John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

domingo, 28 de junio de 2020

ADIÓS, BELÉN

Para Belén, a quien le gustaba el color rojo, una rosa con nombre literario: Rabelais

Este blog está hoy de luto. Este espacio para el intercambio de ideas y curiosidades acerca de libros, lectura y lectores se siente un poco huérfano con la pérdida de Belén Bermejo, editora, paseante, fotógrafa y ávida y atenta lectora, que falleció ayer en Madrid a los 51 años. 
Uno de los mayores beneficios que te aporta un blog son las personas que conoces gracias a él. Yo me considero afortunada de que estas Notas me hayan permitido encontrar a Belén. La conocí ante todo virtualmente, en los albores de mi blog, cuando descubrí -o tal vez ella me descubrió a mí, no lo sé- su blog La amena biblioteca de Redfield Hall (que, aunque ella lo abandonó allá por 2014, sigue vivo en internet). Por aquel entonces yo, absolutamente novata en estas lides, me inquietaba por las pocas visitas y comentarios que recibía: Belén -o su avatar, la Bibliotecaria de Redfield Hall- tuvo la amabilidad de elogiar alguna de mis entradas y de incluir mi blog en su lista de seguidos. Tal vez sin sus palabras de ánimo yo no hubiese seguido adelante. Ella era así, generosa, vitalista, enamorada del mundo los libros. 



El ficticio Redfield Hall, sede de la Amena Biblioteca

Aunque solo llegué a encontrarme con ella una o dos veces en persona, durante todos estos años la he seguido -y nos hemos comunicado ocasionalmente- por las redes. Siempre atenta a la vida cultural, su hilo de Twitter era una verdadera mina para detectar artículos y noticias interesantes. Pero Belén no solo era una excelente editora y lectora, también sabía mirar, ¡y cómo! Con sus maravillosas fotografías nos enseñó a apreciar aquello que hay de extraordinario y poético en el paisaje cotidiano, la belleza de lo pequeño, de lo no solemos ver porque lo tenemos demasiado cerca. Fotos singulares y bellísimas de lugares que están a nuestro alcance, pero que hasta ella los supo mirar no fuimos capaces de descubrir. Les recomiendo que buceen en su página de Instagram, o mejor, que se compren su libro Microgeografías de Madrid (a ser posible en una librería física, que a ella tanto le gustaban). Además, los beneficios van destinados al servicio de oncología del Hospital de la Princesa, pues siempre defendió con uñas y dientes la sanidad pública.





Sé que la voy a echar de menos cada día: sus fotos, sus comentarios, sus recomendaciones. Ha sido un privilegio conocerla y que nos abriera generosamente la puerta a su forma de mirar el mundo, que ahora ya es también un poco la nuestra. 
Adiós, Belén, hasta siempre. 

miércoles, 17 de junio de 2020

ESOS LIBROS QUE NO SE VEN


Hace un par de semanas dejé de lado un libro al poco de comenzarlo, acuciada por otras urgencias. Como saben, cada libro tiene su momento, y tuve claro que este requería un reposo del que por aquel entonces no disponía. Ahora, cuando por fin estoy en situación de retomarlo, no aparece por ningún lado. Durante un buen rato, voy de aquí para allá rebuscando entre montones de libros, mirando con desconfianza las estanterías -¿será que lo guardé para más adelante?-, levantando fajos de papeles, apartando revistas. Nada. Hasta que de repente, se hace la luz: ¡era un libro electrónico! Vuelve a mi memoria que me hice con él aprovechando una oferta de Amazon, casi irresistible, porque ese título estaba en una de mis listas de "libros recomendados por alguien que quiero leer". Localizo mi Kindle -un aparato casi vetusto (cualquier cacharro tecnológico que tenga más de ocho años, como el mío, lo es), pero que me resisto a cambiar, puesto que funciona a la perfección- dispuesta a sumergirme en la lectura cuando, ¡ay!, me sale un aviso de que la batería está bajo mínimos y debería cargarlo.


Esto, real como la vida misma, me ha sucedido hoy, pero podría citar decenas de situaciones similares. Los libros electrónicos -seguramente lo he dicho ya alguna vez- son como fantasmas. No tienen grosor, ni peso, ni páginas, ni -casi- cubierta (esa imagen que aparece cuando se inicia la lectura y luego ya no se vuelve a ver, porque el libro se abre en la última página leída, es tan pasajera que se diría fantasmagórica también). Con estos libros fantasmales es imposible emplear la estrategia habitual de todo bibliómano: por muy bien ordenada que se tenga la librería -y no siempre es el caso- lo que queda fijado en nuestro motor de búsqueda interno es el color, el volumen, el tamaño de cada libro y por ellos nos regimos cuando andamos a la caza de un libro determinado ("Sé que tenía un lomo azul con letras grandes" o "Era un volumen finito, de color amarillo"). Con el libro electrónico, desaparecen todos los puntos de referencia. Lo que no se ve, deja poca huella en la memoria. O, como mínimo, otro tipo de huella, más etérea, menos corporal. Las veces en que he leído un libro memorable en formato electrónico, luego, al recordarlo -esos momentos en que a uno le vienen a la cabeza determinados pasajes-, me ha resultado imposible rescatar la página con la imaginación. Carezco de referencias espaciales, del recuerdo del tacto o del color del papel. Así, se convierte en una evocación descafeinada. Fantasmal.


No me malinterpreten. Valoro mucho ciertos aspectos de la edición electrónica. La comodidad, por supuesto. La inmediatez, claro (entre otras cosas, durante este confinamiento llevo varios libros descargados de la biblioteca pública online, a los que de otro modo hubiese sido imposible acceder). Pero, por mucho que me esfuerce, esos textos sobre la pantalla son solo pálidos trasuntos del libro verdadero, el que pesa y huele y cruje. el que nunca hay que recargar, porque su tecnología es simple y, posiblemente, insuperable.
Además, contemplar los libros y estar rodeada por ellos en su formato físico me produce una sensación de bienestar inigualable. ¿Qué hay mejor que una habitación forrada de libros? Una se encuentra en conversación muda y constante con ellos. Podría sin duda tener esa misma cantidad de obras metidas en un dispositivo electrónico, pero estarían mudas, enjauladas. Y mis paredes lucirían tristes y desnudas.
Voy a ver si por fin tengo el Kindle recargado y puedo comenzar de una vez esa lectura aplazada. Nada de esto me hubiese sucedido con un libro de papel. O tal vez el problema es que no soy lo bastante metódica a la hora de enchufar el aparato...