¿Qué somos sin memoria? Nada, un cuerpo animado, capaz de llevar a cabo las funciones primarias y poco más. La memoria nos constituye, nos hace humanos, capaces de relacionarnos con nuestro entorno, capaces de aprender (sin recuerdo no hay aprendizaje), capaces de reconocer objetos y personas, capaces de amar y de odiar. Pero nuestra memoria no es infalible, no es ni siquiera muy fiable, en la mayoría de las ocasiones. A veces recordamos demasiado poco, a veces lo que creemos recordar no es lo que sucedió en realidad. Como dice Oliver Sacks:
Parece que no hay en la mente o el cerebro ningún mecanismo que asegure la verdad o, al menos, el carácter verídico, de nuestros recuerdos. No tenemos acceso directo a la verdad histórica, y lo que sentimos o afirmamos que es la verdad depende tanto de nuestro imaginación como de nuestros sentidos (como Helen Keller observó con fundamento). No forma de que los sucesos del mundo puedan ser transmitidos directamente o grabados en nuestro cerebro; los experimentamos y los construimos de una manera altamente subjetiva, que de entrada es diferente para cada individuo, y cada vez que son recordados se reinterpretan o se vuelven a experimentar de un modo distinto.
Porque el funcionamiento de la memoria es (aún) misterioso. El propio Sacks cuenta en algunos de sus siempre amenos libros -como El hombre que confundió a su mujer con un sombrero- algunas peculiaridades de esta facultad tan necesaria como desconocida.
Si dejamos de recordar, si -como les ocurre a los enfermos de Alzheimer- nuestra memoria se desvanece, es como si nuestro "yo" se hubiese apagado. La literatura -que tanto debe apoyarse en la memoria para existir- ha plasmado a menudo de los efectos devastadores de este fenómeno. Como hace Paco Roca en su Arrugas, un cómic tierno y desgarrador a la vez. O Alice Munro, en el famoso cuento "Lejos de ella", que llevó al cine Sarah Polley (magistral Julie Christie).
Aún así, aún sabiendo la escasa fiabilidad de los recuerdos, sigo leyendo con gusto libros de memorias. Muy consciente de que es muy posible que en ellas haya más de recreación que de verdad. ¿Cómo podría ser de otro modo? El banal ejercicio de rememorar un acontecimiento determinado junto a otra persona que también lo vivió demuestra, casi indefectiblemente, que cada uno recuerda algo distinto. Cada cual reconstruye su propia historia como una narración, ordena los elementos, elimina aquellos que estorban, magnifica los que concuerdan con su versión. Es decir, todos somos memorialistas de nosotros mismos. Pero algunos poseen el don de hacer esa narración tan fascinante y vívida que estamos dispuestos a jurar que se trata de la pura verdad. Y si no lo es, desearíamos que lo hubiese sido. ¿Alguien puede creer que Nabokov -por muy niño prodigio que fuese, que sin duda lo era- era capaz de recordar con todo detalle cosas sucedidas cuando tenía tres años? Sin embargo, pocas lecturas hay más deliciosas que su Habla, memoria, esas memorias atípicas y nostálgicas que son al mismo tiempo todo un monumento literario. He encontrado alguna vez personas que decían "no tener ganas" de leer a Nabokov (quizás escandalizadas, sin razón, por su Lolita). A todas ellas -y, de paso, a todos aquellos que aún no conozcan este libro- les digo que Habla, memoria es un deleite, goce literario en estado puro. Reivindicación de la memoria que somos. Sólo que Nabokov lo dice mejor: