John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

viernes, 29 de enero de 2016

CONTRA EL FUNDAMENTALISMO LECTOR

 
 
Llámenme rebelde, maniática, exagerada o lo que quieran, pero las continuas admoniciones acerca de la bondad de determinados productos o acciones siempre me hacen sentir ganas de echar a correr en dirección contraria. No sólo eso: despiertan en mí la sospecha -paranoica, por supuesto... ¿o no?- de que quieren manipularme y de que tal vez detrás de esos consejos aparentemente dirigidos a aumentar mi bienestar hay oscuros intereses. Así, de repente la grasa es mala, malísima, mortal de necesidad. Las pantallas de TV y los suplementos dominicales se llenan de programas y artículos dedicados a convencernos de que -por nuestro bien- hay que consumir únicamente productos light, aunque no sólo sepan peor que los normales, sino que cuesten más caros. ¡Ah, es por tu salud!, dicen. ¿Nos ponemos acaso todos morados de tocino cada día? ¿Realmente llevando una dieta normal es tan malo comerse un yogur con toda su grasa (que es más bien poca)? ¿Está la gente con una salud aceptable condenada al fiambre de pavo -mejor si es bajo en sal, ya puestos- y a no acercarse a las morcillas ni de lejos? Qué quieren, a mí tanta insistencia me huele a chamusquina. Ni que decir tiene que yo sigo comprando yogures enteros (cada vez menos fáciles de encontrar en las neveras del supermercado, desplazados poco a poco por diferentes productos aligerados en grasa, pero llenos de otros aditivos cuyos efectos preferimos ignorar).
Pero nos vamos del tema... La cantinela de que los jóvenes leen poco y hay que fomentar la lectura es ya un clásico. Hasta ahora, el resultado de tanta preocupación era, por parte de los organismos oficiales de turno, hacer una campaña consistente en distribuir unos cuantos carteles con eslóganes e imágenes inspiradoras (unas más que otras) y a otra cosa, mariposa.
 
 


Sin embargo, últimamente -sin duda por aquello de que la gente está más pendiente de las pantallas que de los libros- las admoniciones en pro de la lectura, de los beneficios de la lectura y de su magia son incesantes, amplificadas hasta el infinito por las redes sociales. Hasta el punto de que empieza a generar rechazo hasta en lectores voraces sin remedio como yo.
 
 


Vemos cómo El País se hace eco de unos supuestos estudios científicos -a estas alturas, hemos visto tantos estudios absurdos o desmentidos luego por otros estudios, que ya no nos creemos nada- que ensalzan los casi milagrosos efectos de la lectura:

El estrés se reduce y la inteligencia emocional sale ganando, así como el desarrollo psicosocial, el autoconocimiento y el cultivo de la empatía, según un equipo de neurocientíficos de la Universidad de Emory, en Atlanta, que siguieron las reacciones de 21 estudiantes durante 19 días consecutivos. La lectura puede incluso modificar comportamientos a través de la identificación con los protagonistas de la literatura, sostiene Keith Oatley, novelista y profesor de Psicología Cognitiva de la Universidad de Toronto. 


¡Guay! Voy corriendo a por 50 sombras de Grey, a ver si modifica mi comportamiento. Por no mencionar Facebook, Twitter y demás, que van llenos hasta los topes de frases e infografías que destacan los beneficios de la lectura, que según ellos sería una especie de compendio de yoga, meditación trascendental y preparación necesaria para hacerse de una ONG. ¿De verdad alguien se lo cree?
 
 
 

Afortunadamente, siguen existiendo personas sensatas dispuestas a rebatir esta oleada de fundamentalismo lector que nos invade. Como apunta Ana Garralón en una entrada de su blog titulada, con acierto, Leer no sirve para nada, "Muchas de las funciones de la lectura que propagan estos carteles parecen los efectos de un fármaco". Y, citando el interesante libro de Víctor Moreno, La manía de leer, subraya la falsedad de algunos de estos eslóganes del fundamentalismo lector:

 
Alimentar las creencias del tipo "la magia de la lectura" no creo que nos ayude a comprender (y a difundir en la sociedad) las funciones de la lectura, y cómo podemos utilizarlas. Cada vez se ve más este discurso rápido y fácil de gurú que nos lleva a la "creencia" en la lectura, como si fuera un acto de fe. Sería más importante determinar lo que la lectura puede hacer en una persona más que lo que la persona puede hacer con la lectura. Esto significa admitir que no siempre habrá magia, ni libertad, ni siquiera que seremos mejores personas. Cuando al historiador de arte Ernst. H. Gombrich le preguntaron en una entrevista si el arte producía algún efecto benéfico en la humanidad, respondió:
"No, rotundamente no. Goering era un amante del arte, un gran coleccionista y mire usted su historial. A Felipe II de España, que no era precisamente un hombre encantador, le interesaba también mucho el arte". (citado por Moreno, p. 269)

 Leer es importante, claro que sí, pero si lo hacemos no es porque reduzca el colesterol, ni para conseguir no sé qué beneficios en nuestro cerebro. Que la lectura puede ser útil, que incluso en muchas ocasiones puede ser (muy) placentera, lo sabemos todos los que hemos leído unos cuantos libros. Decirle a la gente que debe leer así, en abstracto, esgrimiendo argumentos a cuál más peregrino en su favor, no sirve para otra cosa que para incrementar el tráfico de Twitter y la buena conciencia de aquellos que se dedican a hacer circular esos mensajes. En mi opinión -claro que sé mucho menos que esos gurús de la lectura-, para que alguien se aficione a la lectura debería bastar con ponerle un buen libro entre las manos. Un libro de esos que entretienen y emocionan. Eso sí es irresistible. 
 

 

miércoles, 20 de enero de 2016

MALTRATADORES DE LIBROS

 
 
En el vastísimo mundo lector caben todo tipo de lectores: el lector fetichista, que reverencia por encima de todas las cosas el libro como objeto; el lector animista, que cuida sus libros no tanto por su valor como objeto como por su valor sentimental (no tengo muy claro en qué categoría englobar a los que forran sus libros antes de leerlos); el lector indiferente, que se preocupa más por el contenido que por el continente (le da igual leerlo en una edición bellamente encuadernada que en un edición barata de bolsillo); el lector todoterreno, que acarrea sus lecturas allá donde vaya, sin importarle el resultado (sus libros salen maltrechos de sus estancias en playas, mochilas, o picnics campestres); está también (y me dejo muchas categorías posibles) el lector maltratador. A juzgar por lo que dicen los libreros de segunda mano, que se quejan de que algunos ejemplares les llegan hechos unos zorros, debo creer que este tipo de lector existe. Me refiero a alguien que arranca cubiertas, anota salvajemente las páginas (a menudo notas no pertinentes, es decir, que a falta de un trozo de papel apunta ahí el teléfono de su carnicero), derrama líquidos o grasas sobre sus libros (por desidia, no por accidente) y en general atenta contra su integridad. Sin embargo, no estoy segura de haber conocido nunca a un verdadero maltratador de este género. Sí me ha ocurrido -creo que todos hemos pasado por esa experiencia- prestar un libro y que vuelva con la sobrecubierta medio rota, el lomo arrugado y las páginas dobladas. En casos así, uno preferiría haberle comprado al amigo otro ejemplar del mismo libro, para que hiciese con él lo que quisiera. Pero verdaderos maltratadores... eso es más raro. Para mí que los maltratadores de libros no deben de ser verdaderos lectores. Pues, por más que uno sea consciente de que la inmensa mayoría de los libros que lee y que posee no llegará a releerlos nunca, el mero hecho de que los conserve en sus estanterías y los acarree aquí y allá de mudanza en mudanza implica que cree que tal vez, en alguna ocasión, sí llegará hacerlo. El maltratador, por el contrario, no cree en el futuro del libro, no piensa ni en su valor como objeto ni en el interés de su contenido -que quizás quiera releer o consultar algún día. Practica la política de tierra quemada.
 
Un libro maltratado, en especial si era una buena edición, produce en el bibliómano una honda pena. Si el estado del libro lo sitúa más allá de una posible recuperación, se debate entre la evidencia -hay que deshacerse de él- y el dolor que produce destruir algo que originalmente fue bello en su forma y que tenía un contenido valioso. Hay quien opta por darles otros usos a estos libros desgraciados: convertirlos en lámpara, escultura o mural. Darles una utilidad a estos pobres libros mutilados, sobre todo si se emplean para crear cualquier tipo de arte, es sin duda un noble final para ellos.



Obra de Ekaterina Panikanova

Por último, aunque dudo de que ningún maltratador de libros aterrice en estas páginas (están demasiado ocupados destruyendo libros), una reflexión que tal vez les haga reconsiderar su comportamiento: esos libros que hoy tratan con tan poca consideración podrían revelarse, dentro de unos años, como sustanciosas fuentes de ingresos. Vean por ejemplo la web de Captain Ahab's Rare Books, donde una primera edición de Down and Out in Paris and London de George Orwell alcanza la sabrosa cifra de 6.500 dólares. Suficiente para quitarle a uno las ganas de destrozar libros.

 
 [Atención bibliómanos: la exploración de webs como la antes citada puede ser peligrosa para su imaginación y su bolsillo.]

miércoles, 13 de enero de 2016

LA VERDAD SOBRE LA BELLA DURMIENTE



Los ingeniosos chicos de Google le dedicaron ayer un bonito doodle al aniversario de Charles Perrault. Unos dibujitos, como podrán apreciar, de lo más colorido e infantil, persuadidos sin duda por la magia del universo Disney de que el señor Perrault narraba unas bonitas historias pobladas por princesas de rubios cabellos, príncipes apuestos y gatos calzados con elegantes botas, en las que el Mal era vencido y el Bien triunfaba invariablemente. Craso error. Los cuentos de Perrault -como los de Grimm unos años más tarde- se inspiran en su mayoría en leyendas tradicionales y todos sabemos lo mucho que al vulgo le ha gustado desde siempre lo cruento y lo macabro. Vaya, que lo que Perrault hizo es una versión para la nobleza y la alta burguesía de su tiempo de lo que en otros lugares eran los romances de ciego. Por supuesto, aderezados con la correspondiente moraleja, que permitía a sus lectores refocilarse con tranquilidad en los detalles más truculentos, sabedores de que la conclusión moralizante borraba todo pecado.
 
 
Tal que así, no hace tanto, se arremolinaba
el pueblo para escuchar historias truculentas
 
Personalmente -Bruno Bettelheim y otros pedagogos insignes está conmigo en esto- pienso que no hay nada más devastador para la formación de los niños que esas azucaradas versiones Disney de los cuentos tradicionales, unas versiones que fomentan una visión irreal de lo que es la vida, cuando desde siempre los cuentos han sido un pozo de sabiduría tradicional donde aprender a través de ilustrativos ejemplos cómo son las cosas por ahí afuera. Los cuentos de Perrault, en su versión íntegra, resultan una lectura de lo más aleccionadora, tanto para niños (si dudan, piensen que después de lo que ven en internet los críos, ya nada puede asustarles) como para adultos. Como ejemplo, ahí van unas cuantas muestras de la auténtica La bella durmiente, con detalles que seguro ignoraban.
De entrada, los padres de la Bella durmiente -que aun no era durmiente, claro- invitaron a su bautizo a siete hadas -"fueron todas las que se pudieron encontrar en el reino": Perrault está lleno de comentarios así, llenos de un humor soterrado; digo yo que el reino no sería muy pródigo en estos seres mágicos- y les regalaron a cada una un estuche de oro macizo con cubiertos de oro y rubíes dentro; pero se presentó un hada vieja a la que habían olvidado invitar (no salía nunca de su torre) y, como para ella no había estuche, se molestó. Quién no. De ahí que pronunciase la maldición de que la niña se pincharía con un huso y moriría (sentencia luego conmutada, gracias a otra de las hadas, por la de un sueño de cien años).
 
Ilustración de Alexander Zick
 
Cuando, inexorablemente y a pesar de todas las precauciones, la princesa se pincha y cae dormida, los padres mandan llamar al hada buena, pero como se encuentra muy lejos, envían en su busca a un enano con botas de siete leguas -lo de las botas es muy francés, luego nos asombramos de que Flaubert fuese un fetichista del calzado femenino- y el hada se presenta en un "carro de fuego tirado por dragones". Sería buena, pero algo de susto sí daba. Ni corta ni perezosa, procede a sumir en un profundo sueño a todos los habitantes del castillo (menos sus padres), no fuese que al despertar la princesa se encontrase sola y sin nadie que la sirviese. Incluidos los mastines, los caballos e incluso "los faisanes y perdices que se asaban en las cocinas". Total, que cien años después un príncipe que va de caza pregunta qué hay en ese bosque tan espeso. Las respuestas que le dan son variadas: un castillo lleno de espíritus; un lugar donde los brujos de la región celebraban sus sábat; un ogro que roba todos los niños que puede para comérselos a gusto... hasta que uno menciona a una princesa dormida y el príncipe, "impelido por el amor y por la gloria" se interna en el bosque para rescatarla.
 
 
Así lo vio Doré
 
Ahora viene lo del beso, dirán. Pues no, en la versión original el príncipe todo lo que hace es arrodillarse, tembloroso, junto al lecho de la princesa, que acto seguido se despierta. Y -otra de las salidas humorísticas de Perrault- le dice:  "¿Sois vos el príncipe? ¡Os habéis hecho esperar mucho!" El príncipe, lejos de achantarse por este recibimiento, cae rendido de amor y ambos se ponen a hablar durante más de cuatro horas (Perrault es específico en eso) de esas cosas que hablan los enamorados. Entretanto, el resto del palacio se ha despertado y "como no estaban enamorados, se encontraban muertos de hambre". La dama de honor, impaciente, les interrumpe anunciando que la carne está en la mesa. ("Menos cháchara, tortolitos", sería la versión pedestre). A partir de ahí, la cosa se pone de verdad interesante. He aquí que el príncipe, -que se apresura a contraer matrimonio con la princesa para (imagino) compartir su lecho- regresa a su casa solo y miente a sus padres diciéndoles que se ha perdido cazando. Desde aquel día, sus expediciones de caza menudean (la madre, como todas las madres, sospecha e intenta sonsacar al hijo, pero este no suelta prenda, en especial porque "la teme, ya que, aunque la quiere, era de la raza de los ogros y cuando veía pasar junto a ella a niños pequeños, le costaba retenerse para no abalanzarse sobre ellos"; vaya pieza...)
 
 
Los ogros comeniños, todo un clásico de la literatura universal
 
La cosa dura dos años, durante los cuales la Bella durmiente tiene dos hijos con el príncipe, a los que llaman Aurora y Día. Pero entonces el rey muere y el príncipe, convertido en rey, se decide a revelar su secreto y lleva consigo a su mujer y sus hijos a palacio. ¿Colorín colorado? No, por supuesto. El ahora rey tiene que partir a la guerra y deja como regente a su madre. Esta aprovecha para dar rienda suelta a sus instintos y tiene esta estupenda conversación con su mayordomo:
 

« -Mañana quiero comerme para cenar a la pequeña Aurora
— ¡Ah, señora! -dijo el mayordomo…
— Lo quiero -dijo la reina (y lo dijo en un tono de ogresa que siente deseos de comer carne fresca)- y quiero comérmela con salsa Robert. » *
(Observen de nuevo el impagable toque francés, ¿quién sino precisaría el tipo de salsa?)
 
Total, que el buen mayordomo la engaña y le prepara un corderito en su lugar, y lo mismo hace cuando la reina quiere comerse a Día y luego a su madre (con esta última tiene más dificultades para encontrar quien la sustituya, porque "habiendo dormido cien años, su piel era más correosa". Siempre el toque mundano de Perrault). El plan de la reina madre es decirle al rey cuando regrese que los lobos se han comido a su mujer y a sus hijos. Pero un día, paseando por el patio, oye llorar a un niño: es el pequeño Día, que llora porque su madre quiere azotarlo por haberse portado mal. (Por aquel entonces aún no estaba prohibido fustigar a los niños, más bien se suponía necesario.) Furiosa por el engaño, decide arrojar a los tres a un barril lleno de víboras, sapos y culebras, añadiendo de paso al mayordomo, a su mujer y a su criada. Por fortuna, en ese momento llega el rey y la reina, ofuscada, se tira de cabeza en el tonel, donde es devorada por las bestias. El rey "no deja de estar enfadado, pues se trataba de su madre; pero pronto se consuela con su bella mujer y sus hijos". (Una madre es una madre... por muy ogresa que sea.)
¿Y cuál es la moraleja? ¿Que no hay que comerse a los niños? No: vean lo que extrae Perrault como conclusión:
 
La fábula parece querer decirnos
que los agradables lazos del himeneo
 no son menos felices por haber sido retrasados
 y que no se pierde nada por esperar.
 
Ahora, no me dirán si no es mucho mejor esta versión, que tiene de todo -sangre, sexo, crueldad- que las modernas y edulcoradas. Educativa, en serio.  
 
Herbert Cole (1906)
 
 *No he podido evitar la tentación de averiguar de qué está compuesta esta salsa. Tiene buena pinta: cebollas, vino blanco, pimienta... Adecuada para carnes, sin duda. No era tonta la ogresa.
 

lunes, 4 de enero de 2016

LAS NOTAS AL MARGEN ESTÁN DE MODA

El siempre sarcástico Mark Twain, visiblemente insatisfecho
con la traducción de Plutarco que acababa de leer,
añadió que había sido traducida del griego "a un inglés asqueroso"
Grosso modo, los lectores se dividen en dos grandes grupos: los que nunca, bajo ningún concepto, escribirían notas en un libro y los que alegremente, lápiz en mano, van dejando sus comentarios en los libros que leen (¡incluso, a menudo, si no son suyos!). Como todas las generalizaciones, esta clasificación es maximalista y pasa por alto las innumerables gradaciones posibles. Tampoco tiene en cuenta las posibles motivaciones de los pertenecientes a uno y otro bando. Yo, por ejemplo, en algún periodo de mi juventud, espoleada por ciertos ilustres ejemplos, me decidí a dejar mi rastro en unos cuantos libros; años después, el hallazgo casual de alguno de ellos me produjo, a partes iguales, rubor y perplejidad. Desde entonces, abandoné por completo esa costumbre.
El caso es que las notas al margen parecen estar experimentando un revival últimamente. Paralela, sin duda, a la apreciación de todo lo que rodea al libro en papel que la implantación de la lectura en pantalla ha traído consigo: de repente, el libro es un objeto fetiche, se valora más que nunca la calidad del papel o de la encuadernación y los libros viejos adquieren un estatus hasta ahora desconocido (hasta las librerías de lance, que solían ser oscuras y polvorientas, se han reencarnado en modernos espacios con estanterías blancas y dependientes cool).

Una de las librerías Re-Read,
 ejemplo de la reencarnación de las librerías de lance

Tan de moda están estas "marginalia" que constantemente aparecen iniciativas que las reivindican. Según nos informa Anthony Grafton en un artículo de la New York Review of Books, en la universidad de Oxford ha surgido un numeroso y muy activo Marginalia Group, especializado en encontrar entre los ejemplares de su enorme y venerable biblioteca las notas al margen más sabrosas. Cambridge no se ha quedado al margen (disculpen la broma, casi inevitable) y recientemente su biblioteca ha organizado una exposición dedicada a los libros anotados entre 1450 y 1550. Andrew Stauffer, con la colaboración de la Universidad de Virginia, ha puesto en marcha una iniciativa cooperativa, Book Traces, que pretende rescatar y documentar los ejemplares de obras de los siglos XIX y XX que presentan notas o marcas de sus propietarios. Tal y como  reza su manifiesto:
Estos libros constituyen un archivo de la historia de la lectura, oculto a plena vista en las colecciones que albergan las bibliotecas. Notas al margen, inscripciones, fotos, cartas y muchas otras piezas pueden encontrarse en estos ejemplares [...] Ningún catálogo electrónico puede localizar estos elementos únicos. Es necesario abrir cada uno de los libros y examinarlo.
Por eso, es curioso que la misma New York Society Library que organiza una exposición de los libros anotados que conserva en su fondo, prohíbe terminantemente a los actuales usuarios de su biblioteca escribir en ellos. (De hecho, creo que todas las bibliotecas públicas castigan esta actividad anotadora, lo que no parece ser obstáculo para que los lectores sigan haciendo de las suyas.)
De acuerdo con los defensores de la anotación (¿debería llamárseles "marginalistas" o "marginales"?), los márgenes de los libros son un lugar de encuentro entre el texto y el lector y, salvando la distancia, entre este y el autor. Las notas al margen hacen de los lectores, escritores, y sobre todo -sospecho que esta es una de la razones por las cuales tantos espíritus rebeldes han sido grandes anotadores-, les permiten discutir la autoridad del texto. En estas inscripciones, el lector se enfrenta de tú a tú con el autor y, si es necesario, le canta las cuarenta.
No puedo negar la verdad que hay en todo esto. Tampoco, que me produzca una cierta emoción ver lo que un monje escribió al margen de un manuscrito del siglo XIV. Pero, francamente, me interesa muy poco saber qué pensaba el anónimo lector que se dedicó a ensuciar el libro que estoy leyendo con sus anodinas notas. Quizás es que esto de anotar es una actividad íntima, que debería quedar restringida a la propia e intransferible biblioteca. Como los diarios, las notas al margen son para uno mismo o, en todo caso, para la posteridad.