John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

lunes, 20 de diciembre de 2021

¿HAY QUE ORDENAR LOS LIBROS?

Disculpen que utilice una pregunta manifiestamente retórica como título de este artículo, una pregunta a la que sin duda la mayoría de mis lectores responderían con una rotunda afirmación. Como mucho, querrían saber si propongo un orden particular como más efectivo que otros. Por mi parte, aconsejo a todo aquel que posea un número considerable de libros que les de algún tipo de orden, si no desea que la tarea de localizar un volumen determinado resulte larga y complicada. Y sin embargo...

Los libros demandan cierto grado de serendipia para ser descubiertos. Los auténticos hallazgos son los que no estabas buscando, esos libros que no sabías ni que existieran y que saltan ante tus ojos desde el rincón, estante o pila más insospechados. Dice Martin Latham, que ha sido librero durante treinta y cinco años, que, igual que un poco de caos en un jardín vela por un ecosistema saludable, cierto "desorden organizado" en las librerías es saludable para el lector, porque refleja la forma en que los humanos pensamos mejor que el orden sistematizado de la biblioteca. En su librería, sigue diciendo,  "veo diariamente el anhelo humano de ocasiones para la serendipia, cuando los clientes repasan con la vista los carritos con los libros pendientes de colocar o las pilas de los que esperan ser devueltos, e incluso lanzan miradas furtivas a los pedidos de otros clientes, buscando una unión chamánica de tiempo y suerte". Me he sentido absolutamente representada. Yo también me siento inevitablemente atraída por cualquier montón de libros apilados sin ningún orden concreto y debo confesar que, en las bibliotecas, una de las primeras cosas que hago es ir al carrito donde la gente deja los libros consultados: suele depararme descubrimientos interesantes (y sí, también hay mucha morralla, pero así es el ecosistema libresco). 


En su libro -lleno de historietas y curiosidades librescas- Latham menciona el caso de una librería californiana, llamada precisamente Serendipity Books, que durante cuarenta años funcionó regida por el azar. En varios pisos, más de un millón de libros estaban dispuestos sin orden un orden determinado. Parece que su dueño, Peter Howard, famoso por su brusquedad, le dijo un día a un cliente (seguramente exasperado al no encontrar el libro que quería): "Si sabe lo que busca, vaya a una biblioteca". Creo que ahí está la clave. Una cosa son los libros que ya estaban en tu lista, de los que ya posees referencias y que quedan dentro de tu radio de interés. Para ellos se han inventado los sistemas de ordenación, la alfabetización por autores o por temática, pues este lector con un objetivo desea alcanzarlo sin dilación. Pero frente a estas lecturas previsibles están los libros que no sabes que querías leer, de autores para ti desconocidos y que versan sobre temas en los que tal vez nunca habías pensado. Estas son las lecturas realmente valiosas, las que te abren nuevos horizontes, las que hacen que las horas que has invertido en ellas valgan realmente la pena. Y estas son las que sólo el azar puede poner en tu camino. Únicamente dejándose llevar por la curiosidad, explorando áreas a priori poco prometedoras, es posible descubrirlas. Pocas cosas hay más estimulantes que husmear en bibliotecas ajenas, no importa si están o no ordenadas, porque no existen dos criterios lectores iguales. Y buena parte del atractivo de rebuscar en librerías de viejo reside en descubrir obras que no encontrarías en ninguna mesa de novedades, libros que tal vez hace cincuenta años que quedaron en el olvido (por no mencionar el encanto de las encuadernaciones antiguas, del papel amarilleado por el tiempo... pero eso sería motivo de otro artículo).  

Incluso en el entorno perfectamente ordenado de una biblioteca, ¿qué mejor aventura que darse una vuelta por esos pasillos que nunca pisas, dedicados a temas que -en teoría- no te interesan? No se me ocurriría criticar -y en esto seguramente coincidimos todos- la necesidad de que las bibliotecas públicas, cuya finalidad es en buena parte utilitaria, tengan un orden. Aunque, por más afinado que esté el sistema de ordenación, siempre habrá libros inclasificables, obras que en apariencia tratan de una cosa, pero que en realidad hablan de otras. Más de una vez me ha sorprendido toparme con obras que yo hubiese clasificado en una sección determinada, en otra muy distinta. Por poner un ejemplo -bastante burdo, me temo-, el delicioso libro de Oliver Sacks, Músicofilia, está colocado en mi biblioteca local entre un manual sobre experiencias de cuidadores de enfermos con demencia y un tratado sobre la depresión. Seguramente los bibliotecarios llevan  bastante razón y Sacks, neurólogo de profesión, habla ante todo de asuntos neurológicos. Pero, francamente, a mí me hizo reflexionar ante todo sobre la música en general, sobre qué hace que determinados sonidos nos resulten agradables y otros no. En mis estanterías, lo colocaría junto a otros tratados musicales, como La música. Una historia subversiva, de Ted Gioia, otro libro que explora territorios musicales poco conocidos. 


Por eso (y porque qué es la vida -sí, también la intelectual- sin riesgo, sin aventura), abogo por no ordenar los libros. O, más bien, por mantener como sea ciertas parcelas de caos y arbitrariedad. El orden es necesario, sí, pero del desorden a veces surgen las grandes ideas.