Aunque muchos de los visitantes de este blog seguramente son lectores contumaces y ávidos compradores de libros -ambas facetas suelen ir unidas-, y aunque más de uno y de dos se han lamentado, al hablar de sus bibliotecas, de que su excesivo afán acumulador de libros les crea ciertos problemas domésticos, es bastante probable (o eso espero, al menos) que no hayan alcanzado el grado de bibliomanía extrema, aquel que convierte al simple amante de los libros en un ser que sólo vive para coleccionarlos.
Esta "bibliomanía extrema" fue estudiada y definida por uno de los afectados por esta manía, Thomas Frognall Dibdin, como "fatal enfermedad". Precisamente, el tratado que este autor dedica al asunto, Bibliomania, está planteado como un diálogo con uno de los bibliómanos más extremos de la época, Richard Heber. Según nos cuenta Jack El-Hai en un artículo aparecido en Wonders & Marvels, Heber -nacido hacia 1773 e hijo de un clérigo acaudalado- manifestó tempranamente su inclinación bibliómana. Durante su periodo de estudiante en Oxford, sus habitaciones estaban llenas de volúmenes antiguos y raros, y su afición por las subastas de rarezas bibliográficas le llevó a contraer elevadas deudas. Mas no fue hasta la muerte de su padre, del cual Heber heredó una cuantiosa fortuna, que nuestro bibliómano pudo dedicarse de lleno al coleccionismo. Hay que destacar que, contrariamente a otros bibliófilos, Heber sí solía leer al menos algunos de los volúmenes que adquiría. De hecho, solía decir que de cada obra era recomendable adquirir tres ejemplares: "uno para la biblioteca de tu casa en el campo, otro para leerlo y un tercero para prestárselo a las amistades". (Una medida muy sensata, dicho sea de paso, que evita el enojoso trance de tener que perseguir a tus conocidos, o lamentarse por la pérdida de tus obras más queridas.)
Retrato de Richard Heber por John Harris, National Portrair Gallery |
Tal era la pasión adquisitiva de nuestro coleccionista que sus allegados la comparaban con la adicción al opio o a la bebida. Por lo que de él se cuenta, valoraba la calidad, pero también la cantidad, porque se dice que más de una vez adquirió lotes de miles de libros. Aparte de viajar incansablemente en busca de más libros que añadir a su vasta colección -recorrió media Europa, dejando aquí y allí notables depósitos con sus adquisiciones- a Heber le dio tiempo de ser miembro del Parlamento y uno de los fundadores del Atheneaeum Club (al que pertenecerían personalidades del mundo político y cultural como Dickens, Conrad, Conan Doyle o Winston Churchill). De su vida amorosa sólo se sabe que una vez cortejó a una dama, también ella bibliófila, con el propósito de unir ambas bibliotecas -¿qué otro si no?-, pero la cosa no cuajó y Heber murió soltero en 1833.
Acerca de la mansión londinense que albergaba la biblioteca de Heber, Thomas Dibdin dijo: "Nunca había visto habitaciones, armarios, pasajes y pasillos tan repletos, tan atestados de libros... Las pilas de volúmenes llegaban hasta el techo, mientras que el suelo estaba sembrado de ellos." El propio Dibdin estimó que allí podía haber unos 105.000 ejemplares, sin contar los que Heber guardaba en otras varias casas que poseía, diseminadas por Inglaterra, Francia y Holanda. Tras su fallecimiento, como suele pasar, su biblioteca se vendió, en una subasta épica que duró 216 días. En cualquier caso, muchos menos de los que le llevó a Heber hacerse con los libros.
Nota: la próxima vez que pienses "en esta casa ya no caben más libros", consolarse pensando que el caso de Heber era mucho más grave. No, aún no hemos llegado a la bibliomanía extrema.
Nota: la próxima vez que pienses "en esta casa ya no caben más libros", consolarse pensando que el caso de Heber era mucho más grave. No, aún no hemos llegado a la bibliomanía extrema.