La biblioteca invitada de la presente entrega viene de lejos, nada menos que de París. ¡Que no se diga que los bibliófilos no corremos mundo! Se trata de la de Marie, del delicioso y cosmopolita blog A book a day keeps the doctor away. Aparte de dejarnos curiosear en sus muchos tesoros, la biblioteca de Marie es la prueba palpable de que la escasez de espacio no es excusa para un amante de los libros. Vean, vean, los que pueden llegar a caber en un apartamento diminuto.
Cuando Elena me dio la oportunidad de participar en esta nueva temporada de "Mi biblioteca" me sorprendí y emocioné a partes iguales. No podía creer que mis estanterías fuesen a protagonizar una entrada en su exquisito rincón. Claro está, me fue imposible negarme; aunque al ver el tamaño de mi biblioteca de pronto me entró el pánico. Escribí corriendo a Elena para decirle que mi biblioteca era pequeña, muy pequeña, pero como ella no vio impedimento alguno, decidí seguir adelante y aquí me tenéis.
Veréis, vivo en un pequeño estudio de apenas 30m2 situado en París. Si vieseis la factura del alquiler pensaríais que vivo en un ala de Versalles, pero nada más lejos de la realidad. Comparto mi Petit Trianon particular con Jean y con los cachivaches que forman nuestra vida común. Así que, ya podréis imaginar lo justos que andamos de espacio. Cuando me mudé aquí hace cinco años nunca imaginé el problema al que me enfrentaba. Toda mi vida he estado rodeada de libros. Cualquier espacio de mi casa en Alicante estaba abarrotado de ellos: el salón, los dormitorios, la cocina, el huequito al lado de la chimenea, el garaje…en cualquier rincón convivían (y siguen conviviendo) los libros de mis padres y los míos. Lo cierto es que el espacio nunca fue un problema.
Cuando llegué a ParÍs, me obcequé en seguir comprando libros con mi ritmo habitual y, claro está, la situación degeneró rápidamente. Había torres de libros por todas partes. Si estábamos sentados en el sofá teníamos que mover los libros que estaban allí apiñados hasta la cama; a la hora de dormir, vuelta al sofá o a la mesa o a la barra de la cocina...era insostenible. La situación requería de una medida drástica, a saber: solo se quedarían en casa los libros que necesitaba tener conmigo y sin los que no podía vivir. El resto, libros leídos y olvidados o lecturas de una sola vez viajaron en sucesivas maletas hasta Alicante, como hijos desterrados acogidos con cariño por mis padres. Por eso, si es cierto que las estanterías son capaces de mostrar la personalidad de su propietario, en mi caso son mi fiel reflejo.
Mi pequeña colección está dividida en dos estanterías, un carrito de fruta (ya os lo explicaré) y “la torre”. Mis grandes pasiones son los clásicos y los ensayos históricos, en especial los consagrados al siglo XIX, y de eso se compone prácticamente mi colección (apenas tengo libros publicados más allá de 1950). Los libros están separados en ficción y no ficción, y estos últimos ordenados por países y autores. Me gusta agrupar los títulos que tengo de cada autor para tener controlados los que me faltan para completar su obra, sobre todo si se trata de mis autores favoritos.
En la estantería grande (que preside lo que podríamos llamar mi salón) los ensayos, biografías y poemarios ocupan las baldas inferiores. Ahí es donde están mis preciados ejemplares de Hojas de hierba, Walden, Las ensoñaciones del paseante solitario y Las metamorfosis. Las biblias paganas que me acompañan en el camino. A continuación le sigue la balda en la que se agolpan los clásicos franceses, rusos, alemanes, nórdicos e italianos. Me alegra ver que tanta nacionalidad convive en paz, aunque me apena saber que escondida en la segunda fila está mi colección completa de los Rougon-Macquart de Zola y las obras de mi querida George Sand.
Por último, en las dos baldas superiores, está la literatura norteamericana. Ahí descansan grandes clásicos como Hawthorne, Fenimore Cooper, Poe y Melville; las heroínas de mi infancia de manos de Alcott y Lucy Maud Montgomery; maestros como Scott Fitzgerald y Willa Cather, y los libros de pioneros del Oeste que tanto me gustan. Mención especial merecen los libros de Wallace Stegner y Jeffrey Eugenides, unos de los pocos autores contemporáneos que se han hecho un huequecito en mi colección. La otra estantería, cobijada junto al sofá, es sin duda mi pequeño paraíso, mi debilidad; el rincón de la de literatura inglesa.
Los clásicos del XVIII y XIX están en la balda superior (aunque algún Hardy anda perdido en “la torre” y otros como Middlemarch y Evelina han viajado a Alicante para que los disfruten mis padres). Jane Austen, Elizabeth Gaskell y las Brontë son las grandes protagonistas y acaparan casi toda la balda. No podría vivir sin ninguna de ellas.
Justo en los cubículos inferiores están los clásicos modernos del siglo XX. Mucha literatura eduardiana con John Galsworthy y E.M. Forster a la cabeza y sobre todo mucho material de escritoras británicas. Frances Hodgson Burnett, Virginia Woolf, Vita Sackville-West, Winifred Holtby, Elizabeth Taylor, Elizabeth Bowen, D.E. Stevenson, Stella Gibbons, Barbara Pym... tantas y tantas que atesorar. Junto a ellas no he podido evitar incluir a Katherine Mansfield a pesar de su origen neozelandés (como ella misma decidió abandonar las antípodas para no regresar, supongo que no le importaría estar en territorio británico).
En cuanto a las ediciones, no soy nada fetichista. No hago ascos a las ediciones bonitas, por supuesto, pero el contenido prima sobre el continente. Siempre compro el ejemplar que mejor relación calidad precio tenga, ya sea en francés, inglés o español (este es el orden que privilegio y por eso en mis estanterías abundan las ediciones francesas e inglesas). Soy asidua y adoro las librerías de ocasión; de ellas provienen una gran mayoría de mis libros y, como podéis ver, prefiero las ediciones de bolsillo al cartoné. No solo por motivos de espacio sino por lo manejables que son. Soy una lectora invasora que anota, dobla esquinitas y coloniza sus libros, por eso las ediciones de bolsillo me resultan perfectas.
Las circunstancias me han hecho experta en tetris, en encontrar espacios y en la caza de ediciones pequeñitas de las novelas que busco. Si quedo ciega en el proceso será otra de las cosas que agradezca a París.
Claro que, por mucho que haya inventado hasta la fecha, las estanterías han terminado por llenarse. El desbordamiento de libros ha sido inevitable y ahí está “la torre” que lo atestigua. Crece y decrece conforme voy bajando tomos en las maletas alicantinas. Otros sin embargo han terminando instalándose en el carrito de la fruta de la cocina, una cocina en la que en vez de comida hay libros. Menos mal que no corren el riesgo de oler a boeuf bourguignon ni a pot au feu porque cocinar lo que se dice cocinar… corramos un tupido velo. Y así seguiré, haciendo malabares para seguir encontrado sitio a los nuevos inquilinos. Porque seguirán llegando, todo bibliófilo sabe que nunca llegará el último libro (a menos que se interponga la muerte, claro). Así que, si no me mudo antes y me veo en la tesitura de mandar a alguien al armarito del baño, supongo que llevaré a los pioneros americanos de avanzadilla. Visualizar a Virginia Woolf, a E.M Forster o a Henry James junto al lavabo y la taza del váter me duele en el alma. Supongo que cosas peores habrán visto Mark Twain, Elinore Pruitt Stewart, Francis Bret Harte y Calamity Jane.
Claro que, por mucho que haya inventado hasta la fecha, las estanterías han terminado por llenarse. El desbordamiento de libros ha sido inevitable y ahí está “la torre” que lo atestigua. Crece y decrece conforme voy bajando tomos en las maletas alicantinas. Otros sin embargo han terminando instalándose en el carrito de la fruta de la cocina, una cocina en la que en vez de comida hay libros. Menos mal que no corren el riesgo de oler a boeuf bourguignon ni a pot au feu porque cocinar lo que se dice cocinar… corramos un tupido velo. Y así seguiré, haciendo malabares para seguir encontrado sitio a los nuevos inquilinos. Porque seguirán llegando, todo bibliófilo sabe que nunca llegará el último libro (a menos que se interponga la muerte, claro). Así que, si no me mudo antes y me veo en la tesitura de mandar a alguien al armarito del baño, supongo que llevaré a los pioneros americanos de avanzadilla. Visualizar a Virginia Woolf, a E.M Forster o a Henry James junto al lavabo y la taza del váter me duele en el alma. Supongo que cosas peores habrán visto Mark Twain, Elinore Pruitt Stewart, Francis Bret Harte y Calamity Jane.