John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

martes, 30 de noviembre de 2010

VARGAS LLOSA Y FLAUBERT

Boda campestre, un lienzo que se expone en el Museo de Bellas Artes de Rouen.


La concesión del Premio Nobel de Literatura a Mario Vargas Llosa ha hecho correr ríos de tinta, y es del todo innecesario que abunde ahora en sus sobrados méritos. Sin embargo, entre tantos artículos sobre el escritor y su obra, he echado de menos que se hablase con cierta profundidad de su faceta de crítico literario. Porque Vargas Llosa es un buenísimo lector y, en tanto que practicante del oficio, sabe también diseccionar con gran finura e inteligencia los mimbres que componen la obra literaria. Como apasionada de Madame Bovary -es de las pocas obras que he releído varias veces, aunque no tantas como él, y cada una de ellas con el mismo placer que la primera-, uno de mis ensayos preferidos del autor de La ciudad y los perros es el que le dedica a esta novela, La orgía perpetua. Contiene no sólo un lúcido análisis de la novela flaubertiana, sino también muchos aspectos del escritor y de la persona de Vargas Llosa. Es como el encuentro de dos grandes de la literatura, frente a frente. Lo publicó en 1975, cuando ya había escrito algunas de sus obras mayores, como Conversación en la Catedral, pero cuando aún tenía por delante algunas de sus novelas y ensayos más importantes. Para celebrar de algún modo el Nobel y recordar de paso mi visita a Normandía, lo he retomado ahora y me he sentido de nuevo deslumbrada por algunas de sus observaciones. Da la impresión de que, mientras disecciona la obra del francés, va aclarando consigo mismo qué quiere hacer él mismo y cómo ha de hacerlo. Por eso, me gusta en especial su primera parte, la más personal, aquella en que deja un poco de lado la metodología crítica para mostrarse como un lector más -un lector con muchas horas de vuelo-, enamorado de Emma y de su destino:

"Un libro se convierte en parte de la vida de una persona por una suma de razones que tienen que ver simultáneamente con el libro y la persona. Me gustaría averiguar cuáles son en mi caso algunas de estas razones, por qué Madame Bovary removió estratos tan hondos de mi ser, qué me dio que otras historias no pudieron darme."

Y, más adelante:

"Pero no es sólo el hecho de que Emma sea capaz de enfrentarse a su medio -familia, clase, sociedad-, sino las causas de su enfrentamiento lo que fuerza mi admiración por su inapresable figurilla. Esas causas son muy simples y tienen que ver con algo que ella y yo compartimos estrechamente: nuestro incurable materialismo, nuestra predilección por los placeres del cuerpo sobre los del alma, nuestro respeto por los sentidos y el instinto, nuestra preferencia por esta vida terrenal a cualquier otra."

Todo un credo vital y artístico.


viernes, 26 de noviembre de 2010

PROPIEDADES MÁGICAS DE LA PALABRA ESCRITA

J.K. Rowling firmando libros.
Quizá a algunos de sus fans se les contagie la magia de Harry Potter.
 Primitivamente, se creía que el contacto con algún gran héroe o guerrero otorgaba una participación de sus cualidades. Es esta una creencia muy arraigada en el género humano, se diría casi parte de nuestra herencia genética, porque en menor o mayor grado ha llegado hasta nuestros días. Las cualidades que se consideran dignas de admiración han ido variando según los momentos históricos y las sociedades, pero el fenómeno es observable en multitud de manifestaciones, desde el culto a las reliquias de los santos hasta el implacable asedio en busca de autógrafos que deben soportar estrellas de cine o futbolistas. La caza de firmas de escritores en ferias del libro o presentaciones es también de algún modo una manifestación de este deseo por poseer algo del personaje admirado. Nos llena de orgullo tener un libro en el que el autor cuya obra nos deslumbra ha escrito unas palabras dirigidas a nosotros, por más manidas que estas sean. Alternativamente, poder contemplar o tocar las páginas que escribió en el pasado algún gran hombre (o mujer) produce una emoción inexplicable, como si, por arte de magia, sus cualidades pudieran transferirse a nosotros a través del tiempo y el espacio. Es este un mecanismo que se puede observar bien en el caso de Stefan Zweig, un proceso que él documentó en sus cartas y en sus memorias. Tal como confiesa en El mundo de ayer, "la vez que, siendo niño, fui presentado a Johannes Brahms y él me dio un golpecito amistoso en el hombro pasé varios días trastornado por el formidable suceso. A mis doce años no tenía una idea exacta de lo que había hecho Brahms, pero su mera fama, su aura de creador, producía un efecto embriagador". Pronto el joven Stefan pasó de perseguir a celebridades por la calle a escribirles solicitando autógrafos y así fue cultivando esa afición que se convertiría en uno de los ejes de su vida. Con el tiempo, se haría con una notabilísima colección de autógrafos, entre los que se contaban verdaderos tesoros, como un dibujo de Goethe, una cantata de Bach, dos páginas de Montesquieu o un discurso de Robespierre y a los que destinaría grandes cantidades de dinero (lamentablemente, gran parte de este colección se dispersaría cuando Zweig tuvo que exiliarse). De hecho, no se trata de una afición moderna, ya en 1890 era algo tan extendido que Henry James la satirizó en su relato The Death of the Lion (1894). Y George Bernard Shaw, en el momento cumbre de su popularidad, se jactaba de que la mayoría de los cheques que extendía no llegaban a cobrarse nunca, porque para el poseedor valía más el pedacito de papel con su firma que el dinero que representaban. ¿Quién dijo que la palabra escrita no es mágica?

martes, 23 de noviembre de 2010

LOS LIBROS DEL MURO

Las revoluciones, las guerras y los tiempos de grandes trastornos políticos suelen afectar de manera negativa a los libros. Generalmente, suponen la disgregación de muchas bibliotecas y la destrucción de millares de libros. En esos momentos de caos en que los libros se destruyen, arden o son utilizados para los menesteres más diversos, algunos colaboran en su aniquilación, mientras que otros procuran su rescate. Ya comenté que, tras la Revolución Francesa, muchos bibliófilos ingleses y americanos se beneficiaron de la diáspora de las grandes bibliotecas de la nobleza para comprar a buen precio y enriquecer sus colecciones. Mucho más cercano a nosotros en el tiempo, hace apenas veinte años, otro gran cambio político significó la destrucción de cientos de miles de ejemplares. Cuando en 1989 cayó el muro de Berlín , y con él la República Democrática Alemana, se produjo una oleada de entusiasmo por lo occidental que hizo que todo lo que recordase esos "años de plomo" fuese eliminado de raíz. Lo mismo que ocurrió con los primitivos coches Trabant, con los muebles, la ropa y con el propio muro  -hoy muchos síenten nostalgia y se ha creado incluso un "Museo de la RDA" junto a la catedral de Berlín- pasó con los libros editados en la RDA que guardaban sus cerca de 16.000 bibliotecas: unas fueron disueltas, otras tiraron sus fondos al contenedor para hacerle sitio a las publicaciones de la República Federal. Allí, en el vertedero, acabaron no sólo los opúsculos del régimen comunista, sino ediciones de clásicos como Goethe, libros de cuentos infantiles, enciclopedias de animales... ¿Todos? Parece que no todos. En un acto bastante quijotesco, el actor Peter Sodann (muy conocido en Alemania por haber protagonizado una popular serie policiaca) emprendió la tarea de rescatar todos los posibles y salvarlos para la posteridad, como testimonio de una etapa de la historia de su país. Sin respaldo oficial y ayudado únicamente por voluntarios, llegó a reunir más de 200.000 libros, que a falta de mejor lugar se guardaban en cajas de plátanos en un polideportivo en desuso de Merseburg (Sajonia). Durante varios años, sus peticiones de un alojamiento más digno cayeron en saco roto y se temió por la continuidad de esta curiosa biblioteca. Finalmente, hace pocas semanas el ayuntamiento de una localidad cercana, Stauchitz, accedió a albergarlos en una biblioteca que llevará su nombre.


Peter Sodann, ante algunas de sus cajas llenas de libros


sábado, 20 de noviembre de 2010

LAS MEJORES LIBRERÍAS DEL MUNDO


La librería El Ateneo, en Buenos Aires, ubicada en un antiguo teatro

Los editores de las famosas guías Lonely Planet han elaborado una lista de "Las mejores librerías del mundo". A su modo de ver, las librerías son el mejor amigo del viajero porque "proporcionan refugio y entretenimiento cuando hace mal tiempo y son una fuente fiable de mapas y guías de viaje". Sólo en último lugar mencionan que pueden resultar también una tabla de salvación si has devorado ya toda la lectura que habías llevado contigo y necesitas con urgencia reponer tus reservas lectoras. Así, no es extraño que en su selección primen las librerías grandes, a menudo arquitectónicamente espectaculares, y desde luego con café o restaurante incorporado. Como los responsables de la selección no deben ser grandes lectores -sí, sin duda, grandes viajeros- no parece importarles tanto la diversidad y riqueza de la oferta en cuanto a libros, que es a lo primero que atiende el verdadero bibliómano. Aún así, hay que reconocer que algunas de las que mencionan en su artículo tienen una pinta estupenda. Las hay históricas y tradicionales, como City Lights Books en San Francisco, El Ateneo en Buenos Aires o Shakespeare & Co. en París, sin olvidar la que algunos denominan "la más bella librería del mundo", la Livraria Lello en Oporto (vale la pena ver la panorámica de 360º). Predomina la óptica anglocéntrica y así se entiende que, por ejemplo, entre las muchas excelentes librerías que ofrece Berlín hayan seleccionado Another Country, que no es ni de lejos la más grande ni bonita, pero que tiene una extensa oferta de libros en inglés. Y bueno, también cuenta con un maravilloso sistema que alguien debería importar aquí: compras el libro, lo lees y, si quieres, lo devuelves y recibes lo que pagaste menos 1,50 €.
No dudo de que todas las mencionadas en esa relación sean unos  establecimientos estupendos, pero para enamorarme de una librería yo no necesito que tenga butacas cómodas, café y pasteles o una bonita bóveda (aun siendo todos estos elementos muy apreciables); lo que me atrae es la posibilidad casi mágica de dar con libros cuya existencia de otro modo hubiera ignorado, esos que no se sabe por qué atraen tu atención desde la estantería cuando lo que andas buscando es un manual de horticultura o una novela policiaca para tu primo, y te descubren un autor desconocido, abriéndote la puerta a un universo nuevo. Estas librerías son la auténtica sal de la vida del amante de los libros. La compra por internet tiene muchas ventajas, pero dudo que pueda sustituir a esos ratos pasados deambulando de estantería en estantería, con la seguridad de que en algún lugar hay un libro que te está esperando.

jueves, 18 de noviembre de 2010

WODEHOUSE EN BERLÍN

"An internee does not demand much in the way of bedding - give him a wisp or two of straw and he is satisfied - but at Huy it looked for a while as if there would not even be straw. However, they eventually dug us out enough to form a thin covering on the floors, but that was as far as they were able to go. Of blankets there were enough for twenty men. I was not one of the twenty. I don't know why it is, but I never am one of the twenty men who get anything. For the first three weeks, all I had over me at night was a raincoat, and one of these days I am hoping to meet Admiral Byrd and compare notes with him." (*)

El párrafo anterior pertenece a uno de los cinco programas de radio de P.G. Wodehouse que se transmitieron desde Berlín en 1942, cuando el autor acababa de ser liberado después de casi un año de internamiento en campos de prisioneros alemanes, pues la invasión de Francia le pilló en Le Touquet, donde poseía una casa. Estas retransmisiones, en las que no se puede decir que hablase precisamente a favor de sus carceleros -como se puede comprobar leyendo las transcripciones, a pesar de que el autor utiliza su habitual ironía, la experiencia debió ser bastante desagradable-, causaron verdadera conmoción en el Reino Unido y una virulenta campaña de desprestigio en su contra. Una vez finalizada la guerra hubo una investigación oficial que le declaró totalmente inocente, pero este episodio le marcó durante el resto de su vida. A partir de 1947, Wodehouse trasladó su residencia a Estados Unidos, donde viviría hasta su muerte. Las obras de Wodehouse son una de mis lecturas preferidas, un verdadero antídoto para los momentos bajos y una de las pocas que consiguen arrancarme carcajadas espontáneas e irreprimibles (no es muy recomendable leerlo en lugares como el transporte público, porque inevitablemente recibes miradas un tanto alarmadas de tus compañeros de viaje, lo digo por propia experiencia). Gran creador de tipos humanos -lores excéntricos, jóvenes descerebrados, tías severísimas, mayordomos imperturbables- y de diálogos desternillantes, el mundo de Wodehouse, anclado en algún lugar del primer tercio del siglo XX, es en realidad intemporal e inmortal, porque sus mecanismos para crear situaciones humorísticas son siempre perfectos. Hasta ahora, siempre me había preguntado qué habría de cierto en el episodio de los programas emitidos desde Berlín. Ahora, gracias a la web de la P.G. Wodehouse Society (que recomiendo vivamente a todos sus fans), sé a qué atenerme. Y este nuevo baño de ironía "wodehousiana" no ha hecho más que abrirme el apetito para revisar una vez más su obra. Por cierto, he descubierto de paso que es posible descargarse de Stanza muchos de los relatos que escribió para Punch y otras revistas, algunos de los cuales yo al menos no había visto recogidos en forma de libro. ¡Right Ho, Jeeves!

(*) "Un interno no pide mucho por lo que se refiere a ropa de cama -le das una brizna o dos de paja y ya está satisfecho- pero en Huy pareció al principio que ni siquiera habría paja. No obstante, finalmente consiguieron exhumar la suficiente para formar una fina cubierta sobre el suelo, pero eso fue todo. Mantas había suficientes para veinte hombres. Yo no fui uno de esos veinte. No sé por qué, pero nunca soy uno de los veinte hombres que reciben nada. Durante las primeras tres semanas, todo lo que tuve sobre mí fue una gabardina ligera, y un día de estos espero encontrarme con el almirante Byrd y comparar experiencias con él."

lunes, 15 de noviembre de 2010

UNA BIBLIOTECA EN LA CABEZA

El que visite la Biblioteca Nazionale en Florencia podrá contemplar el busto de un hombre bastante feo y desaliñado, que mira al espectador con una extraña mueca en el rostro. Se trata de Antonio Magliabechi (1633-1714) y merece ocupar un lugar destacado allí porque sus más de 30.000 libros -que él legó a su muerte a la ciudad de Florencia a condición de que se pusiesen a disposición de sus ciudadanos- contribuyeron sustancialmente a la creación de dicha Biblioteca. Sin embargo, este gran erudito, bibliómano hasta extremos increíbles y benefactor de su ciudad natal es recordado ante todo por sus rarezas y por una serie de anécdotas -sospecho que algunas inventadas o exageradas- que las ilustran. Magliabechi procedía de una familia de artesanos y era orfebre, oficio que ejerció en su juventud durante varios años nada menos que en un establecimiento situado en el Ponte Vecchio. Pero poseía un don muy especial que pronto le hizo famoso, una memoria prodigiosa que le permitía recordar casi al pie de la letra cualquier libro que leyese. Los conocimientos enciclopédicos que se derivaban de esta capacidad suya llamaron la atención de los Medici, que le ofrecieron trabajar en sus bibliotecas. Magliabechi convirtió lo que había sido hasta entonces un cargo normalmente asignado a un cortesano, más atento a los caprichos del príncipe de turno que a velar por el enriquecimiento de los fondos de la biblioteca, en una factoría de cultura y erudición que atraería la atención de toda Europa. Eruditos de todas partes acudían a él, tanto para consultar las obras que él seleccionaba y adquiría para sus patronos, como para pedirle consejo y beneficiarse de sus conocimientos. Se dice que leía todo lo que adquiría, y que además era capaz de retenerlo en su memoria. No obstante, todas las dotes que poseía en lo intelectual le faltaban en el aspecto social: a un total desaliño y descuido por su confort material unía un completo desprecio por las opiniones ajenas. Es fama que nunca comía caliente y se alimentaba básicamente de huevos duros, cuando recordaba que debía comer. También se dice que sus modestas habitaciones estaban tan invadidas por los libros que incluso dormía encima de ellos, utilizando para taparse la misma capa con que se abrigaba al salir a la calle (consideraba una pérdida de tiempo desvestirse para tener que vestirse de nuevo a la mañana siguiente). Su higiene dejaba mucho que desear, y los testimonios de muchos de sus vecinos le tildan de "sucio", por lo que la mayoría le rehuían. Posiblemente no era el conciudadano ideal, pero gracias a él los florentinos pudieron disfrutar de una vasta biblioteca, que se llamó "Magliabechiana" hasta 1861, año en que fue fusionada con la Nacional. Y allí siguen los libros de este pintoresco personaje, el hombre en cuya cabeza cabía toda una bibllioteca.

viernes, 12 de noviembre de 2010

ÍNTIMO Y PERSONAL


Ilustración de Anne Julie Aubry

En torno a la comida -una actividad ineludible si queremos mantenernos con vida, pero también un momento de relación social- se han escrito miles de volúmenes. En cambio, su consecuencia igualmente necesaria, la eliminación de los desechos resultantes, se mantiene en la más estricta intimidad y se elude hablar o escribir sobre ella. Sin embargo, es un hecho que todos le dedicamos bastantes minutos al día. Para ser exactos, según la World Toilet Organisation (sí, eso existe), como promedio cada uno de nosotros empleará tres años de su vida en estos menesteres. Por lo tanto, es bastante comprensible que algunas personas intenten amenizar esos ratos con la lectura, aunque a muchos les dé reparo confesarlo. ¿Qué se suele leer en estos momentos tan personales? De todo, como es natural, pero una somera investigación parece indicar cierta preferencia por lecturas "ligeras": periódicos, revistas, cómics, etc. Por si falla la inspiración, existen blogs donde se recomiendan lecturas adecuadas para estas circunstancias -fundamentalmente, recopilaciones de citas, anécdotas o textos breves, no es cuestión de cargar con Guerra y Paz- e incluso algunos editores avispados han publicado libros que se dirigen de manera expresa e inequívoca a este mercado: véase por ejemplo Passing Time in the Loo (Pasando el rato en el váter), que recoge datos curiosos, resúmenes de obras clásicas y biografías de autores famosos. Una manera de salir del excusado sabiendo algo más que cuando se entró. Por cierto, el mismo autor ha dado a la imprenta una versión de Passing Time in the Loo que se centra en Shakespeare y sus obras, para los que no se conformen con cualquier cosa. No sé si Shakespeare hubiera aprobado este uso de su obra, pero el pobre no está en condiciones de quejarse. Y si, ya que uno está haciendo uso de las facilidades sanitarias modernas, siente curiosidad por saber cuál es su historia, nada mejor que La mayor necesidad. Un paseo por las cloacas del mundo, donde podrá darse cuenta de cuánto hemos avanzado en este aspecto.
Aunque nada supera, creo yo, el celo de Luke Barclay, quien se pasó dos años recorriendo el mundo en busca del váter perfecto, lo que él -parafraseando a E.M. Foster- denomina "una letrina con vistas". Regresó de sus viajes con una relación de 40 lugares que cumplían sus criterios, situados en los rincones más inesperados, desde una plantación de arroz en Bali hasta un lugar junto a la Interestatal 15 en Las Vegas.  Sin duda el libro resultante no debería faltar en ninguna biblioteca de lavabo que se precie.

martes, 9 de noviembre de 2010

CÓMO ESCRIBIR UNA NOVELA (O QUIZÁS NO)

¿Se puede enseñar a escribir? (Entiéndase que hablamos de escribir, no de redactar; esto último es algo que debería aprenderse en la escuela.) ¿Sirven de algo los talleres literarios? Las respuestas a estos interrogantes van  desde un "sí" entusiasta hasta el "no" más escéptico, por no hablar de los que opinan que los talleres de escritura no hacen otra cosa que "estropear" el estilo y la frescura del aspirante a escritor. Sin duda es posible aprender determinadas técnicas literarias, otra cosa es que luego se sepa qué hacer con ellas. Sea como fuere, lo cierto es que, a imagen y semejanza de lo que ya venía ocurriendo en otros países, en estos últimos años han proliferado en el nuestro los cursos para aprender a escribir y también los manuales que enseñan a hacerlo. Estos últimos abarcan una gama de lo más variada: algunos se centran en las técnicas literarias, otros adoptan un sesgo new age y reivindican la escritura como fuente de bienestar, una especie de yoga mental que libera energías y espanta bloqueos internos. A pesar de que sus autores son en su mayoría escritores bastante anónimos, hay también autores famosísimos que no han tenido empacho en desvelar los secretos de su oficio, como Stephen King o Ray Bradbury. Ahora bien, habría que ver cuál de sus lectores es capaz de emularlos. Por fin, existen también los que lo abordan con un toque de humor y explican Cómo no escribir una novela. El libro de Howard Mittelmark y Sandra Newman pretende enseñar a escribir a través de la ironía y el humor. En lugar de aconsejar qué hay que hacer para conseguir que tu novela sea publicable, señalan todos aquellos errores que harán que tu novela sea rechazada de inmediato por todos los editores. La obra es en realidad un catálogo de los errores más frecuentes en los escritores novatos (e incluso ¡ay! en los que ya llevan muchas páginas escritas). Cada error va precedido de un breve texto que lo ejemplifica, y de un título alusivo, a menudo bastante gracioso: "Buenas, soy la momia" es el del apartado sobre personajes que informan al lector acerca de cómo son (una variante de este error es el que se produce tan a menudo en la novela histórica, cuando por ejemplo un grupo de vikingos pasan largos ratos explicándose unos a otros sus costumbres). Ignoro si estos anti-consejos tendrán alguna utilidad real para el aspirante a novelista, pero apuesto a que harán soltar más de una carcajada al sufrido lector que haya tenido que abrirse paso entre los cientos de (generalmente muy malos) originales que inundan las editoriales.
Por mi parte, yo sólo recomendaría leer, leer y leer. Nada como la lectura de buenas novelas para aprender a escribir una.

viernes, 5 de noviembre de 2010

CURIOSIDADES DE LA LITERATURA

Hablé en otra entrada de Thomas Dibdin, autor de un exitoso tratado sobre Bibliomania. Pero la época debía ser fecunda en bibliómanos, porque otro contemporáneo suyo, Isaac D'Israeli (1766-1848), alcanzó también notoriedad con varios volúmenes dedicados a las Curiosidades de la Literatura, una auténtica mina de anécdotas en torno a los libros. Quizás eso se deba a que era un momento especialmente oportuno para dar con manuscritos y libros antiguos: la supresión de los jesuitas en 1760 y la Revolución francesa habían provocado la dispersión de muchas bibliotecas notables y los británicos y americanos en especial se lanzaron a comprar. Isaac D'Israeli es hoy conocido más que nada por haber sido el padre de Benjamin D'Israeli, el político y Primer Ministro inglés. Sin embargo, fue un personaje muy interesante en sí mismo. Aunque nació en Inglaterra, descendía de una familia judía que, expulsada de España por la Inquisición, se había afincado en Italia. Isaac manifestó desde muy joven su afición por las letras, para gran disgusto de su padre, rico comerciante, que deseaba que siguiera sus pasos. Para ello, le envió durante cuatro años a Amsterdam, tiempo que Isaac aprovechó para estudiar a Voltaire y a Rousseau y para escribir un largo y ardiente poema contra el comercio. Poeta, ensayista, biógrafo y reputado bibliófilo, su obra más conocida fue la colección de ensayos titulada Curiosities of Literature, que versaban en torno a libros raros, personajes y costumbres de los bibliómanos. Fue inmensamente popular durante el siglo XIX y siguió imprimiéndose hasta bien entrado el siglo XX, aunque dudo de que existiese versión española. Por suerte, hoy es posible consultarla en el archivo de Project Gutenberg y doy fe de que es una lectura deliciosa, que combina erudición e ingenio. Posiblemente me referiré más de una vez a ella, pero por hoy citaré sólo el capítulo dedicado a la recuperación de manuscritos antiguos. Nos cuenta D'Israeli que sólo el más ciego azar ha hecho que algunos, pocos, de los autores de la Antigüedad llegasen hasta nosotros. Tras la conquista de Egipto por los sarracenos, que significó el fin del acceso a un soporte de escritura barato como el papiro, el único recurso que quedó en Europa era el pergamino. Su escasez llevó a que se reutilizasen los antiguos manuscritos, y de este modo Tito Livio o Tácito fueron sustituidos por breviarios o vidas de santos: "verdades inmortales se vieron convertidas en torpes ficciones", en palabras de D'Israeli. Que los monjes no sentían gran aprecio por estos autores "profanos" parece demostrarlo el que, cuando en un scriptorium uno de ellos requería una obra de un autor pagano, a los signos habituales (las reglas les impedían hablar) añadía uno particular: se rascaba detrás de la oreja, a modo de perro con pulgas. No es raro, pues, que tan pocos de los autores clásicos nos hayan llegado íntegros. Sólo en el Renacimiento se empezaron a valorar estas obras, y entonces se desató un verdadero frenesí por recuperarlas. Algunos de estos hallazgos se hicieron en los lugares más insólitos, como la obra de Quintiliano, encontrada en el monasterio de St. Gallen, pero no en la biblioteca, sino en un cofre olvidado en un rincón, bajo un montón de basura. Otros habían sido utilizados para los menesteres más diversos; nos cuenta D'Israeli que un hombre de letras encontró una hoja de Tito Livio en el relleno de su "battledore" (especie de raqueta para el juego del volante). Salió corriendo para preguntarle al artesano que lo había fabricado si tenía más, pero ¡demasiado tarde!, éste había agotado su existencia de hojas de Livio una semana antes. Con estas y muchas otras anécdotas, D'Israeli logra convertir la búsqueda de manuscritos en una aventura digna de Indiana Jones. Un festín para bibliómanos.

martes, 2 de noviembre de 2010

AUTOBOMBO

Los textos de contraportada que los editores incluyen en la mayoría de los libros tienen como misión explicarle al futuro lector de qué va la obra y, casi más importante que eso, persuadirle de que debe comprar precisamente ese libro y no otro. Por lo tanto, suelen exagerar las virtudes del escritor y el interés de la obra. Sabedor de ello, el lector avezado ha aprendido a tomarse esas afirmaciones con cierto escepticismo. Para dar mayor credibilidad a sus alabanzas, los editores procuran siempre que es posible complementarlas con algún comentario favorable procedente de fuentes más imparciales (digamos). Así, cuando el libro ha tenido una buena acogida y se hace una reimpresión, se recurre a menudo a las fajas que reproducen el elogio de algún medio de comunicación más o menos prestigioso. Frases que -todo hay que decirlo- a veces están arbitrariamente recortadas y sacadas de contexto, de modo que consigan que una tibia recomendación parezca una alabanza entusiasta. Pero esto no es posible para la primera edición -que es la que más apoyos necesita para abrirse camino entre el alud de novedades-, por lo que se ha ido extendiendo la costumbre de mandarle galeradas a algún escritor ya consagrado y pedirle que facilite alguna frase elogiosa. Esta práctica, que en España no es aún demasiado frecuente, se ha convertido en Estados Unidos en casi imprescindible y, en consecuencia ha degenerado hasta extremos ridículos, ya que los escritores realmente importantes no se prestan a menudo a ello (o sólo para amigos o compromisos muy determinados), de modo que las editoriales han acabado echando mano de casi cualquiera que haya publicado un libro alguna vez. Como este recurso, por repetido y poco creíble, también da síntomas de agotamiento, el siguiente paso ha sido citar ya no a autores, sino a lectores: por ejemplo, frases de algún blog, o incluso de reseñas procedentes de Amazon. Todo vale, supongo, para convencer al lector de que compre tu libro. Últimamente, sin embargo, he visto con estupor que algunos editores han conseguido rizar el rizo: la publicidad de un libro recién publicado de John Katzenbach lleva como reclamo una frase del propio autor que dice "la novela más fantástica que he escrito jamás". ¡Pues claro! ¿Qué otra cosa iba a decir, si es el autor?