un tema que atrae a millones de lectores.
Henry James murió sin sospechar que, décadas después, su obra se estudiaría en todas las universidades, mientras que la fama de Du Maurier ha quedado del todo eclipsada. Después de leer la novela, es inevitable sentir cierta compasión por ese hombre sensible y esforzado. Sin duda no era un gran escritor, pero es muy de agradecer que Lodge haya sabido rescatarlo del olvido.

Du Maurier fue ante todo un ilustrador, colaborador habitual de revistas como Punch.