John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

miércoles, 30 de mayo de 2018

FANTASMAS EN LOS LIBROS

Ulises intenta, vanamente, atrapar el espíritu de su madre
(Jan Styka, 1902; gracias a El infierno de Barbusse por la ilustración)

Las apariciones de seres fantasmagóricos en las obras de ficción son tan antiguas como la propia literatura, si no más. El propio Ulises hace una visita al reino de los muertos, donde le es dado contemplar el espíritu de su madre, quien le confirma que una vez destruido el cuerpo "sólo el alma, escapando a manera de sueño, revuela por un lado y por otro". Estos espíritus de la Odisea, sin embargo, se hallan confinados en el Hades. Pero la idea de que el alma, en su levedad, puede escapar de los condicionantes de tiempo y espacio a los que estamos atados los mortales es demasiado atractiva como para no ser utilizada. Las leyendas que se cuentan al amor de la lumbre atemorizan desde hace siglos a sus oyentes con historias de muertos que, convertidos en fantasmas, rondan a los vivos exigiendo tal vez venganza, tal vez simplemente volver a una vida que dejaron demasiado pronto. El teatro -basta recordar el fantasma del padre de Hamlet- hizo buen uso de estos seres, que podían aparecer y desvanecerse a voluntad. La novela gótica, tan amante de lo siniestro, de lo oculto, de causar escalofríos, no se quedó atrás. Difícil encontrar una que se precie que no recurriese a ellos. El viento que azota los páramos de Yorkshire envuelve a los fantasmas de Cumbres borrascosas, igual que el desván del internado belga que acoge a la inocente Lucy Snowe de Villette esconde -¿tal vez?- a una monja fantasmal.  

En Villette, la obra de Charlotte Brontë, la protagonista
 ve -o cree ver- el fantasma de una monja


Dickens, poco crédulo en su vida privada -aunque se sintiese atraído por esos fenómenos, curiosidad que le llevó a hacerse socio del London Ghost Club, una de las primeras sociedades para la investigación de lo paranormal, fundada en 1862- comprendía muy bien el interés del público por aquellos seres y escribió uno de los cuentos de fantasmas más famosos -y menos terroríficos, dicho sea de paso- de su época, el Cuento de Navidad en que el avaro Scrooge es atormentado por los fantasmas hasta que decide enmendarse. Dickens no podía evitar ponerle a todo su granito de humor y hasta sus fantasmas tienen un lado cómico.




La popularidad de estas historias, que los victorianos y eduardianos devoraban con fruición, podría parecer paradójica a la luz de los avances tecnológicos de la época. Pero a la vez estos avances -que  los más ignorantes debían de considerar casi mágicos- reforzaban la creencia en mundos paralelos: si era posible, a través de unos golpecitos (código Morse) comunicarse con lugares remotos, ¿por qué no iba a ser posible (como proponían las hermanas Fox, inventoras del espiritismo), comunicarse del mismo modo con los seres del más allá? Si uno puede llevar en el bolsillo el retrato de alguien que vive a miles de kilómetros de distancia, ¿por qué no debería ser factible fotografiar los espíritus de los difuntos? Hoy, tal vez, la creencia en fantasmas es menos común, como menos ubicuas son sus apariciones literarias, aunque eso no sea obstáculo para que muchos lectores sigamos devorando con entusiasmo las inquietantes historias de Sheridan Le Fanu o de M. R. James
Aparte de estos fantasmas, fruto de la imaginación de sus autores, los amantes de los libros viejos creemos en otros, que nos parece palpar entre las páginas amarilleadas de los volúmenes antiguos: como dice Jordi Llavina en un artículo, "poseer un viejo libro significa también mantener relación con el fantasma de sus antiguos propietarios". Son estos unos fantasmas benéficos, que sin duda agradecen que alguien vivo comparta esa lectura que ellos disfrutaron años atrás. Abrir un libro antiguo, tocar las hojas que palparon antes que nosotros los dedos de una señora con crinolina o un caballero de largos mostachos nos proporciona un vínculo con ellos. Se diría que estos lectores ya desaparecidos nos tienden la mano desde el más allá. Decididamente, los fantasmas existen, y están en los libros.  

jueves, 10 de mayo de 2018

¿QUÉ LEES?

(Foto: Rosario Leotta)
Un episodio habitual. Estás tan feliz, sumergida en tu novela, ajena a lo que te rodea, cuando llega alguien y te pregunta: "¿Qué lees?" Casi te parece oir un estrépito de cristales rotos. Tu burbuja ha estallado, te han sacado violentamente del mundo de la ficción para hacerte aterrizar en la áspera realidad. Ahora viene lo peor: responder a la pregunta. A regañadientes -"regañadientes", qué bonita palabra, te dan ganas de morderle en la yugular al preguntón- intentas primero una evasiva -"Nada, una cosa de trabajo"-, confiando en que se conformará con ella. Pero no has sido lo bastante rápida, no has podido ocultar el título y el autor. Preguntas en cascada -"¿Pero no habías leído esta novela?" "Y su obra anterior, ¿te gustó?", "¿No te recuerda mucho a tal otro libro?"-, que contestas lo más lacónicamente posible, tratando al mismo tiempo de no sonar (del todo) desagradable. Al final, tu interlocutor, sin duda cansado de jugar al frontón contra la pared con que te proteges, abandona. O tal vez eres tú la que se va, agarrando bien fuerte el libro contra tu pecho. No sabes bien si lo proteges a él o te proteges a ti. Sientes que la intimidad que habíais establecido el libro y tú ha sido vulnerada. 
El acto de la lectura, esas horas en que el libro te transporta a otras regiones, en que dialogas intensamente con él, es íntimo y privado. Mientras dura, nada hay más importante. Puedes escuchar música mientras cocinas o conduces, pero para la lectura necesitas toda tu atención. No sólo interviene en ella la vista, sino también todos los demás sentidos, atentos a recrear, imaginariamente, los cantos de los pájaros en un jardín, el tacto de la seda de un vestido, los olores de la calle en que transcurre la historia. (Por eso soy tan reticente a los audiolibros. A no ser que les dediques suficiente atención -y entonces, ¿cuál es la ventaja respecto al libro de papel, si no puedes compaginarlo con otras actividades?-, vas a perderte parte de los detalles. Y la clave de las buenas historias está en ellos.)

(Foto: Marc Coetse)
No tengo inconveniente en hablar largo y tendido acerca de los libros que ya leído. Mi relación con ellos ya ha pasado, ya ha quedado establecida y soporta que se la contemple con ecuanimidad, que se la compare con otras, que se la critique, si es necesario. Pero hablar de un libro mientras lo estoy leyendo -y más si es durante el acto de la lectura- me parece una grosería. Como espiar a una pareja de amantes, o -no nos pongamos en exceso líricos- interrumpir una conversación ajena. En esa fase, el libro y yo nos estamos conociendo: él va desgranando su historia,  revelando poco a poco sus recovecos; yo le tomo la temperatura, aprendo a apreciar su tono, me voy haciendo amiga (o no) de sus personajes. No sé aún si congeniaremos. Si será un arrebato pasajero, una amistad para siempre o un "si te he visto, no me acuerdo". Sin embargo, todas las relaciones merecen respeto y a todas hay que dejarles su parcela de privacidad para que se desarrollen.
Es cierto, sentimos curiosidad por saber lo que leen los demás. La visión de otro ser humano con un libro entre las manos despierta en casi todo el mundo el reflejo de averiguar de qué libro se trata. La curiosidad es lícita, pero quien osa interrumpir a un lector merecería ser castigado. La próxima vez, recuerden: miren (con discreción), pero nunca pregunten "¿Qué lees?".

Interrumpir a estos niños enfrascados en su lectura
debería ser delito