John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

martes, 30 de abril de 2013

RETRATOS DE ESCRITORES: GISÈLE FREUND

Gaspard-Félix Tournachon, más conocido como Nadar
 Supongo que todo comenzó con Nadar, el fotógrafo francés a quien le debemos la imagen en que casi todos pensamos al evocar a Dumas, Julio Verne o George Sand. Como si el fotógrafo hubiese sido capaz de capturar con su cámara ese mundo interior del artista del que se nutre su obra. Para Nadar, la fotografía era sólo una más de sus aficiones, entre el periodismo, la caricatura y sobre todo la aeronáutica, que era su pasión principal (parece que Julio Verne se inspiró en él para el protagonista de Cinco semanas en globo). Pero no cabe duda de que sus retratos crearon escuela. Desde entonces, los retratos de escritores se han convertido en una especie de variante con entidad propia del género del retrato. Y algunos fotógrafos se han especializado en ellos. Como Gisèle Freund (1908-2000), por ejemplo. Nacida como Gisela Freund en una acomodada familia judía de Berlín, su padre le regaló una Leica al acabar el bachillerato. Estudió luego sociología en Frankfurt (donde entraría en contacto con grupos políticos afines al Partido Comunista) y comenzó una tesis sobre los inicios de la fotografía en Francia. En 1933, optó por emigrar a París, donde la finalizaría. Allí trabó amistad con la librera y editora Adrienne Monnier, quien no sólo tradujo y editó su tesis -con el título de La Photographie en France au XIX siècle, constituye un hito en la investigación de la moderna cultura de la imagen-, sino que introdujo a Gisèle en el círculo de autores que ella frecuentaba.
Gisèle había comenzado a trabajar ya de estudiante como fotoperiodista, y un primer reportaje sobre la vida de los parados en Newcastle-upon-Tyne sería reproducido en 1936 por la revista Life.


Cuando estalló la guerra, en 1939, Freund ya había fotografiado a algunas de las figuras más relevantes de la intelectualidad francesa: Simone de Beauvoir, Jean-Paul Sartre, James Joyce, Henri Matisse, Samuel Beckett, T. S. Eliot, Virginia Woolf, Jean Cocteau, André Breton,Colette, André Malraux, Paul Valéry... En 1938 fue de las primeras en realizar retratos en color y diapositivas, entonces una rareza.  Freund solía fotografiar a los escritores en su casa o en el entorno que les resultase más cómodo, nunca en su estudio. Evitaba que sus fotos pareciesen "posadas" y -al igual que Nadar- se negaba a emplear atrezzo, o a retocar la imagen. En 1940, debido a su condición de judía, se vio obligada primero a huir de París y ocultarse en una zona rural, para conseguir más adelante emigrar a Buenos Aires, con la ayuda de Victoria Ocampo. Durante los años siguientes, residiría en diversos países de América del Sur, continuando con sus reportajes. Fue asimismo una de las socias de Robert Capa cuando éste fundó la agencia Magnum, aunque luego se desvincularía de ella. A partir de 1952, volvería a París, donde durante un tiempo siguió retratando a la nueva hornada de escritores de la posguerra (Nathalie Sarraute, Ionesco). En 1991, el Museo Pompidou organizó una importante retrospectiva de su obra.
Quizás una influencia como la de los retratos de Gisèle Freund no sea hoy pensable: de cualquier escritor famoso circulan innumerables imágenes, por no hablar de las que cualquiera que lo haya entrevisto puede conseguir mediante su teléfono móvil. Sin embargo, de ese período en que la fotografía era algo mucho más raro, y más solemne, han perdurado sólo algunos, pocos en general. Y así, cuando evocamos a Virginia Woolf o a Simone de Beauvoir, es casi inevitable que vengan a nuestra memorias los retratos de esta fotógrafa. No sólo, sin duda, porque no existan tantos, sino sobre todo porque parecen captar la persona, el escritor que hay al otro lado de la cámara.




Gisèle Freund y su cámara
 

martes, 23 de abril de 2013

EL CUERPO COMO METÁFORA: ANDREAS VESALIUS

Vesalius, retratado en un grabado de su obra
Los amables lectores que visitan estas páginas ya saben de mi fascinación por el cuerpo humano y por ese estrecho vínculo que existe entre cuerpo y mente. ¿Qué mejor manera de conocer esa compleja máquina que a través de la anatomía? Las láminas de los anatomistas antiguos conjugan de manera admirable ciencia y arte, y entre ellas quizás algunas de las más notables son las de Andreas Vesalius (1514-1564). Vesalius (se le conoce por la versión latinizada de su nombre auténtico, que era Andries van Wezel) fue el hombre que revolucionó el estudio del cuerpo humano a mediados del siglo XVI, quien cuestionó muchas de las enseñanzas de Galeno que hasta entonces se habían tenido por indiscutibles (como la creencia de que el hígado humano estaba dividido en cuatro lóbulos), el que inició verdaderamente la investigación anatómica y fisiológica desde un punto de vista científico y el primero que supo ilustrar sus disecciones no sólo con absoluta corrección, sino con verdadero talento artístico, en su magna obra De Humani Corporis Fabrica, publicada en 1543. Pues aunque Vesalius era muy consciente de que nada sustituye a la observación directa sobre la mesa de disecciones, sabía bien que no era fácil para los estudiantes (ni, de hecho, para casi nadie, ya que la Iglesia miraba estas actividades con desagrado) acceder a ellas. Por ello encargó a su costa en el taller de Tiziano en Venecia una serie de hermosos grabados en madera que se convertirían en la pieza central de su obra.
 




 Pero Vesalius no pretendía que su obra se mirase únicamente, sino sobre todo que se leyese. Además, dado que las ilustraciones bidimensionales no son capaces de representar con exactitud una realidad tridimensional, a Vesalius le interesaba que sus lectores se quedasen con una imagen mental lo más exacta posible de ese cuerpo que quizás deberían abrir a ciegas. Para ello, llenó el texto de potentes metáforas y analogías, sacadas en su mayor parte del mundo más cercano a sus lectores: Vesalius describe las venas y arterias como cañerías, el líquido sinovial como aceite, y ve las calles de una ciudad en el sistema digestivo y el esqueleto como las paredes y vigas que sostienen un edificio, mientras que los ligamentos se asemejan a riendas y poleas. Para describir los músculos, recurre a imágenes como una pirámide, la letra C o el hacha de un carnicero.
Unas imágenes tan efectivas que lograron por un lado desmitificar el interior del cuerpo humano y por otro acostumbrarnos a verlo como una máquina, como todo un mundo complejo en funcionamiento. Desde entonces, innumerables médicos y docentes han recurrido a las metáforas acuñadas por Vesalius, que -siglos antes de la invención de las ecografías- tienen la virtud de dotarnos de toda una imaginería para visualizar todos aquellos órganos ocultos a la vista, pero parte integral de nosotros mismos.
 
La indudable belleza del esqueleto.
¿Estará meditando sobre la brevedad de la vida?
Vesalius fue médico de nuestro emperador Carlos V y, tras su abdicación, también de Felipe II. Quiere la leyenda negra que nuestro anatomista tuviese que vérselas con la Inquisición por su afición a trocear cuerpos, encontronazo que se saldaría enviándolo a peregrinar a Tierra Santa. En el viaje de regreso, marcado por innumerables penurias, naufragaría en la isla griega de Zakintos, donde moriría. Fuentes modernas niegan la intervención inquisitorial, pero quién sabe...
 
[La mayor parte de la información para esta entrada está tomada de la excelente The Public Domain Review, a la que recomiendo a todos los curioso que se suscriban.]

miércoles, 17 de abril de 2013

PUNTOS Y COMAS


El sembrador, de Vincent Van Gogh
 
Puntos, comas, dos puntos...Tan pequeños y tan importantes. ¡La de quebraderos de cabeza que puede traer un signo de puntuación mal utilizado! Y qué decir de esos textos en que las comas más que colocarse, parece que hayan sido lanzadas a voleo por un sembrador. 
La puntuación es, casi más que la ortografía (y eso es decir mucho), una de las grandes olvidadas de la enseñanza primaria. Así nos va luego, que muchos textos administrativos resultan casi ilegibles, a fuerza de lucir puntos y comas en todos los sitios, menos en los que hubiesen debido tenerlos. Y no es porque no existan estupendos manuales para aprender puntuación, sino que mucha gente está convencida de que la puntuación es una cuestión de gusto personal. No lo es, se lo aseguro. Uno de los libros más útiles para solucionar esta carencia es el que publicó hace unos años José Antonio Millán, con el simpático título de Perdón, imposible.
 
 
 Claro que, como la notación musical, los signos de puntuación han ido evolucionando a medida que lo hacía la reproducción de los textos escritos. No siempre han sido tal como hoy los conocemos ni han tenido las funciones que ahora cumplen. Todo esto lo explica de manera abreviada y muy accesible Keith Houston, autor del blog Shady Characters (otro blog que se ha convertido en libro; digan lo que digan, parece que las redes sociales no logran acabar con la letra impresa).  Para los curioso de estos asuntos, tomo de él unas cuantas pinceladas de historia de la puntuación.
De entrada, en el griego arcaico no existían los signos de puntuación. Los textos antiguos se escribían todos seguidos y en un estilo llamado bustrofedon, por su semejanza con el movimiento de los bueyes al arar un campo (comprobarán que la comparación entre el texto escrito y las labores del campo es recurrente): es decir, la primera línea se lee de izquierda a derecha, la segunda de derecha a izquierda y así se van alternando a lo largo de todo el texto. La única ayuda para el lector era el paragraphos, un trazo horizontal en el margen que indicaba que en esa línea había algo digno de ser tenido en cuenta. El lector era quien debía deducir qué. Uno se teme que leer en aquellos tiempos no debía de ser empresa fácil. Claro que era una actividad minoritaria.
A partir del siglo III a. C. se empezaron a introducir los puntos. Así, en plural, porque había tres tipos: bajo, mediano y alto, según indicasen una pausa de mayor o menor duración.
 
 
 
Como podemos ver en esta inscripción procedente de la columna de Trajano, los puntos se empleaban para delimitar el final de cada palabra o las abreviaturas. De ellos, andando el tiempo, derivaron las actuales comas, puntos, puntos y coma y dos puntos. El paragraphos evolucionó por su parte hasta convertirse, en los manuscritos medievales, en el calderón o antígrafo, que marcaba el inicio de un nuevo párrafo, de una nueva idea. Con la llegada de la imprenta, todo se revolucionó y se sistematizó. Los antígrafos, que eran tan bonitos pintados a mano, dejaron de añadirse. El vacío que dejaba su omisión se convirtió así en el punto y aparte que hoy conocemos. Pues en puntuación cuentan los signos que se escriben, pero también lo que no se escribe, los blancos. Esa reliquia de los manuscritos, el antígrafo, reviviría inesperadamente con la llegada del ordenador: ahora es ese simbolito tan mono que representa la función "mostrar todo" en la mayoría de procesadores de texto. Reinar después de morir, podría llamarse eso.
 
 
 
 
 

jueves, 11 de abril de 2013

CONOCIENDO A LOS McCASKILL

Varias veces he estado a punto de hablar de este libro, simplemente porque, de todos los que leí el año pasado -y no fueron pocos, créanme-, es sin ninguna duda uno de los que más me gustaron. Me frenaba el hecho de no se había traducido aún al castellano; pero puesto que Libros del Asteroide había publicado ya una de las obras anteriores de este autor, estaba segura de que ésta no tardaría en caer. Y así ha sido. Verano en English Creek, de Ivan Doig, es el primer volumen de una trilogía un tanto atípica  (luego explico por qué) ambientada en Montana. A Doig se le suele encasillar en su país dentro de la categoría "Western literature", una categoría que, como casi todas, resulta de lo más engañoso. De hacerle caso a esta etiqueta, se podría pensar que el hecho definitorio de sus obras estriba en que están pobladas por rudos vaqueros siempre a lomos de su caballo, o bien intrépidos pioneros dispuestos a desafiar la dureza del clima y de la tierra. De todo eso suele haber en ellas, es verdad, como también es cierto que el paisaje de Montana juega un papel destacado. Pero no es lo esencial. Lo que hace que las novelas de Doig se queden grabadas en la memoria es su capacidad para crear un universo propio y unos personajes reconocibles, pero al mismo tiempo originales. El propio autor es quien mejor lo explica en las notas que acompañan a su página personal:

"No pienso en mí mismo como un autor "del Oeste". Para mí, el lenguaje -la sustancia en la página, esa poesía que subyace bajo la prosa- es la "región" última, el verdadero hogar de un escritor. Ha habido geografías específicas que eran galaxias de expresión imaginativa, tanto en el minúsculo condado de Yoknapatawpha de William Faulkner como en el remoto Macondo de Gabriel García Márquez, que sueña sus cien años de soledad.  Si hay algo que deseo que ustedes como lectores -cómplices necesarios en esta ceremonia de seducción que es el escribir y el leer- se lleven de mis páginas es mi convicción de que los buenos escritores pueden anclar su obra en una tierra y un lenguaje específico y estar escribiendo al mismo tiempo acerca de ese otro país mucho mayor: la vida." 

No quiero con eso decir (y tampoco lo pretende él, me imagino) que estemos ante un escritor de la talla de los dos que él cita. Sin embargo, como ellos,  Doig sí es capaz de hacer eso tan difícil que es convertir lo muy particular en universal. Cualquiera de sus lectores podrá reconocerse en el adolescente Jick McCaskill, y compartir su mirada, en ese momento de transición entre el mundo infantil y el adulto, sobre su familia, su pueblo y las imponentes montañas que lo rodean. Verano en English Creek es así la historia de un verano, de uno de esos veranos que lo cambian todo, tras el cual ya nada será lo mismo.

"Incluso puedo describir sin miedo a equivocarme el tiempo que hacía, una de esas tardes oscuras en las Rocosas en las que esos remates sueltos de la tormenta se aferran a las montañas y el sol asoma allá donde puede por entre las nubes. Que alguien me explique por qué son detalles como aquellos -los estribos de la silla una pizca más largos o los rayos del sol que acariciaban las colinas de una manera concreta- los que permanecen en mi recuerdo, mientras que los hitos más importantes de la vida se van quedando atrás."



Hemos dicho al principio que esta novela forma parte de una trilogía, la Trilogía de Montana, que también podría llamarse "la saga de los McCaskill", ya que sigue las peripecias de esta familia entre finales del siglo XIX y 1989 (fecha que marca el centenario de Montana como estado). Pero el orden de escritura no es cronológico: a Verano en English Creek, que transcurre durante la década de 1930 y se centra en Jick y sus padres, le sigue Dancing at the Rascal Fair, que narra las peripecias de unos emigrantes escoceses que en 1889 deciden probar fortuna al otro lado del océano; uno de ellos, Angus McCaskill, será andando el tiempo el abuelo de Jick. Por último, en el tercer volumen, Ride With Me, el centro de atención se traslada a Mariah, la aventurera hija fotógrafa de un ya anciano Jick.
No he tenido la fortuna de visitar Montana, pero después de leer los libros de Doig, me parece conocerla muy bien: tanto a la tierra agreste de principios del siglo XX, azotada por sequías, pavorosos incendios y grandes nevadas, como a la de finales de ese mismo siglo, donde las cabañas de troncos han sido sustituidas por autocaravanas y el ganado omnipresente, por el turismo.
Monten sobre su caballo, pues, y conozcan a los McCaskill. El viaje vale la pena.

domingo, 7 de abril de 2013

EL LIBRO Y SUS ARTÍFICES (II): LA TRADUCTORA

La segunda entrega en esta serie de entrevistas que pretenden acercar al lector común a la labor, a menudo tan poco y mal reconocida, de los profesionales que hacen posible la existencia de un libro está dedicada al oficio de la traducción. Si el lenguaje es la herramienta fundamental de la literatura, también puede ser su mayor obstáculo. Sin los profesionales de la traducción, ¡miles de tesoros literarios nos estarían vedados!

Rosa Sala Rose es licenciada en filología alemana y doctora en Filología Románica por la Universidad de Barcelona. Combina su trabajo como ensayista, faceta desde la que se ha dedicado a profundizar en la historia reciente de Alemania, con su actividad como traductora literaria. Se inició en la traducción y edición de clásicos en 1999 con su versión comentada de la autobiografía de Goethe Poesía y verdad (Alba Editorial), seguida de numerosas ediciones de clásicos alemanes. Destacan las ediciones anotadas de La voluntad de ser feliz y otros relatos de Thomas Mann (Alba Editorial, 2000), en poesía El hombre de cincuenta años y la Elegía de Marienbad de Goethe (Alba Editorial, 2002), Mozart de camino a Praga de Eduard Mörike (Galaxia Gutenberg, 2006) y, sobre todo, las monumentales Conversaciones con Goethe de J. P. Eckermann (Acantilado, 2006). Además de escritora, bloguera y conferenciante, Sala Rose también es colaboradora ocasional de diversos medios de comunicación, en los que trata sobre todo de aspectos relacionados con el universo germánico. También mantiene una presencia muy activa en las redes sociales.

¿De dónde viene tu vinculación con el mundo de la traducción? ¿Es algo que siempre quisiste hacer?
A los veinte años fundé una pequeña agencia de traducciones técnicas y comerciales que me permitía sufragar mis estudios en horario nocturno en la Facultad de Filología. Eran traducciones bastante bien pagadas, pero el contraste entre esos textos tan áridos y la maravillosa literatura con la que me encontraba en mis horas de estudio acabó siendo doloroso. De un modo bastante natural, con el tiempo decidí cobrar mucho menos pero traducir cosas más acordes a mi modo de sentir.


Viendo tu historial como traductora, es evidente que no traduces cualquier cosa. ¿Qué es lo que determina tu elección de un texto?
No creas: Aunque no lo pongo en mi currículum, me inicié en la traducción literaria traduciendo novelas de baratillo del inglés para Plaza & Janés. Y aunque eso me parecía un ejercicio más satisfactorio que traducir manuales de instrucciones para microondas, pronto llegué a la conclusión de que, puestos a cobrar poco, era mejor hacerlo con obras que realmente me enriquecieran. Fue así como le propuse a la editorial Alba la traducción de Poesía y verdad, la monumental autobiografía de Goethe. Hasta cierto punto fue una casualidad. Aproveché la circunstancia de que ya había traducido un largo pasaje que necesitaba citar en mi tesis doctoral, en la que estaba trabajando por entonces, de modo que ya disponía de un buen material que podía presentarle a la editorial como credencial. Para mi sorpresa, funcionó. Desde entonces Goethe nunca ha dejado de acompañarme. Pronto le siguió Thomas Mann, a quien al fin y al cabo podríamos definir como una prolongación de Goethe en los siglos XIX y XX. (Al propio Mann le gustaba verse así). Y así, hasta hoy...



Has traducido a algunos de los grandes autores en lengua alemana y muchas de tus traducciones son además ediciones críticas. ¿Cuál dirías que es tu principal preocupación a la hora de traducir? ¿Qué autor te ha causado más complicaciones como traductora?
Confieso que me encanta anotar textos. La nota crítica es un pequeño género literario al que se le hace muy poco caso, pero que presenta muchos desafíos. Hay que pensar cuándo conviene realmente ponerla y en qué ocasiones no pasa de aditivo molesto, cómo formularla para que sea sintética y útil, qué notas necesita el lector de cultura hispana que serían innecesarias para un lector alemán… Es una especie de conversación con el texto que me entusiasma. Más incluso que la traducción propiamente dicha, lo confieso. En cuanto a esta última, la prosa de Goethe es tan diáfana que su versión al castellano no me ha presentado grandes problemas. Thomas Mann, con sus frases alambicadas y largas, ya resulta más difícil. Pero para mí el peor de todos ha sido Wagner. Acabo de entregar el manuscrito de mi traducción anotada de un texto polémico y feo, tanto en lo ético como en lo estético: su panfleto El judaísmo en la música. Wagner es un gran músico al que le gustaba dárselas también de intelectual. En esa faceta adopta, acaso por inseguridad, el vicio principal de todo mal ensayista: expresar una idea simplona de forma complicada. Eso es terrible para un traductor.


La traducción tiene mucho de creación, pero el traductor también tiene que lograr que el lector olvide que entre el texto original y él media otra voz, la del traductor. ¿Cómo te enfrentas a este reto?


No reflexionando demasiado sobre él. Una idea que me ayuda mucho es preguntarme: “Si Goethe hubiera dominado el castellano, ¿cómo habría expresado esta idea?”. Una vez resuelta esta cuestión, se trata tanto de evitar arcaísmos lingüísticos que alejen artificialmente un texto en el tiempo como las expresiones excesivamente modernas. Pienso que lo ideal para un clásico es que el texto suene atemporal. No siempre se consigue.


El traductor debe adaptar su propio estilo al del autor que traduce. ¿Ocurre también a la inversa? En tu caso, que también eres escritora, ¿crees que ha quedado algo de los autores que has traducido en tu estilo?


Es una buena pregunta. Yo no soy consciente de ello, pero otros me han dicho que sí, que en mi estilo se perciben ecos de la prosa de Mann y de Goethe (¡espero que no de Wagner!). Cuando se pasan muchas horas traduciendo a alguien, se acaba adoptando involuntariamente su estilo incluso para pensar. Es un mimetismo inevitable, pero creo que en gran medida pasajero.


Desde el punto de vista práctico, la traducción puede ser una tarea bastante solitaria, a veces obsesiva. Cuando traduces, ¿te dedicas en exclusiva al texto que tienes entre manos o lo compaginas con otras actividades?

Me encantaría poder compaginarlo con otras actividades, pero nunca lo consigo: Siempre se me caen los plazos encima, de modo que acabo pasando meses agotadores sin hacer absolutamente nada más. Pero me temo que la culpa de ello no la tiene el oficio, sino mi naturaleza.


Una de las principales injusticias que se cometen con el traductor es su invisibilidad. ¿Cómo lo llevas tú?

Quizá he tenido mucha suerte en este sentido: nunca me he sentido invisible en esta actividad. De hecho, muchos me conocen más por mi faceta de traductora que por la de ensayista. Creo que si un traductor ha adquirido cierto prestigio, la editorial que lo contrate será la primera interesada en hacer destacar su nombre. Aunque es posible que quienes traducimos del alemán tengamos una situación de partida más beneficiosa que quienes traducen del francés o del inglés, por ejemplo. Por un lado, somos menos. Por otro, nos prestigia esa opinión generalizada de que el alemán es una lengua muy difícil.


Además de traductora, eres una prestigiosa ensayista. ¿Cuál es tu último proyecto en este campo?

Todavía no puedo decirlo, pero está previsto que salga en septiembre. Es un ensayo que tratará de las implicaciones de ciertos sectores de la intelectualidad española en las dimensiones más sombrías del Tercer Reich. Invito a quienes deseen saber más a que me sigan en mi página de Facebook o se suscriban a mi lista de correo: ellos serán los primeros en conocer los detalles.
 
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Aunque aquí nos hemos centrado en la faceta de traductora de Rosa Sala, nadie debería dejar de leer sus interesantísimos ensayos. Resulta imprescindible para cualquier aficionado a la historia del siglo XX conocer su Diccionario crítico de mitos y símbolos del nazismo (Acantilado, 2003) o, en un tono más ligero aunque igualmente aleccionador, Lili Marleen, canción de amor de y de muerte (Globalrythm, 2008). Échenle un vistazo al vídeo y seguro que les fascina.



Tampoco hay que perderse su inmensamente entretenida (pero no por ello menos erudita) historia de la literatura alemana: El misterioso caso alemán. Un intento de comprender Alemania a través de sus letras (Alba, 2007). Para aprender muchísimo a la vez que uno se divierte.


martes, 2 de abril de 2013

FASCINANTES HISTORIAS DE PALABRAS

Las palabras son esas herramientas tan útiles que nos permiten expresar nuestros pensamientos -incluso, tal vez, el pensamiento mismo-, pero a las que damos tan poca importancia, lo mismo que no nos preguntamos por el origen del destornillador que facilita el montaje de un aparato. Y sin embargo, la historia de las palabras está llena de historias tan fascinantes, de parentescos y relaciones tan insospechadas por el hablante común, que podríamos decir que por sí misma constituye toda una novela. Como bien saben los filólogos, que hacen del amor por las palabras (filos-logos) y de su estudio una profesión. Para los que se atreven a iniciarse en el rastreo de los orígenes de las palabras, hay diccionarios, como el sensacional Diccionario etimológico de Joan Corominas, cuya lectura tiene más de aventura intelectual que de mera consulta técnica: les desafío a que lo abran buscando sólo una definición; casi seguro que se quedan mucho más rato del necesario entre sus páginas, atrapados por los miles de historias que se van hilando con sólo tirar de uno de los cabos que propone. Y hablando de cabos, ¿sabían que la palabra inglesa clue (generalmente traducida por "clave", "pista") deriva de la leyenda mitológica de Teseo y Ariadna? Aquí pueden ver cómo y por qué:

Mysteries of Vernacular, una web llena de historias de palabras
Claro que hay que saber que el español "cabo" viene del término latino caput, "cabeza".  Un nuevo libro que nos cuenta historias de palabras, el Etimologicón de Javier del Hoyo, nos dice sobre este vocablo que "cabo", es decir, la cabeza o parte principal de algo, "puede ser también la parte más prominente de la placa continental, la cabeza que invade el mar. Y de ahí la navegación de cabotaje, que es la que se hace sin alejarse de los cabos, sin pernoctar en alta mar (...) De ese primer sentido, ‘cabo’ pasó a significar lo que está al principio, de donde tenemos expresiones como atar cabos, o bien de cabo a rabo para indicar desde el comienzo hasta el final de una cosa, o al fin y al cabo. (...)Curiosamente, por ley psicológica de asociación por contraste ‘cabo’ pasó a significar ‘término’, de donde llevar a cabo y más tarde acabar alguna cosa". Pues las palabras tienen esta peculiaridad: a veces, rodando, rodando, pasan a significar lo contrario que en sus orígenes.
Las historias de las palabras enganchan, y si es en forma de un volumen bien editado y adornado con bonitas ilustraciones como éste, aún mejor. Uno se queda fascinado al saber que la palabra "veneno" está relacionada con el amor, porque procede de la diosa romana Venus; en sus inicios, designaba simplemente a una pócima afrodisíaca (el Viagra de la antigüedad, vamos, que ya estaba todo inventado), pero hay que pensar que sus efectos eran a veces letales, de ahí su actual significado. O que un valle no es más que "el lugar hacia el que ruedan las piedras desde las montañas" (del verbo latino "volvo"; por cierto, que de ahí procede también la marca del coche sueco). Y dan ganas de saber más...