John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

miércoles, 28 de diciembre de 2011

LIBROS USADOS: UN GRANITO DE NOSTALGIA


Puestos de libros viejos en el
Mercat de Sant Antoni, Barcelona
Mientras que los lectores ocasionales (englobo en esta categoría a la inmensa mayoría de personas que leen por pasar el rato y no por adicción) -así como, por la cuenta que les trae, los libreros- prefieren los libros nuevos, los bibliómanos solemos tener debilidad por los libros usados. No niego el atractivo de un libro reluciente, con el lomo terso y las páginas incólumes, pero los libros usados tienen un no sé qué que los hace irresistibles. Si los visionarios de la tecnología están en lo cierto y el libro electrónico arrasa con el papel, esta ¡ay! será una afición de la que deberemos prescindir en el futuro. Porque, aun cuando se llegue a permitir y generalizar el préstamo -e incluso la reventa- de libros electrónicos, un ebook usado es exactamente igual que uno nuevo. Es decir, carece del encanto del papel que amarillea, de la cubierta rozada, de las marcas dejadas por lectores anteriores, del nombre del antiguo propietario inscrito en las primeras páginas o de la dedicatoria banal, intrigante o indiscreta que da pie casi a novelas enteras (¿qué querría decir el que la escribió? ¿a quién iría dirigida? ¿por qué el propietario se deshizo del ejemplar dedicado?). Ya muchas librerías de viejo han ido languideciendo y desapareciendo y, a pesar de lo utilísimo y eficaz que es un servicio como el de Iberlibro -del que soy fiel usuaria-, nada sustituye al encanto de poder hojear, tocar y oler esas estanterías polvorientas, esos montones de libros dispares. La comodidad que supone la venta online, unida al imparable proceso de renovación urbanística de la ciudad hace temer por la continuidad del que hasta hace poco había sido el paraíso de los bibliómanos en Barcelona, el mercado de libros usados que se instala cada domingo en el Mercat de Sant Antoni. Desde el verano pasado, y debido a las obras de remodelación del edificio que alberga el mercado, los puestos de libros usados han pasado a una carpa en una calle adyacente. Se ha hablado de que más adelante recuperará su ubicación anterior. Confío en que sea así, pero tengo la impresión de que, sea como sea, perderá parte de su encanto. Que consistía en los libros -los pobres, cada vez más arrinconados en favor de videojuegos, películas y otros artilugios modernos- pero también en el entorno, en esos puestos hechos con cuatro tablones, exentos de toda sofisticación, esos pasillos estrechos por donde costaba abrirse paso entre la multitud. Si la crisis o el avance tecnológico no lo impiden, el mercadillo de los domingos regresará a su anterior ubicación, pero ya no será lo mismo. Vaya desde aquí mi granito de nostalgia por tantas mañanas pasadas husmeando en los puestecillos, por tantos pequeños tesoros encontrados, por tantos libros usados adquiridos en un ambiente único y ya, seguramente, irrepetible.



viernes, 23 de diciembre de 2011

CANCIÓN DE NAVIDAD


El baile de Mr. Fezziwig

A punto de entrar en el 2012, el Año Dickens por excelencia, qué menos que felicitar las fiestas a mis lectores con alguna de las ilustraciones que el propio Dickens encargó para su primera Canción de Navidad, que se publicó el 19 de diciembre de 1843, con un éxito tal que para el día de Navidad se habían agotado los 6.000 ejemplares de la primera edición. El autor de las ilustraciones fue John Leech, un personaje también muy dickensiano, a quien la bancarrota de su familia obligó a dejar los estudios de medicina, donde había destacado en dibujo anatómico. Quizá fue una pérdida para la medicina, pero el mundo del arte ganó un notable ilustrador. Leech fue el dibujante principal de la revista Punch desde 1841 a 1861, y durante este período publicó más de tres mil ilustraciones en ella. Aunque se hizo famoso como dibujante satírico, aportó también sus ilustraciones a numerosas novelas, cuentos y libros para niños.
Para Canción de Navidad Dickens le encargó cuatro  dibujos coloreados a mano y cuatro grabados en madera. Todos ellos se han hecho enormemente populares, y han llegado a representar en el imaginario colectivo el "espíritu de la Navidad", tal como lo veía Dickens. Al igual que sus personajes, pues, bailemos bajo el muérdago, festejemos y olvidemos a los fantasmas que nos rondan, pasados o futuros. ¡Feliz Navidad!

El fantasma de Marley

miércoles, 21 de diciembre de 2011

CÓMO LEER UN LIBRO

Pero bueno, vaya cosa más inútil, a ver si se han creído que no sé leer. Y si no sé, ¿cómo voy a leerme este tocho de más de 400 páginas? Tranquilícense, no se trata de aprender a deletrear. Ni a juntar palabras. Ni siquiera de entender frases completas. Lo que pretende este manual -y lo lleva consiguiendo desde 1940- es enseñar al lector a comprender lo que lee y a sacar provecho de ello. Destinado ante todo a estudiantes y a lectores de no-ficción, enseña cómo enfrentarse a cualquier texto, por denso que este sea. Pues, como dice su autor, Mortimer J. Adler, "leer un libro debería ser una conversación entre el autor y tú. Presumiblemente él sabe más del tema que tú; si no fuese así, no deberías perder el tiempo con ese libro. Pero comprender es una operación que funciona en dos direcciones: el lector debe cuestionarse a sí mismo y cuestionar al profesor, una vez ha entendido lo que este le está diciendo". Enseñar a leer, a leer bien, entendiendo y procesando lo que se lee, es una asignatura pendiente de todos los niveles de enseñanza. En primaria tiene un pase, bastante hay con introducir a los infantes en el mundo de las palabras escritas. Pero a medida que avanza el nivel y los textos a descifrar se hacen más complejos, más necesaria resulta una guía como esta. Así pasa lo que pasa, que no existen apenas analfabetos, pero que un porcentaje aterrador de gente es incapaz de enfrentarse a nada más complejo que los pies de foto del ¡Hola!.
Aparte de su indudable utilidad -necesidad, diríamos casi-, el libro en cuestión tiene también una historia curiosa. Veamos. Su autor original, Mortimer J. Adler (1902-2001) era todo un personaje. Hijo de judíos inmigrantes en los Estados Unidos, dejó la escuela a los 14 años para entrar a trabajar, pero siguió tomando clases nocturnas y llegó a graduarse en la Universidad de Columbia, para más tarde convertirse en profesor universitario de filosofía y derecho y llegar a ser director de planificación de la Encyclopaedia Britannica, entre otros muchos méritos. Aparte de numerosos libros de filosofía, su interés por la divulgación del saber le llevó a escribir la primera versión de este Cómo leer un libro en 1940, con gran éxito. En 1972 redactó una nueva versión revisada, conjuntamente con Charles Van Doren, que es la que actualmente existe en el mercado. Hijo de un reputado poeta y de una novelista,  este último estaba dotado de una gran inteligencia y de amplios intereses -además de graduado en música, tenía un doctorado en inglés y otro en astrofísica-, pero también, al parecer, de una gran ambición, que finalmente fue su ruina. Durante varios meses a lo largo de 1956 y 1957, Van Doren se convirtió en uno de los hombres más populares de Estados Unidos, gracias a su participación en el programa-concurso Twenty One, donde obtuvo los máximos premios previstos, hasta el punto de que la revista Time le dedicó una de sus cubiertas. Sin embargo, pronto se destaparon acusaciones de que el concurso estaba amañado, el asunto se convirtió en un escándalo y Van Doren fue llamado a declarar ante una subcomisión del congreso, donde reveló que había participado del fraude y se disculpó por ello. Quien quiera saber más sobre el tema puede acudir a la película Quiz Show, dirigida por Robert Redford, que se basó en él. En fin, Van Doren salió de allí cubierto de oprobio y renunció a su puesto de profesor en Columbia. Sin embargo, siguió trabajando en el mundo editorial y también como redactor en la Encyclopaedia Britannica. De ahí sin duda procede su vinculación con Adler, que le llevó a colaborar con este en la nueva redacción de su obra. Un legado, desde luego, mucho más digno que el del concurso. Si además tenemos en cuenta que la obra se ha seguido vendiendo durante más de treinta años, quizás incluso ha resultado mejor negocio.


viernes, 16 de diciembre de 2011

MUERTE DE GEORGE WHITMAN

Hace dos días, el 14 de diciembre de 2011, murió en París George Whitman a los 98 años, a consecuencia de un derrame cerebral sufrido hace un par de meses. Whitman era el bohemio, original y muy literario (en todos los sentidos) dueño de la librería Shakespeare & Co. de París, de la que ya hemos hablado en alguna otra entrada (y sobre la que podéis encontrar mucha más información en otros blogs).  Es una triste pérdida, no por esperada menos sentida. Su hija, confiamos, continuará su labor y París segurá contando con un oasis dedicado a la literatura anglosajona a las orillas del Sena.
Para recordar a tan singular personaje, os dejo el clip de un video producido por Sundance Channel en 2005, Portrait of a Bookshop as an Old Man,  donde podréis ver a Whitman en todo su esplendor.

jueves, 15 de diciembre de 2011

GRANDES HISTORIAS

En la vieja discusión entre si es mejor una novela o su adaptación cinematográfica, suele ganar la primera. No siempre, desde luego, y también depende de qué espera cada cual de la adaptación al cine, de hasta qué punto se comprende que el lenguaje literario y el cinematográfico son distintos. Resulta lógico que, puesto que nos llegan por vías diferentes, nuestra percepción de lo que nos cuentan también sea diversa. Sea como fuere -podríamos discutir largamente sobre esto- ahora mismo sólo recuerdo una  adaptación reciente que me pareciera igual o mejor que la novela en que se basaba: No es país para viejos, de los hermanos Coen. Quizás es que las obras de Cormac McCarthy se prestan especialmente bien para ser trasladas al lenguaje de la imagen, porque también La carretera y Todos los caballos bellos pasaron a la gran pantalla.  Ya en tiempos del cine mudo la literatura se convirtió en una fuente inagotable de temas y argumentos para el cine (hace poco mencionábamos el Hamlet protagonizado por Asta Nielsen en 1920, nada menos). En este primer decenio del siglo XXI, la literatura parece estar más viva que nunca en las pantallas, véase sin ir más lejos el reciente estreno de la Jane Eyre dirigida por Cary Fukunaga, que hace la adaptación número dieciséis de esta novela a la pantalla. Con este motivo, y cediendo a la inevitable atracción por las listas, Cinemanía ha elaborado una de las obras y autores que más adaptaciones cinematográficas han conocido. Si hemos de hacer caso a la base de datos de IMDb, el autor más adaptado sería -adivinen-: William Shakespeare, que figura como guionista en los créditos de nada menos que 862 películas (y sigue, porque de estas hay al menos diez que aún están en posproducción, a saber cuántas más serán de aquí a un par de años). También ocupa un lugar destacado el libro de los libros, la Biblia. Claro que en cierto modo juega con ventaja, porque consta de tantos libros y episodios (y su impronta en la civilización occidental es de tal magnitud, añadiría) que no sorprenderá que, sumando el Antiguo y el Nuevo Testamento, la cifra de películas basadas en ellos se eleve a 161.  Pocas, si las comparamos con la infinidad de secuelas y derivados que han generado las diversas aventuras de Sherlock Holmes, 226. Aunque en este caso más que adaptaciones de novelas concretas a menudo se trata simplemente de tomar  el personaje de Sherlock y hacerlo intervenir en alguna arriesgada aventura, como ocurría por ejemplo en El secreto de la pirámide. A pesar de no figurar en esta lista, Jane Austen tampoco les va a la zaga: su nombre figura en los créditos de 51 títulos, pero si contamos con que muchos de ellos son series de varios capítulos, en realidad las horas  de Jane Austen en pantalla pueden equipararse con cualquiera de los autores antes mencionados. La conclusión casi inevitable de todo esto es que una buena historia y unos buenos personajes son inmortales. Pasen los años que pasen, sea cual sea el medio a través del que se transmitan, son capaces de viajar a través de las generaciones, fascinando de nuevo a su público cada vez que reaparecen. Esa es su verdadera grandeza.
Charlton Heston como Moisés en Los diez mandamientos,
¡qué tiempos aquellos!

domingo, 11 de diciembre de 2011

SHAKESPEARE ES ALEMÁN

Escenario del teatro The Globe
Aunque pueda parecer lo contrario, el título de esta entrada no es un nuevo intento -uno más de los muchos que han habido- de atribuir las obras de Shakespeare a otro autor. Ni, desde luego, pretende demostrar que Shakespeare escribiera en alemán, vaya herejía. Sin embargo, lo cierto es que Alemania es probablemente el país donde más a menudo se representan las obras de Shakespeare y este autor es considerado como "uno de los nuestros". Así lo afirma Ken Larson, citando como ejemplo las frases finales de la conferencia que pronunció el respetado dramaturgo alemán Gerhart Hauptmann ante la Sociedad  Shakespeare alemana en Weimar: "No hay ningún pueblo, ni siquiera el inglés, que se haya ganado tanto como el pueblo alemán el derecho a Shakespeare. Los personajes de Shakespeare se han convertido en parte nuestro mundo, su alma se ha hecho una con la nuestra: y si bien nació y está enterrado en Inglaterra, es en Alemania donde en verdad vive." Hay que precisar que esto sucedía en abril de 1915, y formaba parte de la ola de sentimientos patrióticos y antibritánicos propiciados por la guerra. Para los alemanes, era impensable meter al gran Shakespeare en el mismo saco que a sus enemigos.  Pero incluso dejando de lado las dos guerras mundiales -durante las que la reivindicación de la germanidad de Shakespeare alcanzó extremos- está fuera de toda duda que la adopción de Shakespeare por la cultura alemana supera a la de otros países.
Tal como demuestran los anuarios de la Deutsche Shakespeare-Gesellschaft (una de las más antiguas que existen), la cantidad de obras de este dramaturgo que se representan anualmente en los escenarios alemanes sólo es superada por las obras de Schiller, y con frecuencia son más que las que se llevan a cabo en el propio Reino Unido. Asimismo, desde finales del siglo XVIII pueden contarse más de veinte traducciones al alemán del corpus shakespeariano en su totalidad. Si vamos a obras sueltas, Ken Larson ha rastreado hasta treinta y siete traducciones del Rey Lear en poco más de doscientos años. Ninguna otra lengua puede alardear de lo mismo. En reconocimiento a esta "relación especial" de Alemania con el dramaturgo inglés, el Globe Theatre celebró el otoño pasado unas jornadas que llevaban  el mismo título que esta entrada: "Shakespeare is German", organizadas por Patrick Spottiswoode. Uno de los escritores que más hizo por la afición shakespeariana de sus compatriotas fue Goethe, quien en un apasionado discurso pronunciado cuando sólo contaba 22 años, en 1771, describió su encuentro con la obra de Shakespeare como su verdadero despertar a la literatura; durante estas jornadas se presentó un volumen (en inglés) con todos los ensayos de Goethe sobre Shakespeare. El programa incluyó también varias conferencias y el pase de un Hamlet mudo de 1920, con la gran actriz Asta Nielsen como protagonista.

Asta Nielsen en el papel de Hamlet.
Pero también es un tanto especial la relación del propio Globe Theatre con Alemania. Antes de que este teatro fuese reconstruido en Londres en 1997 -siguiendo el modelo del desaparecido teatro de Shakespeare- los alemanes ya habían hecho lo mismo, en la ciudad renana de Neuss, donde desde 1991 el Globe Theater alemán acoge un festival dedicado a este dramaturgo. Y no es el único en ese país: tanto la ciudad de Schwäbisch Hall como el Europa-Park, en la localidad de Rust, cuentan con reproducciones del Globe. Ante tanto fervor shakespeariano, se les puede perdonar que consideren a Shakespeare alemán.

jueves, 8 de diciembre de 2011

DICKENS Y LO SOBRENATURAL

Probablemente dentro de cien años los estudiosos de la literatura se sorprenderán de la repentina  afición por los libros de vampiros y de zombis que, al menos durante algunos años -imagino que la moda remitirá, pero a día de hoy veo indicios de ello-, llenaron nuestras estanterías y nuestras pantallas de sangre y casquería. A buen seguro les parecerá casi tan rara como la afición por los espíritus y el más allá que se hizo tan popular durante el XIX, y que movilizó  a favor y en contra a la mayoría de personalidades literarias del momento. Conan Doyle fue uno de ellos, y muy activo por cierto. Pero también Dickens -siempre tan interesado por todas las novedades- se vio envuelto en la "ola de mesmerismo" que hacía furor en la sociedad británica del momento y se interesó tanto por el magnetismo animal como por la psicología, una ciencia entonces en su infancia. Estrictamente, Dickens no creía en lo sobrenatural y prefería atribuir las apariciones y otros fenómenos paranormales a causas físicas o psicológicas. En 1858 escribió un artículo satírico en su revista Household Words, titulado "Well Authenticated Rappings" en el que la voz que el narrador oye en su cabeza se debe a un espíritu, pero alcohólico en su caso: una vulgar resaca. Sin embargo, también supo reconocer que la ciencia no estaba en condiciones de dar una explicación a todos los fenómenos de este tipo. Y, con su infalible olfato para lo que interesaba y conmovía a los lectores, supo estimular en sus novelas y cuentos la afición por lo sobrenatural. Lugar destacado ocupan en este capítulo sus Cuentos de Navidad, en los que nunca faltan los fantasmas, que gozaron de una inmensa popularidad en su época y de los que se han hecho incontables ediciones, versiones y adaptaciones al teatro y a la pantalla. De hecho, el gran mérito de Dickens es haber trasladado la historia de fantasmas clásica desde los tétricos castillos de la novela gótica a la sala de estar del hogar victoriano.
En vísperas del Año Dickens (2012), la British Library ha inaugurado hace unos días una exposición que gira en torno a Charles Dickens y lo sobrenatural, donde, además de artículos, cartas y obras de este autor que tienen que ver con el tema se pueden ver ejemplares de The Terrific Register: or, records of crimes, judgements, providences and calamities, una revistilla sensacionalista que Dickens leía con delectación en su juventud y que se ocupaba de temas como asesinatos, fantasmas  o canibalismo. Sin duda, un estupendo acicate para la imaginación del futuro escritor.


 

domingo, 4 de diciembre de 2011

UNA VIDA CON MONTAIGNE


Por el título, se diría un libro de autoyuda: Cómo vivir. O una vida con Montaigne en una pregunta y veinte intentos de respuesta. Aunque estrictamente se trate de una biografía, esta inteligente mirada a Montaigne, a su vida y su obra, escrita por Sarah Bakewell, es mucho más. Ante todo, una lectura apasionante y una deliciosa introducción a la figura de Montaigne y a su obra. Pero no sólo eso. Es también una historia de los lectores de Montaigne, de la huella que ha dejado en diferentes personas, de cómo cada época se ha apropiado de su obra y la ha hecho suya, de por qué esos Ensayos (no olvidemos el significado de la palabra ensayo: "intento", "tentativa". Montaigne no pretende sentar cátedra ni convencer de nada, más bien al contrario) hablan a cada lector como si hubiesen sido escritos sólo para él. De por qué las reflexiones de un noble francés del siglo XVI que habla ante todo de sí mismo pueden tener valor universal. Como dice la autora, los Ensayos "crean un autorretrato sincero que es también un espejo, pues Montaigne creía que 'cada hombre lleva en sí la forma de la entera condición humana' y pensaba que abriendo su propia mente podía revelar a los demás la suya". Una biografía insólita que no sólo informa y entretiene, sino que hace pensar, que nos invita a cuestionar -como hace el propio Montaigne- nuestra postura ante la vida y sus contrariedades. Luego, sólo queda sumergirse gozosamente en los propios Ensayos y averiguar si, como dijo de ellos Ralph Waldo Emerson: "Me parecía como si hubiese escrito yo mismo el libro, en una vida anterior".
A pesar de que no es un libro de autoayuda, al terminar de leerlo habremos aprendido algo acerca de cómo vivir. No es poco.

miércoles, 30 de noviembre de 2011

PERDIDOS Y ENCONTRADOS: LIBROS QUE REAPARECEN

La experiencia demuestra que rebuscar entre viejos legajos y manuscritos amarillentos no es una pérdida de tiempo, sino que incluso puede llevar a hallazgos insospechados. Casi coincidiendo con mi entrada anterior que también tocaba este tema, la web Flavorwire se ha descolgado con una serie de anécdotas sobre obras perdidas y encontradas. Para mi gusto, su criterio de selección es un tanto laxo, porque no es lo mismo la paciente búsqueda del investigador que sigue una pista que el heredero que va dosificando la publicación de originales inéditos o inacabados -véase el caso del hijo de Tolkien, que parece tener un fondo inagotable de este material-, o bien recupera alguna obra de juventud que el autor (a menudo con buen criterio) decidió en su momento no dar a la imprenta. En cualquier caso, muchas de estas historias de libros perdidos y encontrados tienen su enjundia. Vale la pena hacerse eco de algunas:
Irene Némirovsky, con su marido e hijas

Número uno en el ránking, simplemente porque se trata de una gran novela con una terrible historia detrás: Suite francesa de Irene Némirovsky. Durante los primeros tiempos de la Ocupación nazi, refugiada con sus hijas en un pueblecito francés, Irene Némirovsky se dedicó a escribir lo que esperaba sería una novela en cinco partes. Sólo llegó a completar dos de ellas antes de ser detenida y llevada a un campo de concentración, donde moriría. A sus hijas les dejó una maleta llena de papeles, una maleta que después de la guerra acabó en un desván. Sus hijas, creyendo que lo que había en ella eran los diarios de su madre, consideraron que leerlos les resultaría demasiado doloroso. Por fin, en 1998, su hija Denise decidió ordenar su contenido y descubrió que todas esas páginas escritas con una caligrafía diminuta y casi ilegible eran una novela. Durante muchos meses, se dedicó a transcribirlas y la obra por fin vio la luz en 2004. Por uno de esos juegos malvados de la vida, su otra hija, Elisabeth Gille, que era editora, murió en 1996 (tras escribir una biografía de su madre), de modo que nunca llegó a saber lo que contenía la maleta ni a leer esa novela póstuma de su madre.

Conan Doyle, en 1890
Otra historia, esta vez más graciosa: se trata de la primera novela de Arthur Conan Doyle, que escribió cuando tenía 23 años y que hace escasamente un mes vio por primera vez la luz, después de 130 años. Al parecer, Conan Doyle le envió al manuscrito a un editor, con tan mala suerte que éste se perdió en el correo. Entonces el autor decidió reescribirlo de memoria, aunque da la impresión de que esta le falló, porque el manuscrito recuperado ahora por la British Library, que lleva por título The Narrative of John Smith, termina en el capítulo sexto. En aquella época en que los novelistas escribían a mano, extraviar un original podía ser una verdadera tragedia.
A veces, el tiempo transcurrido entre la escritura y la publicación pone de relieve aspectos que en su tiempo hubieran pasado inadvertidos. Eso es lo que sucedió con la novela "perdida" de Julio Verne, París en el siglo XX. Rechazada por su editor -a la que le pareció descabellada- en 1863, Verne la encerró en una caja fuerte, donde la encontraría su nieto muchos años después. La versión francesa no se publicó hasta 1994. En esta novela, que transcurre en el París de 1960, Verne nos habla de un mundo puesto al servicio del dinero, donde la gente viviría preocupada por las cotizaciones de Bolsa, en donde la educación y la tecnología no estarían al servicio del conocimiento, sino de la acumulación financiera. No iba del todo desencaminado, ¿verdad? Verne también habla de un invento llamado «telégrafo fotográfico», el cual «permite enviar a cualquier parte el facsímil de cualquier escritura, autógrafo o dibujo, y firmar letras de cambio o contratos a diez mil kilómetros de distancia».  Su protagonista, Michel Jerôme, un joven que ama la lectura y las lenguas clásicas, es tachado de inútil, porque sus habilidades no valen nada en esa sociedad mecanizada. Realmente, no era tan descabellado...

domingo, 27 de noviembre de 2011

EL PALIMPSESTO DE ARQUÍMEDES


Los caminos por los que la sabiduría de los griegos, ese germen de la civilización tal como hoy la concebimos, ha llegado hasta nosotros son a menudo tortuosos. Mucho se ha perdido, seguramente para siempre -de no mediar algún milagro-, y otro tanto lo conocemos sólo de forma fragmentaria o a través de terceras personas. Esta es la historia de cómo unos escritos de Arquímedes han visto la luz, gracias al trabajo paciente de los investigadores, a las más modernas tecnologías, y a una serie de casualidades dignas de una novela. Allá por el siglo III a. C., Arquímedes de Siracusa escribió sus tratados sobre rollos de papiro, unos originales irremediablemente perdidos en la noche de los tiempos. Por fortuna, sus obras fueron copiadas por generación tras generación de escribas. Hacia finales del siglo V, probablemente, estos escritos dieron el salto al pergamino y fueron encuadernados. El que nos ocupa, el protagonista de esta historia, es un pergamino que se ha podido datar hacia el año 900, sin duda procedente de Constantinopla. Cuando en 1204 las grandes bibliotecas de esta ciudad fueron saqueadas por los cruzados, nuestro pergamino consiguió de algún modo sobrevivir y llegar hasta un monasterio cristiano. En 1229, un monje griego que necesitaba pergamino para un libro de oraciones desmontó el manuscrito de Arquímedes, rascó lo escrito y sobre esa misma piel copió el texto litúrgico. Un proceso muy común en una época en que el pergamino era un bien escaso y caro, y en que la salvación de las almas tenía un rango mucho más elevado que la ilustración de las mentes. El resultado de esta operación se conoce como palimpsesto (palabra hermosa donde las haya). A continuación, silencio, oscuridad y rezos durante varios siglos, hasta que en 1906 un clasicista danés, Johan Ludwig Heiberg, descubrió el manuscrito en la biblioteca de un monasterio ortodoxo griego en Constantinopla. No sé bien cómo (mi fuente no lo dice), supo reconocer que bajo las plegarias había un texto griego, una obra de Arquímedes. Consiguió que le permitieran fotografiar muchas de las páginas e incluso publicó algunos artículos desvelando aquellos fragmentos que había podido descifrar. Así, el mundo occidental tuvo noticia de la existencia de una obra de Arquímedes hasta entonces desconocida, el Método de los teoremas mecánicos. Gran cosa para la cultura, mala para la codicia: poco después de la Segunda Guerra Mundial, el palimpsesto desapareció de la biblioteca -sin duda fue robado- y se cree que permaneció en manos de una familia francesa durante la mayor parte del siglo XX. En 1998 salió inesperadamente a subasta en Christie's y fue adquirido por dos millones de dólares por un comprador anónimo. Recordemos que durante todo este tiempo ningún especialista había podido estudiar el manuscrito: la mayor parte de los textos de Arquímedes en él contenidos seguían siendo inaccesibles.
Pero ya no. Desde el pasado 16 de octubre en el Walters Arts Museum de Baltimore (EE.UU.) se puede visitar la exposición "Lost and Found: the Secrets of Archimedes", donde se desvela no sólo qué era lo que escondía el palimpsesto, sino cómo, en una paciente y escrupulosa labor que ha durado años, se llegó a descifrarlo. Gracias a William Noel, conservador del museo, y su equipo y gracias también a la generosidad del comprador -sigue siendo anónimo- que accedió a prestarlo para su estudio, el palimpsesto de Arquímedes ha desvelado sus secretos y ha regalado al siglo XXI varios tratados de Arquímedes, además de algunos otros textos de la época. Sobrecoge un poco pensar el largo camino que ha sido preciso recorrer para llegar a leerlos, pero también emociona ver cómo las voces de la Antigüedad pueden ser recuperadas.



miércoles, 23 de noviembre de 2011

CONTRA GUTENBERG


La historia se repite... y no está de más recordarlo. La imprenta de tipos móviles y las posibilidades que conllevaba no fueron bien acogidos por todo el mundo. En especial -aunque desde nuestra perspectiva actual parezca raro- por algunos letrados y eruditos que veían mal que "advenedizos" como Gutenberg tuviesen entrada a un sistema cerrado como era el de la copia de manuscritos y el microcosmos cultural creado en torno a los scriptorium medievales. Un fraile dominico de finales del siglo XV, Filippo di Strata, desarrolló contra este invento toda una argumentación, que fue aprobada y compartida por el numerosos miembros del senado veneciano, de la que se derivaba la conclusión "Est virgo hec penna, meretrix est stampificata" [La pluma es una virgen, la imprenta una puta]. Curiosamente, los suyos eran argumentos muy parecidos a los que emplean hoy los que se oponen a las nuevas tecnologías y al libro electrónico. Véanse sino algunos de los males que nuestro fraile le achaca a la imprenta:
-corrompe los textos, que se ponen en circulación en ediciones apresuradas y con faltas
-atiende sólo al beneficio económico, no a la calidad intrínseca de las obras
-corrompe los espíritus, difundiendo textos inmorales y heterodoxos (¿no les suena a aquello de "en internet sólo hay pornografía y basura"?)
- corrompe el saber mismo, que resulta envilecido por el hecho de ser divulgado entre los ignorantes

Fra Filippo no era una voz aislada. Muchos pensaban así, no sólo cuando la imprenta era aún una novedad, sino incluso un siglo más tarde. En  fecha tan tardía como 1610, Lope de Vega se hace eco de esta opinión nada menos que en Fuenteovejuna, en un pasaje (versos 892-930) en que el docto Leonelo hace partícipe al campesino Barrildo de sus dudas en cuanto a la utlidad del invento de "Gutemberga, un famoso tudesco de Maguncia": aunque preserva y difunde las obras de valor, también hace circular los errores y los absurdos y permite la usurpación de identidad a los que quieren arruinar la reputación de un autor haciendo circular sandeces con su nombre.

Otros, en quien la baja envidia cabe,
sus locos desatinos escribieron,
y con nombre de aquél que aborrecían
impresos por el mundo los envían.

¿No resulta esta última acusación de lo más familiar?
 Pues al fin, objetaba fra Filippo "el mundo ha funcionado perfectamente bien durante seis mil años sin imprenta, y no hay necesidad de que cambie ahora". Los que ahora dicen que "el libro impreso ha funcionado perfectamente bien durante quinientos años, nada lo puede sustituir" quizás deberían volver la vista atrás y reflexionar. Lecciones de la historia...

domingo, 20 de noviembre de 2011

UN MATRIMONIO FELIZ

Para qué engañarnos, el matrimonio tiene mala prensa. Y los matrimonios largos, esas parejas que pasan juntas toda una vida, aún más. Si alguien lleva veinte o treinta años con la misma persona, inmediatamente se asume que permanecen unidos por costumbre, porque no les ha surgido nada mejor, porque son demasiado tradicionales o acomodaticios para buscar alicientes más allá de las paredes de su hogar. ¿Qué decir pues del matrimonio feliz como motivo literario?  Fracaso seguro. Lo que atrae al lector son las historias de matrimonios rotos, de infidelidades, los triángulos amorosos, las grandes pasiones que arden y se consumen en poco tiempo pero ¡oh, son tan intensas! Por eso hay que descubrirse ante Rafael Yglesias, que ha logrado lo que parecía imposible: hacer una novela sobre una pareja que sigue enamorada pese al desgaste de los años, y conseguir que esa historia arrebate al lector. Más difícil todavía, su novela contiene otro tabú, como es una enfermedad terminal. El autor no nos ahorra ninguna de las degradaciones a las que el estadio final del cáncer que padece somete a la esposa del protagonista. A pesar de todo eso, Un matrimonio feliz es una novela llena de humanidad, conmovedora, tierna y dura a un tiempo, que se lee entre las sonrisas y las lágrimas. Real como la vida misma, porque lo que cuenta nos suena absoultamente real, como lo son sus personajes y las cosas que les suceden. Nos cuenta cómo la vida se compone de hechos banales, de absurdas casualidades, de imperfecciones, de momentos mágicos, de pequeñas renuncias, de aferrarse a lo que de verdad importa y de valorar lo que vale la pena. La de Enrique y Margaret no es una pareja perfecta, como no lo es ningun matrimonio real, pero es un matrimonio feliz. Por eso mismo, su historia salta de las páginas y nos agarra por el cuello. Auténtica, triste y hermosa a la vez.

jueves, 17 de noviembre de 2011

OMISIONES LITERARIAS

Un aspecto así debe tener mi particular
 "muro de la vergüenza" literario
Tantos libros y tan poco tiempo... Por más horas que le dediquemos, es humanamente imposible leer todo lo que se publica, qué digo, ni una centésima parte de lo que se publica, ni siquiera las novedades que reseñan los suplementos litearios, ni mucho menos los cientos de libros que recomiendan los blogs que uno sigue (a nada que sea mínimamente bloguero y activo, se entiende). Por este lado, podemos tener la conciencia tranquila: es una empresa imposible, ergo, no hace falta perder el sueño si nuestro ritmo de lectura no abarca tamaña vastedad de libros. Sin embargo, están esas obras selectas, esos clásicos indiscutibles, desde la Odisea al Ulises de Joyce, desde el Quijote hasta La montaña mágica, que se supone que toda persona culta debiera conocer. ¿O no? Pues no. Evidentemente, cada uno oculta las lagunas de su cultura literaria, avergonzado y convencido de que es el único que las tiene. Y todos los demás hacen lo mismo. En una de sus novelas más divertidas, Intercambios, David Lodge se sirve de ello para crear una hilarante escena en la que los profesores de un campus idean un juego de sociedad llamado "Humillación" que consiste en que cada uno revela el título de un clásico que no ha leído: al final, gana uno que afirma solemnemente que nunca ha leído Hamlet. A esta lista de "libros-que-hay-que-haber-leído" no leídos que cada cual guardamos en lo más profundo de nuestros desvanes se le ha dado en llamar últimamente "el muro de la vergüenza" o "el estante de la vergüenza". Para demostrar que todos, hasta los más cultos, tenemos uno, la revista Slate hizo una encuesta entre una serie de reputados críticos literarios. La verdad, me reconfortó enterarme de qué era lo que no habían leído: mi admirada Anne Fadiman intentó por tres veces leer Guerra y Paz, sin éxito; otros confiesan sus problemas con El hombre sin atributos, de Musil (que comparto, ¡un alivio, ya no hará falta que lo intente más, estoy en buena compañía!), con Moby Dick (ahí voy por delante, pero lo mío es trampa: la leí en una versión juvenil abreviada) o con el Ulises (conozco a tanta gente que no ha logrado terminarlo, que sospecho que lo que es una rareza es haberlo acabado; yo tampoco lo conseguí nunca). No voy a preguntar si alguno de ustedes no ha leído el Quijote, pero sí voy a revelar mi propio "estante de la vergüenza": nunca he leído En busca del tiempo perdido de Marcel Proust. Curiosamente, eso no me ha impedido entender lo que es el estilo proustiano. Pero que no salga de aquí. Lo que sí he leído es el libro de Pierre Bayard Cómo hablar de los libros que no se han leído. Por si las moscas.

domingo, 13 de noviembre de 2011

UN BUEN TÍTULO (II)

Según mi experiencia, los autores se dividen más o menos a partes iguales entre aquellos que desde el principio tienen pensado un título para el libro que aún no han comenzado a escribir y los que mantienen la etiqueta de "título provisional" o "sín título" hasta terminar la versión final, o incluso después (he llegado a verlo así incluso en catálogos de algunas editoriales, de esas que trabajan con mucha antelación). Hay que decir también que, al igual que hay escritores que destacan -por ejemplo- en la creación de diálogos y otros que sudan tinta para que las palabras que ponen en boca de sus protagonistas suenen verosímiles, hay también escritores que tienen una especial facilidad para dar con títulos atractivos, y otros -sin que ello tenga que ver con la calidad de su obra- que a la hora de titular se quedan en blanco. Y luego está el hecho, que ya mencioné en una entrada anterior, de que muy a menudo son los editores los que sugieren (¿o imponen?) el título definitivo de una obra, por lo general apoyándose en razones de índole comercial. Las oficinas de los editores están llenas de historias muy jugosas sobre este tema ("¿Sabes qué titulo pretendía ponerle Fulanito a esta novela?"), pero la mayoría no suelen trascender. Las que lo hacen... , en fin, yo no les daría un crédito absoluto. Pero, en cualquier caso, resultan divertidas para los amantes de "trivia" literarios. Ahí van algunas:
-El lamento de Portnoy, de Philip Roth, tuvo  diversos títulos antes de este, entre ellos The Jewboy (El chico judío),  y A Jewish Patient Begins his Analysis (Un paciente judío comienza su análisis).
-El gran Gatsby pasó también por varias encarnaciones antes de dar con su título definitivo, y considerablemente más satisfactorio, entre ellas algunas tan espantosas como Trimalchio in West Egg (Trimalción en West Egg); Among Ash-Heaps and Millionaires (Entre las cenizas y los millonarios); Under the Red, White, and Blue (Bajo la roja, blanca y azul); Gold-Hatted Gatsby (Gatsby el del sombrero de oro). Cuesta creer que la obra hubiese llegado a ser un éxito de haber llevado alguno de estos títulos.
-El título de trabajo de Lo que el viento se llevó era Tomorrow Is Another Day (Mañana será otro día); en este caso, no fue el único cambio significativo: hasta el último momento, Scarlett se llamaba "Pansy", ¡ughh!
-Bram Stoker también barajó diversos posibles títulos para su Drácula, entre ellos The Dead Un-Dead (Los muertos no-muertos).
-A los veintiún años, Carson McCullers mandó seis capítulos de su primera novela, The Mute (La muda), a la editorial Houghton-Mifflin, que le ofreció un anticipo y rápidamente cambió el título por el de El corazón es un cazador solitario. Ahí, creo yo, estuvieron acertados.
-Vladimir Nabokov planeó originalmente llamar The Kingdom by the Sea (El reino junto al mar) a su luego famosísima Lolita . Sin embargo, se ve que el primer título le gustó: en su novela ¡Mira los arlequines! ese es el nombre del libro que escribe el narrador.  
-Se ha dado el caso, incluso, de que el cambio no se deba a la voluntad del autor ni del editor, sino de terceros, como ocurrió con la novela de Don Delillo, Ruido de fondo, que él quiso llamar Panasonic, pero los abogados de la compañía se opusieron y hubo que buscar otro título.

jueves, 10 de noviembre de 2011

RUTAS LITERARIAS

Escribir es crear mundos. A veces, literalmente: el autor se inventa lugares que nunca han existido, poblados por seres extraños o simplemente un poco distintos de los seres humanos. Como Tolkien con la Tierra Media y sus hobbits, por ejemplo. Más a menudo, en cambio, el escenario existe, pero la historia que el escritor ha situado en él sólo ha tenido lugar en la ficción. Sin embargo, al lector le parece más real que la realidad -esa es precisamente la magia de la literatura-, y a partir de entonces es incapaz de desligar uno y otra. De ahí la fascinación que los lectores sentimos por los escenarios de ficción, algunos de los cuales acaban convertidos en verdaderos lugares de peregrinaje, del mismo modo que las rutas literarias son ya un atractivo turístico más de muchas ciudades. En Barcelona, sin ir más lejos, causa furor la establecida en torno a los escenarios por los que discurre La catedral del mar -que se ofrece en varios horarios e idiomas- y en Londres se puede escoger entre la ruta dickensiana, la de Sherlock Holmes, la de Jack el Destripador (bien, esta última no es propiamente literaria, pero al ser éste un personaje que ha llenado tantas páginas de ficción, creo que se la puede considerar así) o la de Harry Potter. El código Da Vinci, por su parte, ha hecho que la obligada visita al Lovre tenga a veces un objetivo distinto del de admirar las obras de arte allí expuestas: hay guías especializados que conducen a los curiosos a las galerías donde se sitúa la novela. Hasta lugares en principio más anodinos, como el vestíbulo de un hotel, pueden parecernos llenos de atractivo si nos evocan las páginas de una de nuestras novelas favoritas. *
El Hotel Seton aparece en El guardián entre el centeno,
aunque no es exactamente el hotel que hoy lleva este nombre
A veces la ficción puede más que la realidad y lo que el lector curioso acaba visitando es, también, ficción. Como el famoso balcón de Romeo y Julieta en Verona, ante el cual hay que hacer un esfuerzo para recordar que ninguno de los dos existió en realidad. O, próximamente, Hobbiton, la más fidedigna recreación de la morada de los hobbits, que se hará realidad en Nueva Zelanda aprovechando los decorados construidos para el rodaje de la película basada en esa popularísima obra de Tolkien. ¿A que parece de verdad?



*Recomiendo ir a este link. Es un mapa interactivo de Nueva York con la ruta de Holden Caulfield, que incluye breves párrafos de la novela. A mí me parece delicioso, pero no he conseguido encontrar el modo de incluirlo en mi entrada.

domingo, 6 de noviembre de 2011

EL PERFECCIONISTA EN LA COCINA

Ilustración de Joe Berger para El perfeccionista en la cocina
Tal como relata Julian Barnes en su introducción El perfeccionista en la cocina -un librito, que más de uno considerará menor también por su temática,ya que los avatares culinarios no suelen merecer un luagr destacado en el olimpo literario-, en la infancia de cualquier típico muchacho inglés de clase media había cuatro áreas envueltas en secretismo y prohibiciones: el sexo, la política, la religión... y la cocina. Los artículos que Barnes reúne en este volumen tratan, con mucho humor y el ingenio al que este escritor nos tiene acostumbrados, de su tardío descubrimiento del arte culinario y de su enconada lucha con los libros de recetas y sus inseguridades cuando se trata de ponerse al frente de los fogones. Sé que los fans literarios de Barnes dirán que no le llega a la suela del zapato a otros libros suyos como, por ejemplo, el maravilloso La mesa limón (que yo también recomiendo calurosamente, pero, lo siento, en esta entrada no voy a hablar de él). Sin embargo creo que seducirá a aquellos lectores que, como yo, sean aficionados a la gastronomía y valoren la inteligencia aplicada al arte culinario. Algo de lo que Barnes hace derroche en estas páginas. Por si les queda alguna duda, si no saben si éste es un libro que merece o no la pena adquirir, ahí va un sencillo test, tomado de sus páginas.

¿Cuántos libros de cocina tiene usted?
a) No los suficientes
b) Justo los necesarios
c) Demasiados

Si su respuesta es b), queda descalificado por mentir, o por ser demasiado autocomplaciente, o por no estar interesado en absoluto en la cocina. Si ha elegido a) o b) obtiene algunos puntos, pero para obtener la máxima puntuación habría de haber elegido las respuestas a) y b) a partes iguales. La primera, porque siempre hay algo nuevo que aprender, algo que lo haga todo más claro, más fácil, más simple; y b), por los numerosos errores que uno comete siempre que aplica a).

Es decir, si mantiene una relación distante con la cocina y sus misterios, déjelo, este libro no es para usted. Si, por el contrario, le apasionaría desentrañar el secreto de un buen soufflé, pero al mismo tiempo desespera de conseguir algún día el soufflé perfecto, adelante. Esta lectura seguramente no hará de usted un cocinero mejor, pero le proporcionará un rato de diversión muy de agradecer.

martes, 1 de noviembre de 2011

LIBROS POR SUSCRIPCIÓN

Hace unos cuantos años, era habitual encontrarse en calles y plazas céntricas un autobús de Círculo de Lectores rodeado por diligentes comerciales que intentaban captar la atención de los transeúntes abordándoles con la pregunta "¿Te gusta leer?" (partiendo de la premisa, supongo yo, de que a la mayoría de la gente le gusta quedar como persona culta y responderían que sí aunque su afición por la lectura sea nula). Socio a socio, este poderoso club del libro -y el único en España; hubo otros, pero fueron absorbidos o tuvieron que abandonar- llegó a contar con más de un millón de afiliados en sus mejores tiempos. La fórmula era sencilla y funcionaba porque satisfacía a todas las partes. Los socios se comprometían a adquirir un número determinado de libros cada dos meses, que les resultaban más baratos que si los hubiesen adquirido en librerías. Los editores -para quienes estos clubs suponían en cierto modo una competencia- tampoco estaban descontentos ya que, por un lado, la edición club sólo se ponía a la venta meses después de lanzado el libro como novedad y, por otro, se suponía que muchos de los socios del club eran personas que no solían frecuentar las librerías (ya fuese porque con los libros que les suministraba el club ya tenían bastante o porque vivían en lugares donde escaseaban estos establecimientos: una parte nada despreciable de la España rural se abastecía a través de este canal); además, como es lógico, obtenían royalties de estas ventas, que a veces eran superiores al número de ejemplares vendidos en librería. Por lo que respecta a los dueños del club del libro, los más beneficiados, el secreto era que jugaban a caballo ganador: adquirían los derechos de obras que ya habían demostrado su potencial de ventas y, por si fuera poco, a través de sus revistas bimensuales podían determinar con exactitud casi milimétrica cuántos socios deseaban recibir cada título. Es decir, a diferencia de lo que ocurre con los editores, que cada vez deben arriesgarse lanzando al mercado un cierto número de ejemplares sin saber si los venderán o si languidecerán en sus almacenes por los siglos de los siglos, el club del libro conseguía vender todo lo editado y no tener stocks. Como decía, un negocio redondo... hasta hace poco. Llega internet, las nuevas tecnologías y los libros digitales. Los lectores que vivían en lugares aislados pueden recurrir a la venta online; o pueden descargarse un libro en su ebook o en su iPad por un precio mucho más económico que el del club. O simplemente se han pasado a las pantallitas y lo de "hacer biblioteca" ya no les dice nada. Total, que la multinacional Bertelsmann, viéndole las orejas al lobo, decide deshacerse de los clubs del libro que tiene en Europa. Círculo de Lectores pasa a manos de Planeta y, aunque la fórmula sigue funcionando, por ahora -no se puede decir que en este país la oferta de libros digitales seas como para tirar cohetes-, ya se ve que está cercana a agotarse. Hace unos días, Planeta anunció que próximamente va a crear un "círculo de lectores electrónico". Pendientes aún de ver qué características tendrá y cómo se desarrollará, lo que está claro es que los viejos tiempos de los clubs del libro no volverán.
Entretanto, está en auge otra forma distinta de "libros por suscripción", el "crowdfunding", ese sistema por el cual un escritor solicita en la red aportaciones para publicar su libro. Si consigue financiar así el papel y la impresiónde su libro, aquellos que han contribuido reciben un ejemplar. Una fórmula antigua, que se venía empleando desde hace muchos años, pero que gracias a internet ha cobrado nueva vida. Una puerta se cierra, otra se abre.

viernes, 28 de octubre de 2011

SOBRE LA AUTORÍA


Henri Matisse, Femme aux fleurs
(Falsificación realizada por
Elmyr de Hory en 1963)
Leo hoy en la prensa la noticia del juicio a un astuto falsificador de pintura, Wolfgang Beltracchi. Parece que sus imitaciones de pintores como Max Ernst o André Derain eran tan perfectas que fueron autentificadas por expertos, y casas tan serias como Sotheby's o Christie's las vendieron por varios millones de euros. Aunque le han condenado a seis años de cárcel, el propio magistrado ha considerado oportuno felicitarle por su pericia pictórica. El caso me ha hecho pensar en otro maestro de la falsificación, Elmyr de Hory, un húngaro -que, por cierto, pasó muchos años en Ibiza- de quien se dice que fue el mayor falsificador de la historia del arte (que se sepa, añadiría yo). Era capaz de imitar a la perfección el estilo de pintores como Matisse, Modigliani o Renoir y se dice que logró vender más de mil de sus obras como auténticas. Aunque eventualmente algunas de estas falsificaciones se descubrieron, nunca llegó a ingresar en prisión (sólo fue condenado a dos meses de arresto por conducta homosexual y complicidad con banda de malhechores). Su caso se hizo muy famoso y generó un libro, escrito por Clifford Irving, y una película dirigida por Orson Welles, Fake, muy recomendable. Hory argumentaba, con cierta razón, que si los expertos coincidían en que sus cuadros eran tan buenos como los de los maestros a los que imitaba, no había razón para que no se cotizasen al mismo precio que estos. Por uno de esos saltos asociativos de la memoria, este escurridizo e interesante personaje me ha hecho pensar en otro, esta vez un escritor, cuya autoría fue difusa. He de reconocer que hasta que leí su necrológica, en 2005, ignoraba -y como yo, sospecho, la inmensa mayoría de sus lectores- que el verdadero nombre del autor conocido como Trevanian era Rodney William Whitaker, un profesor universitario de cinematografía. Bajo el nombre de Trevanian publicó en los años 70 y principios de los 80 varios thrillers de gran éxito (La sanción del Eiger -de la cual se hizo una película, no muy buena, con Clint Eastwood como protagonista-, La sanción del Loo, El Main y Shibumi, principalmente), que se caracterizan por su inteligencia, su ritmo narrativo y la originalidad e ingenio de los delitos que relata. De hecho, uno de los métodos para robar obras de arte que describe en La sanción del Loo fue copiado (con éxito) por unos ladrones en Turín. Luego, Trevanian se eclipsó durante casi veinte años, para publicar poco antes de su muerte un par de novelas más, muy distintas de las anteriores. Sus fans no pudieron por menos que dudar de que ese Trevanian "resucitado" fuera el verdadero autor. Durante toda su carrera Trevanian se negó a revelar su identidad o a participar en la promoción de sus novelas, que aún así alcanzaron ventas millonarias. Esto, unido al profundo conocimiento que sus obras demostraban de disciplinas tan distintas como las artes marciales, la pintura, o el montañismo, además de la diversidad de estilos que era capaz de emplear, fue creando un auténtico mito en torno a su persona. Una de las teorías que circularon era que "Trevanian" era el nombre colectivo de un grupo de escritores. Para complicarlo más, publicó también un par de relatos firmados por un tal Beñat Le Cagot y presuntamente traducidos del francés por Trevanian, además de un par de novelas muy distintas -una histórica y otra basada en mitos artúricos- bajo el nombre de Nicholas Seare. En la única entrevista que concedió, hacia el final de su carrera literaria, afirmó que lo primero que decidía antes de ponerse a escribir era qué autor iba a contar esa novela, para lo cual utilizaba técnicas actorales a fin de ponerse en la piel del autor adecuado. Como muchas otras cosas en este misterioso personaje, suena a "boutade", pero también podría ser verdad. Lo cierto es que disfrutaba jugando a despistar al público y riéndose de los críticos literarios. Y, como lectora que he sido de todas sus novelas, puedo asegurar que su capacidad camaleónica, para cambiar de género y de estilo, resulta asombrosa. Al parecer, Trevanian dejó una novela épico-histórica inacabada, que su hija se está encargando de completar. ¿Desde 2005? ¿Otra jugarreta de este autor que nunca se cansó de jugar al escondite con su público? Creo que nunca lo sabremos.

lunes, 24 de octubre de 2011

PARÍS BAJO LA OCUPACIÓN

(Foto André Zucca)
De los grandes acontecimientos históricos, más allá de saber cómo se desarrollaron las batallas, qué impulsó los movimentos de masas o cómo se comportaron determinadas figuras centrales, siempre me queda la curiosidad de averiguar qué significaron estos hechos para la gente de la calle, cómo las vidas individuales y la cotidianeidad se vieron afectados por los sucesos que lucen tan solemnes y fríos en los anales de la Historia. Gracias al documentado libro de Alan Riding Y siguió la fiesta. La vida cultural en el París ocupado por los nazis he pasado unos días muy entretenidos conociendo con detalle cómo transcurrió la vida en los círculos del arte, la música o la literatura en la capital francesa durante aquellos años, y sabiendo -a menudo de primera mano, a través de sus diarios o entrevistas- de las dudas que asaltaron a unos, los compromisos a que debieron llegar otros o la complejidad de la situación social y personal de la mayoría de artistas (y no artistas) que vivieron esos años. Como ocurre en todas las guerras, por otra parte, aunque luego la propaganda -siempre dirigida por el bando vencedor- quiera convencernos de que todo era o blanco o negro. Se agradecen por eso estudios como el de Alan Riding, capaces de pintar un retrato que muestra que el comportamiento de cada cual no sólo viene motivado por la adsripción política o la nacionalidad, sino también por su personalidad, por sus relaciones familiares, o por simplemente su suerte y sus circunstancias. En esta reveladora obra se entera uno de que en las listas de obras prohibidas por los alemanes no sólo figuraban escritores judíos, sino autores franceses como Gide, Mauriac, Aragon e incluso Flaubert, cuyo Madame Bovary recuperó de repente la reputación de inmoral que tuviera cuando se publicó. Gerhard Heller, un culto y francófilo oficial nazi a cargo de la sección de literatura en el Departamento de Propaganda alemán dice en sus memorias que los nazis quemaron en total 2.242 toneladas de libros en París. Al parecer, Heller no pudo resistirse a llevarse algunos de esos ejemplares prohibidos y esconderlos en su oficina que, según decía en broma "se convirtió en un anexo de la Biblioteca Nacional francesa". Para detectar los libros prohibidos, los alemanes realizaban frecuentes redadas en las librerías. La famosa librería americana de Sylvia Beach, Shakespeare & Company, se libró al principio por la nacionalidad de su propietaria, pero una vez Estados Unidos entró en guerra, su propietaria recibió un día la visita de un oficial alemán que la amenazó con que confiscaría sus existencias. Durante toda aquella noche, Beach y sus amigos trasladaron los fondos de la librería al cuarto piso del mismo inmueble -que a la sazón estaba vacío-, de modo que al día siguiente, cuando llegaron los alemanes, no había nada que confiscar. En cuanto a las editoriales, algunas fueron requisadas (sobre todo aquellas cuyos dueños eran de ascendencia judía), pero la mayoría aprendió a sobrevivir en medio de las restricciones de papel y la censura impuesta por las autoridades germanas. Gaston Gallimard, por ejemplo, se avino a dejar la dirección de su emblemática revista NRF en manos de Drieu La Rochelle, notorio fascista y colaboracionista, a cambio de poder editar a otros autores no tan bien vistos por los alemanes en su catálogo. Caso aparte es el de otro ilustre editor, Bernard Grasset, quien no contento con airear sus opiniones racistas y favorables a la ocupación alemana, movió toda suerte de influencias para lograr la traducción de los Diarios de Goebbels, con el  argumento de que "debemos asegurarnos de que la magistral obra de Goebbels disponga de la distribución que merece".  Como estos, mil y un detalles e historias personales jalonan estas páginas, por las que vemos pasar a los más granado de la cultura francesa, con sus grandezas y sus miserias. Después de leerlo -los buenos ensayos invitan a ahondar en el tema que abordan- me han entrado ganas de hacerme con las memorias de Heller y con otra obra frecuentemente citada por Riding, Mon journal pendant l'occupation, una brillante recopilación de observaciones y anécdotas del periodista Jean Galtier-Boissière. Me hago eco de una de ellas, que me parece una buena manera de terminar esta entrada: "Colaboracionismo quiere decir: dame tu reloj y yo te daré la hora".
Oficiales de la Wehrmacht en un cabaré de París
(foto Robert Schall)

viernes, 21 de octubre de 2011

LO QUE LEEN LOS SIMPSON

Empecé a aficionarme a Los Simpson hace años, cuando mis hijos aún eran pequeños y veían esta serie entre muchas otras dedicadas al público infantil. Sin embargo, pronto me di cuenta de que, aunque cualquier niño de diez años podía comprenderla y disfrutarla, Los Simpson era en realidad una serie para adultos. O bien esa cosa tan rara que por regla general es sinónimo de un bodrio lleno de sacarina sentimental, pero que en este caso adquiere su verdadero sentido: una serie para todos los públicos. Prueba de ello es que, al menos en mi casa, mis hijos han seguido viéndola religiosamente hasta el día de hoy, bien pasados los años adolescentes, y yo me he sumado a ellos con entusiasmo. A día de hoy Los Simpson es el único programa de televisión que consigue reunir a todos los miembros de nuestra familia en torno a la pequeña pantalla. Se trata de una serie tan llena de inteligencia, diálogos brillantes, personajes bien dibujados y referencias a la cultura popular (y no tan popular), a la historia y a la política, que si uno quiere sacarle todo el jugo ha de estar muy atento. De hecho, a nadie le importa que las televisiones repitan continuamente capítulos, porque por más que ya los hayas visto, su riqueza es tal que no se agota con sólo un visionado. No es raro que se haya convertido en todo un clásico de la cultura americana (y universal, por añadidura) y que haya generado numerosos estudios y guías. A lo largo de sus veintitrés temporadas -ya ¡cómo pasa el tiempo!- esta serie ha hecho incontables referencias y homenajes a películas y musicales. Pero no sólo. También los libros (y algunos escritores) han hecho su aparición.


Prueba de que este aspecto no ha pasado desapercibido (estoy segura de que, al igual que existen los "tintinólogos", hay legión de "simpsonólogos"), es el "Club del libro de Lisa Simpson", una web dedicada a recoger todas las referencias literarias de esta serie.

Dos de mis personajes favoritos, juntos: Lisa Simpson y Tintín
Y no se crean que es Lisa la única lectora en la serie, aunque ella sea sin duda el personaje más culto y preocupado por las artes. Hasta el cazurro (y entrañable) policía Wiggum ha incurrido alguna vez en ese vicio. Aunque ni siquiera Agatha Christie podría lograr que nuestro policía resolviese un caso.


Yo, como todos sus admiradores, espero que la factoría de Matt Groenig siga deleitándonos durante muchos años con las peripecias de esa inimitable familia amarilla.

martes, 18 de octubre de 2011

OFICIOS DE ESCRITOR

Joyce, en un momento musical
Dos preceptos deberían estar esculpidos en piedra ante la mesa de trabajo de todo aspirante a escritor. El primero, atribuido a Hemingway, dice "La papelera es el mejor amigo del escritor"; el segundo, no atribuido a nadie, que yo sepa al menos, pero de sentido común, es "No esperes vivir de esto". Del primero hablaremos otro día, por ahora me conformaré con apuntar que no sólo es aplicable a jóvenes escritores afectados de verborrea, sino también a escritores con cierta fama que, repentinamente, creen que cualquier cuentecillo o cuartilla que emborronaron en algún momento de su vida merece ser publicado. Un error. En cuanto al segundo, es una cuestión estadística: ¿cuántos escritores hay que realmente puedan vivir de lo que ingresan por sus libros? Muy, pero que muy pocos. Y, desde luego, casi ninguno al principio de su carrera. O sea, que el oficio de escritor no existe. Si a un niño se le ocurre decirle a su madre "De mayor quiero ser escritor", ésta sin duda le recomendará que se busque un oficio alternativo. Uno, a ser posible, que deje algo de tiempo libre. Así, los escritores-no-profesionales, que son casi todos, suelen optar por trabajos que tengan algo que ver con el mundo de las letras, como profesores, traductores o funcionarios de algún organismo cultural. Pero un vistazo detenido a las ocupaciones laborales de algunos escritores que luego fueron famosos (de los otros poco se sabe) da como resultado una lista muy variada y bastante curiosa. De nuevo, hemos de agradecer a la web Flavorwire su colaboración para poner a nuestro alcance este tipo de datos. Ahí van algunos:

-Antes de publicar Dublineses, James Joyce, que tenía una hermosa voz de tenor, se ganaba algunos dinerillos cantando en fiestas.
-Kafka, como todos sabemos, trabajó toda su vida para una compañía de seguros de accidentes laborales, una ocupación que parece que desempeñó con aplicación, porque fue ascendiendo en el escalafón hasta su temprano retiro en 1922.
-En una de sus escasísimas entrevistas, en 1953, J.D. Salinger mencionó que había trabajado como director de animación en un crucero de lujo sueco. De esa experiencia salió su relato "Teddy".  Me cuesta imaginar al misántropo Salinger velando por el entretenimiento de una banda de cruceristas. O quizás fueron experiencias como esa las que le llevaron a la misantropía.
-Durante un tiempo, William S. Burroughs trabajó en Chicago como exterminador de plagas. A este sí que le pega más el tipo de trabajo, la verdad.
-A nadie puede extrañarle que un bala perdida como Jack Kerouac ejerciese diversos oficios, ninguno de manera muy estable: empleado de gasolinera, vigilante nocturno, recogedor de algodón, albañil, lavaplatos... Y estos son sólo agunos.
-En sus entrevistas, el propio Kurt Vonnegut ha bromeado con el hecho de que durante un tiempo fue encargado de un concesionario de coches de la marca Saab: "Creo que ese es el motivo por el que nunca me darán el Nobel".
-A veces incluso, esos trabajos alimenticios son una fuente de inspiración para la escritura. Ken Kesey trabajó como conejillo de indias para una investigación con medicamentos psicotrópicos para la Universidad de Stanford, una experiencia que le fue de gran utilidad para su novela Alguien voló sobre el nido del cuco.

Fotograma de la película basada en la novela de Ken Kesey,
con Jack Nicholson como protagonista
Y como estas existen un sinfín de anécdotas. En Estados Unidos, dónde si no, incluso existe una web dedicada a indagar en ello.
Será espíritu de los tiempos o pura coincidencia, pero cuando estaba a medio redactar esta entrada he visto que el estupendo blog de José Antonio Millán Libros y Bitios le dedica hoy una entrada a este mismo tema. Aprovecho pues los enlaces que facilita para incluir aquí también algunas pinceladas de cómo afrontan la siempre espinosa (y ahora aún más) cuestión de la subsistencia los escritores. Aunque como dice Agustín Fernández Mallo "¡Los novelistas afectados por la crisis! Es paródico. Los novelistas simpre están en crisis".
Por su parte, Antonio Orejudo opina con ironía que "De hecho, para ganar dinero conviene no escribir demasiados libros. Los libros quitan mucho tiempo a los bolos, que es la actividad verdaderamente lucrativa”.  Y es que no conviene esforzarse demasiado, porque  el escritor que gana mucho dinero está mal visto. "A la gente le gusta que los países pobres sean exóticos, igual que le gusta que los autores que no vendemos tanto seamos exóticos, bohemios y esas cosas. Si nos ven de corbata, como si fuéramos Carlos Fuentes, ya no les mola, les parece sospechoso: como si van a un viaje de aventura y resulta que hay hoteles de cinco estrellas y solomillo, en lugar de comer hormigas”, dice Rafael Reig. Duro oficio éste, que por un lado no es tal, porque de él no se vive, y por otro, cuando se convierte en saneada fuente de ingresos está mal visto.