(Ilustración de Chris Madden) |
Lamentablemente, el robo de libros es una lacra antigua y extendida. En diversas ocasiones nos hemos ocupado en este blog de esta variedad de los amigos de lo ajeno, desde los que actúan por simple afán de lucro -como los ladrones que sustraen ejemplares raros y valiosos (robos que muy a menudo, nos tememos, no llegan a ser descubiertos)- hasta quienes lo hacen por una obsesión que les lleva a codiciar determinadas obras con afán enfermizo y delictivo. También están los que practican el robo de libros casi como deporte, actividad que algunos camuflan como postura política (véase el caso de Abbie Hoffman, autor de una obra titulada Roba este libro... que a su vez se convirtió en uno de los títulos más robados en las librerías estadounidenses.) El robo de libros, en cualquiera de sus variantes, es además una lacra inmemorial, pues ya en las bibliotecas de la Antigüedad, así como en las de la Edad Media, eran frecuentes las inscripciones que amenazaban al ladrón con las más terribles maldiciones.
Maldición en un manuscrito del siglo XII |
Quien se interese por el tema encontrará innumerables casos y anécdotas asociadas a este tipo de ladrones. Sin embargo, hasta ahora yo no me había topado con su reverso: el antiladrón de libros. No piensen que hablamos de alguien que trata de evitar los robos de libros, sino de alguien que, en lugar de sustraer libros, los aporta.... eso sí, subrepticiamente. Allí donde un ladrón acecha el momento oportuno para hacerse, a escondidas, con un ejemplar, nuestro antiladrón se vale de idénticas tretas para dejar libros sin que nadie lo advierta. Se preguntarán a qué se debe esta conducta, en apariencia chocante. Cualquiera de mis lectores que -como nos ocurre a la mayoría de bibliópatas- tenga su casa atiborrada de libros lo comprenderá fácilmente. Llegados a ese punto en que no cabe una estantería más, en que las dobles y triples filas no admiten más ejemplares, en que las pilas de libros amenazan con derrumbarse, todos nos hemos preguntado cómo hacer para aliviar, aunque sea mínimamente, tamaña carga libresca. No es tan fácil. Hay quien opta por abandonar unos cuantos volúmenes a su suerte en cualquier lugar público, confiando en que aparecerá algún alma caritativa (y lectora) que se los lleve a su casa. No hay garantía, por supuesto, de que eso ocurra. La opción en apariencia más sencilla y expeditiva, la de tirarlos a la basura (o al container del reciclaje) va contra nuestros principios más arraigados: a cualquier amante de los libros, tratarlos como si fuesen mondas de naranja o envases de tetrabrik le produce un dolor indecible. ¿Qué desearíamos para ellos? Naturalmente, que encuentren un buen hogar. Que sean acogidos por alguien que los aprecie y los cuide y, a ser posible, que lleguen a nuevos lectores. Está claro: ¡una biblioteca! Pero, ay, resulta que las bibliotecas públicas no admiten donaciones de particulares. Si se les ha pasado por la cabeza aligerar el peso que soportan sus librerías -o deshacerse de los libros de su difunta tía Engracia, que de ningún modo caben en su casa-, desechen esa idea de inmediato.
Gladstone's Library |
Pero allí donde los simples mortales fracasamos y damos media vuelta ante la firme negativa de la biblioteca a quedarse con nuestros libros descartados, nuestro intrépido antiladrón se crece. Adoptando su expresión más inocente, se encamina decidido a la biblioteca elegida (a ser posible, una donde no le tengan ya visto) provisto de una mochila, como un estudiante cualquiera de los que aprovechan sus acogedoras salas para repasar sus apuntes. Una vez allí, deambula por los pasillos, buscando siempre los más solitarios, para ir repartiendo, con disimulo, la carga de su mochila: ora coloca una novela del XIX entre los tratados de química inorgánica, ora camufla una recopilación de cuentos fantásticos entre manuales de contabilidad. O deja un volumen de poesía entre las actas de los Congresos Eucarísticos (signatura 265, por si alguien está interesado en consultarlas). Lo encuentro una actividad fascinante. Desde que supe de esta modalidad, no dejo de elucubrar, ante mis libros candidatos a ser expurgados, cuál sería el lugar más adecuado para depositar cada uno de ellos.
Entiéndanme, no estoy animándoles a que imiten el ejemplo de nuestro ingenioso antiladrón. Soy consciente del trastorno que sus incursiones deben de causar a los bibliotecarios, obligados de repente a catalogar una serie de ejemplares con los que no contaban, y a ejercer de vigilantes para evitar sucesivas aportaciones no deseadas. Aunque, por el momento, solo sé de una persona (cuya identidad debo mantener en el más riguroso secreto) que practique este -diríamos- deporte, de modo que confío en que el daño causado no sea grave.