Tenemos tendencia a imaginar que la forma actual de organización de la mayoría de actividades humanas es la misma que ha prevalecido durante siglos. Damos por supuesto que ciertos adelantos han modificado algunas costumbres -ahora podemos comprar por internet, sin necesidad de desplazarnos a una tienda física, o volar al otro extremo del globo en pocas horas, realizando travesías impensables dos siglos atrás-, pero muchos otros cambios en los usos cotidianos han caído en el olvido. Hablando de la lectura -y olvidándonos por un rato de la ya cansina discusión entre las bondades respectivas del libro físico y el digital-, un poco de investigación en la historia de la comercialización de los libros revela que nuestros antepasados conocían una forma de acceder los libros que ya no existe, la lectura por suscripción. Hoy, si nos apetece estar al día de las últimas novedades editoriales, tenemos básicamente dos opciones: acudir a una librería y hacernos con ellas (previa adquisición de los libros en cuestión) o ir a la biblioteca y tomarlas prestadas sin cargo alguno (suponiendo que se trate de una biblioteca bien abastecida y que renueve regularmente su fondo). Sin embargo, antes de que se generalizasen las bibliotecas públicas abiertas a todo el mundo (un avance en realidad bastante reciente), los lectores victorianos disponían de otra salida: suscribirse a una biblioteca circulante, que por una cantidad anual permitía a sus socios hacerse con todos los libros que deseasen. Se calcula que a principios de la década de 1830 existían más de mil bibliotecas circulantes en Gran Bretaña, que se ocupaban de satisfacer los gustos lectores de todos los estratos sociales, desde los trabajadores que recurrían a ellas para completar su educación hasta las clases acomodadas que en los libros buscaban simple entretenimiento. De hecho, aunque la creciente mecanización de los procesos editoriales -composición, impresión, fabricación del papel- había abaratado los libros y los había hecho más accesibles, seguían representando un dispendio considerable para la mayoría de los asalariados. En 1828, la revista Atheneum, en su primer editorial, afirmaba que "ningún inglés de clase media compra libros". Y quien se ocupó de abastecer a estos lectores de clase media, sobre todo, fue un hombre avispado y lleno de iniciativa empresarial: Charles Edward Mudie.
Charles E. Mudie (1818-1890) |
Propietario de una papelería, hacia 1842 Mudie se apuntó a la moda ya entonces en boga de prestar libros a sus clientes. Por una guinea al año, sus parroquianos podían tomar prestado un libro tras otro. (Pero sólo uno a la vez; el precio se incrementaba si uno quería hacerse con más. Vaya, como hoy con las suscripciones "Premium".) Mudie supo sacar ventaja de una característica que tal vez los lectores actuales de novelas del XIX hayan advertido: la mayoría se publicaban en tres volúmenes (de ahí que suelan estar divididas en tres partes, baste recordar las de Jane Austen), y la suscripción daba derecho a tomar prestado "un volumen" cada vez; de modo que tres suscriptores podían estar leyendo simultáneamente la misma novela. Pero además, Mudie insistía en la calidad de sus productos; los libros con los que comerciaba eran ediciones bien impresas, y su biblioteca poseía un fondo amplio y variado: poesía, historia, biografía, viajes, tratados morales y religiosos y, por supuesto, las más recientes obras de ficción. Este énfasis en tener sólo "lo mejor" se extendía al contenido de las obras que prestaba; Mudie garantizaba que en su "selecta" biblioteca vetaba cualquier libro inmoral. Si algo llevaba el sello de Mudie's, lo podía leer toda la familia. El imperio de Mudie creció y creció, cada vez compraba más libros para sus ávidos lectores, hasta el punto de que él sólo llegó a poder garantizar el éxito (o fracaso) de una novedad. Así, por ejemplo, los 2.500 ejemplares que adquirió de la primera novela de George Eliot, Adam Bede, ayudaron a lanzar a esta escritora. En 1858, la biblioteca de Mudie compraba 100.000 ejemplares al año; tres años después ya eran 180.000. En 1860, necesitando un local mayor, erigió un nuevo e imponente edificio en Londres, y disponía de sucursales en Birmingham y Manchester. También servía a sus clientes por correo.
La sede de Mudie's en New Oxford Street |
La influencia de Mudie's se puede rastrear aun en las novelas de la época, que la mencionan. Por ejemplo, en El hombre invisible, de H.G. Wells, su protagonista se topa con una mujer que sale de Mudie's "llevando cinco o seis libros" y Virginia Woolf también hace referencia a la biblioteca de Mudie en su obra El cuarto de Jacob. El floreciente negocio de Mudie -que, por cierto, contaba con muchos competidores- fue declinando con la llegada de las ediciones económicas y las novelas por entregas, así como por el progresivo establecimiento de bibliotecas públicas y gratuitas, hasta desaparecer en la década de 1930. No obstante, durante cerca de un siglo, una gran parte del público lector británico se acostumbró a leer por suscripción. Algo así como lo que hacemos ahora con los productos audiovisuales, o con la música, suscribiéndonos a Netflix o a Spotify. Bien pensado, sospecho que hasta Amazon, con su servicio de kindleunlimited, ha decidido emular al señor Mudie. Si es que todo vuelve.