John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

martes, 29 de octubre de 2013

QUÉ HACER CON LOS LIBROS


 
Acumular libros es un placer y, a veces, hasta una pasión. Aunque ya no se estile aquello de "hacer biblioteca", cualquier persona más o menos lectora -y no digamos ya si su bibliomanía alcanza cotas altas- va añadiendo libros a su colección y se encuentra antes o después con un número de ellos considerable. En ocasiones tan considerable que amenaza con trastornar la paz doméstica. ¿Qué hacer? Si su afición a la acumulación libresca no ha llegado más allá de llenar las estanterías inicialmente previstas al efecto en su hogar, felicidades. Este post no le concierne. Si, en cambio, forma parte de ese grupo en cuyas casas parece haber más libros que paredes que potencialmente pudieran albergarlos, si sus sufridas librerías exhiben volúmenes en doble y hasta en triple fila, ocupando todos los resquicios posibles, si sobre cada superficie plana se amontonan pilas de libros, quizá aquí encuentre alguna solución.
por propia experiencia lo enormemente difícil que es tomar la decisión de deshacerse de unos cuantos libros (y si han de ser varios cientos en lugar de una decena, aún peor). Pero de esto no vamos a tratar aquí. Supongamos -ya es mucho suponer- que tras largas y dolorosas deliberaciones hemos llegado a ese punto en que tenemos un número más o menos apreciable de libros de los que nos queremos desprender. ¿Está solucionado el problema? Ni mucho menos. En ese momento es cuando uno se enfrenta a una amarga realidad: es dificilísimo deshacerse de libros. No, oiga, al contenedor de papel usado no se pueden tirar. Tampoco a la basura, por supuesto. Vamos a intentar mantenernos dentro de los límites de una conducta cívica y responsable. Buscando una salida a tan arduo problema, he logrado dar con algunas posibilidades que, si no lo solventan del todo, al menos pueden aliviarlo:
 
-La Biblioteca municipal: No todas, pero algunas bibliotecas aceptan donaciones de particulares, aunque para ser aceptados los libros deben cumplir determinadas condiciones. Por ejemplo, en las bibliotecas de Barcelona, los libros donados han de estar relacionados con la temática de la colección local o su fondo especializado. Además, si son más de diez ejemplares (y digo yo que por menos de diez uno casi ni se molesta en llevarlos), hay que hacer una lista detallada. Vale la pena comprobar si se poseen obras que cumplan estos requisitos, porque al menos se tiene la seguridad de que les damos un buen uso a esos libros descartados.
 
Biblioteca Jaume Fuster (foto J. Casañas)
 
-El Punto verde del barrio: En mi ciudad, al menos, en la mayoría de Puntos verdes hay un carrito donde se exponen los libros entregados por los usuarios, para que el que lo desea los aproveche. Algo parecido existe asimismo en algún mercado, como el de la Abaceria Central, donde se ha reservado un puesto que había quedado libre a la donación de libros.  Todo el que quiera puede dejar allí libros, pero para llevárselos se pide un donativo de 1 euro por ejemplar, que se destina a obras benéficas.
 
-La librería de viejo: También está la opción de vender -siempre a precios irrisorios, pero no estamos buscando hacernos ricos, ¿verdad?- los libros sobrantes a una librería especializada. Además de las tradicionales, que en Barcelona se concentran los domingos por la mañana  en el siempre pintoresco mercadillo de Sant Antoni, han surgido últimamente algunas iniciativas más adaptadas a los tiempos, como la librería Re-read, que ante el éxito acaba de abrir también un local en Madrid, o (sólo para libros en inglés) la Hibernian Books, que practica el intercambio (te descuentan la cantidad en que ellos valoran los libros que les has llevado de la próxima compra de libros que les hagas).
 
 
-La red: Internet, ese gran zoco, abre igualmente posibilidades para vender los libros que no  deseamos conservar. Amazon, cómo no, ofrece esa oportunidad (de hecho, uno puede vender allí libros y casi cualquier otra cosa). Pero, para mi gusto, tiene la desventaja de que tienes que encargarte tú de hacer el envío al cliente, ellos sólo ponen su plataforma y cobran su comisión. En el caso de los libros, en que además el precio por ejemplar ha de ser bajo, no sale a cuenta el engorro, porque los libros se suelen vender de uno en uno y no me veo yo perdiendo el tiempo en ir a Correos cada vez. Una opción más interesante es la que propone Casadellibro.com, donde es posible registrarse como vendedor individual y ellos se encargan de todo, incluso de mandarte un mensajero a casa a recoger el libro para el cual se haya recibido un pedido. La única desventaja es que es un método francamente lento para aligerar tu biblioteca, ya que los pedidos suelen llegar con cuentagotas.
 
Hasta aquí las opciones viables y legales que puedo darles. Ninguna de ellas es la panacea, pero tal vez sumándolas todas, logren desembarazar sus estanterías de algunos kilos de peso. Si es que al final se deciden a prescindir de ellos, por supuesto.
 
 

miércoles, 23 de octubre de 2013

VANITAS

Vanitas, de Simon Renard de Saint-André (1613-1677)
No quiere llegar el otoño, no. Sin embargo, estamos en ese momento del año en que, a pesar del persistente bochorno y de que los árboles no hayan perdido aún sus hojas, el espíritu se vuelve hacia la contemplación de lo que se acaba, de la mortalidad, en suma. Comoquiera que los humanos nos resistimos a creer que todo tiene un final, incluso nosotros mismos, es necesario el recordatorio, que tanta fortuna ha hecho en las artes y en las letras ("Nuestras vidas son los ríos..."). Puesto que, igual que la llegada del otoño, ese final puede demorarse, pero no eludirse, nos empeñamos en buscar otras formas de inmortalidad. Y así perseguimos esa quimera, la fama, tan gloriosa pero tan esquiva.
Alberto Manguel, en uno de los deliciosos artículos que componen su libro El sueño del Rey Rojo. Lecturas y relecturas sobre las palabras y el mundo (todo mi agradecimiento a El niño vampiro que tuvo la amabilidad de regalármelo) habla precisamente sobre la ambición de los escritores. Se vale para ello del cuento que escribió Max Beerbohm sobre un poeta llamado Enoch Soames. Decepcionado por haber vendido sólo tres ejemplares de su libro Fungoides (entre nosotros, un título poco afortunado; un plus de crueldad de Beerbohm para con su criatura de ficción), Soames hace un pacto con el Diablo: le vende su alma a cambio de que le permita viajar en el tiempo cien años adelante y comprobar en la Biblioteca Británica qué dice la posteridad acerca de su obra. Por supuesto -el relato, como ya habrán adivinado, es a su manera una vanitas-, Soames comprueba que su obra no está registrada en esa biblioteca y que la única mención de su nombre es como un personaje imaginario, inventado por el humorista inglés Max Beerbohm. Aunque escueta, la referencia dice de él que se trata de "un poeta de tercera fila". Ni siquiera como personaje de ficción le permite la notoriedad. Hasta aquí, Beerbohm se ha reído de su criatura y, de paso, del afán de fama de los escritores.
 
Enoch Soames, visto por
Max Beerbohm
Pero la ficción tiene una manera insidiosa de hacerse real. O quizás es que jugar con el demonio es peligroso, ya que suele tomarse su venganza. Nos cuenta Manguel que el 3 de junio de 1997 -cien años después de la fecha citada en el cuento de Beerbohm- "un grupo de personas se reunió en la Sala de Lectura de la Biblioteca Británica para recibir a Enoch Soames, el poeta. No apareció, lo cual quizá no fuera inesperado". Según otras fuentes, no sabemos hasta qué punto dignas de crédito, las personas allí presentes -entre ellas una californiana de Malibu llamada Sally que había viajado hasta Londres a propósito para el gran día- pudieron ver que exactamente a la hora indicada aparecía un personaje vestido a la usanza del siglo XIX que pedía consultar los catálogos y al cabo de poco desaparecía misteriosamente. ¿Invención? ¿realidad? Según cuenta un artículo publicado en The Atlantic, esa supuesta visión no fue sino un truco ideado por un mago llamado Teller, que su vez se había sentido impresionado por la historia de Soames cuando, treinta y cuatro años antes, su profesor de literatura les había leído el relato en clase. Cuando el profesor  terminó su lectura diciendo: "Me pregunto cuántos Enoch Soames aparecerán ese día", Teller sintió que le habían encomendado una misión. Como buen mago, Teller por supuesto nunca ha reconocido explícitamente su papel en esa "aparición". Por otra parte, también puede ser que el episodio sea totalmente inventado, pues no he podido localizar el testimonio de nadie que fuese testigo presencial del mismo. A excepción de Teller, claro. No estoy muy segura de si esta anécdota sirve como vanitas, es decir, como aviso cautelar de que todo tiene un final, o todo lo contrario. Pues lo cierto es que Enoch Soames ha logrado burlar a su autor y ganar, por derecho propio, la fama.

viernes, 18 de octubre de 2013

BRUSELAS (II): FOGONAZOS LIBRESCOS Y ALGUNA CURIOSIDAD

 
Como ya anticipé en mi post anterior, mi visita a Bruselas fue breve, de modo que las impresiones han sido necesariamente fragmentarias. Por supuesto hubo que ver las atracciones turísticas de rigor (del muñequito ese del chorrito sólo diré que aquel día iba vestido de portugués; en mi ignorancia, tuve la impresión de que iba de tuno, que viene a ser bastante similar: por suerte Bruselas es además sede del Parlamento europeo y siempre hay alguien versado en asuntos comunitarios que te saca del error), entre ellas las famosas galerías cubiertas, las Galeries Royales, que presumen de ser (casi) las más antiguas de Europa y están llenas de comercios de postín -mucho chocolate-, restaurantes y cafés con solera y muchos, muchos turistas. No hubo tiempo de hacer un recorrido bibliómano de la ciudad como me hubiera gustado, pero en estas galerías pude admirar dos establecimientos notables. El primero, la añeja Librairie Saint-Hubert, un lujo de estanterías de roble y lámparas de época.
 

Según dicen, su surtido libresco también vale mucho la pena. Pero se me quitaron las ganas de husmear cuando un dependiente francamente brusco me reprendió por intentar hacer una foto. (La que ilustra esta líneas no es mía, como comprenderán.) El otro, casi enfrente, una tienda especializada en manuscritos. ¡Qué maravilla! Imposible no pensar en Stefan Zweig, que dedicó la mayor parte de su vida a coleccionar manuscritos de los autores y músicos que admiraba, para perderlos todos cuando tuvo que exiliarse.
 
¿Que quiere una carta de Einstein? No hay problema...
El paseo vespertino por un barrio encantador, el de Sainte-Catherine,  permitió descubrir una bonita (aunque lamentablemente cerrada) librería de segunda mano. Al indiscutible atractivo de su escaparate se le unió, por obra y gracia de la luz de atardecer, el reflejo de la iglesia barroca que está delante.
 

 
Poco más a reseñar en el apartado libresco. Pero no quiero cerrar esta breve crónica bruselense sin destacar dos figuras que me llamaron la atención, por motivos diversos. La primera, una estatua dedicada al héroe de guerra probablemente más ignorado: la paloma mensajera.
 

La segunda, una estatua doble, situada en un bello jardín romántico: la del conde de Egmont y su amigo Horn, héroes de la independencia de Flandes, quienes, según reza la inscripción del pedestal, fueron decapitados a causa de una "sentencia inicua del duque de Alba". Cogidos del hombro, ambos parecen enfrentarse con serenidad a su destino.


Casi tengo la impresión de estar oyendo las notas iniciales de la pieza que Beethoven le dedicó:
 
 
Dirigida por Claudio Abbado. ¡Que la disfruten!
 
 

domingo, 13 de octubre de 2013

BRUSELAS Y EL CÓMIC

Aunque a veces no lo parezca, hay vida más allá de la Grand' Place
 
No es Bruselas una de esas ciudades que enamoran a primera vista. Aunque hablo a partir de una corta visita y quizás esté cometiendo una injusticia, ni siquiera da la impresión de ser una ciudad que merezca detenerse en ella muchos días. Si en París, Londres o Nueva York el visitante foráneo descubre de inmediato que, por más que se deslome visitando museos y pateándose las calles o los mercadillos, le queda aún todo un mundo por descubrir (y tal vez le quedará siempre, por más que redoble sus esfuerzos), los atractivos de Bruselas parecen ser claramente más restringidos.
Sin embargo, hay algo que es preciso reconocerles a los belgas: han sabido sacar un gran partido de  las peculiaridades locales.  A partir del auge que conoció la "bande dessinée" (lo que nosotros conocemos como "tebeo" o como "cómic", en plan más cultureta) durante las décadas centrales del siglo pasado, con Hergé en primera fila, han sabido convertir lo que hubiese podido ser una simple anécdota en un interesante atractivo turístico. Para los que hemos crecido con Tintín como lectura de cabecera y nos hemos reído o emocionado con otros personajes, como los hermanos Dalton, el marsupilami o los arriesgados Blake y Mortimer, hay en Bruselas un par de visitas inexcusables. Por un lado, la ruta de los murales de cómic y por otro el Centre Belge de la Bande Dessinée, que además está ubicado en un notable edificio modernista -art nouveau, en la versión belga- diseñado por Victor Horta (y esa es otra ruta apetecible, pero habrá que dejarla para otra ocasión).
 
A la vista de esta muestra de 1900,
la querencia belga por el cómic les venía de lejos
 
El circuito de los murales le lleva a uno además a recorrerse media ciudad, pisando barrios en los que de otro modo no se hubiese aventurado. Y resulta encantador toparse en cualquier esquina con paredes enteras decoradas con los más entrañables héroes del cómic.
 

 
 


 
Hay que prestar verdadera atención para no ser arrollado al cruzar una calle por una alegre banda de galos o por los cuatro hermanos forajidos. Y casi dan ganas de ponerse bajo la ventana para recoger al muchacho que cuelga de un canalón y que ¡ay! puede estrellarse en cualquier momento.
Además de esos grafiti "oficiales", hay muros que lucen otros, improvisados, también muy atractivos:
 
 

 
Después de ver a los héroes del cómic en acción, se impone una visita al CBBD para saber más acerca de sus autores y de su manera de trabajar. Pues eso es lo que se muestra allí, en un recorrido muy ameno y bien documentado, aunque centrado sobre todo en los autores belgas (de vez en cuando, hay exposiciones temporales dedicadas a otras nacionalidades; en nuestro caso, una del americano Will Eisner).
 
El vestíbulo nos recibe con una réplica del cohete en el que Tintín
conquistó la Luna

Por los pasillos, uno se encuentra con ciertos
personajes



 
 
 Por supuesto, además de estas cuidadas recreaciones de ambiente, no podía faltar todo un apartado dedicado al protagonista incontestable del cómic belga, Tintín. Aunque el Museo Hergé propiamente dicho se encuentra en las afueras, en Louvain-la-Neuve. Pero, también, habrá que dejarlo para otra ocasión (al final, habrá que volver a Bruselas, ¿no les parece?).
 


 
Al salir, tras haberse dado un baño entre curioso y nostálgico de tiras cómicas, es inevitable preguntarse porqué en Barcelona, donde durante muchos años se produjo el mejor cómic español, con revistas emblemáticas como TBO o Pulgarcito y dibujantes geniales (Escobar, Ibáñez y tantos otros), nadie ha sido capaz de montar algo similar. Edificios públicos vacíos no faltan en estos momentos, precisamente. Pero me temo que los organismos que podrían hacerse cargo de ello no están por la labor. Todo un patrimonio que se está dejando perder, una lástima. ¿Seremos capaces de aprender un poco de los belgas?
 
[No quiero dejar la impresión de que en Bruselas sólo hay cómic, también encontré otros rincones librescos muy estimulantes. Quedarán para otra entrada. Continuará...]
 
 

miércoles, 9 de octubre de 2013

BERENICE ABBOTT, ESCRITORES Y EDIFICIOS


André Malraux (1935), retratado por Gisèle Freund
La gran fotógrafa Gisèle Freund (ya hablamos de ella en estas páginas), a quien debemos algunos de los retratos de escritores e intelectuales más famosos del siglo XX, dijo en una ocasión: "Que alguien me explique porqué los escritores quieren ser retratados como si fuesen artistas de cine, y los artistas de cine, como si fuesen escritores". Vanidad humana, sin duda, pero una pregunta muy válida a la luz de los retratos que conservamos de algunos de ellos, y que por regla general son los que ellos o sus editores han preferido como "imagen de marca" (que dirían los expertos en marketing). Ni siquiera la propia Freund -que buscaba expresar en sus fotografías la esencia del personaje- estaba del todo libre de esa tendencia a presentar a los escritores bajo un aspecto lo más atractivo posible.
Otra fotógrafa de la misma época, Berenice Abbott, ejemplifica aún mejor este aspecto vanidoso de los escritores. De ella es, por ejemplo, el famoso retrato de Joyce a medio camino entre dandy y pirata.


O este Cocteau que podría fácilmente salir de una película sobre el Chicago de Al Capone.

Jean Cocteau, con una pistola, por Berenice Abbott

Berenice Abbott (1898-1991) es además un personaje sumamente interesante, que nos ha dejado una galería de inolvidables retratos del París de entreguerras. Ayudante de Man Ray, quien la inició en los secretos de la fotografía, Abbott se movería en el mundo de bohemios y expatriados de aquellos años. En esa época, según Sylvia Beach, ser retratado por Ray o por Abbott era prueba incontrovertible de que se era 'alguien'. Trabaría relación con Djuna Barnes, Solita Solano, Margaret Anderson o Janet Flanner, esas mujeres que habían encontrado fuera de su país la libertad de vivir como ellas deseaban. A todas ellas las retrató bajo su aspecto más seductor.

Solita Solano, por Berenice Abbott
Djuna Barnes, por Berenice Abbott
Aunque, más que por sus retratos, Abbott se haría famosa por sus espléndidos reportajes sobre la Nueva York de la década de 1930, recogidos en el famoso libro Changing New York, donde documentó la prodigiosa transformación urbanística de la ciudad (les recomiendo que le echen un vistazo a esta galería de imágenes).


A pesar de ello, no abandonó del todo el retrato, y de su etapa neoyorquina tenemos algunas fotos memorables, como ésta de Frank Lloyd Wright. Quizá me equivoco, pero en la composición de este retrato me parece ver algo claramente arquitectónico.


En la siguiente etapa de su vida, Abbott se volcó en la fotografía científica. Dicho así, suena árido y aburrido. Pero sólo hace falta ver alguna sus instantáneas para darse cuenta de que el talento tras la cámara permite convertirlo todo en arte:



 Al contrario que los escritores, ni los campos magnéticos ni las pompas de jabón tienen vanidad. Pero Abbott los retrata de modo que saca de ellos toda su belleza.