John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

domingo, 21 de mayo de 2023

¿LECTURA O CONVERSACIÓN?

       Madame de Sevigné, gran admiradora del arte de la conversación

 Lo confieso, no soy una persona sociable. La idea de encontrarme en una reunión donde haya más de dos personas  -y, cuantas más sean, peor- me produce un rechazo instintivo (ya expliqué en otro lugar que el efecto de acudir a una fiesta cualquiera es para mí semejante a tener que vérmelas con un grupo de dementores). Se debe, sin duda, a mi falta de habilidad para interactuar con otros seres humanos. Me supone un verdadero esfuerzo practicar ese arte que los ingleses llaman small-talk, ese intercambio de opiniones banales sobre asuntos anodinos que, según dicen, engrasa las relaciones sociales. Al parecer, lo suyo es empezar por charlar de cosas triviales para, progresivamente, ir entrando en temas más serios, cuando -siempre según la teoría- saldrán a relucir las verdaderas joyas que hacen de la conversación un arte. Decía madame de Sevigné: "Me encanta la compañía de aquellos que poseen el don de la conversación, que pueden hacer que el tiempo pase volando y que uno se sienta iluminado y enriquecido". Tal vez ella se movía en un círculo compuesto solo de gentes cultas e interesantes, o tal vez ella misma poseía el don de sacar de las personas sus mejores pensamientos. Me temo que mi experiencia es muy distinta. Si he de ser sincera, en la mayoría de las ocasiones en que las circunstancias me obligan a conversar con otros, me aburro soberanamente. Mi actividad se reduce bien a poner cara de estar escuchando con atención a alguien que me habla de cosas por las que siento un nulo interés, bien a devanarme los sesos tratando de encontrar un comentario que esté a la misma altura de las naderías que el otro (u otra) está manejando. (Aún recuerdo una de las veladas más soporíferas de mi vida: una cena de empresa en la que mis compañeros de mesa se pasaron toda la noche hablando de los radares de tráfico, de dónde estaban ubicados, de sus multas/no multas a causa de ellos, y otras "aventuras" derivadas de los excesos de velocidad al volante. No hubo otro tema. Creí morir de aburrimiento.) 

Se supone que estos señores del XVIII están reunidos para conversar sobre temas elevados. Pero me da que al menos uno de ellos se está aburriendo bastante. 

Dar con alguien con quien la conversación fluya sin esfuerzo, de la que salgas enriquecida (como dice madame de Sevigné), con la sensación de haber aprendido algo y, a ser posible, de haberle aportado también algo a tu interlocutor, es una rareza. Lo habitual es que, mientras finjo interesarme por lo que me cuentan, vaya pensando para mis adentros que preferiría mil veces estar en casa leyendo. Porque, incluso la novela más boba al menos te narra una historia, consigue -por los medios que sean- sostener tu interés mientras dura la lectura, te entretiene (y, en el mejor de los casos, te enriquece). Si no lo consigue, dejas el libro y buscas otro, cosa que difícilmente puedes hacer con tu interlocutor. Aunque, bien pensado, ¡cómo me gustaría poder hacerlo!; levantarte a los cinco minutos de charla inane y dejar al otro con la palabra en la boca. Si el libro no me gusta puedo rechazarlo, manifestarle mi desacuerdo... o, si me da el arrebato, tirarlo contra la pared. Nadie resulta ofendido. 

Por eso, si puedo elegir, prefiero siempre la lectura a la conversación. Mi estado mental lo agradece. Ya lo decía Quevedo: "Con pocos, pero doctos libros juntos, vivo en conversación con los difuntos y escucho con mis ojos a los muertos".

miércoles, 3 de mayo de 2023

LA SEQUÍA, EL CLIMA Y LA FICCIÓN

 


"A unos cuatrocientos metros a la izquierda se abría la boca del río seco, el curso que había seguido diez años antes, para llegar a la playa. Miles de toneladas de arena y piedras sueltas que bajaban al lecho vacío desde las lomas adyacentes habían sepultado las orillas, ocultas también en parte por los trabajos de la cantera. (...) Del otro lado de la cantera se abría una concavidad entre las dunas, donde sobresalía el descolorido techo dorado de una casilla de una vieja feria de diversiones. El cobertizo de madera pintada a rayas colgaba sobre los caballos silenciosos del tiovivo, inmovilizados como unicornios en la espiral de los ejes." (J. G. Ballard, La sequía, 1965)

Este fin de semana llovió en mi ciudad. Al fin, después de más de dos meses sin que cayera ni una gota. Y de un invierno excepcionalmente seco. Estábamos cansados de mirar el cielo azul, implorando la aparición de alguna nube preñada de agua. Lamentablemente, la alegría fue efímera. Un par de chaparrones, y ha regresado la sequía. Contemplar los parques y sus plantas sedientas -no las riegan, dicen, para ahorrar agua; estoy segura de que las piscinas privadas de Pedralbes lucen perfectas-, las fuentes vacías, da dolor. Casi tanto como las fotos de los embalses medio secos, de los que han tenido que evacuar a los peces, que iban a morir por falta de oxígeno en el agua. Miedo me da pensar en el verano, que auguran será aún más tórrido que el anterior (y llevamos ya varios años batiendo récords de calor). La sensación inevitable es de hallarnos próximos a un mundo apocalíptico, donde la vida pronto va a volverse imposible. 

Pero todo esto ya lo preveía la literatura. Visionarios como Ballard, que hace sesenta años ya fue capaz de imaginar escenarios tremebundos en que el mundo se enfrentaba a catástrofes climáticas, causadas por el hombre, desde El mundo sumergido a La sequía o algunos de los relatos incluidos en la antología Playa terminal (En el titulado "Ocaso" la atmósfera terrestre ha quedado afectada por la minería extensiva de oxígeno para abastecer la atmosfera de otros planetas). Después, mucho después (parece que en 2007) se acuñó el término clima-ficción (o cli-fi, del inglés climate-fiction). Hoy, empezamos a sospechar que no se trataba de ficciones, sino de anticipaciones. Leídas en su momento, estas novelas podían sonar a distopia; leídas hoy, producen un escalofrío mucho más cercano. 

Lamentablemente, muchas de las obras de Ballard son hoy inencontrables (o se venden de segunda mano a un precio abultado: La sequía ronda los 92 euros). Aunque he oído rumores de que está previsto reeditarlas. Esperemos que lo consigan antes de que sus premoniciones se hayan hecho realidad. Si no, siempre queda el recurso de acudir a una biblioteca. (Me consta que las bibliotecas de Barcelona están bien surtidas de sus novelas.)

                                                    
                                La película que hizo Spielberg basándose en la novela es también
                                estupenda. Spielberg narra como nadie las historias de niños que 
                                descubren el mundo adulto. (Aprovecho para recomendar Los Fabelman)

En cualquier caso, mi Ballard favorito sigue siendo El imperio del sol, la novela inspirada en los dos años que pasó de niño internado en un campo de prisioneros japonés en Shanghai. Sin duda, cuando uno ha visto tantas cosas terribles a temprana edad, cualquier catástrofe parece posible. Pero hay que saber plasmarla. Y el mundo imaginario de Ballard es a menudo escalofriantemente real. 

Por el momento, no podemos hacer más que seguir mirando al cielo, angustiados. 

(Por si algunos de mis amables lectores es ballardiano de pro, les informo de que acaba de publicarse una curiosísima -y por eso mismo muy ballardiana- obra inspirada él y su mundo, Ballard Reloaded, de Beatriz García Guirado y Andreu Navarra.)