John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

domingo, 22 de marzo de 2015

UNA PRIMERA EDICIÓN

Aún ando medio turulata (me encanta la palabra, con su sabor antiguo, como de TBO) por el impacto que me ha producido un diálogo pillado por casualidad. No se trata de un diálogo cualquiera, sino de un fragmento de una película de Hollywood. Protagonizada por Jennifer Lopez. Y en la que aparecen libros (bueno, un libro, enseguida comprenderán por qué no creo que figuren más). ¿A que solo la idea resulta ya chocante? Hasta ahora -y tendrán que esforzarse mucho para superarlo- es mi candidato preferido a disparate del año. Según me ha parecido entender, la cosa va de que Jennifer es cortejada por un jovencito que quiere deslumbrarla con su cultura. Para ello, aparece de improviso en su casa con un regalo muy original: un libro. Más o menos, el diálogo dice así:
--¡Oh! La Ilíada. ¡Y es una primera edición! Ha debido costarte muy caro...
(Jovencito, intentando quitarle importancia al asunto): 
--No, qué va. Lo compré en un mercadillo por un dólar.
¿Una primera edición de La Ilíada? Firmada por su autor, imagino... ¿Pero qué clase de guionistas y/o asesores tiene esta gente? Los principales culpables, por supuesto, la guionista, Barbara Curry (que dice haber estudiado derecho, pero a quien el paso por la Universidad no parece haberle aprovechado mucho) y el director, Rob Cohen. Pero también todos los demás, del primero al último: ¿se gastan millones en una película, en la que participan cientos de personas, y entre todos no hay nadie capaz de decirles que eso es un disparate colosal? Para mayor recochineo, he podido averiguar que se supone que Jennifer (a quien en el tráiler correspondiente vemos todo el rato corriendo por el bosque, con ropa ajustada y marcando músculo) es nada menos que ¡profesora de clásicas! Otro cero para quien sea que haya hecho el casting. desde luego. Pero, ya que estamos en el terreno del humor más delirante, creo que a ese diálogo le falta una coletilla:
--¡Oh! La Ilíada. ¡Y es una primera edición! ¡Qué ilusión me hace, no lo había leído!
Claro que si la táctica el jovencito en cuestión para ligar consiste en regalarle un ejemplar de La Ilíada a una profesora de clásicas, este chico promete. ¡Y qué fiera esta Jennifer, que sin abrir el libro ni nada, adivina que se trata de una primera edición, por supuesto en inglés!

Sospecho que el libro que lleva este joven (Ryan Guzman es el nombre del actor)
es La Ilíada en cuestión. Nadie diría que tiene varios milenios de antigüedad, ¿verdad?
Ah, ¿que el original no era en inglés, sino en griego? ¡Malditos griegos! ¡Qué ganas de complicarlo todo!
 

lunes, 16 de marzo de 2015

CEGUERA LITERARIA

Los antiguos ya tenían su propia lista:
Las siete maravillas del mundo
 
¡Cómo nos gustan las listas! Automáticamente, parece que una lista de "Las diez mejores canciones" o "Los 100 lugares que has de ver antes de morir" nos da la clave para lograr esa aspiración -siempre latente, siempre inalcanzable- de no perdernos nada importante, de encontrar, entre la miríada de ofertas que el mundo nos brinda, las que harán nuestra vida más completa. Por supuesto, todas esas listas parten de una falacia inicial (lo que invalida en último término su propuesta): nadie, ni siquiera el o los compiladores de la lista en cuestión, ha podido comparar la totalidad de los elementos -sean piezas musicales, películas, libros o lugares hermosos- y, por lo tanto, su elección siempre deja de lado una parte de ellos. Además, está el aspecto -nada menor- del gusto personal o, mejor dicho, de la "ceguera involuntaria" que inevitablemente aflige a todo aquel que emprenda la tarea de elaborar una de estas listas. Hablo de ceguera, pero también podría denominarlo "orejeras"; el caso es que todos contemplamos el mundo desde un lugar determinado, inmersos en una cultura concreta, y pertenecemos a un género y a una clase social que nos condicionan. Por más que tratemos de adoptar una postura objetiva, cualquier selección estará contaminada por esta mirada selectiva.
Tomemos por ejemplo la lista propuesta por Jorge Luis Borges que sirvió de base para la colección "Biblioteca personal". Resulta -vaya por dios- que todas las obras que en ella figuran fueron escritas por hombres. Para contrarrestarla, la web openculture ha elaborado una lista alternativa en la que todas las autoras son mujeres. Como ejercicio seguramente tiene su interés. Sin embargo, ni una ni otra pueden considerarse como el canon definitivo de "lo que hay que leer", como tampoco lo es el Canon occidental de Harold Bloom. (Aunque al menos Borges dejaba muy claro que los libros seleccionados respondían a su criterio personal; Bloom hace lo mismo, pero quiere persuadirnos de que, si no lo compartimos, somos nosotros quienes estamos equivocados.)
 
 
 
Claro que si descendemos más al detalle, comprobaremos que en ambas listas hay mayoría de autores anglosajones (la de Borges, como es lógico, incluye un porcentaje mayor de autores españoles e hispanoamericanos). Si esta misma lista se la pedimos a un crítico literario chino, apuesto a que el resultado sería muy distinto.
Todos padecemos, en mayor o menor medida de ceguera literaria, incluso si estamos convencidos de nuestras amplitudes de miras  (o quizá sobre todo si lo estamos). Para probarlo, nada mejor que aplicarse uno mismo la vara de medir: he tomado al azar tres estantes de mi biblioteca y he hecho un recuento. Veamos el resultado. De un total de 105 libros, hay
 
  • 24 escritos por mujeres (23%). (No está mal; no llegamos a la paridad, pero muchos siglos de cultura masculina juegan en contra.)
  • 59 de autores españoles o hispanoamericanos (56%). (Esto ha sido en cierto modo una sorpresa. Si me lo hubiesen preguntado antes, habría dicho que este porcentaje no iba más allá del 30 o 35%.)
  • Entre los autores extranjeros, abrumadora mayoría de anglosajones. He contado sólo 4 italianos (muy extraño, no leo tanta literatura italiana), 3 franceses, 3 alemanes y 2 rusos. Luego hay alguna rareza suelta, como un israelí y un checo.
Se trata de una muestra aleatoria y, por tanto, es posible que de haber practicado el recuento en otros estantes, estos números hubiesen sido distintos. Pero, salvo que hubiese topado -orden alfabético manda- con la estantería de Galdós (del que debo tener más de diez libros), las hermanas Brontë o Zola (soy muy fan de Zola), no creo que hubiese habido diferencias sustanciales. Hay que rendirse a la evidencia: mi biblioteca demuestra a las claras que ignoro todo cuanto se cuece en la literatura asiática o africana. Por no mencionar que una buena parte de Europa está clamorosamente infrarrepresentada. No me queda otro remedio que autodiagnosticarme ceguera literaria. Al menos, soy consciente de ella y no se me ocurrirá hacer una lista canónica.
Desconfíen de aquellos que dicen haberlo "leído todo". No hay tal. 

 

miércoles, 11 de marzo de 2015

TIGRE Y LOBO: UNA HISTORIA DE AMOR

Leonard y Virginia Woolf en 1926

En el amplio mundo de los y las (muchas) fans de Virgina Woolf, Leonard, su marido, suele ser una especie de sombra. Se sabe de su devoción por Virginia, de la intensa complicidad que los unió durante su matrimonio. La propia Virginia reconoció, en la desgarradora carta que escribió antes de internarse en el río Ouse, que "Toda la felicidad de mi vida te la debo a ti".


La carta de despedida de Virginia

Sin embargo, casi nadie se pregunta qué paso luego con Leonard. Porque, si bien ella murió en 1942, él la sobreviviría hasta 1969. Y eso son muchos años. Él siguió, por supuesto, ocupándose de su legado, así como de llevar las riendas de la editorial que fundara el matrimonio, The Hogarth Press. Lo que empezara como una pequeña prensa artesanal había ido creciendo y, desde 1938, Virginia se había desvinculado de ella para dejarla en manos de su marido y de su socio, el editor John Lehmann. A partir de 1946, la Hogarth Press se unió a otra editorial con mayor peso, Chatto & Windus. Tras la muerte de Virginia, Leonard se mudó a Victoria Square, donde tendría como vecinos a una pareja de amigos: Ian y Trekkie Parsons. Esta última, una artista vital y de arraigadas convicciones feministas, había ilustrado varios de los libros publicados por los Woolf; su marido llegaría a ser director de Chatto & Windus y colega por tanto de Leonard. Por esa época, Leonard tenía 61 años y Trekkie 39. Él le pidió que se divorciase y se casase con él, pero en lugar de eso Trekkie decidió compartir su vida con ambos hombres. Durante los siguientes veinticinco años, ella  acompañó a Leonard en todos sus viajes, y solían pasar los fines de semana juntos en su casa de Sussex. El inusual trío funcionó perfectamente, o al menos ninguno de los tres manifestó quejas. Cuando Trekkie y Leonard no estaban juntos, intercambiaban cartas y notas de forma continua. Una correspondencia llena de cariño, en la que él la llamaba "Tiger" (no olvidemos que "Woolf" en inglés suena muy parecido a "lobo"). Tigre y lobo.



De acuerdo con su biógrafa, Victoria Glendinning, la relación entre ambos, aunque extremadamente afectiva, nunca llegó a ser sexual. (Tengo la impresión de que sobre Leonard y el sexo se podría escribir todo un tratado.) Pero Trekkie cumplió para Leonard durante muchos años un papel semejante al de una esposa y no cabe duda del amor que los unía. "Conocerte y amarte ha sido lo mejor que me ha ocurrido en la vida", le escribió Leonard. Cuando él murió, en 1969, le dejó su casa de campo, Monk House, a su "queridísima Tigre", quien la donó a la Universidad de Sussex.


El salón de Monk House

 

domingo, 1 de marzo de 2015

DESCUBRIENDO A RAYMOND CARVER


 
Todos los americanos de determinada edad recuerdan con exactitud dónde estaban cuando supieron la noticia del asesinato de Kennedy. O, si son más jóvenes, qué hacían el 11 de septiembre de 2001. Aquí, cualquiera que tuviera edad de razonar en esa época recuerda lo mismo sobre el asalto al Congreso del 23-F de 1983. Igual que ciertos acontecimientos históricos detienen el tiempo y nos sirven para realizar una foto fija que inmortaliza aquel instante, mientras que el resto de los que le precedieron y le siguieron han caído irremisiblemente en el olvido, existen algunos libros, algunos autores (muy pocos), cuyo descubrimiento nos deslumbra de tal modo que podemos recordar perfectamente en qué momento y en qué circunstancias los leímos por primera vez.
Quizás este tipo de epifanías -como diría James Joyce- sean más frecuentes en la adolescencia, cuando todo es nuevo y todo provoca asombro. También es cuando la mayoría de los lectores suelen acceder a los grandes maestros de la literatura (aunque estas revelaciones no tienen porqué coincidir con grandes nombres). A medida que crecemos como lectores, que conocemos más y más autores y maneras de escribir, la sorpresa y el gozo del descubrimiento pierden su filo. Por eso mismo,  las revelaciones que experimentamos como adultos nos deslumbran aún más. Seguro que cualquier lector puede citar alguna, aunque probablemente no más de dos o tres, porque son raras.
Por mi parte, recuerdo como si fuera hoy el día que descubrí a Raymond Carver. Tengo ahora mismo en la mano la publicación que fue responsable: un número de la revista Granta de 1983, titulado Dirty Realism. New Writing from America.
 
 
 
Lo compré, lo sé aún muy bien, en una Feria del Libro de Madrid, junto con uno o dos números más de la revista; eran todos ellos números atrasados, porque recuerdo que estaban de oferta. Corría el año 1985 o 1986. No sabía yo en aquel momento -tampoco lo debían de saber sus editores- que con el tiempo este número adquiriría dimensiones casi míticas. Si repaso el índice, encuentro lo que parece una nómina de grandes autores americanos de finales del siglo XX: Richard Ford, Jayne Anne Phillips, Raymond Carver, Bobbie Ann Mason, Tobias Wolff... Sé que leí la revista de cabo a rabo, y sin duda todas las ficciones causaron su impresión. Pero Raymond Carver me dejo, casi literalmente, sin aliento. Recuerdo haber pensado "nunca he leído nada igual, nadie escribe así". Y era cierto. Carver. como hacen todos los grandes escritores, me desveló una nueva forma de contemplar la realidad.
En su introducción, dice el editor Bill Buford:
Parece que una nueva ficción está emergiendo de América, y es una ficción de un tipo peculiar y persistente. No sólo no se parece a nada de lo que hoy se escribe en Gran Bretaña, sino que es considerablemente diferente de lo que por regla general se supone que es la ficción americana. No es heroica ni tiene visos de grandeza: la ambiciones épicas de Norman Mailer o de Saul Bellow resultan, por contraste, hinchadas, extrañas, incluso falsas. No es conscientemente experimental, como tantos de los escritos -etiquetados según los casos como "posmodernos", "poscontemporáneos" o "deconstruccionistas"- que se publicaron en la década de los sesenta y los setenta. La obra de John Barth, William Gaddis o Thomas Pynchon parece pretenciosa comparada con ella. No es una ficción que pretenda hacer una vasta afirmación histórica.[...] 
Se trata de un curioso realismo sucio, que refleja la cara oculta de la vida contemporánea, pero es un realismo tan estilizado y particularizado -tan insistentemente informado por una ironía inquietante y a veces elusiva- que hace que las novelas realistas más tradicionales, digamos las de Updike o Styron, parezcan ornamentadas, incluso barrocas comparadas con él. [...] Es, como Frank Kermode ha observado acerca de Raymond Carver en particular, una "ficción tan sobria en sus formas que se necesita un tiempo para darse cuenta de hasta qué punto incluso el esbozo en apariencia más leve representa la totalidad de una cultura y de una condición moral".
Han transcurrido más de treinta años y el "realismo sucio" ha pasado a ser una corriente literaria más de las que informaron los últimos años del siglo XX. Todo el mundo ha podido reconocer la grandeza de Carver, muchos le imitaron y muchos otros, después, intentaron alejarse de su estilo. Pero su magisterio permanece. Hoy, Carver vuelve a estar de moda gracias a una oscarizada película, Birdman, en la que un actor en horas bajas decide poner en escena una obra basada en una de sus inmortales historias. Ojalá que el brillo de Hollywood consiga que mucha gente que tal vez nunca le ha leído descubra de nuevo a Carver y quede de nuevo maravillada por él.
 
Riggan Thompson, el ficticio actor que encarna Michael Keaton,
empeñado en representar una versión teatral de
"De qué hablamos cuando hablamos del amor" de Carver