Este tercer artículo de "Mi biblioteca" corresponde a El niño vampiro, del blog El niño vampiro lee. No cabe duda de que lee mucho, y muy bien. En su blog podemos encontrar reseñas de novelas, de biografías, de ensayos o de novela gráfica, con una especial querencia por la literatura centroeuropea y eslava, siempre con una cuidada selección de ilustraciones. Un lector feliz que hace felices a sus lectores. ¿Qué más se puede pedir?
Nunca he tenido una gran biblioteca. A pesar de que leo entre 60 y 80 libros al año, dudo que en mi casa haya más de... ni idea. No los he contado nunca. Recuerdo que, cuando era niño, mi madre dijo un día que en casa teníamos casi tres mil libros. De hecho, cada vez que voy a su casa, todavía me sorprendo con el hallazgo de algún que otro libro en el que nunca había reparado. En casa había libros por todas partes, largas estanterías en el pasillo, enciclopedias de todo tipo, y literatura hasta en el cuarto de baño. El señor del Círculo de Lectores era casi de la familia, y todavía hoy, treinta y cinco años más tarde, y jubilado como está, sigue siendo él quien le lleva los pedidos a mi madre.
Pero volviendo a mi biblioteca actual, tengo que admitir que, en términos relativos, es sorprendentemente pequeña. Esto se debe a varios motivos. En primer lugar, a la susodicha biblioteca familiar y a lo poco que me influyó. Suponiendo que fuera cierto que en casa había tres mil libros, no puedo dejar de asombrarme ante el hecho de que entre los libros de un matrimonio culto, ambos grandes lectores y conocedores de los clásicos, no hubiera un triste Dickens, Shakespeare, Homero, Balzac... He llegado a preguntarme si, el día en que nací, mis padres decidieron convertirse en lectores de best-sellers. Recuerdo que a los seis años, y con una envidiable confianza en mis capacidades lectoras, me bajé de la estantería Tiburón (sí, el de la película). Huelga decir que no llegué a la segunda página, y que, de la bibioteca familiar, apenas heredaría más tarde un par o tres de decenas de libros.
Quizá debido a ello, ni en mi infancia ni en mi temprana adolescencia fui un gran lector. Disfrutaba con la lectura, sí, y mucho, y recuerdo haberme pasado alguno de mis veranos en Cabo de Gata alelado con Verne, Orwell, García Márquez, o Cortázar. Sin embargo, a diferencia de ahora, al terminar un libro no sentía la imperiosa necesidad de lanzarme a por otro. Probablemente sospechaba que me costaría mucho encontrar en casa otro que me gustara tanto. ¡Ay, casi añoro aquellos tiempos en que las lecturas no se me amontonaban!
No recuerdo cuándo me convertí en el lector que soy ahora. Evidentemente fue un proceso gradual, pero puedo constatar que el día que dejé de comprar libros y me convertí en un asiduo usuario de bibliotecas, mis lecturas se multiplicaron. Y no sólo eso, sino que me volví un lector mucho más crítico. Libro que me llamaba la atención, libro que me llevaba. Peñazo que me aburría, peñazo que devolvía. ¡Qué liberación, no sentirse obligado a terminar un libro porque te has gastado tus buenas pesetas en él! Sí, pesetas. Hace tiempo que tuvo lugar esta metamorfosis.
A diferencia de muchos de mis amigos blogueros, no tengo ningún fetichismo literario. Como a todo el mundo, me gusta una edición bonita, y creo que las estanterías están ahí para llenarlas de libros, y no de figuritas. Pero confieso que, como objeto, los libros nunca han tenido para mí esa aura sagrada que sí tienen para otros. Ya coleccioné cromos cuando era niño, y aquello sí que era sagrado.
En lo que se refiere al modo que tengo de ordenar mis libros, antes de mi mudanza hace un año podía presumir de una biblioteca completamente ilógica y sin ningún tipo de criterio más que el caos. Mortadelo se codeaba con Stephen Dedalus, Rimbaud con la Biblia. Las nuevas adquisiciones (porque haberlas haylas, aunque sean escasas) se amontonaban en vertical, horizontal y diagonal, unas delante de otras, y los repletos estantes de mi librería apenas daban abasto. De vez en cuando, buscando un título que no recordaba dónde podía estar, me veía obligado a sacar todos los libros de su sitio y volver a colocarlos, momento que aprovechaba para dar un respiro a los que habían estado ocultos, y condenar al ostracismo a los que llevaban meses exhibiendo ufanos su lomo. La transformación que tenía lugar entonces era sorprendente, como si hubiera pintado la pared de otro color. No me refiero, naturalmente, al cambio visual que se producía, sino al aire que se respiraba, al ambiente de la habitación. Ya no saludaba todos los días a Faulkner, Blok, Garcilaso o Wilkie Collins. Ya no oía las voces de Flaubert, Woolf, Arendt o Lezama Lima. ¿Dónde se habían metido Nabokov, Carpentier, Kawabata? Su lugar lo ocupaban ahora unos intrusos llamados Beckett, Mandelstam, Updike, y cada día me tomaba el café con los recién llegados Rilke, Julian Barnes o Borges.
Sin embargo, concluida la mudanza y el proceso de desempaquetamiento, me vi en la obligación (con tres niños correteando por casa, es peligroso dejar cajas de libros sueltas por ahí) de dar a mis criaturas de palabras y papel un orden inmediato, es decir, sin siquiera el anárquico criterio del amontonamiento gradual . Así que, lamentablemente, mis estanterías ahora adolecen de cierta racionalidad y lógica. Las ediciones de Cátedra están juntas, también los libros de poesía, así como las antiguas ediciones de libros en inglés. Por su parte, ocultos en la fila de atrás y en horizontal, para permitir a otros más privilegiados asomarse por encima de los primeros de la clase, están aquellos que he decidido relegar al olvido temporal, y que, a cambio, tendrán el honor de sorprenderme en la próxima (demasiado próxima, ¡ay!) mudanza.
Los de Cátedra, todos juntos |
Del mismo modo que carezco de fetichismo librero, no tengo manías a la hora de abrir un libro. Cama, sofá, autobús o cola del súper; mañana, tarde o noche. No obstante, esto no siempre ha sido así. He de confesar que durante un tiempo sólo era capaz de ponerme a leer si empezaba mis sesiones lectoras a la hora en punto, o en su defecto, a y media. Superar esos insanos hábitos temporales me costó gran esfuerzo y duros sacrificios, pero finalmente alcancé una libertad que ni siquiera podía sospechar.
Así, hoy, liberado de absurdas manías, de algunos prejuicios, y de no pocos complejos, y tras haber aceptado que lo que no leí en mi adolescencia probablemente no lo leeré nunca (lo siento, señor Tolkien), puedo decir que soy un lector feliz.
Me encanta, es casi como leer al contrario de Óscar. Yo reconozco que comparto ese desorden total, excepto en que quizás los libros de fotografía y los cómics, que están *juntillos*, el resto, siguen el órden de llegada y de donde quepan.
ResponderEliminarMe maravilla que te hayas liberado de la obsesión bibliofila de acumular... tengo que aprender de ti!!
Gracias, Nit.
EliminarLa verdad es que lo de liberarse de la obsesión de acumular, una vez empiezas, y con la ayuda de la menguante cuenta bancaria, es bastante fácil.
Me ha encantado el relato en torno a su biblioteca de El niño vampiro lee...
ResponderEliminar¿Las manías acabaron los los niños? Las mías, que no eran muchas, sí.
Besos!!
¡Reitero lo mucho que me gusta esta serie! Yo soy todo lo contrario a El niño vampiro. Prácticamente todo lo que leo es comprado. Pienso que si me gusta y lo tengo que devolver que hago. Saludos
EliminarLaura, yo sigo teniendo algunas manías y prejuicios, sobre todo con ciertos autores. Pero poco a poco, intento ir acabando con ellos (los prejuicios, no los autores).
EliminarPilar, yo en alguna ocasión he leído un libro de la biblio que me ha gustado tanto que luego lo he comprado, sólo por el placer de tenerlo. >Eso sí, en contadísimas ocasiones.
¡me ha gustado mucho esta entrada! yo también tengo en los estantes dos filas de libros...y cuando busco uno, con eso de que están todos desordenados, tengo que sacar todos y también me sorprendo a veces de lo que encuentro ;-)
ResponderEliminarSaludos
En efecto, es como tener una librería de viejo en tu propia casa.
EliminarPara fetichista d ellos libros, yo. Te envidio en gran medida. He de reconceor que a veces siento cierto hastío, no de los libros como concepto por supuesto ni de su utilidad intelectual e incluso decorativa. Pero si de su número. Anda que no me habré preguntado eso de "¿pero cuantos de estos libros sabes que no vas a volver a abrir en toda la vida?". Pero luego, tras el ángel, viene el demonio del otro hombro y dice "Pero... ¿y si justo te hace falta pasado mañana ese libro? ¿Como lo vas a dar?". Y a veces me ha dado ganas de donar la mitad de mi biblioteca. Pero vamos, que se me pasa pronto normalmente.
ResponderEliminarEse volumen de Burguess (A dead man in Depthford) lo estuve buscando hace poco. Se me había olvidado. Tengo que ir a por el. Ya le he hecho hueco en la estantería.
Por cierto, yo también leí "Tiburón" y yo si que me lo acabé. Aun lo tengo a medio digerir, acumulado en mi circuito límbico cerebral. Porque yo también me crié con el señor del "Círculo de lectores" que surtía a mis padres como a los tuyos.
Saludos
Yo intento convencer a mi madre de que se deshaga de libros que no sólo no va a volver a leer, es que incluso no los pudo acabar la primera vez de lo coñazos que eran (recuerdo uno titulado La tercera guerra mundial, del que no pudo leer más que unas páginas; todavía anda por su casa). Me alegro de no haber heredado esa incapacidad de deshacerme de libros.
EliminarYo era igual en el trabajo, guardaba fotocopias por si algún día me hacían falta. Ahora no tengo libros del trabajo en casa, y a final de curso todas las fotocopias que me han sobrado, a la basura (reciclable).
Como siempre tus imágenes son impagables, en especial la del mortadelo y esos libros en escala intentado destacar (cógeme a mí, no a mí, a mí). Vamos que me parece detectar hasta una bolsa de plástico reclamando su espacio también.
ResponderEliminarHas de saber que en realidad tienes la mejor biblioteca: la(s) pública(s)y de ello se deriva que no te debes comer la cabeza con los problemas de espacio, la adquisición urgente de novedades o la compra de descatalogados.
Has detectado una verdad que creo se da en muchos lectores: estas leyendo un libro y ya andas pensando en el siguiente, necesitas algo en perspectiva. Es casi paradójico que esto sea motivo incluso de agobio, ese "hay tanto por leer y tan poco tiempo". En fin, que también añoro esa bendita calma.
Eso de la lectura en punto me ha dejado de piedra. Vamos que ese problema parece que todavía no ha sido estudiado entre los bibliófagos.
Ha sido muy divertida tu historia Niño Vampiro. Ya nos conocemos un poco más.
Saludos.
A mí también me ha sorprendido eso de tener que iniciar la lectura a una hora determinada. Nunca había oído hablar de esa manía, aunque es muy probable que esté reseñada en algún manual e incluso tenga algún precioso nombre latino. Los lectores, todo un mundo...
ResponderEliminarCarlos, Elena, y yo que pensaba que esa manía era algo normal. Quién sabe, quizá a falta de talento para escribir, a lo mejor paso a la posteridad por darle mi nombre a una rarísima enfermedad psicológica.
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