John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

sábado, 24 de enero de 2015

SOMOS MEMORIA

 
 
¿Qué somos sin memoria? Nada, un cuerpo animado, capaz de llevar a cabo las funciones primarias y poco más. La memoria nos constituye, nos hace humanos, capaces de relacionarnos con nuestro entorno, capaces de aprender (sin recuerdo no hay aprendizaje), capaces de reconocer objetos y personas, capaces de amar y de odiar. Pero nuestra memoria no es infalible, no es ni siquiera muy fiable, en la mayoría de las ocasiones. A veces recordamos demasiado poco, a veces lo que creemos recordar no es lo que sucedió en realidad. Como dice Oliver Sacks:
Parece que no hay en la mente o el cerebro ningún mecanismo que asegure la verdad o, al menos, el carácter verídico, de nuestros recuerdos. No tenemos acceso directo a la verdad histórica, y lo que sentimos o afirmamos que es la verdad depende tanto de nuestro imaginación como de nuestros sentidos (como Helen Keller observó con fundamento). No forma de que los sucesos del mundo puedan ser transmitidos directamente o grabados en nuestro cerebro; los experimentamos y los construimos de una manera altamente subjetiva, que de entrada es diferente para cada individuo, y cada vez que son recordados se reinterpretan o se vuelven a experimentar de un modo distinto.
 Porque el funcionamiento de la memoria es (aún) misterioso. El propio Sacks cuenta en algunos de sus siempre amenos libros -como El hombre que confundió a su mujer con un sombrero- algunas peculiaridades de esta facultad tan necesaria como desconocida.
Si dejamos de recordar, si -como les ocurre a los enfermos de Alzheimer- nuestra memoria se desvanece, es como si nuestro "yo" se hubiese apagado. La literatura -que tanto debe apoyarse en la memoria para existir- ha plasmado a menudo de los efectos devastadores de este fenómeno. Como hace Paco Roca en su Arrugas, un cómic tierno y desgarrador a la vez. O Alice Munro, en el famoso cuento "Lejos de ella", que llevó al cine Sarah Polley (magistral Julie Christie).
 
 

 
Aún así, aún sabiendo la escasa fiabilidad de los recuerdos, sigo leyendo con gusto libros de memorias. Muy consciente de que es muy posible que en ellas haya más de recreación que de verdad. ¿Cómo podría ser de otro modo?  El banal ejercicio de rememorar un acontecimiento determinado junto a otra persona que también lo vivió demuestra, casi indefectiblemente, que cada uno recuerda algo distinto. Cada cual reconstruye su propia historia como una narración, ordena los elementos, elimina aquellos que estorban, magnifica los que concuerdan con su versión. Es decir, todos somos memorialistas de nosotros mismos. Pero algunos poseen el don de hacer esa narración tan fascinante y vívida que estamos dispuestos a jurar que se trata de la pura verdad. Y si no lo es, desearíamos que lo hubiese sido. ¿Alguien puede creer que Nabokov -por muy niño prodigio que fuese, que sin duda lo era- era capaz de recordar con todo detalle cosas sucedidas cuando tenía tres años? Sin embargo, pocas lecturas hay más deliciosas que su Habla, memoria, esas memorias atípicas y nostálgicas que son al mismo tiempo todo un monumento literario. He encontrado alguna vez personas que decían "no tener ganas" de leer a Nabokov (quizás escandalizadas, sin razón,  por su Lolita). A todas ellas -y, de paso, a todos aquellos que aún no conozcan este libro- les digo que Habla, memoria es un deleite, goce literario en estado puro. Reivindicación de la memoria que somos. Sólo que Nabokov lo dice mejor:  
 
“Soy feliz testigo del supremo logro de la memoria, que es el de la magistral utilización que hace de las armonías innatas cuando recoge en sus repliegues las tonalidades suspendidas y errantes del pasado”.

Nabokov, ejerciendo de entomólogo.
También de eso habla en su libro.
  

domingo, 18 de enero de 2015

ESCRITORES, EDITORES Y HUMOR


Como sin duda saben mis lectores, la prestigiosa revista The New Yorker publica, además de interesantes reportajes, críticas, ensayos y alguna de la mejor ficción americana, unas cuantas viñetas humorísticas en cada número. Igual que sus artículos, su humor tiene un sello especial, característico, que se ha hecho justamente famoso. Digamos que, aunque sus dibujantes son muy diversos, el humor que destilan estas viñetas se ajusta siempre a un mismo modelo. Bob Mankoff es el encargado de elegir las viñetas que se publicarán entre las más de mil que reciben cada semana (un verdadero trabajo de analista de humor, tal como él se autodefine en este divertido -cómo no- vídeo en el que explica cómo realiza esta labor).  El criterio de selección no consiste en determinar si una viñeta es o no graciosa -algunas incluso lo son demasiado-, sino si son adecuadas para el contexto y si responden al tipo de humor de la revista. ¿Y en qué consiste el humor de The New Yorker? Como dice Mankoff, en el humor siempre ha de haber algo de incongruencia, de contraste: unir dos cosas que normalmente no van juntas. Los chistes, además, se ríen siempre de algo o de alguien. Pero en The New Yorker el objetivo no es el otro, el diferente, sino los propios lectores. Es decir, las viñetas de The New Yorker deben ser autorreflexivas, reflejar en clave humorística alguna de las características de los lectores de la revista: sus obsesiones, su narcisismo, sus fobias, sus filias...
 
Dado el perfil de su público -que se supone compuesto por gente culta y leída-, no es extraño que muchas de estas viñetas se dirijan a las personas que están en contacto con el mundo de los libros: escritores, editores, libreros, lectores. Para los que habitamos ese mismo universo, las viñetas que tratan de ellos -ahora recogidas en un volumen por Libros del Asteroide- son especialmente graciosas.

Los escritores

 
 "¿Si ya lo he terminado? ¿Para qué querría terminarlo?"
 
[Eso, ¿para qué? A veces, casi es mejor...]

Los editores


"Algo de texto, Ted, danos solo algo de texto y nuestra gente
 de marketing se encargará del resto."
 
[La verdad, más que un chiste, juraría que esto procede de un micrófono oculto en alguna oficina editorial.]

Los lectores (en los tiempos del Kindle)

 
"Me cansé de tener a Moby Dick burlándose de mí desde la estantería,
así que lo metí en mi Kindle y no he vuelto a pensar en él." 
 
[Quitándole la parte irónica, lo cierto es que los libros que van al Kindle se olvidan mucho más fácilmente que los que tienen una presencia física. A veces, hasta temo que un día adquiriré dos veces el mismo libro electrónico. "Out of sight, out of mind", ya lo dicen los ingleses.]
 

Y hasta los libreros


"Tenemos el calendario del libro, libretas del libro, el audiolibro, el DVD de la película basada en el libro, pero no tenemos el libro."
 
[Cierto, quizás es que tal libro en realidad nunca existió. Se me ocurren algunas obras candidatas a ello...]

 
No son viñetas que te hagan reír a carcajadas, pero si que provocan una sonrisa de reconocimiento y un cosquilleo interior en cualquiera que sea la zona del cerebro que rige nuestra apreciación del humor. Nada más sano que reírse de uno mismo o ver caricaturizadas algunas de las manías que nos afligen, ya sea a nosotros o a algunos de los tipos humanos que tenemos cerca.

[Por cierto, la misma editorial ha publicado otras recopilaciones de viñetas: La oficina en The New Yorker y El dinero en The New Yorker.]
 
 
 

lunes, 12 de enero de 2015

MUJERES ATRIBULADAS


Es muy cierto que la lectura nos permite vivir otras vidas. También, cuando nos vemos ante determinados acontecimientos, el haber leído nos da la oportunidad de confrontar nuestra experiencia con otras similares. En su mayoría ficticias, es verdad, pero ya sabemos que la mentira de la ficción muy a menudo resulta más auténtica que la vida real. Ni siquiera es necesario que haya una coincidencia total de situaciones: tal personaje nos recuerda a alguien que conocemos, o  algo que nos ha pasado es calcado a cierta situación sobre la que leímos hace tiempo. Hasta el punto de llegar a preguntarnos quién copia a quién. (Por no mencionar que en este trasvase entre realidad y ficción se producen a veces extrañas coincidencias. Sé de un novelista que imaginó el viaje de un barco que tenía un percance al llegar a cierta ensenada. Todo inventado. Pues bien, tiempo después supo de un barco de nombre muy parecido al que había imaginado que embarrancó precisamente en el mismo lugar que él señalaba en su novela. ¿Casualidad? Quién sabe.) Por mi parte, desde hace un tiempo tengo insistentemente la sensación de haberme convertido en el personaje que retrata la autora británica E. M. Delafield en su divertidísimo Diario de una dama de provincias. Salvando, claro, las distancias de que yo no vivo en un pueblo inglés en los años treinta, ni tengo dos hijos pequeños, ni he de vérmelas con una presuntuosa e insufrible lady B. Pero eso no son más que minucias. Porque la verdad es que me siento tan atribulada como ella, rodeada por desastres domésticos que resulta imposible prever -por más que una lo intente- y, por supuesto, que tienen difícil solución. Y, abra por donde abra el libro, puedo sentirme identificada con los sentimientos de su protagonista:
8 de marzo. La cocinera transige y dice que se quedará mientras me convenga. Me siento inclinada a contestar que, en ese caso, más vale que se vaya preparando para una vida entera a mi lado, pero me contengo, como es natural. Paso un día agotador en Plymouth persiguiendo criadas imaginarias. Me encuentro con lady B., para quien las dificultades con el servicio doméstico sencillamente no existen.

Ciertamente, el servicio doméstico tal como lo entiende la señora Delafield pasó a la historia, pero cuando una se ha pasado las vacaciones cocinando, fregando y planchando camisas resulta muy fácil ponerse en el pellejo de su heroína.



28 de febrero. Advierto, muy contenta, la aparición de una gran mata de azafranes de primavera junto a la verja de la entrada. Me gustaría referirme a ellos de manera juguetona y adorable, y trato de imaginar que soy la protagonista de Elizabeth y su jardín alemán, pero me veo interrumpida por la cocinera, quien me anuncia que ha llegado el pescadero, pero que solo trae bacalao y abadejo, y que como el abadejo no está muy fresco por cómo huele, ¿qué me parece el bacalao? He reparado muchas veces en que la vida es así. 

En efecto, una querría ser etérea y espiritual, pero cuando la lavadora se empeña en perder agua y la cafetera, tras hacer unos ruidos siniestros, decide rendirse y entregar su alma, es muy difícil centrar los pensamientos en las esferas más elevadas del espíritu. (¿Hay algo más deprimente que empezar el día sin una buena taza de café que llevarse a los labios?)

1 de septiembre. Tarjeta de la estación que anuncia la llegada de un paquete que, adivino al instante, contiene los bulbos y la mezcla de fibra vegetal, musgo y turba. Le sugiero a Robert que los recoja esta tarde, pero no da muestra de entusiasmo y dice que le irá mejor mañana, cuando vaya a buscar a Robin y a su amigo del colegio. (Recordatorio: Una diferencia pronunciada entre los dos sexos es la tendencia masculina a postergar prácticamente todo con la excepción de sentarse a comer e irse a la cama. Me gustaría comprar una de esas chapitas pintadas con la máxima "Hazlo ahora mismo" a la venta en tantas papelerías de segunda, pero, cuando lo pienso bien, comprendo que no fomentaría la armonía doméstica y abandono la idea.)



Algunos podrán pensar que se trata de un comentario sexista, pero les aseguro que yo -que debo convivir con tres especímenes del género masculino- estoy por completo del lado de nuestra dama de provincias.

Definitivamente, a varias décadas y unos miles de kilómetros de distancia, la señora Delafield parece haber reflejado muy bien mi propio estado de ánimo. Tan real me parece, que estoy por proponerle un intercambio. Estoy del todo dispuesta a lidiar con sus cocineras despechadas y sus esposas de vicario pelmazas si ella acepta a cambio vérselas con mis tribulaciones cotidianas. ¿Hace?






 

 

jueves, 1 de enero de 2015

2014: LIBROS QUE SALIERON A MI ENCUENTRO


 
Finalizado el año, a todos nos da por hacer balance. En el caso de los blogueros bibliómanos, es casi inevitable hacer un recuento de las lecturas del año, de los libros que más han gustado, de los descubrimientos literarios o -si el año se ha dado particularmente mal- de las decepciones librescas. Me resulta muy entretenido fisgar en las largas listas de los demás pero, como ya dije en ocasiones anteriores, soy malísima para llevar este tipo de cuentas, de modo que ni sé a ciencia cierta cuántos libros he leído durante el año ni -por lo que se refiere a los que recuerdo- soy capaz de situar con precisión en qué momento lo hice. Es verdad que algunos, los menos, han ido saliendo en este blog, aunque eso no quiere decir que no haya leído otras muchas obras que me gustaron y no encontré el tiempo o el pretexto para traerlas por aquí. 
Así, desecho por imposible la idea de hacer una lista o una selección. Pero, rebuscando en mi memoria, se me ocurre que sí vale la pena mencionar ciertos libros que llegaron a mí por caminos inesperados. Porque está muy bien hacerte con la obra más reciente de un autor que admiras o comprarte esa novela que tanto te han recomendado. Satisfacción casi asegurada. Ideal. Sin embargo, aún mejor es cuando salta la sorpresa, cuando ese libro que coges por casualidad, distraídamente y sin mayores expectativas, resulta ser una lectura estupenda. Y, aunque no sean frecuentes, algunas de esas han habido en 2014. Libros que no busqué, sino que salieron a mi encuentro.
 
 
Estaba en la biblioteca buscando algo muy concreto, que por supuesto no encontré (¿por qué será que ese libro que uno necesita siempre parece estar prestado?). Acabé llevándome este por dos razones. La primera, banal, porque estaba en el mismo estante donde debería haber estado la obra que buscaba y me gustó el título; la segunda, más sólida, porque soy gran admiradora del Vargas Llosa crítico literario (también del novelista, aunque no de todas sus novelas por igual, algunas me han decepcionado bastante). Iba con prisas y ni siquiera me paré a leer de qué iba (la portada hubiera podido darme algún indicio, pero debía estar torpe ese día y no hice la conexión). De modo que mi deleite fue doble cuando, al comenzar su lectura advertí que era ni más menos que un análisis de Los miserables de Victor Hugo. Un gran escritor hablando de otro gran escritor, y diseccionando los mecanismos que hacen su novela tan irresistible. Me pareció, más que un estudio crítico notable -que lo es- uno de los más perceptivos análisis de cómo crear un mundo ficticio. De esos libros que todo aspirante a escritor debería leer.
 
 
A principios de julio, durante una breve escapada a Madrid, andaba yo deambulando por la plaza de Santa Bárbara cuando me encontré con una pequeña pero coqueta y estupenda librería de viejo. Me gustó tanto que, entretenida en husmear su variado e interesante fondo (a pesar de las reducidas dimensiones del local, toda una proeza), un poco más y llego tarde a mi cita. Muchas cosas me tentaban, pero como no era cosa de ir cargada, opté por comprar un solo libro, algo para leer en el tren de vuelta. A ciegas, me decidí por Los imperfeccionistas -de nuevo creo que me dejé llevar por el título- y resultó ser la elección ideal. Seguramente, de haber trabajado yo alguna vez en un periódico, lo hubiese disfrutado aún más, porque parece lleno de guiños internos que sin duda hacen las delicias de la profesión. Es algo así como la historia de un diario -trasunto del ya legendario International Herald Tribune- y de la variada fauna que trabaja en su redacción. Una novela ágil, divertida y llena de tipos humanos curiosos y de anécdotas (con el aliciente añadido de que da la impresión de que muchas de ellas deben basarse en hechos reales).
 
 
 
Seguro que se trata de un prejuicio estúpido, pero suelo desconfiar de los libros escritos a cuatro manos. Por eso, aunque es verdad que había oído hablar bien de Rosa Ribas, este libro no estaba para nada en mi lista de lecturas. El caso es que uno de esos domingos los libreros locales montaron una mini-feria del libro en una de las plazas de mi barrio. Me acerqué por allí más que nada por husmear y de hecho estaba sobre todo interesada en ver si encontraba algo para mí en el tenderete de la librería inglesa.  Pero mira por dónde este libro estaba muy a la vista en el tenderete de al lado, entre una serie de volúmenes al tentador precio de 2 euros y acabé por dejarme tentar. Acierto total (y un prejuicio más que queda desmontado). Me encantó la sugestiva recreación de la Barcelona de los años cincuenta -en la que quise ver ecos del Nada de Carmen Laforet-, que una de las investigadoras sea una filóloga y que la resolución del caso gire en torno al uso del lenguaje. Una atractiva combinación que me ganó del todo.
 
 
Sospecho que estos libros, que no busqué, me estaban esperando. Espero que este 2015 me depare al menos otros tantos afortunados encuentros. Y lo mismo les deseo a todos mis lectores. ¡Que tengan un buen año de lecturas!