John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

martes, 23 de enero de 2018

LEER POR SUSCRIPCIÓN


Tenemos tendencia a imaginar que la forma actual de organización de la mayoría de actividades humanas es la misma que ha prevalecido durante siglos. Damos por supuesto que ciertos adelantos han modificado algunas costumbres -ahora podemos comprar por internet, sin necesidad de desplazarnos a una tienda física, o volar al otro extremo del globo en pocas horas, realizando travesías impensables dos siglos atrás-, pero muchos otros cambios en los usos cotidianos han caído en el olvido. Hablando de la lectura -y olvidándonos por un rato de la ya cansina discusión entre las bondades respectivas del libro físico y el digital-, un poco de investigación en la historia de la comercialización de los libros revela que nuestros antepasados conocían una forma de acceder los libros que ya no existe, la lectura por suscripción. Hoy, si nos apetece estar al día de las últimas novedades editoriales, tenemos básicamente dos opciones: acudir a una librería y hacernos con ellas (previa adquisición de los libros en cuestión) o ir a la biblioteca y tomarlas prestadas sin cargo alguno (suponiendo que se trate de una biblioteca bien abastecida y que renueve regularmente su fondo). Sin embargo, antes de que se generalizasen las bibliotecas públicas abiertas a todo el mundo (un avance en realidad bastante reciente), los lectores victorianos disponían de otra salida: suscribirse a una biblioteca circulante, que por una cantidad anual permitía a sus socios hacerse con todos los libros que deseasen. Se calcula que a principios de la década de 1830 existían más de mil bibliotecas circulantes en Gran Bretaña, que se ocupaban de satisfacer los gustos lectores de todos los estratos sociales, desde los trabajadores que recurrían a ellas para completar su educación hasta las clases acomodadas que en los libros buscaban simple entretenimiento. De hecho, aunque la creciente mecanización de los procesos editoriales -composición, impresión, fabricación del papel- había abaratado los libros y los había hecho más accesibles, seguían representando un dispendio considerable para la mayoría de los asalariados. En 1828, la revista Atheneum, en su primer editorial, afirmaba que "ningún inglés de clase media compra libros". Y quien se ocupó de abastecer a estos lectores de clase media, sobre todo, fue un hombre avispado y lleno de iniciativa empresarial: Charles Edward Mudie.


Charles E. Mudie (1818-1890)

Propietario de una papelería, hacia 1842 Mudie se apuntó a la moda ya entonces en boga de prestar libros a sus clientes. Por una guinea al año, sus parroquianos podían tomar prestado un libro tras otro. (Pero sólo uno a la vez; el precio se incrementaba si uno quería hacerse con más. Vaya, como hoy con las suscripciones "Premium".) Mudie supo sacar ventaja de una característica que tal vez los lectores actuales de novelas del XIX hayan advertido: la mayoría se publicaban en tres volúmenes (de ahí que suelan estar divididas en tres partes, baste recordar las de Jane Austen), y la suscripción daba derecho a tomar prestado "un volumen" cada vez; de modo que tres suscriptores podían estar leyendo simultáneamente la misma novela. Pero además, Mudie insistía en la calidad de sus productos; los libros con los que comerciaba eran ediciones bien impresas, y su biblioteca poseía un fondo amplio y variado: poesía, historia, biografía, viajes, tratados morales y religiosos y, por supuesto, las más recientes obras de ficción. Este énfasis en tener sólo "lo mejor" se extendía al contenido de las obras que prestaba; Mudie garantizaba que en su "selecta" biblioteca vetaba cualquier libro inmoral. Si algo llevaba el sello de Mudie's, lo podía leer toda la familia. El imperio de Mudie creció y creció, cada vez compraba más libros para sus ávidos lectores, hasta el punto de que él sólo llegó a poder garantizar el éxito (o fracaso) de una novedad. Así, por ejemplo, los 2.500 ejemplares que adquirió de la primera novela de George Eliot, Adam Bede, ayudaron a lanzar a esta escritora. En 1858, la biblioteca de Mudie compraba 100.000 ejemplares al año; tres años después ya eran 180.000. En 1860, necesitando un local mayor, erigió un nuevo e imponente edificio en Londres, y disponía de sucursales en Birmingham y Manchester. También servía a sus clientes por correo. 


La sede de Mudie's en New Oxford Street

La influencia de Mudie's se puede rastrear aun en las novelas de la época, que la mencionan. Por ejemplo, en El hombre invisible, de H.G. Wells, su protagonista  se topa con una mujer que sale de Mudie's "llevando cinco o seis libros" y Virginia Woolf también hace referencia a la biblioteca de Mudie en su obra El cuarto de Jacob. El floreciente negocio de Mudie -que, por cierto, contaba con muchos competidores- fue declinando con la llegada de las ediciones económicas y las novelas por entregas, así como por el progresivo establecimiento de bibliotecas públicas y gratuitas, hasta desaparecer en la década de 1930. No obstante, durante cerca de un siglo, una gran parte del público lector británico se acostumbró a leer por suscripción. Algo así como lo que hacemos ahora con los productos audiovisuales, o con la música, suscribiéndonos a Netflix o a Spotify. Bien pensado, sospecho que hasta Amazon, con su servicio de kindleunlimited, ha decidido emular al señor Mudie. Si es que todo vuelve. 



viernes, 12 de enero de 2018

LA BELLEZA HECHA LIBRO: FRANCESCO GRIFFO


El patio de la antigua Universidad, el Archiginnasio de Bolonia

Los libros no son solo lo que el autor nos cuenta, el significado que extraemos de sus palabras, sino que poseen también una parte visual, formal, estética, igualmente importante. Cualquier amante de la lectura sabe que un libro compuesto en una tipografía clara, legible, con espacios que permiten que el texto "respire", sobre un papel agradable a la vista y al tacto es un verdadero regalo, mientras que ese mismo texto, presentado en una letra abigarrada, apelotonado y sobre un papel rasposo da ganas de estrellar el libro contra la pared más próxima. Llevados por la corriente de la lectura, solemos prestar poca atención a aspectos como la tipografía o la distribución en la página. Sin embargo, hay libros que son verdaderas obras de arte, cuya mera contemplación -no importa de qué hablen sus paginas, ni si somos siquiera capaces de entenderlas- produce en el espectador una emoción comparable a la de un fresco de Botticelli.  
Viene todo esto a cuento de que esta lectora estuvo hace unos días en la muy ilustre ciudad de Bolonia, en Italia, que como sabrán es cuna de una antigua y prestigiosa Universidad, en la que han estudiado infinidad de personajes ilustres. Una de las visitas obligadas era, por supuesto, a la primitiva sede de dicha universidad, el llamado Archiginnasio, hoy convertido en biblioteca y sede de actos culturales.





Me hubiese conformado sobradamente con contemplar el bello edificio y las huellas de sus antiguos ocupantes, así como las hermosas salas de la biblioteca y del teatro anatómico. No obstante, me esperaba una sorpresa que se convirtió en lo mejor del viaje: una exposición sobre Francesco Griffo. No se crean, yo tampoco tenía idea de quién era este personaje. Los paneles informativos que la acompañaban me ilustraron oportunamente al respecto pero, sobre todo, quedé maravillada por los libros que se ofrecían a la vista de los indignos visitantes.  ¿Imaginan la emoción que se siente al tener al alcance a la mano eso sí, separados por el cristal de una vitrina, una Poética de Aristóteles o un Cancionero de Petrarca impresos hace quinientos años por uno de los primeros -y uno de los mejores, si no el mejor- editores europeos? No exagero si les digo que por un momento me sentí al borde de las lágrimas. Pocas veces nos es dado a los simples mortales acercarnos a libros de esta importancia histórica. Pero lo que de verdad me dejó sin palabras fue la belleza de las (desgraciadamente pocas) páginas que se mostraban. Obras de arte. Lamentablemente las fotos que pude hacer son malas y no les hacen justicia (aquí se pueden hojear online unas cuantas, vale la pena).


La Hypnerotomachia Poliphili, considerado el más bello libro ilustrado del Renacimiento.

Francesco Griffo (1450-1518), nacido en Bolonia, donde obtuvo merecida fama como orfebre y como tallador de punzones para imprenta, fue requerido por Aldo Manuzio (c. 1450-1515), el más famoso editor italiano de todos los tiempos, para trasladarse a Venecia a trabajar con él. A partir de 1494, Manuzio, que entonces contaba más de cuarenta años, decidió abandonar su carrera de maestro y preceptor para iniciar la carrera de estampador y editor, dedicándose al principio casi exclusivamente a publicar textos griegos que hasta entonces nunca se habían editado en su lengua original. Griffo investigó manuscritos precarolingios para conseguir un tipo romano más auténtico y más refinado, que se ha bautizado como Bembo. Se convirtió así en el primer tipógrafo moderno, en el sentido que diseñó los tipos para ser utilizados en una moderna imprenta mecánica y no para ser usadas en la escritura manual.


La Bembo, un tipo de letra de una elegancia sin par


Griffo, grabando los punzones para centenares de caracteres tipográficos diversos, consiguió reproducir todas las variantes de la escritura cursiva griega empleada por los copistas de aquella época, prestándole de este modo al libro impreso el aspecto de un manuscrito, como en la monumental edición en cinco volúmenes en folio de la Opera omnia de Aristoteles, impresos entre 1494 y 1498.




Entre finales de 1500 y principios de 1501, Francesco Griffo participó como protagonista en la empresa que señalaría una doble innovación en la actividad tipográfica de Manuzio: libros de pequeño formato (en octavo), impresos en letra “cursiva”. Se proyectó una línea editorial del todo novedosa por sus caracteres en cursiva, nunca utilizados hasta entonces, diseñados por Griffo a imitación de la escritura cancilleresca. Esta cursiva se empleó para libros de pequeño formato, muy manejables, llamados enchiridia (que se pueden sostener con una mano), destinados a textos poéticos y en prosa de autores clásicos y latinos y en lengua vulgar.


El Cancionero de Petrarca, uno de los hermosos enchiridia de Manuzio/Griffo
Por si fuera poco, este ejemplar está dedicado a Cesare Borgia. ¡Pura emoción!


Estas ediciones se dirigían a un sector del público hasta entonces descuidado, los que leían por entretenimiento: hombre y mujeres cultos, nobles y burgueses, cortesanos, viajeros, que así podían disfrutar en cualquier momento de la jornada de la lectura de libros fácilmente manejables y transportables, bellos por su grafía y por la calidad del papel, desprovistos de comentarios, pero muy cuidados desde el punto de vista filológico. Estos enchiridia se convirtieron enseguida en un producto muy buscado. El éxito de esta operación editorial se evidencia tanto en las numerosas ediciones piratas que surgieron, como en que en numerosos retratos contemporáneos los personaje se hacen retratar con uno de estos pequeños libros en la mano.
Sin embargo, Manuzio y Griffo comenzaron a tener diferencias y se dice que incluso llegaron al enfrentamiento físico (Griffo, al parecer, consideraba que Manuzio no hacía suficiente aprecio de su trabajo). A la muerte de Manuzio, en 1516, Griffo regresó a su Bolonia natal, donde se estableció como impresor. Sin embargo, en 1518 tuvo un altercado violento con su yerno, a quien se dice que golpeó con una barra de hierro, causándole la muerte. A partir de ahí, se pierde el rastro de Griffo. Algunos dicen que fue apresado y ejecutado por este crimen. Otros, que huyó de Bolonia sin dejar rastro. En cualquier caso, lo que sí dejó fue un legado inmortal.
Viajar para aprender.