John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

viernes, 30 de abril de 2010

BAD HAIR DAY

Es esta una de esas expresiones inglesas tan gráficas y sencillas que son casi imposibles de traducir: "día de mal pelo" no refleja la totalidad de su significado, aunque nos barruntemos que no se trata precisamente de un día de los mejores. Y es que "bad hair" no se refiere a que tu pelo sea de mala calidad, ni tampoco estrictamente a que ese día andes despeinada, sino a que es uno de esos días en que todo parece salirnos mal, esos en que más nos valdría no habernos levantado. Además, ¿a que hay días en que el pelo hecho un desastre es un reflejo de nuestro estado de ánimo interior? Sea como sea, "bad hair day" es un término de lo más práctico, que da justo en la diana de una situación que todo el mundo ha experimentado alguna vez. Lástima que no tengamos algo parecido en español; "tengo un mal día" es su equivalente más cercano, pero le falta esa chispa, esa imagen mental del tipo con greñas porque ese día no le apetece ni peinarse, o porque simplemente su pelo ha decidido formar parte de la conspiración del mundo en su contra. Pero ¿de dónde viene? Ahí está lo divertido: según algunas fuentes, nada menos que de una película de 1992, Buffy Vampire Slayer [Buffy la cazavampiros], donde se pronuncia esta expresión con el sentido que ahora le damos. Lo que demuestra que hasta de una película mala pueden salir cosas buenas.
Aunque me resisto a creer que no haya algún precedente y que, en tan poco tiempo "bad hair day" se haya incorporado al acervo popular y se emplee actualmente ¡incluso como título de libros!

lunes, 26 de abril de 2010

EL PLACER DE LAS NOTAS A PIE DE PÁGINA

Recomiendo encarecidamente a todo aquel que pueda leerlo en el original inglés (que se puede conseguir en la página de Project Gutenberg, y sin mala conciencia, porque está en dominio público) que se adentre en la gozosa lectura de la History of the Decline and Fall of the Roman Empire de Edward Gibbon. Es una lástima, pero no existe, hasta la fecha, ninguna versión completa en castellano, a excepción de algún facsímil de la traducción que se hizo a mediados del siglo XIX, con ortografía antigua, difícil de encontrar y de leer. No voy a entrar aquí a alabar sus excelencias como historiador, ni la pureza de su estilo, aspectos ambos que necesitarían mucho más espacio del que dispongo en este blog. Pero sí quiero reivindicar su estatus como maestro de las notas a pie de página. Las suyas no sólo son siempre informativas sin resultar pedantes, sino que tienen una chispa y un ingenio que ilumina toda la página. Es posible así hacer una especie de lectura paralela del libro: por un lado el texto, serio y riguroso, con voluntad de neutralidad; por otro, las notas, donde el autor se explaya a su gusto y deja entrever su opinión y sus ideas. Para todos aquellos lectores a los que asustan o aburren las notas, Gibbon les hará descubrir el placer de las notas a pie de página. Sumérjanse sin miedo en él.

jueves, 22 de abril de 2010

EPÍGRAFES Y EPIGRAFISTAS

Quizá lo propio hubiera sido encabezar este blog para lectores curiosos con un epígrafe, cuanto más raro mejor, desde luego. [Remito al lector despistado a la definición que hace de epígrafe María Moliner: "Cualquier frase, sentencia o cita que se pone al principio de un escrito sugiriendo algo de su contenido o lo que lo ha inspirado."] Pero desde que existen Google y Wikipedia los epígrafes ya no son lo que eran, ese guiño al lector para decirle "estas son las fuentes de las que he bebido", pero también "observa qué amplia es mi cultura"; ahora, cualquier iletrado con un ordenador puede hacerse en un abrir y cerrar de ojos con las citas más peregrinas sin necesidad de haber siquiera oído hablar de su autor. Ignoro si es bueno o malo, lo que es seguro es que el empleo de los epígrafes va a tener que cambiar, porque ha perdido parte de su razón de ser.
Aunque incluso antes de la invención de la red de redes, no siempre era oro todo lo que relucía. Un ejemplo paradigmático es Edgar Allan Poe, maniático de los epígrafes, que sembró su obra de ellos. Aunque más de una vez fueron citas robadas a otros o incluso falsas o al menos falsamente atribuidas: su "Eleonora" va precedido por una cita en latín que él atribuye a "Raymond Lully", que no es otro que el insigne místico mallorquín Ramon Llull: claro que no es extraño que Poe escriba así su nombre, pues le robó esa cita a una obra de Victor Hugo, quien a su vez la sacó de un tal Henri Sauval; este último es quien afirma haberla encontrado en la obra de Llull pero, ¿quién sabe?* De momento, si uno busca en Google la famosa frase, todos citan a Poe, pero nadie sabe decir a ciencia cierta en qué pasaje de la obra de Llull se encuentra.
Si algún amable -y erudito- lector es capaz de decírmelo, agradeceré infinitamente que resuleva este enigma.

*Debo esta curiosa información sobre las citas de Poe a Kevin Jackson, en su cultísima y entretenida obra Invisible Forms.

miércoles, 21 de abril de 2010

FALSOS NOMBRES

No hablaremos de falsos libros hoy, sino de falsos nombres, de los autores que se esconden tras un seudónimo. Los motivos pueden ser diversos: desde el que tiene un nombre vulgar que cree poco adecuado para alcanzar la fama -José Martínez Ruiz, Azorín para el mundo de las letras o un tal John Wilson, más conocido bajo el nom de plume de Anthony Burgess, por citar sólo dos-, hasta el que se ve obligado a ocultar su nombre real por una u otra razón. Tal es el caso de David John Moore Cornwell, funcionario del Foreign Office (espía, para decir toda la verdad), que tuvo que convertirse en John Le Carré por imposición de sus superiores; o de Schiller, que firmó sus obras durante un tiempo como Dr. Schmidt, para evitar ser localizado por su antiguo patrón, el duque de Württemberg. Otros autores han adoptado el seudónimo para distinguir una faceta de su producción de otra: Eric Hobsbawm escribió crítica de jazz bajo el nombre de F. Newton y el joven Paul Auster firmaba su crítica literaria como Paul Quinn. Y luego están los "seudonimistas" compulsivos, los campeones de los seudónimos. Según los especialistas, Voltaire llegó a emplear 173 pseudónimos, 174 si contamos el de Voltaire, pues como todos sabemos su verdadero nombre era François Marie Arouet. Por cierto, uno de ellos, Mr Sherloc, hace pensar que Conan Doyle debía ser aficionado a la prosa del sabio francés. Aunque parece que el campeón mundial de los pseudónimos fue Daniel Defoe, con 198 pseudónimos conocidos. ¿Alguien da más?

martes, 20 de abril de 2010

LIBROS QUE NO EXISTEN

No vamos a hablar aquí de los libros inventados, aquellos que se mencionan en otras obras, pero que no han existido nunca en realidad. Forman parte, ciertamente, de una sólida tradición y cuentan con casos paradigmáticos, como el del Necronomicon citado por Lovecraft, cuya existencia resulta tan convincente que las bibliotecas se han hartado de recibir peticiones de esta obra nunca escrita. No, vamos a hablar de algo más curioso: de los falsos libros, esos lomos que adornan una librería y detrás de los cuales no hay nada. En el siglo XIX, sobre todo en Inglaterra, se desató la moda de los falsos libros, no tanto para ocultar detrás algún objeto -que también-, sino como broma particular, guiño de bibliófilo, podríamos decir. Así, la biblioteca de Dickens ostentaba no menos de 10 (falsos) volúmenes que llevaban el sonoro título de : Catalogue of Statues to the Duke of Wellington. Una broma muy propia del sutil sentido del humor dickensiano. Y también, como las cajas chinas, se da el caso de "falsos" falsos libros, es decir, los que aparecen en una obra de ficción. Aldous Huxley cita en su novela Crome Yellow [Amarillo cromo] la biblioteca de una mansión que contiene una hilera de falsos libros que llevan por título respectivamente: Biografías de hombres que nacieron grandes, Biografías de hombres que llegaron a ser grandes, Biografías de hombres a los que les obligaron a ser grandes y, por fin, Biografías de hombres que nunca fueron grandes. Casi dan ganas de ponerse a escribirlos.