John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

viernes, 17 de febrero de 2017

MI LIBRERÍA IDEAL

Hatchard's, en Londres

Las redes sociales nos bombardean con listas de todo tipo, la mayoría de ellas absurdas, algunas curiosas y otras más o menos interesantes (según sean los intereses de cada cual, claro). Como bibliómana que soy,  no tengo otro remedio que fijarme en todas aquellas que se refieren al mundo de los libros: las bibliotecas más hermosas, los 10 mejores libros de tal o cual tema/género (ya que estamos, aprovecho para confesar que yo misma incurro a veces en la confección de listas de este tipo, sólo tienen que ir a la web de El Buscalibros si quieren verlas), las librerías más espectaculares o más pintorescas de tal ciudad/tal país/el mundo mundial... No negaré que me guste ver hermosas bibliotecas -aunque muchas aparecen en estas listas más por lo valioso u original de su arquitectura que por su contenido libresco- y por supuesto una agradece que las librerías se encuentren en locales bien iluminados y con una bonita arquitectura. Pero, francamente, no es eso lo que yo le pido a una librería. Se habla mucho de "la muerte de las librerías", de que la compra online está acabando con las librerías físicas. Pero si yo sigo frecuentando librerías, y comprando en ellas, es porque me ofrecen algunos alicientes que internet no es capaz de imitar.
Ante todo, vaya por delante que para mí un "comercio que vende libros" no es automáticamente una librería. Demasiado a menudo algún conocido se queja de que ha ido a buscar tal o cual título en la librería de XXX (póngase aquí el nombre de alguno de esos almacenes de libros que tanto despachan a Proust como unas zapatillas de deporte o un pintalabios) y ha tenido que salir sin él. Mi respuesta, invariablemente, es "Es que eso no es una librería, es un lugar donde venden libros". Una diferencia sutil, pero esencial. Una librería vende libros, faltaría más, pero eso no basta para que uno se cuelgue el cartel de librería. Así pues, ¿qué requisitos debe reunir mi librería ideal? Posiblemente no todos los lectores compartan mis gustos y mis manías, de modo que lo que sigue debe considerarse como una particular carta a los reyes de una lectora voraz.




El más importante: debe ayudarme a hacer descubrimientos. Para mí, eso no quiere decir simplemente exponer en lugar bien visible las últimas novedades editoriales. Eso se da por supuesto. Además, aunque es imposible estar al tanto de todo, si uno sigue unas cuantas revistas literarias y vigila lo que se cuece en las editoriales (algo muy sencillo en estos tiempos de Facebook e Instagram), puede estar razonablemente informado de qué es lo último de tal autor relevante, o de qué nuevos talentos parece que despuntan en el panorama literario. La buena librería -debería decir mejor "el buen librero", en este oficio que depende tanto del criterio personal- debería ayudarme a descubrir lo que yo ignoro que existe o, más importante aún, ayudarme a establecer vínculos entre libros aparentemente inconexos. Más que concentrarse en vender libros, la librería debería hacer propuestas de lectura; cuanto más variadas, mejor. Un magnífico ejemplo de esto podría ser la librería Compagnie de París y sus escaparates temáticos: el librero ofrece al lector un variado ramillete de libros en torno a un tema, que va cambiando cada mes. Allí hay de todo: ensayo, ficción, autores clásico, autores oscuros. De repente, te ves rodeado de obras en las que nunca hubieses pensado a priori y es inevitable que al menos algunas despierten tu curiosidad.


Un escaparate dedicado nada menos que al silencio. Irresistible.

A lo mejor nunca habías pensado en ese tema, pero te parece atractivo; o se trata de un tema que siempre te ha interesado, y te sientes agradecidísima de que alguien haya rebuscado por ti en los catálogos y te ofrezca un ramillete de propuestas. En cualquier caso, un librero capaz de ofrecerme libros que de otro modo hubiesen caído fuera de mi radio de atención tiene garantizada mi gratitud eterna.
También una organización clara, pero no rígida, es muy loable. Si busco un libro concreto, me gusta poder encontrarlo por mis propios medios -sin tener que pedir socorro a nadie-, pero me gusta también que me sorprendan un poco. Digamos, por poner un ejemplo, que dentro de la sección de Biografías hayan establecido un apartado dedicado a obras en torno al Holocausto. Eso me permitirá encontrar lo que busco y tal vez encontrar algo que no sabía que buscaba.
Otro requisito que le hace ganar puntos en mi consideración a una librería es que ofrezca libros tanto nuevos como viejos. Sé que los libreros no tienen ninguna culpa en ello, pero los editores tienen la manía de no reeditar infinidad de obras relevantes. La única manera, entonces, de disponer de un fondo suficientemente rico es recurrir a los libros de segunda mano. A mi modo de ver, eso tiene la ventaja adicional de ofrecer una variedad de diseños, encuadernaciones y texturas (¡y precios!) que sin duda todo bibliómano agradece. Y es asimismo un aliciente para la compra: mientras que de un libro reciente sabemos que, si alguien compra ese ejemplar antes que nosotros, siempre se puede pedir otro, del libro viejo siempre queda la duda de si podremos volver a encontrarlo, por lo que hay que apresurarse a hacerse con él.
Naturalmente, es estupendo si la librería cuenta con algún sillón donde sentarse y hojear los libros, o tal vez un agradable café donde restaurar energías o quedar con un amigo lector. Las actividades como presentaciones, talleres y demás son un motivo para dejarse caer por allí y desde luego ayuda si los libreros son simpáticos y saben su oficio. Aunque, si he de ser sincera, yo a la librería voy por los libros. Lo demás son bonitos añadidos, pero puedo pasar sin ellos si encuentro todo lo demás.
Por suerte para mí, esta librería ideal existe. Es más, tanto en mi propia ciudad como en otras que he visitado, he podido encontrar libreros que saben cómo hacer su trabajo, que es nada más y nada menos que seducir al lector. Sedúzcanme. Si saben hacerlo bien, soy toda suya.

domingo, 5 de febrero de 2017

REFUGIADOS



La literatura no es un lugar donde perderse, es un lugar donde encontrar. A los que pasamos buena parte del tiempo con la nariz metida en un libro se nos acusa a veces de evadirnos, de no estar en contacto con la realidad. Pero sucede lo contrario: gracias a las historias que leemos -historias reales o ficticias, qué mas da- somos capaces de vivir en la piel de otros y de compartir experiencias muy distintas a las nuestras, ya tengan lugar a varios siglos de distancia u hoy mismo, a sólo unos kilómetros de los confortables sofás donde pasamos la tarde leyendo. Así, podemos empatizar con los sentimientos de personas cuya trayectoria vital es tal vez muy distinta a la nuestra. Sabemos que esos "otros" que pueblan los libros podríamos fácilmente ser nosotros.
En momentos como el actual, en que la extrema injusticia se alía perversamente con la ceguera -o la locura- colectiva, quiero creer (déjenme al menos ese magro consuelo) que la literatura es capaz de enseñarnos algo.
Los libros de historia hablan mucho de batallas, de tratados políticos, de estrategias y de alianzas. No tanto (a veces muy poco) de lo que les sucede a las personas corrientes, ni del paisaje después de la matanza. Mientras que la guerra, aunque cruel, tiene su aspecto épico, heroico, las secuelas de la guerra son un tema poco grato. Para los que las sufren, porque preferirían pasar página cuanto antes. Ya que han sobrevivido, buscan mejorar su situación, no permanecer anclados en ella. Para los testigos, porque las pobres gentes que malviven en sótanos o agujeros, los niños harapientos bajo la nieve o las madres de familia que se prostituyen por un pedazo de pan que llevar a casa no son un espectáculo edificante. Y cuando se acaba de pasar una guerra, lo que el público pide son historias que les levanten la moral. No es extraño, por ejemplo, que sobre la inmensa zona devastada que era la Europa de 1944 se haya escrito bastante poco; casi nada, si lo comparamos con los centenares de volúmenes dedicados a la guerra que le dio origen. Una de las obras más esclarecedores en este sentido es Europa en ruinas, una recopilación de testimonios presenciales de los años 1945-1948. Hans Magnus Enzensberger, su seleccionador, justifica en su prólogo la escasez de artículos y estudios contemporáneos sobre el tema: “No solo había quedado devastado el entorno físico, sino también la capacidad de percepción” de los europeos. Hoy, esa incapacidad para tender la mano al que lo necesita, de conmovernos de verdad -que quiere decir hacer algo al respecto- parece haberse apoderado de todo el mundo occidental. Así, que, modestamente, quiero recordar algunos de esos fragmentos escritos en el pasado que nos hablan también del más inmediato presente:




Dice Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo:
“El drama de los sin derechos no es que se vean privados de su vida, de su libertad y de la búsqueda de la felicidad, o que carezcan de igualdad ante la ley y de libertad de opinión -fórmulas que se acuñaron para resolver problemas dentro de comunidades determinadas- sino que ya no pertenecen a ninguna comunidad […] Su problema no es que no sean iguales ante la ley, sino que para ellos no hay ley.”

(A Arendt, de orígenes judíos, le fue retirada la nacionalidad alemana por los nazis en 1937 y fue apátrida hasta 1951, en que consiguió la nacionalidad estadounidense.)

Keith Lowe, en Continente salvaje, resume así la situación de los desplazados en Europa en 1945:

"Enjambres de refugiados que hablaban 20 idiomas distintos se vieron obligados a gestionar una red de transporte que había sido bombardeada, sembrada de minas y abandonada debido a seis años de guerra. Se reunían en ciudades que los bombardeos aliados habían destruido por completo y en las que no había alojamiento ni siquiera para la población local y mucho menos para la enorme afluencia de recién llegados. [...] Los desplazamientos de la población con motivo de la guerra tuvieron un efecto profundo en la psicología de Europa. A nivel individual no sólo fue traumático para los desplazados, sino también para los que se quedaron, los cuales pasaron años preguntándose qué había sido de sus seres queridos."





Marisa Madieri, por su parte,  recuerda en Verde agua su primera impresión al entrar en el Silos, un antiguo depósito de cereales en el que alojaron a las familias italianas expulsadas de Fiume.


"Entrar en el Silos era como entrar en un paisaje vagamente dantesco, en un nocturno y humeante purgatorio. De los box se elevaban vapores de cocción y olores disparatados, que se unían hasta formar uno intenso, característico, indescriptible, una mezcla dulzona y rancia de olor a sopa, a coles, a fritos, a sudor y a hospital. De día, viendo de la intensa luz exterior, no resultaba fácil acostumbrarse a la débil luz artificial del interior. Sólo al cabo de un rato se distinguían los perfiles de cada box y se daba uno cuenta de la disposición compleja y articulada del tenebroso poblado estratificado y de incesante ir y venir de personas que se movían por sus calles y por sus encrucijadas."



En Nápoles 1944, Norman Lewis cuenta sus experiencias cuando, como miembro del Servicio de Inteligencia británico estuvo destacado en la ciudad devastada:

"Es asombroso presenciar las luchas de esta ciudad tan destrozada, con tanta hambre, tan despojada de todo cuanto justifica la existencia de una ciudad, para adaptarse al hundimiento en unas condicions que parecen de la edad de las tinieblas. La gente acampa como beduinos en desiertos de ladrillo. Escasean los alimentos y el agua y no hay sal ni jabón.  Muchos napolitanos han perdido en los bombardeos cuanto tenían, incluida casi toda la ropa, y he visto por las calles extraños atuendos, como por ejemplo a un hombre con un viejo esmoquin, pantalones bombachos y botas militares y a algunas mujeres con prendas de encaje que podrían haber confeccionado con cortinas."



Nápoles, 1944. Con unos pocos cambios, podría ser Aleppo, 2017

Françoise Frenkel, una judía polaca que fue detenida al intentar cruzar ilegalmente la frontera franco-suiza en 1941, reproduce en su libro de memorias Rien où poser sa tête su conversación con uno de los gendarmes que la custodiaban:

"   --Yo no había visto judíos nunca antes. Son gente como los demás. Pero los que pasan por aquí pretenden cruzar la frontera sin pedir ni siquiera visado. Así que les devolvemos al lugar de donde venían. Y vuelven a intentarlo. Son tozudos como mulas. Entonces los detenemos y los encarcelamos. Desde hace unos meses, todo esto nos da mucho trabajo. Nunca antes habíamos tenido tanto... compréndalo, los judíos tanto nos dan, pero que se queden donde estaban. Con su manía de venir a la frontera, nos obligan a estar movilizados día y noche. Lo digo sin rencor, señora.  
     Tamaña ignorancia rayaba en la inconsciencia. Ni siquiera intenté explicarle los hechos. No hubiese servido de nada."


Basta con sustituir unas situaciones por otras y resulta fácil acercarse al drama que vive ahora mucha gente que, como los europeos hace pocas décadas, se encuentran de pronto despojados de todo y  obligados a dejar su hogar. Que los hijos y nietos de los refugiados de entonces no sean capaces de una mínima empatía con estas personas debería ser un bochorno para todos nosotros. Tan ricos, tan cultos, tan miserables.