Leo por ahí que las bibliotecas públicas son uno de los servicios más valorados por los ciudadanos y que se calcula que el 47% de la población española es socia de alguna de ellas. Aunque no todos ellos las frecuenten -y muchos las usen para cosas distintas del préstamo de libros-, son unas cifras que inducen a un cierto optimismo. Podría decirse que -al menos en las ciudades grandes y medianas- entrar en una biblioteca se ha convertido en algo cotidiano. Padres con niños, señoras que vienen o van del mercado con su carrito a cuestas, estudiantes con mochilas, jubilados que pasan las mañanas allí y aprovechan para leer la prensa... difícil hacer un retrato-robot del usuario de bibliotecas, tan variada es su clientela. Ir a la biblioteca es algo tan normal como ir al parque. No siempre ha sido así. En mi infancia, las bibliotecas públicas apenas existían. Y las pocas que había, no eran precisamente lugares donde un niño (ni tampoco un adolescente) se sintiese bienvenido. Mi primera experiencia bibliotecaria se remonta a un verano. Un verano inusualmente lluvioso en que supongo que conseguimos acabar con todas las existencias de lectura y andábamos desesperados saqueando la papelería local (cuyas existencias eran bastante poco estimulantes: una vez leídos todos los tebeos, no quedaba gran cosa más) cuando alguien nos habló de la biblioteca de La Caixa; como su nombre indica, ocupaba el mismo local de la oficina de esta entidad, un edificio solemne y lleno de rejas, aunque tenía otra entrada, y consistía en un sótano bastante lúgubre, equipado con un fondo más bien magro.
Biblioteca popular en l'Hospitalet, años sesenta. La que recuerdo era muy parecida |
Pero estas carencias las vi andando el tiempo: de entrada me maravilló el que uno pudiese elegir los libros que quisiese y permanecer allí durante horas devorándolos, mientras afuera diluviaba. Pero lo que me dejó muda de asombro es que por todo ello no había que pagar nada. ¡Inaudito! Creo recordar que no se podían coger libros en préstamo; o tal vez no nos los daban a nosotros, que éramos forasteros de paso; o tal vez sí los daban y nunca nos atrevimos a pedirlo... En cualquier caso, y a pesar de que el local no era precisamente acogedor, sé que ese verano pasamos muchas tardes allí. En aquellas épocas pre-internet, imagino que los escolares la frecuentarían durante el curso, para consultar enciclopedias y demás, pero puesto que estábamos en vacaciones raras veces entraba alguien, de modo que la sensación era de tenerla toda para nosotros.
Desde entonces acá, las cosas han mejorado lo indecible. He frecuentado muchas otras bibliotecas, mayores, más luminosas y más confortables, algunas incluso bellísimas, pero creo que no me he curado aún del asombro que me produjo la primera. Es más, cada vez que descubro algún nuevo servicio de estas utilísimas instituciones, desde el préstamo de libros electrónicos a la posibilidad de conectarse a repositorios de música como el de Naxos, mi reacción es muy parecida: ¿todo esto a mi alcance, a cambio de nada?
No creo demasiado -ya lo he dicho alguna vez- en las campañas de promoción de la lectura que se limitan a decirle a la gente que lea de forma más o menos ingeniosa. Pienso, en cambio, que tendría mucho mayor efecto una campaña que simplemente le dijera a la gente todo lo que puede hacer en una biblioteca, animándola así a pisarlas. Estoy segura de que, una vez se entra en una, es difícil resistirse a la llamada de alguno de sus muchos atractivos. Amor bibliotecario para siempre.