John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

domingo, 22 de febrero de 2015

LA VIDA ÍNTIMA DE LOS LIBROS

 
 
Si es usted de los que no creen que los libros tengan vida propia, es inútil que siga leyendo este artículo. Lo que sigue le parecerá tan descabellado como la existencia de hombrecillos verdes en Marte. En mi caso, sin embargo, a pesar de que reacciono con robusto escepticismo frente a cualquier fenómeno pretendidamente paranormal -bastante perpleja me suele dejar la realidad para sumarle más elementos incomprensibles-, el largo y prolongado trato con miles de volúmenes casi ha hecho de mí una conversa. O sea, que estoy más que dispuesta a creer a cualquier colega bibliómano que afirme que sus libros se esconden, o se reproducen con alevosía, o cualquier otra actividad más propia de gnomos de cuento que de objetos inanimados. (Por otra parte, siempre tuve debilidad por aquel cuento de los hermanos Grimm en que unos aplicados enanitos acudían cada noche a terminar el trabajo inacabado de un pobre zapatero -¿o era sastre?-. No me ha sucedido aún cosa semejante, pero no pierdo la esperanza.) De modo que cuando alguien que por su oficio ha vivido durante años enterrado entre libros, y dedicado durante toda la jornada laboral a leer, leer y leer, elabora una teoría acerca de la vida íntima de los libros, no puedo sino aplaudir su sagacidad al descubrir lo que otros apenas intuíamos. Por si aún no lo han adivinado -calculo que a estas alturas del artículo ya sólo quedan algunos maníacos de la lectura, que deberían poder acertarlo; el resto habrá huido a parajes menos fantasiosos-, estoy hablando de Bernard Pivot, conductor y alma del mítico programa de libros Apostrophes y del que le siguió, Bouillon de culture.
 
Bernard Pivot

 
En un libro en el que da cuenta de su experiencia en los dos programas anteriormente citados, Pivot tiene la bondad de responder -desde su dilatada experiencia y su intimidad con los libros- a algunas de las preguntas que los bibliómanos nos planteamos:
 
¿Se reproducen los libros entre ellos? Sí, por supuesto. Si no, ¿cómo explicar la presencia, en especial en pilas de libros descartados o en armarios cuya oscuridad favorece a los audaces, de obras desconocidas? ¿Quién no se ha encontrado de repente con un libro entre las manos cuyo título no le evoca ningún recuerdo? Casos así sólo pueden explicarse a través de la reproducción. [...] En mi opinión, las frases, los párrafos e incluso capítulos enteros se hartan de pertenecer a un libro que no les gusta o en el cual se sienten superfluos o torpemente utilizados. Optan entonces por elegir la libertad y abandonan el volumen. Ninguna frase ha querido abandonar nunca Madame Bovary o Viaje al fin de la noche, eso está claro. Cada palabra se siente bien e indispensable allí. [...] Pero hay muchos libros en que las palabras se aburren mortalmente. Las más valientes deciden, solas o en grupo, largarse. [...] De lo dicho anteriormente puede concluirse que, cuantos más libros mediocres o inútiles haya en una biblioteca o una librería, mayores serán los riesgos de reproducción. Las obras maestras, de las cuales las palabras se niegan a escapar, carecen en cambio de descendencia.
 
¿Tienen los libros, como usted o yo, humores? ¡Claro! ¡Cualquiera es capaz de darse cuenta cuando un biblioteca está de mal humor. Abatidos, grises, los libros tienen aspecto contrariado. [..] De hecho, cuando están de malas, se esconden, se vuelven esquivos, no están donde la mano había creído encontrarlos.  Esta busca, desplaza, se pone nerviosa y no encuentra. O, si lo encuentra, el libro se le escapa y cae. Cree entonces ser torpe, cuando es él que se ha tirado voluntariamente. [...] Por el contrario, si su disposición es buena, si están de buen humor, los libros facilitan las búsquedas, Sabemos incluso de algunos que tienen la gentileza de abrirse ellos mismos por la página en que se había subrayado la cita esperada y otros, verdaderamente amables, que proporcionan espontáneamente, muy deprisa, dos o tres frases interesantes que no esperábamos encontrar allí.
 
¿Los libros pueden moverse solos? Sí. La prueba es que algunos cambian ellos solos de lugar en la estantería, no los encontramos donde los habíamos puesto y su desplazamiento altera el orden alfabético. Por lo general, lo que explica estas incongruentes dislocaciones  son peleas de vecindad [...] algunos no admiten estar adosados a volúmenes notoriamente mediocres  o a autores que les parecen indignos de cohabitar con el nombre que lleva impresa su cubierta. [...] Resulta patente que hay libros que, sin haber sido prestados ni robados, desaparecen de las bibliotecas y abandonan por sus propios medios el apartamento o la casa donde se alojaban. Estas fugas, poco frecuentes, y que prueban la autonomía de movimiento de los libros, se deben bien a violentas disputas de vecindad, bien a humillaciones insoportables. Un libro puede sentirse humillado si nadie lo abre nunca, si ha sido relegado a una estantería inaccesible donde la mirada del propietario-lector no se ha posado en él desde hace años, si el polvo se acumula sobre él...
Sí, sí y sí. Aunque mi cohabitación con los libros no haya sido probablemente tan intensa como la de Pivot, mi experiencia de años trajinando con ellos me demuestra a todas luces que sus respuestas dan en el clavo. No, señores, no es que veamos fantasmas, es que no es tan raro que los libros cobren vida. Y, a cambio de todas las horas felices que nos proporcionan, es nuestra misión como bibliómanos procurar que estén lo más cómodos y felices posible. De no ser así, ya lo saben, hay riesgo de fuga.

(Foto: shieldsofpapaer.com)
 

martes, 17 de febrero de 2015

LOS MISTERIOS DE LA FAMA LITERARIA

La fama, esa diosa volátil (foto de Oclisé)

Mi entrada de la semana pasada suscitó un cierto debate con alguno de los comentaristas, algo que es siempre estimulante cuando proviene de gente que te lee con atención y con criterio (como es el caso).
Tal vez por casualidad -aunque no creo en este tipo de casualidades, más bien es que cuando te interesa un asunto ejerces como de imán para todo lo relacionado con él- he leído en el Los Angeles Book Review un artículo que saca a relucir el tema de los misteriosos vaivenes de la fama literaria, tomando como ejemplo a un autor americano poco leído aquí, David Goodis, un caso que me parece ilustra a la perfección lo variable  -también imprevisible y sujeta a modas y mercados-  que es la valoración que reciben los escritores por parte de crítica y público. El inicio no puede ser más certero:
"La oscuridad literaria es una bestia curiosa. ¿Por qué algunos escritores son descubiertos y mantienen su fama, mientras que otros, quizás igualmente buenos, posiblemente aún mejores, siguen en la sombra o saltan a la fama sólo por un breve periodo para regresar luego al olvido? ¿Dónde está la clave? ¿Es el talento, la perseverancia, la gestión astuta, el devenir de los tiempos o la pura y simple suerte? Y el proceso por el cual los escritores olvidados son redescubiertos puede ser aún más extraño."
El de Goodis es uno más de esos casos curiosos: un escritor popular en los Estados Unidos durante las décadas de 1940 y 1950 por sus novelas negras, que conoció también un gran éxito de ventas en Francia. Aunque allí, al contrario que en su país -donde nunca se le consideró mucho más allá de la "pulp fiction"-, se puso de moda en los círculos intelectuales. Baste decir que François Truffaut llevó al cine una de sus novelas, Tirez sur le pianiste y Jean-Luc Godard le dio su nombre a un personaje de sus películas. En España, que yo sepa, nunca despuntó. Recuerdo vagamente haber leído alguna de sus novelas, quizás Al caer la noche o Viernes 13, que publicó Bruguera con unas cubiertas que hacían honor a su origen "pulp". O sea, que aquí, ni ventas, ni admiración. Pero eso no es tan raro. No sólo la fama de los escritores va y viene, sino que según el país su cotización sube o baja.
 



Recordemos también el caso de Sándor Marái, cuya novela El último encuentro salió en Destino a principios de los años cincuenta bajo el título de A la luz de los candelabros y pasó desapercibida. Durante la década de los treinta, Marái había alcanzado bastante fama en Centroeuropa, pero el eco no había llegado hasta aquí, ni mucho menos al otro lado del Atlántico. En su país, la guerra y luego el comunismo lograron que su obra quedase relegada al olvido, y algo parecido sucedió en el resto de países. Sólo después de su muerte (se suicidó en 1989, poco antes de que el comunismo que le había obligado a exilarse quedase disuelto por la Historia) la editorial italiana Adelphi tuvo la idea de reeditarlo. (A su vez, Roberto Calasso, el director de Adelphi, había encontrado sus obras en el catálogo de un editor francés que publicaba "maestros europeos olvidados"). Fue este un redescubrimiento con efecto "bola de nieve": uno tras otro, todos los países europeos se sumaron a él y casi de la noche a la mañana Marái se convirtió en uno de los autores mejor considerados, cuyas obras se reimprimían de forma constante. Esta vez, hasta los americanos se rindieron a él (hay que decir que el autor pasó sus últimos años en San Diego, California, sin que ningún editor manifestase interés por él).

Encuentro entre Thomas Mann y Sándor Marái en 1935.
Ambos acabarían en el exilio

Entonces, ¿hay alguna conclusión que se pueda sacar de esto? Seguramente, no. La cotización de los autores es imprevisible y, claramente, no tiene mucho que ver con su calidad. O con lo que su época entiende por "calidad literaria", que es también un concepto variable.
Aunque yo sí extraería de aquí una máxima, dedicada a los escritores: "Escribe lo que te apetece escribir, no lo que crees que pide el público."

lunes, 9 de febrero de 2015

LA LITERATURA, LA EDICIÓN, EL COMERCIO


Se quejan algunos conocidos míos que escriben -algunos incluso publican, aunque con escasa fortuna- de que ciertas obras que a su juicio son de ínfima calidad figuren en lo alto de las listas de bestsellers. Todo es relativo. Escritores que hace veinte o treinta años vendían (literalmente) millones de ejemplares han desaparecido hoy por completo de la memoria colectiva. ¿Alguien recuerda a Harold Robbins? Entre 1948 y 1997, llegó a vender 750 millones de libros en 32 lenguas (sí, a mí también me parece que a esta cifra le sobra al menos un cero, pero eso dice Wikipedia). Hoy, dudo mucho que puedan encontrar alguna de sus obras, a no ser en alguna polvorienta librería de lance. ¿Qué joven de hoy ha leído Juan Salvador Gaviota? Esta fabulilla simplona sobre una gaviota con cualidades humanas se convirtió en el libro de cabecera de los adolescentes de principios de los setenta, con las consiguientes ventas estratosféricas. Supongo que su lugar lo ocupan hoy, más o menos, las repetitivas obras de Paulo Coelho, e imagino que ellas también caerán en el olvido así que pasen un par de decenios. Precisamente el ejemplo de Richard Bach es el que emplea Rafael Chirbes en un artículo -incluido en el volumen titulado Por cuenta propia- en el que habla de sus relaciones con la literatura, con su editor y con el montaje comercial de la edición. Y lo resume con una frase que habría que poner en letras bien grandes ante todos los que se lamentan del escaso criterio del mercado:
"Ninguna editorial, por poderosa que sea, puede sostener indefinidamente un mal libro."
Publicarlo sí, por supuesto -hay ejemplos a porrillo- y también lanzar las inanidades más absolutas al estrellato de las grandes ventas (una combinación de oportunidad, técnicas de marketing y potencia comercial pueden hacer milagros). Pero el tiempo todo lo nivela. En este terreno, me gusta recordar que, hasta finales del XIX, Stendhal era un "escritor de escritores", poco apreciado por el público y que Henry James -hoy en el olimpo de los grandes- se lamentaba en sus cartas a sus editores de lo magro de las liquidaciones, que arrojaban ventas de mil o dos mil ejemplares a lo sumo.
Como dice Chirbes, lo más llamativo de la literatura, ese arte que puede practicarse sin más instrumentos que un lápiz y un papel, es su durabilidad. Un arte que exhibe "junto a su fragilidad, una correosa dureza [...] capaz de permanecer cataléptica durante decenios y de resucitar repentinamente con un vigor juvenil". Las ciudades, las obras arquitectónicas, hechas de piedra y cemento, se derrumban y desaparecen. Pero hoy seguimos viendo las murallas de Troya ante las cuales Aquiles exhibe el cadáver de Héctor, y que hace siglos quedaron reducidas a escombros, en las palabras de Homero o, retomando el ejemplo que cita Chirbes
"sabemos del viejo Moscú, o de la Alexanderplatz berlinesa de antes de la Segunda Guerra Mundial, por las novelas de Tolstói o de Döblin, y no por lo que ha quedado de las obras que hicieron príncipes, arquitectos y albañiles."
Así que yo les digo a mis conocidos aspirantes a escritores que no se obsesionen con las ventas, ni por supuesto con la fama. En el campo de la literatura -estamos hablando de literatura, no de entretenimento, que juega en otra liga- las consideraciones puramente comerciales son malas consejeras. Como dice Chirbes, "el único escalafón de un escritor es la calidad, algo que poco o nada tiene que ver con las ventas".  
 
 
 


domingo, 1 de febrero de 2015

COSAS QUE ECHAS DE MENOS SIN DARTE CUENTA

 
 
Cumples sin queja con tu rutina habitual. Das por bueno lo que haces y lo que ves cada día, lo que te rodea durante tus horas de vigilia (el sueño, los sueños, son capítulo aparte). Todo encaja, todo parece tener sentido. Hasta que de repente, por un azar cualquiera, algo cambia. Y sólo entonces te das cuenta de qué es lo que te falta. Lo que tanto echas de menos, sin ser consciente de ello. Ahora que lo piensas, ves ese gran agujero, que parece atraerte a su interior. Te preguntas cómo no te habías dado cuenta antes, cómo has podido vivir hasta ahora como si esa ausencia no fuese importante.
Seguramente estas iluminaciones -si se pueden llamar así-, estos ramalazos de consciencia, son distintos para cada persona. Tal vez ocurren cada tanto, tal vez son sólo incidentes aislados. Pero tengo la impresión de que cualquier ser humano pensante ha pasado alguna vez por esta situación.
He aquí tres cosas que echo de menos (aunque de vez en cuando haga como que no):
 
  • El silencio. Me refiero al silencio de verdad, no a la simple ausencia de ruidos. Ese silencio que se podría cortar con un cuchillo. Ese silencio en el que casi puedes oír tus pensamientos (porque no hay nada más que escuchar). Un silencio que no existe en la ciudad, ni casi en ningún lugar habitado. Cuando puedes despertarte en mitad de la noche y es como si hubiese sido absorbida por un agujero negro. No hay sonidos. De ningún tipo. No sabes que lo necesitas hasta que lo experimentas (¿cómo podrías?). Pero desde ese momento, sabes que no te será posible conformarte con menos.
  • Dormir bajo un árbol. Caer en el sueño es maravilloso, ese instante en que la conciencia se desvanece. Una cama mullida, unas sábanas limpias y tirantes cuando uno está agotado son una experiencia placentera. Pero hay algo mejor: sestear bajo un árbol. No sé qué hay en la presencia protectora de las ramas sobre tu cabeza, en esa sombra bienhechora, en el leve susurro de las hojas... Ningún sueño es más reparador, más seguro.
 

  • Leer un libro viejo. Inmersos en el (absurdo) debate de si libro electrónico o libro en papel, perdemos de vista que no todos los libros son lo mismo. Te acostumbras -por inercia, por rutina-  a considerarlos ante todo por su contenido: "He leído la nueva novela de tal, o he de consultar el ensayo de cual..." Sólo el día en que casualmente cae en tus manos un libro viejo eres capaz de percibir ese leve escalofrío: el papel algo amarillento, ablandado por  el uso, el suave olor que desprende (ahora sabemos que es químicamente parecido a la vainilla), la cubierta de tacto fino, de tanto ser manoseada. Algo que otros han leído antes que tú y de lo que han extraído significados seguramente distintos. Algo a la vez personal y colectivo. Algo que  importa por lo que dice, pero también por lo que es. El inmenso placer de leer un libro viejo.



Quizás es verdad que se puede vivir sin ellas. Pero, ¡qué felicidad cuando las recupero!