Existen gentes sin duda admirables capaces de seguir al pie de la letra un programa de lecturas -ya sea un canon cualquiera de los muchos que circulan por ahí, la lista que les ha dado su profesor o las recomendaciones del suplemento cultural que suelen comprar-, gentes que no admiten desviaciones y que se muestran indiferentes ante los cantos de sirena de otras lecturas. Algunos, los más firmes en su propósito, elaboran minuciosas fichas y llevan la cuenta de lo leído. No me cabe duda de que personas de tanta solidez moral consiguen sus propósitos en la vida. Por mi parte, (¿mal?) acostumbrada a una niñez y adolescencia de lecturas erráticas, eclécticas, torrenciales, a combinar el Capitán América con Flaubert y pasar de ahí sin pestañear a los cuentos de Cortázar o a las novelas de Agatha Christie, la primera vez que me topé -debió de ser ya en la universidad- con un especimen de lector organizado, tuve la impresión de encontrarme ante un marciano. Hasta entonces, nunca se me había ocurrido que uno podía (¿debía?) leer para "hacerse una educación", para cumplir con ciertos requisitos culturales o para ganarse la admiración de los demás. Aunque con el tiempo he llegado a comprender la utilidad de esta actitud para alcanzar ciertas metas, mis escasos intentos por seguir tan loable ejemplo han resultado siempre fallidos. Ha ocurrido que comience un programa de lecturas con toda la intención de seguirlo a rajatabla. Voluntad de leer no me falta, eso está claro. El problema es que los libros llevaban a otros, y esos otros nunca parecían ser los requeridos por la inapelable lista. Inevitablemente, un autor mencionaba a otro -si era desconocido para mí, eso le daba aún mayor aliciente-; el libro que yo buscaba se encontraba en la librería junto a otro mucho más atractivo, o intrigante; justo entonces alguien me hablaba con fervor de una novela que acababa de leer -y que por supuesto no tenía nada que ver con la dichosa lista-... Imposible resistirse a todas estas tentaciones. De forma inevitable, el programa de lecturas quedaba arrinconado. En un pasaje de su libro autobiográfico El balcón en invierno, Luis Landero describe de este modo su descubrimiento del goce de la lectura:
"Aquel verano de 1969 [...] comencé uno de los festines literarios más ávidos y pródigos que pueda imaginarse. Estuve un mes en Sitges, tocando cada noche en una sala de fiestas para turistas, pero el resto del tiempo me lo pasaba leyendo y releyendo, con una voracidad insaciable, y como cada libro me llevaba a otro libro, y cada pasadizo se bifurcaba en otros muchos, y aquello parecía no tener fin, yo parecía felizmente extraviado en ese laberinto, con la esperanza de no salir jamás de él."
Así me siento yo ante la lectura, "felizmente extraviada" en ese laberinto que se bifurca incansablemente. Como ocurre con la sabiduría -los verdaderos sabios admiten que, cuanto más saben, más conscientes son de todo lo que les queda por aprender-, en el universo lector cada nuevo libro abre la puerta a muchos otros libros posibles. El autor, la época, el tema, el estilo, los personajes... todos y cada uno de estos elementos son como anzuelos con los que pescar muchos otros libros relacionados de algún modo con ellos. Y yo me dejo llevar por la corriente...
La mejor manifestación física del laberinto de las lecturas son las bibliotecas. Cada biblioteca que se visita por primera vez es como una cueva de Alí Babá, llena de potenciales tesoros. Últimamente me ha ocurrido que, necesitada de consultar ciertas obras por motivos profesionales, decidí que resulta más rápido averiguar en qué biblioteca de mi ciudad se encuentra el volumen en cuestión y plantarme allí que pedir que me lo acerquen a la mía habitual. De este modo, estoy haciéndome una verdadera ruta de bibliotecas, ciertamente interesante, pero también llena de peligros. Porque, tras consultar lo que sea que me ha llevado hasta allí, mis pies -que parecen cobrar vida propia- me conducen siempre a la sección de novelas, donde acabo pasando una cantidad de tiempo desmesurada. Y, cómo no, salgo de allí inexorablemente con algún libro bajo el brazo. Con el deber cumplido, eso sí, pero sobre todo feliz por haber podido explorar un nuevo laberinto libresco y por la cosecha obtenida.