John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

sábado, 4 de marzo de 2023

LA DAMA DESAPARECE

 

                            The Roll Call, por Elizabeth Thompson, lady Butler (1846-1933)

Observen el cuadro que acompaña esta entrada. Lo pintó una mujer, Elizabeth Thompson, en 1874, y se convirtió en una de las pinturas más famosas de Gran Bretaña en su momento. La Royal Academy, un selecto club artístico formado por 40 pintores (todos hombres), los que cortaban el bacalao en la escena artística británica, tomó la insólita decisión de otorgarle un lugar de honor en su exposición anual. Las multitudes que atrajo fueron tales, que la pintura inició una gira por todo el país. Finalmente, la adquirió la reina Victoria por una abultada suma, y hasta el día de hoy cuelga en la galería real de St. James' Palace. Sin embargo,  el nombre de Thompson no se menciona entre los pintores destacados del siglo XIX. Aunque la artista en cuestión siguió pintando (su especialidad eran los temas militares), parece que ya nadie la recuerda. Estuvo a punto de ser elegida la primera mujer miembro de la Royal Academy, pero le faltaron dos votos. Nunca más se propuso su candidatura. Ella se casó con un militar, tuvo seis hijos y se hundió en el olvido.* Yo tampoco hubiese sabido nada de ella de no haberme topado, mientras buscaba información sobre la situación de las mujeres en la Inglaterra victoriana, con el podcast titulado The lady vanishes (La dama desaparece), primer episodio del podcast Revisionist History, conducido por Malcolm Gladwell. 

Les recomiendo que lo escuchen, porque no solo habla de esta artista, sino de las sutiles formas que tiene el poder establecido (léase patriarcado, aunque él no lo llame así) para abrir un poquito la puerta, dejar entrar a una mujer, y cerrarla luego enseguida. A veces, durante décadas. Ya han demostrado lo abiertos de mente que son, ahora pueden volver a sus prejuicios habituales. 


Si el podcast de Gladwell ilumina una de las técnicas empleadas para relegar a las mujeres, Joanna Russ, en el revelador libro Cómo acabar con la escritura de las mujeres, destapa unas cuantas más. Lo que Russ señala se puede aplicar a la literatura, pero también a cualquier otra disciplina artística, o simplemente, cualquier otra actividad socialmente prestigiosa en la que alguien "inadecuado" (léase mujer) destaque. Como ella señala: "En una sociedad que se define como igualitaria, la situación ideal (socialmente hablando) es aquella en la que los miembros de los grupos «inadecuados» tengan la libertad de dedicarse a la literatura (o a actividades igualmente significativas) y aún así no lo hagan, probando por tanto que son incapaces de ello. Pero ay, dales un poquito de libertad real y lo harán. Por consiguiente, el truco reside en hacer que la libertad sea tan solo nominal y después —puesto que habrá quien aún así lo haga— desarrollar diferentes estrategias para ignorar, condenar o minusvalorar las obras artísticas resultantes." Después de enumerar todas estas estrategias, Russ dedica el libro a analizar todas ellas -recomiendo su lectura, seguro que les abre los ojos ante sutiles discriminaciones que casi no parecen tales-, pero termina concluyendo que tal vez la más difícil de combatir sea la que consiste simplemente en ignorarlas, a las autoras, a sus obras y a toda su tradición. Como si no existieran. 

Así que sí, sigue siendo necesario -y me temo que por mucho tiempo- revindicar el trabajo de las mujeres, luchar por que se les reconozca y se les dé el lugar que les corresponde. No solo el 8 de marzo, sino todos los días del año. Aunque pueda parecer que hemos conquistado ciertos territorios, nunca debemos olvidar la facilidad con que se ha venido llevando cabo el truco, y se sigue haciendo: la dama desaparece. 


*Uno de los detalles más escalofriantes (para mí, al menos) de todo este asunto es que, cuando el marido de Elizabeth, un militar de prestigio, escribió sus memorias, a ella ni la mencionaba. Nada. Ni siquiera figura en el índice onomástico. No me extraña que ella se rindiera y abandonase su carrera. 

jueves, 16 de febrero de 2023

¿TIENEN VIDA PROPIA LAS HISTORIAS DE FICCIÓN?

                                                    George Bernard Shaw, trabajando

Es frecuente que los escritores cuenten que, al llegar a cierto punto de la creación de su novela, alguno de sus personajes adquirió vida propia. Entiéndase, no es que saltara de  la página y se fuese a correr aventuras por ahí, sino que el autor sintió que a ese personaje su papel le venía estrecho, que estaba pidiendo a gritos -hasta donde un personaje ficticio puede hacerlo- tener mayor protagonismo, o hacer algo que no estaba previsto en el plan inicial. Debo decir que durante bastante tiempo creí que eso era una boutade propia de los artistas. Como aquello de la inspiración y la visita de las musas. Sin embargo, los años que he pasado siguiendo de cerca el proceso de creación de otros me han demostrado que se trata de un fenómeno real. Aunque, por supuesto, no comporta nada mágico ni sobrenatural. Ocurre, simplemente, que esa mezcla de rasgos de carácter, acciones y parlamentos con que se configuran los personajes de ficción es más certera unas veces que otras. Cuando el cóctel funciona, el lector -y el propio escritor es su primer lector- reconoce al personaje como alguien real, alguien que podría haber existido. Es entonces cuando el personaje cobra alas y el escritor, más que guiarle, se deja llevar por la lógica de su deriva. 

De lo que no cabe duda es de que hay personajes que, una vez terminado el relato, parecen  quedarse aletargados entre las páginas. Con el fin de la historia se acaba también su vida ficticia. No se moverán de ahí hasta que aparezca un nuevo lector. De otros, en cambio, estamos seguros de que siguen con su vida mucho más allá de la última página. Nosotros cerraremos el libro, pero ellos continúan viviendo, corriendo quién sabe qué aventuras que sólo podemos imaginar. No es magia, pero lo parece. Seguro que se les ocurren muchos ejemplos, es una experiencia bastante común. El caso más reciente que recuerdo es el de Olive Kitteridge, la brusca y temperamental protagonista creada por Elizabeth Strout. Al lector le resulta imposible creer que esa mujer no sea real, y sospecho que lo mismo le sucedió a la autora, que después de la novela que lleva como título el nombre de este personaje, se vio impulsada a seguir narrando sus peripecias en una segunda, titulada en inglés Olive, again y aquí, Luz de febrero

Hay una excelente miniserie sobre este personaje, 
con la gran Frances McDormand como Olive

Pero existe algo más asombroso aún que esos personajes que adquieren vuelo: las novelas cuyo mundo ficticio se convierte, todo él, en una extensión del mundo real. Son aquellas (pocas, admitámoslo) en que la vida vibra de tal modo que nos convence de que ese universo ficticio existe en realidad; de que cuando abrimos las páginas del libro no hacemos otra cosa que asomarnos a una ventana por la que vemos transitar a sus personajes. Como sucede con las ventanas de la vida real, nos es dado únicamente contemplar una parte de lo que sucede. Pero no hay duda de que, cuando desaparecen de nuestra vista, los personajes se van a otros lugares, y les pasan otras cosas, que por desgracia no podemos conocer. Es lo que estoy experimentando estos días, enfrascada en la (re)lectura de Guerra y paz (aprovecho para recomendar la soberbia nueva traducción de Joaquín Fernández-Valdés, que ha recibido el premio de traducción Esther Benítez). Hablo de relectura con cierta mala conciencia, porque leí esta monumental -en todos los sentidos- obra en mi adolescencia, y sé positivamente que por aquel entonces tenía tendencia a saltarme los pasajes de la "guerra", más interesada por los amoríos que tenían lugar en los elegantes salones moscovitas que por el fragor de la batalla. Esta vez, sin embargo, no me pierdo detalle. ¡Y cómo lo estoy disfrutando! Como es habitual en Tolstói, desde la primera página te agarra por el cuello y te sumerge en la historia. Unos pocos párrafos y estás dentro. Sus escenas están invariablemente llenas de movimiento, el autor nos lleva de aquí para allá, nos va mostrando a este y aquel personaje, sin demorarse en explicaciones, que en realidad son innecesarias, porque todo resulta tan real que el lector va proyectando su propia película en su imaginación. Así, cada vez que abro el libro, me encuentro preguntándome qué habrá pasado en mi ausencia, convencida de que los gallardos oficiales a los que dejé sucios y maltrechos después de la batalla habrán estado bebiendo con sus camaradas, mientras que la dulce princesa Maria habrá aprovechado su salida de escena para retirarse a rezar, o tal vez a dar instrucciones a los criados. Sé lo que va a suceder -no es que mi memoria de la primera y parcial lectura sea muy fresca, es que durante el confinamiento vi la serie de la BBC-, pero eso no merma para nada mi interés. Los personajes -desde los más aristocráticos al más humilde cochero- poseen tal rotundidad que sé positivamente que están vivos en algún lugar, quién sabe si en un universo paralelo al nuestro. Cada vez estoy más convencida de su existencia.


sábado, 7 de enero de 2023

LEER COMO MODO DE VIDA

                                             John Singer Sargent, Man reading

Se lamenta el autor de uno de los blogs que sigo de que apenas conoce verdaderos lectores. Dice que, en su labor como profesor de una universidad americana, raras veces se ha encontrado con estudiantes que leyesen por el mero placer de leer, y no simplemente por adquirir los conocimientos necesarios para superar los exámenes. Desconozco si su percepción es acertada o si forma parte de esa pertinaz tendencia a creer que los demás -sobre todo si son alumnos- no están a tu misma altura (hay que suponer que el autor en cuestión sí se considera un lector hecho y derecho). Hecha esta salvedad, he de decir que su comentario me ha recordado el motivo -ya lejano en el tiempo- que me llevó a abrir este blog. Parecerá raro, pero tras toda una vida en mundo editorial, una labor que me ha llevado a codearme con escritores -conocidos y desconocidos- traductores, correctores, editores, agentes y demás fauna del mundillo literario, me di cuenta de que eran poquísimas las personas que compartían mi forma de concebir la lectura. Aparentemente, mucha gente leía porque pensaba que debía hacerlo, como una forma acceder a la cultura; otros, porque necesitaban estar al día de "lo que se publica"; los de más allá, solo leían "buenas novelas", o solo a autores consagrados, como si entrar en contacto con otro tipo de obras constituyese una especie de contaminación. Por no hablar de aquellos que concebían la lectura como una especie de permanente concurso, que libraban contra sí mismos o contra otros, llevando una férrea contabilidad de la cantidad de libros leídos y lamentándose amargamente si por cualquier motivo no alcanzaban el número deseado. Actitudes todas ellas muy respetables, pero que me resultaban -me resultan- totalmente ajenas. No llevo ningún tipo de contabilidad de los libros leídos, ni los comienzo en ningún tipo de orden. Nunca he leído un libro porque creyese que me iba a hacer más sabia, o mejor. (Entre nosotros, eso de que la lectura nos hace mejores es un bulo; podría citarles a bastantes personas despreciables que eran grandes lectores.) 
Desde que aprendí a leer, la lectura es para mí como la bebida o la comida: algo que mi ser reclama a diario para mantenerse a flote. Un modo de vida. No importa demasiado si uno come un trozo de pan o un plato de alta gastronomía; si bebe un vaso de agua o un vino de la mejor cosecha, todo vale para subsistir. Mi dieta literaria es igualmente variada y a menudo errática. Claro que aprecio los buenos manjares y me deleito con ellos, pero no me hace falta comerlos a diario. Lo que sí necesito es mi ración diaria de lectura, buena, mala o regular (y si es una ración abundante, mejor que mejor). 

                            Bodegón de Luis Meléndez (Museo del Prado).
                          A veces, con un vaso de agua y un pedazo de pan (excelsamente pintados), nos basta.

Detesto tener que leer algo que me ha sido impuesto (y lo digo después de haberme pasado muchos años leyendo por obligación). Puedo apreciarlo, valorarlo, pero no lo disfruto, pues para mí el libre albedrío y la lectura deben ir de la mano. ¡Abajo las lecturas obligatorias y las listas de lectura! Conste que no creo ni por un instante que esto me haga mejor ni peor que quienes leen por otros motivos. Cada cual tiene su forma de vivir. 

Pero me voy por las ramas. Retomando el asunto, mi motivación para abrir un blog fue pensar que tal vez, entre ese inmenso público que pulula por las redes, habría algunas personas que concibiesen la lectura igual que yo. Como una pasión, como una necesidad vital, y no como un camino de virtud. No, no quiero ser una lectora virtuosa, ni tengo la menor intención de explicarles cuántos libros he leído, ni pretendo estar al día de las últimas novedades (los asiduos de este blog ya saben de mi escaso aprecio por la polvareda que se forma en torno a "lo nuevo"). Además, lo confieso, me alimento también de libros mediocres. ¿Ustedes nunca se han dado un atracón de patatas fritas? Mi intención, simplemente, era compartir con otros el placer de leer, una vida lectora, que para mí es la única vida que vale la pena. 

Volviendo al bloguero-profesor que he citado al principio: yo de él no me preocuparía tanto por la escasa motivación lectora de los alumnos, ni por el hecho de que el público en general lea menos de lo que él considera adecuado. Ya los romanos se quejaban de lo mismo, y miren...