La lectura es un acto neurológicamente complejo, no inscrito por defecto en nuestros circuitos cerebrales, como sí lo están otras facultades humanas, por ejemplo el habla. Saber descifrar los signos escritos requiere un largo adiestramiento, y si por casualidad cambiamos de alfabeto -lo sabe bien todo el que haya estudiado japonés o árabe-, hay que empezar de nuevo. Como dice Maryanne Wolf -investigadora de UCLA- en un reciente artículo publicado en The Guardian, para adquirir esta habilidad los humanos debimos desarrollar, hace unos seis mil años, un nuevo circuito cerebral. Inicialmente un mecanismo muy simple, capaz de descodificar información básica -como el número de cabras que uno había vendido- esta habilidad se fue sofisticando hasta llegar a nuestro elaborado cerebro lector actual. Las investigaciones llevadas a cabo por Wolf muestran que el cerebro lector contribuye al desarrollo de algunos de nuestros procesos intelectuales y afectivos más importante: conocimiento internalizado, razonamiento analógico, inferencia, así como perspectiva, empatía y análisis crítico. Puesto que la mayoría de occidentales estamos alfabetizados desde pequeños y hemos incorporado la lectura a nuestra vida cotidiana, se nos pasa por alto que cada vez que abrimos un libro vamos no sólo a informarnos o a distraernos, sino que estamos llevando a cabo un proceso que involucra muchas otras áreas de nuestro conocimiento.
Sin embargo, todos sabemos, por experiencia, que el soporte sobre el que leemos afecta a la calidad de la lectura: no se perciben -ni se comprenden, por tanto- de manera igual unas notas garrapateadas sobre un papel cualquiera que el mismo texto impreso en un libro impreso; los que estamos habituados a leer manuscritos (aunque casi nadie escribe ya a mano, la versión no publicada de cualquier obra se sigue llamando así) somos muy conscientes de que esas páginas en formato A4 recién salidas de la impresora tienen menos poder de convicción que los pliegos bien editados y encuadernados en que aspiran a convertirse. Aunque numerosas investigaciones no hubiesen demostrado ya que se lee distinto en pantalla que sobre papel, la experiencia nos dice fehacientemente que no leemos igual en el móvil que en un libro de bolsillo, que leer las noticias en una Tablet o en el periódico en papel es una experiencia distinta. A estas alturas del siglo XXI casi todo el mundo se ha percatado de que recuerda mejor lo que ha leído según sea el soporte en el que lo ha hecho, incluso si no sabemos exactamente por qué. Las investigaciones citadas por Wolf apuntan que al leer en pantalla solemos llevar a cabo lo que los anglosajones llaman "skim reading", es decir, "lectura superficial" o "desnatada" (que me gusta más como idea; ahora que todo es desnatado o light o sin gluten, ¿qué más adecuado que desnatar la lectura también?). Parece que en lugar de leer palabra por palabra y línea por línea, tenemos tendencia a seguir un recorrido en forma de F o de Z por la pantalla, saltando de aquí allá en busca de palabras o expresiones clave que nos den una idea de su contenido. Por citar lo que dice el artículo: "Cuando el cerebro lector lee de esta forma superficial (desnatada), se reduce el tiempo que dedica a los procesos lectores profundos. En otras palabras, no tenemos tiempo para captar la complejidad, entender los sentimientos que quiere expresar el autor o percibir su belleza, y el lector no tiene tiempo de generar sus propios pensamientos a partir de lo leído."
Una de las consecuencias tal vez más preocupantes de esta nueva modalidad de lectura, inevitablemente cada vez más extendida, dicen, es muchos estudiantes evitan apuntarse a cursos de literatura del XIX y XX porque, acostumbrados a la lectura desnatada, no tienen la paciencia necesaria para leer esos textos "tan densos" ni, por supuesto, de analizarlos. ¿Será ese -me pregunto- uno de los motivos del declive de las filologías en la Universidad?
No nos queda sino confiar en que, igual que alguna vez esperamos que pase la moda de lo desnatado en la comida -ya se oyen voces que dicen que hay que volver a lo entero-, en la lectura se imponga también la sensatez y comprendamos que hay lugar y momento para todo: para leer desnatadamente en pantalla y para lanzarse hasta las profundidades de un texto en papel. Por mi parte, por si acaso, cuando voy al súper me paso un buen rato ante las neveras, averiguando qué yogures son los que conservan toda su nata. Esos son los buenos.