Cuando yo empecé a trabajar -hace ya muchos años- casi todo se hacía por carta. La hora del correo traía sobres y más sobres y el coleccionismo de sellos hacía furor. Como alternativa, sólo había un invento bastante surrealista, que entonces parecía como del futuro, que era el télex, con una cinta perforada que iba trazando letras en un rollo de papel a medida que avanzaba. Del futuro, ya digo. Luego llegó el fax, que aún era más milagroso, pero sobre todo se generalizó el uso del teléfono. Lo de las cartas fue quedando relegado a asuntos personales o a temas muy importantes, que merecían ser documentados. Hasta el punto de que el arte epistolar parecía listo para el desván. Pero he aquí que con el advenimiento de internet, todos volvimos a comunicarnos por escrito. Y no sólo para asuntos de trabajo. Quien más quien menos, casi todos empezamos correspondencias varias -unas más interesantes y otras no tanto- con amigos y parientes con los que en los últimos diez años quizás no habíamos intercambiado ni una miserable postal. Descubrimos que personas con una verborrea imparable por teléfono se convertían al laconismo por escrito, mientras que otras desplegaban por sorpresa un estilo epistolar ágil y divertido hasta entonces oculto. Muchos confiesan que gracias a la red le han vuelto a coger el gustillo a la correspondencia, eso de contar tus cosas y esperar que el otro te responda. Pero ¡ay!, es una correspondencia virtual, desprovista de soporte físico. En el aviso de correo nos sigue saliendo un sobrecito, amarillo y muy mono, que nos alerta de que tenemos una misiva, pero el tal sobre es una ficción. Se han acabado, o están a punto de de hacerlo, las cartas personales escritas en papel.
Conscientes de que estamos ante el fin de una era, la Biblioteca Nacional de España anuncia una exposción, con el bonito título de Me alegraré que al recibo de esta. Cinco siglos escribiendo cartas, que pasa revista al género epistolar. En sus manifestaciones tradicionales, claro. Según anuncian, la muestra reúne cartas de personajes famosos como Quevedo o García Lorca junto a cartas de desconocidos que se guardan por su especial significación, desde misivas a los Reyes Magos hasta cartas de pésame o las últimas líneas de un condenado a muerte. Porque aunque la correspondencia no haya muerto, ignoro cómo se guardarán, si es que se guardan de algún modo, nuestras misivas virtuales. Llevamos aún muy pocos años de internet, y yo, entre cambios de ordenador, virus y otras vicisitudes teconológicas, ya he perdido gran parte de mis cartas virtuales. Para nuestros nietos se habrá acabado, ciertamente, la posibilidad -tan llena de emoción- de descubrir en un arcón un fajo amarillento de cartas escritas por algún abuelo.
Con o sin soporte físico, el género epistolar sigue muy vivo. Un género que ha sabido transitar con el pabellón bien alto por la ficción -véanse Las relaciones peligrosas de Choderlos de Laclos, o Las penas del joven Werther, de Goethe-, que ha demostrado su vinculación con los libros -84, Charing Cross Road, de Helene Hanff- y que incluso se ha adaptado a los nuevos soportes, como demuestran obras como La vida en las ventanas de Andrés Neuman.