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Edward L. Bernays,sobrino de Freud y
genio de las relaciones públicas |
Nos vemos asaltados diariamente por noticias de cierres de librerías, descenso de las ventas, polémicas en torno al precio del libro en papel y el libro electrónico... en suma, no cabe duda de que el mundo del libro -y no sólo él- está pasando por una fase de cambios y convulsiones. Es cierto que el libro digital es un desarrollo tecnológico importante, y que su irrupción explica en parte tanta agitación. Habrá que ver a dónde conduce todo esto. Mientras tanto, resulta interesante volver la vista atrás, a un momento histórico que guarda bastantes paralelismos con el nuestro. Lo que sigue es una historia protagonizada por los libros, el crash 1929 y el sobrino de Sigmund Freud. Durante los boyantes y optimistas años veinte, la industria del libro experimentó con nuevas formas de producción y distribución. Los periódicos ampliaron sus secciones dedicadas a la crítica de libros, los nuevos medios como la radio empezaron a hacerse eco de noticias literarias y los editores -hablamos sobre todo de Estados Unidos, donde transcurre esta historia, pero algo similar ocurría en Europa- se atrevieron a promocionar sus libros a través de anuncios de prensa, vallas publicitarias e, incluso, Alfred A. Knopf alquiló una serie de hombres-anuncio que se paseaban por las calles de Nueva York promocionando sus últimas novedades. Florecieron también nuevos canales de distribución, como los clubs del libro que, aprovechando las ventajas de contar con una nutrida base de suscriptores, conseguían rebajar notablemente el precio de los libros. Cuando llegó el crash de 1929 y la consiguiente crisis económica, algunos editores creyeron que la solución para el descenso en las ventas estaba en abaratar precios, y un grupo de ellos anunció que vendería sus novedades a un dólar (por aquel entonces, el precio de una novedad editorial estaba entre los 2,50 y los 3,50 dólares). Esta iniciativa generó gran controversia, desde los que la saludaron como una manera de ganar nuevos lectores en unos momentos económicamente difíciles, hasta los que afirmaban -como el
distinguido crítico H. L. Mencken- que con esos precios el margen de beneficios de las librerías caería en picado y eso conduciría a su sustitución por otros puntos de venta, como grandes almacenes o bazares (¿les suena?). Según Mencken "Comprar libros dejará de ser la agradable aventura que has sido desde la invención de la imprenta; en vez de eso, se convertirá en una especie de vulgar
shopping." El economista
Henry Hazlitt aventuró otra hipótesis que también suena familiar: "Si hoy un editor que quiere evitar pérdidas debe asegurarse de que un libro venda al menos 2.500 ejemplares, a partir de ahora tendrá que empezar por pensar en un mínimo de 5.000 a 6.500 (...) Es posible que la iniciativa de "dólar por libro" convierta la edición en una especie de Hollywood." Mientras se desarrollaba esta polémica, otro grupo de editores, encabezado por Alfred A. Knopf, decidió contratar al gurú de las relaciones públicas
Edward L. Bernays para contrarrestar los posibles estragos de esta iniciativa.
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Cubierta de 1928 de una de las obras
capitales de Bernays |
Nacido en Viena en 1891 y nada menos que doble sobrino de Sigmund Freud (su padre era hermano de la mujer de Freud y su madre, hermana de éste), emigró de niño con su familia a Estados Unidos, donde desarrollaría una exitosa carrera como pionero de las relaciones públicas y la propaganda. Aplicó, cómo no, las teorías de su famoso tío a la manipulación de masas, un arte que él consideraba "un elemento importante en una sociedad democrática", porque "en un mundo tan complejo [como el de principios del siglo XX] el individuo es incapaz de tomar decisiones informadas". La campaña que Bernays organizó en respuesta al encargo de los editores fue intensa y tuvo muchos aspectos -a quien quiera conocerla en detalle, le recomiendo
este artículo de Ann Haugland, de donde he sacado la mayor parte de la información para esta entrada-, aunque no muy dilatada en el tiempo. Consiguió crear un organismo -en apariencia independiente, pero en realidad financiado por sus clientes-, el Book Publishers Research Institute, que se dedicaba a realizar estudios y emitir comunicados demostrando lo muy perjudicial que resultaría la medida de rebajar tanto los libros. También se dirigió a organismos estatales, vinculando la estabilidad de la industria del libro con el progreso de la educación. Asimismo, propuso a los gobernadores de los diferentes estados una serie de medidas de promoción de la lectura, casi como deber patriótico, puesto que "el nivel cultural de los americanos no estaba a la altura de su progreso industrial y económico". Finalmente, intentó tomar medidas para acabar con dos problemas que, a juicio de los editores, eran un obstáculo para el aumento de sus ventas: los libros usados y los libros prestados. El "problema de los libros usados" residía en que, dado que el espacio en las estanterías de los hogares es limitado, una vez se llenaban la gente se inclinaría a no comprar más libros. Por lo tanto, sugirió un plan para crear bibliotecas que se nutrirían de los ejemplares que los particulares donarían, dejando de este modo en sus casas lugar para nuevas adquisiciones. En cuanto al "problema de los libros prestados", hábito pernicioso que hacía disminuir las ventas potenciales de un libro al permitir que el mismo ejemplar sirviese para varios lectores, lanzó a través del Instituto una campaña para denigrar esta costumbre que, entre otras cosas, convocó un concurso para buscar una palabra -de tinte peyorativo, faltaría más- que designase a quienes la practicasen. La ganadora fue "booksneaf", un neologismo que, desgraciadamente para Bernays, no cuajó. La cuestión es que, ya fuese a consecuencia de los esfuerzos de Bernays o por otras razones, para 1931 la iniciativa de los libros rebajados había desaparecido.
Una historia que a mí me parece curiosa e instructiva. Y con unos argumentos y contraargumentos que no puedo evitar que me recuerden a los que hoy se emplean en un contexto similar. De momento, no puedo evitar que me moleste mucho no poder prestar a un amigo los libros que he comprado legalmente y que guardo en mi Kindle. Será que a los editores les sigue preocupando el "problema de los libros prestados".