John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

jueves, 28 de junio de 2012

HOMBRES Y PAISAJES

El pueblo de Monells, en el Baix Empordà
Foto de Jaume Meneses
Estoy pasando esta semana de finales de junio y calores agosteños en un paradisíaco rincón de L'Empordà (Ampurdán en versión castellana). Para quien no conozca esta zona de Cataluña, lo más parecido a una Toscana catalana, con menos arte -¡esas iglesias toscanas y sus frescos!-, pero con un paisaje tan civilizado y hermoso que ni siquiera la salvaje especulación inmobiliaria de las últimas décadas ha logrado destrozarlo. (O casi, habría que descontar unos cuantos atentados flagrantes y otros cuantos pueblos tan restaurados, relamidos y turistizados que parecen sacados de una postal.) En cualquier caso, doy fe de que, si se evitan las multitudes y los aglomeramientos de agosto, éste es un territorio hecho a la medida humana, donde el cuerpo y el espíritu pueden saber lo que es gozar de la vida. La primera vez que pasé una larga temporada en estos parajes tuve la precaución de traerme como lectura de cabecera a quien quizá sea el mejor introductor de este paisaje, Josep Pla, con su maravilloso Quadern gris (El cuaderno gris, hay versión castellana). Aunque había pasado por la universidad y por Barcelona, y fue corresponsal en Madrid durante la República, amén de infatigable viajero (Francia, Estados Unidos, la Unión Soviética, Cuba, Israel, Oriente Medio, América del Sur... de todos estos lugares dejó vivísimos reportajes), Pla siempre dijo de sí mismo que no era más que "un payés de Llofriu", el pueblecito donde está emplazada la masía de su familia. 

Pla en Llofriu, con su característica boina.
En El cuaderno gris, un personal y muy literaturizado dietario, se encuentra destilado lo mejor de su escritura, junto con descripciones de pueblos y paisajes, de tipos humanos, agudo análisis de la sociedad que le rodea y reflexiones personales. Todo, a escala humana, lleno de sentido común y con una prosa que embelesa. Desde luego, si se quiere visitar esta región y entender cómo el paisaje y sus habitantes forman un todo indisoluble, es imprescindible recurrir a él. Pero también lo es si se quiere  simplemente disfrutar de uno de los mejores prosistas en lengua catalana del siglo XX. Con las descripciones de Pla bien presentes en la memoria, les dejo. Voy a empaparme en persona de esos campos ondulados, de sus pueblos de piedra dorada, de las fugaces visiones del mar entre los fragantes pinos...

Jardines de Cap Roig
Foto de Jaume Meneses

lunes, 25 de junio de 2012

MI BIBLIOTECA (V) : DULCE ANGLOFILIA

Desde su blog, En Barcelona..., Cristina nos endulza los días con reseñas de libros -casi siempre ingleses y muchos, muchos, en torno a sus adoradas Brontë-, pero también nos habla de sábados de repostería (deliciosos pasteles) y del pequeño Héctor (cada vez más mayor y más hermoso). Hoy, en cambio, nos acerca a su biblioteca, a sus estanterías casadas y a su estricto orden alfabético.


No podía faltar, junto a los libros, algún recuerdo muy British
Decía Jorge Luis Borges que "Ordenar bibliotecas es ejercer,/de un modo silencioso y modesto,/el arte de la crítica" (fragmento de su poema Junio, 1968) Pues bien, yo no debo de tener espíritu crítico alguno porque cuando, después de años viviendo en casa de mis padres en Madrid y colocando los libros nuevos (en una casa repleta de libros) allá donde cabían (y/o casi caían) con alguna que otra excepción, me trasladé a Barcelona, tenía claro que nuestras estanterías, con pocas excepciones, se colocarían por orden alfabético. Sí, está muy bien tener una zona de ficción, una de no ficción, estanterías dedicadas a temas concretos, etc., pero nadie me negará que lo más rápido y cómodo a la hora de localizar un libro es buscarlo por su nombre (bueno, el de su autor). Sé que tiene pegas como que a veces te quieres dejar llevar en un cierto tema o que simplemente no recuerdas el apellido del autor, pero, como la democracia, de todos los métodos me parece el menos malo.
Así que de ese modo "casamos nuestras estanterías", que diría Anne Fadiman, poniendo a Helen Fielding y su Diario de Bridget Jones no demasiado lejos de algún que otro libro de Stephen Hawking, etc. Es una imagen poco crítica pero de lo más variopinta, no se puede negar. Autoras de cabecera como Margaret Forster tomaron posesión de baldas casi completas y siguieron creciendo mientras daban la bienvenida a otros descubrimientos posteriores que iban acaparando espacio a pasos de gigante. Lo malo de no tener espíritu crítico y dejarse llevar por el alfabeto es que colocar libros es un rollo y casi deseas que todos los apellidos comiencen por Z. "¿Por qué dudas en comprarte el libro: el precio, el argumento, la portada, la tipografía?" "No, por nada, sólo que el autor se apellida A...". No ha ocurrido nunca, pero casi (suerte que Kate Atkinson y Paul Auster, por ejemplo, son imprescindibles).
 
Brontë forever

Nuestras estanterías casadas son como esos diagramas matemáticos de los conjuntos. Uno el de Manuel y otro el mío que convergen en todo aquello relacionado - por remotamente que sea - con la familia Brontë, que hasta hace poco era el único apellido que se libraba del orden alfabético. Parece mentira que en Madrid mi zona Brontë se limitase a un par de pequeñas baldas en una estantería. Ahora una estantería Billy completa apenas tiene lugar para más y si algo está claro es que habrá más y más.
Claro que eso ocurrirá con los libros de todo tipo. Ser bibliófilo es como tener un grifo abierto, a chorros o a gotitas eso ya depende de cada uno, pero siempre sabes que llegarán más. Alguien dijo en un comentario a una entrega anterior que las segundas filas de las librerías son lo mejor y sin embargo yo me resisto porque me gusta tener todos mis libros a simple vista, sin rebuscar; es como asomarte a una ventana y tener unas bonitas vistas. Pero sé que, salvo que nos toque la lotería y nos vayamos a vivir a un palacete, llegará el momento. De momento en un pequeño hueco hemos colocado una estantería más que, tras mucho debate, acoge a clásicos de antes del siglo XX  (aún en construcción) . Yo, con mi espíritu crítico de pacotilla, quería optar por una librería de obsesiones, es decir, todos aquellos autores de los que coleccionas libros casi por defecto, como con las Brontë, aunque ligeramente más comedido, pero a Manuel le pareció un concepto un tanto disperso.
También Austen y otros tienen su sitio...

 Y qué más da, digo yo. Al final si quieres leer un libro da igual que esté en segunda fila, en la odiada balda inferior de detrás de la butaca o en balda superior inalcanzable, en su sitio por orden alfabético o según su género o año en que fue escrito. Si quieres leer un libro, llegarás a él.

Abusando de sus prerrogativas, la editora de esta serie no puede resistirse a incluir aquí una foto que muestra las otras dos pasiones de Cristina:


Héctor, demostrando lo mucho que le gustan los dulces.
Cosa de familia...

viernes, 22 de junio de 2012

LIBROS QUE (ME) HACEN REÍR


Visto que la situación política y económica no sólo no lleva camino de mejorar, sino que cada día resulta más agobiante, algo habrá que hacer para no dejarse arrastrar por esta marea negra. Al fin y al cabo, luce el sol (mucho, incluso), estamos en esos larguísimos días del solsticio de verano, e incluso en la ciudad tengo desde hace unos días el placer de oír los trinos de los pájaros, entre ellos los bellísimos cantos de un petirrojo. (Conste que no he llegado a verlo, pero youtube me ratificó en que esos sonidos eran en efecto de este ave. Es un misterio lo que hacía entre tanto asfalto.) Unido a esto, ¿qué mejor antídoto contra la depresión ambiental que un buen libro? A ser posible, uno que sea divertido. Así que me he puesto a recordar los libros que me han hecho reír. Pero reír de verdad, a carcajadas incontenibles, de esas que hace que tu familia o vecinos de tren o autobús -estos últimos casos son los que más embarazo producen- te miren asombrados. Aquí va pues una lista de los libros que me hacen reír. Soy consciente de que hay que subrayar el pronombre personal: me hacen reír a mí, lo que no quiere decir que a todo el mundo le vayan a hacer la misma gracia. El sentido del humor es algo muy personal y, como se puede constatar fácilmente, no muy bien repartido.


Richmal Crompton, Las aventuras de Guillermo Brown-Cualquiera de los numerosos títulos que componen esta añeja serie de novelas sobre un terrible niño inglés y sus igualmente incorregibles amigos, conocidos con el sobrenombre de "Los proscritos", es capaz de hacerme soltar la carcajada no una, sino varias veces. Era así cuando los leí y releí por primera vez, en mi infancia, y siguen manteniendo la misma magia. Doy fe porque he hecho la prueba: hace poco, haciendo orden en unas estanterías, no pude contener el impulso de abrir uno de los volúmenes y empezar a leer. Las carcjadas atrajeron primero al gato y sucesivamente al resto de la familia, que no entendían qué ocurría.

John Kennedy Toole, La conjura de los necios-Ya hablé de este libro en un post anterior. Un clásico imprescindible. Baste decir que, cuando quiero animarme, releo la carta que Ignatius envía al Sr. Abelman. Sencillamente desternillante.

Lord Emsworth y su cerda premiada
P.G. Wodehouse, Ola de crímenes en el castillo de Blandings-De nuevo un autor del que podría recomendar casi cualquier cosa como lectura hilarante. Pero esta narración contiene todos los ingredientes del mejor Wodehouse: Jeeves, Bertie Wooster, Lord Emsworth e incluso sus cerdos premiados. Una mezcla irresistible.

David Lodge, Intercambios-La primera de sus novelas "de campus", donde Lodge demuestra, una vez más, que el mundo académico -que tan en serio suele tomarse a sí mismo- puede ser una fuente de hilaridad incontenible. Inefable el personaje de Morris Zapp, con el que el autor (o sus lectores) se encariñó tanto que lo recuperó en novelas posteriores.

Ilustración de Nicholas Bentley para Antrobus
(via Strange Library)

Lawrence Durrell, Antrobus-También hablé en otra ocasión de este libro, que es probablemente lo que más me gusta de Durrell, junto con sus libros de viajes. (Lo siento, no soy tan fan de su Cuarteto de Alejandría ni del Quinteto de Aviñón, aunque todo el mundo los considera más "literarios". Sea lo que sea eso.) Las tribulaciones de dos solteronas británicas que deciden publicar un periódico en inglés en un país balcánico son, entre otros episodios, tronchantes.

Sí, ya lo han visto, resulta que todos los autores que he citado son aglosajones. No es que la literatura de otras nacinalidades no tenga sus escritores humorísticos. Sin ir más lejos, me gustan mucho algunos autores del siglo XX español como Fernández Flórez o Jardiel Poncela. Pero, aunque en ocasiones hayan logrado arrancarme alguna carcajada, por lo general la cosa se queda en sonrisa, o en simple regocijo intelectual.
La risa es la mejor terapia. Para casi todo.

lunes, 18 de junio de 2012

MI BIBLIOTECA (IV): ANTIGUOS Y MODERNOS

Desde su blog de bibliofilia, Urzay suele mostrarnos auténticos tesoros librescos, ediciones que pondrían verde de envidia a cualquier bibliómano (a mí, desde luego), además de regalarnos con historias del siempre variopinto mundo de la bibliofilia. En esta entrada, nos habla de su biblioteca, pero también del mundo cambiante del libro. La biblioteca como universo. No podía ser de otro modo.
Literatura hispánica
Quizás se podría esperar de alguien que se reconoce bibliófilo una vehemente defensa del libro en papel, una nostálgica apología de las bibliotecas tal como las conocemos. Lo mismo se podría hacer respecto a las librerías, las editoriales, o el proceso de impresión mecánica que arrancó hace más de 500 años y tiene la belleza del maquinismo que solo ciertas vanguardias y algunas películas de Miyazaki han sabido expresar. No siento, sin embargo, la necesidad de hacer esa defensa. Creo que hemos llegado al final, y una nueva forma de acceder a la lectura se abre camino, y todos cuantos tenemos ese hábito participaremos de ella, como de hecho ya lo hacemos, aquí, por ejemplo. Vivir rodeados de numerosos libros no va a convertirse de la noche a la mañana en algo propio de excéntricos. Ya lo es, en realidad. Pero a mí me seguirá gustando encontrar en las estanterías de mi casa la deslucida tela editorial de Dioses, tumbas y sabios, que quizás algo tuvo que ver en que yo acabara en una Facultad de Filosofía y Letras, o los ya precarios libros de Guillermo Brown, los rojos, no los blancos, que aguardan esperanzados en las habitaciones de mis hijas la devastación de una tercera generación de lectores infantiles antes de capitular con la satisfacción del deber cumplido. Lo primero que he de decir de mi biblioteca es que ni la tengo propiamente por biblioteca ni por mía. Crecí en una casa llena de libros, pero no teníamos un espacio expresamente dedicado a ellos, donde refugiarse a leer. Como ahora tampoco lo tengo y me gustan ese tipo de espacios, no pienso nunca en mi biblioteca como tal. Tampoco la tengo propiamente por mía, pues es compartida. Esto tiene la ventaja de que somos dos a comprar y a leer. Gracias a ello tengo en casa libros que jamás hubiera adquirido solo. Esto creo que es recíproco. También he disfrutado leyendo libros que por propia iniciativa jamás hubiera leído. Esto otro me temo que ya no lo es. 
Cuando dejé la casa de mis padres, a los 23 años, lo único que recuerdo haber empaquetado con interés son los libros que por entonces tenía. Esa base ha ido creciendo hasta lo que es hoy. Esto suena como si fuera gran cosa, pero no. Básicamente hay dos temas, por una parte literatura, por otra historia e historia del arte. Lo que queda fuera de esta división languidece por los pasillos en vergonzantes estanterías misceláneas. Organizo los libros, en general, por períodos históricos y literaturas (hispánica, francesa, anglosajona...). Sobre los anaqueles, los acomodo por autores según puedo. Me gusta encontrar un sitio a los nuevos libros que se van incorporando, aún cuando parezca difícil que puedan caber. A la limitación impuesta por los que ya ocuparon el sitio antes se añade que raramente los espacios coinciden con los formatos editoriales. Encontrar una ubicación a cada libro, que se vean todos y que el conjunto mantenga el sentido viene a ser una especie de Tetris tridimensional. Después de bastantes años de practicar este juego, creo poder asegurar que los diseñadores de estanterías no leen.

Escalofríos del XIX
Dentro de la organización general hay un poco de todo, pero como es lógico más títulos de aquello que en algún momento nos ha gustado. También ausencias clamorosas. Hay más libros de historia medieval y moderna que de otros períodos históricos. Hay también más literatura de los siglos XIX y XX que anterior. A veces en cambio una mayor cantidad no se corresponde con un mayor interés. Hay por ejemplo unos cuantos estantes con literatura hispánica reciente, donde la mayoría de los autores están representados por un solo título. Ninguno de ellos despertó el deseo de adquirir un segundo, y sí la voluntad de volver a hacer uso de las bibliotecas públicas, a las que hemos vuelto los últimos años. Por el contrario, no hay demasiada literatura clásica, y sin embargo vuelvo una y otra vez a Horacio, o a los líricos arcaicos, o releo con frecuencia ciertos títulos griegos y latinos.
Suelo saber donde está cada libro, y no sé si atribuirlo a buena memoria o a desequilibrio mental, pues también recuerdo con exactitud donde estaba cada libro de la biblioteca de mis padres o los nombres de los actores secundarios de las películas y las series de televisión más deplorables, pero casi nunca las cosas que resulta útil recordar. Las ediciones modernas están mezcladas con las antiguas, que se van integrando como si encontraran un sitio que ya les estaba destinado. Esta convivencia suele revelar físicamente el rastro de la bibliofilia: una deleznable traducción de Frankenstein adquirida de derribo en una feria del libro dio paso hace tiempo a otra bastante más cuidada, que comparte ahora espacio con la hermosa edición reciente del borrador manuscrito de la Bodleian Library; las amarillentas ediciones de bolsillo de Alicia comparten espacio con la edición anotada por Martin Gardner y con dos ediciones victorianas tempranas de los formatos originales de Macmillan; una edición crítica del Laberinto de fortuna ha acabado junto a una muy bella edición renacentista de las obras de Mena con la glosa del comendador griego. Es como si la biblioteca fuera edificándose ella sola.


Nunca me he parado a pensar cuántos libros hay, pero ahora que intento hacerlo en esta nota para lectores curiosos supongo que serán unos tres o cuatro mil, la gran mayoría ediciones modernas, muy pocas antiguas. Las primeras proceden de muchas horas pasadas en las librerías, una de las formas que adopta la felicidad. Las ediciones antiguas, por el contrario, han sido adquiridas casi siempre a distancia, en librerías anticuarias de todo el mundo, a través de internet. Mientras en el primer caso nunca voy con una idea preconcebida, en el segundo suelo buscar sólo determinados libros. Me gustan las librerías cuyo fondo refleja el criterio personal del librero, donde no te escruten ni te pregunten y se pueda mirar tranquilamente. Contra lo que pueda parecer, las librerías anticuarias o las de lance no suelen cumplir esas condiciones más que en contadas y muy honrosas ocasiones. Sé que hay bibliófilos avezados que no pueden prescindir de la emoción de adentrarse en esa cueva de las maravillas que es una librería anticuaria, donde cualquier descubrimiento es posible. Por timidez, y también porque me resulta mucho más útil la red, renuncio a ese placer con gusto.

Antiguos y modernos

No anoto nunca los libros, ni siquiera a lápiz. Pero sí tengo la costumbre, casi siempre involuntaria, de dejarme dentro todo tipo de objetos usados para recordar la página. Al releer, muchas veces aparecen billetes de tren o de avión, tarjetas, alguna fotografía, hermosos marcadores de páginas adquiridos en museos y rápidamente extraviados... A veces sí que es voluntaria. En la página 24 de algunos libros que me regaló mi madre hay pequeñas hojas secas de un arce bonsái que fue de ella. Desde hace unos años hay también un número creciente de marcapáginas de sesuda elaboración infantil. Algún día despertarán una sonrisa. No creo que los libros en papel vayan a desaparecer, creo que seguirán teniendo una presencia, pequeña, pero jamás masiva en la forma que hemos conocido. Los nuevos formatos convivirán con ellos, del mismo modo que lo hace la coca-cola con el intenso té que los japoneses obtienen de los primeros brotes de sus plantaciones sombreadas. Seguiremos leyendo ese inicio memorable, El universo (que otros llaman la Biblioteca)..., y se seguirá comprendiendo la sutileza de esa metáfora que no lo es, y en la imaginación de quien lo haga en el futuro desde un lector electrónico no dejará de asociarse al recuerdo de grandes bibliotecas institucionales o históricas, que seguirán existiendo. Pero difícilmente de otras, porque formamos parte, probablemente, de la última generación que leyó esas palabras y miró a su alrededor las paredes de sus casas cubiertas de libros y sintió que tenían un significado íntimo, también para ellos, y que no hubieran podido ser escritas por nadie que no hubiese pasado su infancia rodeado del pequeño universo de una biblioteca familiar. 

jueves, 14 de junio de 2012

UNA NOVELA DENTRO DE LA NOVELA

Tal que así podría ser el pueblo de la señorita Buncle
Estoy inmersa estos días en la lectura, enormemente placentera, de El libro de la señorita Buncle, de D.E. Stevenson -ese plural casi no es necesario, porque se devora en un santiamén-, una obra que recomiendo calurosamente. No es mi intención hacerle una reseña, pero quien esté interesado en saber más sobre ella puede acudir a este blog, donde encontrará toda la información necesaria, muy bien explicada. El aspecto que me ha llamado la atención en este caso -ya digo, dejando aparte lo amena y deliciosa que es- ha sido la técnica de la novela dentro de la novela. Siempre me ha gustado ese rizar el rizo de la ficción, esa especie de cajas chinas en que se le pide al lector que suspenda su incredulidad por partida doble. No es un recurso nuevo, desde luego, aunque en este caso la autora le da un tratamiento original: el libro al que alude el título refleja, con leves y bastante transparentes cambios de nombres, a los habitantes del pueblo de la señorita Buncle y son sus reacciones al verse así retratados las que conforman la trama de la novela. O sea, que  la novela dentro de la novela es el desencadenante del conflicto que da lugar a la propia novela. Dicho así,  un bonito galimatías.
He estado haciendo memoria de otras obras que recurren a artimañas similares pero, si bien soy capaz de recordar unas cuantas que utilizan una novela dentro de la novela, el uso que D. E. Stevenson hace de ella es bastante original. (Conste que lo digo con cierta cautela, consciente de que es muy posible que alguno de mis lectores salga con uno o varios ejemplos que desmientan esta afirmación.) Veamos: lo primero que me viene a la mente, cómo no, es el Quijote. Pero los relatos que Cervantes inserta en su novela no pasan de ser meras digresiones, que no tienen nada que ver con el desarrollo de la trama principal. Tienen una función similar a las de los entremeses o jácaras que se intercalaban en las funciones de teatro en el Siglo de Oro, que distraían al público durante el entreacto. Otro caso es el del Tristram Shandy de Laurence Sterne, donde la novela -la pretendida autobiografía de Shandy- se convierte en una excusa para narrar toda una serie de historias que acaban por casi devorar la historia principal.

Grabado de George Cruikshank
para Tristram Shandy
Pasando a nuestros días, el ejemplo más claro de utilización de novela dentro de la novela -si descontamos, por supuesto, el Misery de Stephen King- lo tenemos en Paul Auster, conocido por su afición a todo lo que sea metaficcional. Véase como muestra La noche del oráculo, donde asistimos casi en paralelo a la historia de un escritor que escribe una novela y a la propia novela que éste va escribiendo. Y así, saltando de uno a otro, llegamos a uno de mis relatos favoritos, donde también se hace uso de la ficción dentro de la ficción, Continuidad de los parques, de Julio Cortázar. El autor argentino logra aquí engarzar con tal habilidad ambas ficciones que, al final, acaban encontrándose. Si no lo conocen, léanlo, no les llevará más de dos minutos. Y verán como a veces la ficción se hace realidad. Aunque sea dentro de la propia ficción.

martes, 12 de junio de 2012

MI BIBLIOTECA (III): EL LECTOR FELIZ

Este tercer artículo de "Mi biblioteca" corresponde a El niño vampiro, del blog El niño vampiro lee. No cabe duda de que lee mucho, y muy bien. En su blog podemos encontrar reseñas de novelas, de biografías, de ensayos o de novela gráfica, con una especial querencia por la literatura centroeuropea y eslava,  siempre con una cuidada selección de ilustraciones. Un lector feliz que hace felices a sus lectores. ¿Qué más se puede pedir?


Nunca he tenido una gran biblioteca. A pesar de que leo entre 60 y 80 libros al año, dudo que en mi casa haya más de... ni idea. No los he contado nunca. Recuerdo que, cuando era niño, mi madre dijo un día que en casa teníamos casi tres mil libros. De hecho, cada vez que voy a su casa, todavía me sorprendo con el hallazgo de algún que otro libro en el que nunca había reparado. En casa había libros por todas partes, largas estanterías en el pasillo, enciclopedias de todo tipo, y literatura hasta en el cuarto de baño. El señor del Círculo de Lectores era casi de la familia, y todavía hoy, treinta y cinco años más tarde, y jubilado como está, sigue siendo él quien le lleva los pedidos a mi madre.
Pero volviendo a mi biblioteca actual, tengo que admitir que, en términos relativos, es sorprendentemente pequeña. Esto se debe a varios motivos. En primer lugar, a la susodicha biblioteca familiar y a lo poco que me influyó. Suponiendo que fuera cierto que en casa había tres mil libros, no puedo dejar de asombrarme ante el hecho de que entre los libros de un matrimonio culto, ambos grandes lectores y conocedores de los clásicos, no hubiera un triste Dickens, Shakespeare, Homero, Balzac... He llegado a preguntarme si, el día en que nací, mis padres decidieron convertirse en lectores de best-sellers. Recuerdo que a los seis años, y con una envidiable confianza en mis capacidades lectoras, me bajé de la estantería Tiburón (sí, el de la película). Huelga decir que no llegué a la segunda página, y que, de la bibioteca familiar, apenas heredaría más tarde un par o tres de decenas de libros.
Quizá debido a ello, ni en mi infancia ni en mi temprana adolescencia fui un gran lector. Disfrutaba con la lectura, sí, y mucho, y recuerdo haberme pasado alguno de mis veranos en Cabo de Gata alelado con Verne, Orwell, García Márquez, o Cortázar. Sin embargo, a diferencia de ahora, al terminar un libro no sentía la imperiosa necesidad de lanzarme a por otro. Probablemente sospechaba que me costaría mucho encontrar en casa otro que me gustara tanto. ¡Ay, casi añoro aquellos tiempos en que las lecturas no se me amontonaban!
No recuerdo cuándo me convertí en el lector que soy ahora. Evidentemente fue un proceso gradual, pero puedo constatar que el día que dejé de comprar libros y me convertí en un asiduo usuario de bibliotecas, mis lecturas se multiplicaron. Y no sólo eso, sino que me volví un lector mucho más crítico. Libro que me llamaba la atención, libro que me llevaba. Peñazo que me aburría, peñazo que devolvía. ¡Qué liberación, no sentirse obligado a terminar un libro porque te has gastado tus buenas pesetas en él! Sí, pesetas. Hace tiempo que tuvo lugar esta metamorfosis.
A diferencia de muchos de mis amigos blogueros, no tengo ningún fetichismo literario. Como a todo el mundo, me gusta una edición bonita, y creo que las estanterías están ahí para llenarlas de libros, y no de figuritas. Pero confieso que, como objeto, los libros nunca han tenido para mí esa aura sagrada que sí tienen para otros. Ya coleccioné cromos cuando era niño, y aquello sí que era sagrado.

Mortadelo se codea con Stalin y con Katherine Mansfield. Sin manías.
En lo que se refiere al modo que tengo de ordenar mis libros, antes de mi mudanza hace un año podía presumir de una biblioteca completamente ilógica y sin ningún tipo de criterio más que el caos. Mortadelo se codeaba con Stephen Dedalus, Rimbaud con la Biblia. Las nuevas adquisiciones (porque haberlas haylas, aunque sean escasas) se amontonaban en vertical, horizontal y diagonal, unas delante de otras, y los repletos estantes de mi librería apenas daban abasto. De vez en cuando, buscando un título que no recordaba dónde podía estar, me veía obligado a sacar todos los libros de su sitio y volver a colocarlos, momento que aprovechaba para dar un respiro a los que habían estado ocultos, y condenar al ostracismo a los que llevaban meses exhibiendo ufanos su lomo. La transformación que tenía lugar entonces era sorprendente, como si hubiera pintado la pared de otro color. No me refiero, naturalmente, al cambio visual que se producía, sino al aire que se respiraba, al ambiente de la habitación. Ya no saludaba todos los días a Faulkner, Blok, Garcilaso o Wilkie Collins. Ya no oía las voces de Flaubert, Woolf, Arendt o Lezama Lima. ¿Dónde se habían metido Nabokov, Carpentier, Kawabata? Su lugar lo ocupaban ahora unos intrusos llamados Beckett, Mandelstam, Updike, y cada día me tomaba el café con los recién llegados Rilke, Julian Barnes o Borges. 
Sin embargo, concluida la mudanza y el proceso de desempaquetamiento, me vi en la obligación (con tres niños correteando por casa, es peligroso dejar cajas de libros sueltas por ahí) de dar a mis criaturas de palabras y papel un orden inmediato, es decir, sin siquiera el anárquico criterio del amontonamiento gradual . Así que, lamentablemente, mis estanterías ahora adolecen de cierta racionalidad y lógica. Las ediciones de Cátedra están juntas, también los libros de poesía, así como las antiguas ediciones de libros en inglés. Por su parte, ocultos en la fila de atrás y en horizontal, para permitir a otros más privilegiados asomarse por encima de los primeros de la clase, están aquellos que he decidido relegar al olvido temporal, y que, a cambio, tendrán el honor de sorprenderme en la próxima (demasiado próxima, ¡ay!) mudanza.

Los de Cátedra, todos juntos

Del mismo modo que carezco de fetichismo librero, no tengo manías a la hora de abrir un libro. Cama, sofá, autobús o cola del súper; mañana, tarde o noche. No obstante, esto no siempre ha sido así. He de confesar que durante un tiempo sólo era capaz de ponerme a leer si empezaba mis sesiones lectoras a la hora en punto, o en su defecto, a y media. Superar esos insanos hábitos temporales me costó gran esfuerzo y duros sacrificios, pero finalmente alcancé una libertad que ni siquiera podía sospechar.
Así, hoy, liberado de absurdas manías, de algunos prejuicios, y de no pocos complejos, y tras haber aceptado que lo que no leí en mi adolescencia probablemente no lo leeré nunca (lo siento, señor Tolkien), puedo decir que soy un lector feliz.

sábado, 9 de junio de 2012

RAY BRADBURY Y LOS GLOBOS DE FUEGO



Entre los innumerables artículos, obituarios y homenajes a que ha dado lugar el fallecimiento de Ray Bradbury -el hombre que nos enseñó que los marcianos existen, y son como nosotros-, me ha conmovido especialmente un artículo del propio Bradbury, reproducido en la revista New Yorker, en el que el escritor -supuestamente ante la pregunta de qué es lo que le llevó a interesarse por la ciencia-ficción- rememora su admiración por algunos héroes del cómic como Buck Rogers y otras lecturas tempranas, para acabar recordando cómo una escena de su infancia, compartida con su abuelo, fue la génesis de uno de los relatos de Crónicas marcianas.* Se trata de un texto que refleja tan bien como era el hombre y el escritor, tan lleno del peculiar tono poético y melancólico que impregna su obra, una recreación tan perfecta de una época y un ambiente... que he pensado que traducir ese pasaje y reproducirlo en mi blog podía ser mi mejor homenaje a este gran escritor, que tanto me hizo soñar. Aquí lo tienen.

Aunque continuaba atado a la Tierra, viajaba en el tiempo escuchando a los adultos que, en las calurosas noches de verano, se reunían fuera, en el césped o en el porche, para hablar y recordar. Al final del Cuatro de Julio, una vez que mis tíos se habían fumado sus puros y habían terminado sus charlas filosóficas, y las tías, sobrinos y primos habían dado buena cuenta de sus cucuruchos de helado o sus bebidas gaseosas, cuando se habían agotado todos los fuegos artificiales, llegaba el momento especial, el momento triste, el momento de la belleza. Era el momento de los globos de fuego.
Incluso a aquella edad, yo comenzaba a percibir que las cosas tenían un final, como esa preciosa luz de papel. Para entonces ya había perdido a mi abuelo, que se fue definitivamente cuando yo tenía cinco años. Lo recuerdo muy bien: ambos en el césped frente al porche, con veinte parientes como público, sosteniendo el globo de papel entre los dos por un instante final, lleno de exhalaciones de aire caliente, listo para partir.
Había ayudado a mi abuelo a llevar la caja en la que yacía, como un espíritu sutil. El fantasma de papel de seda de un globo de fuego, que esperaba que lo hinchasen, lo llenasen y lo soltasen sin rumbo hacia el cielo de medianoche. Mi abuelo era el sumo sacerdote y yo el monaguillo. Ayudaba a sacar el papel de seda rojo, blanco y azul de la caja y contemplaba cómo el abuelo prendía una pequeña cazoleta de paja seca que colgaba bajo él. Una vez el fuego estaba encendido, el globo se hinchaba hasta la gordura con el aire caliente que se creaba en su interior.
Pero yo no conseguía dejarlo ir. Era tan hermoso, con esa luz y esas sombras que danzaban en su interior… Sólo cuando el abuelo me miró e hizo una leve señal con la cabeza, dejé por fin que el globo flotase libre, más arriba del porche, iluminando las caras de mi familia. Flotó por encima de los manzanos, por encima de la ciudad ya medio somnolienta, y a través de la noche hacia las estrellas.
Permanecimos mirándolo durante diez minutos como mínimo, hasta que lo perdimos de vista. Para entonces, las lágrimas me corrían por la cara y el abuelo, sin mirarme, se aclaraba la garganta y arrastraba los pies. Los parientes empezaron a entrar en la casa o a atravesar el césped para ir a sus respectivas casas, mientras yo me secaba las lágrimas con unos dedos sulfurosos por los petardos. Esa noche soñé que el globo de fuego volvía y flotaba frente a mi ventana.
Veinticinco años más tarde, escribí “Los globos de fuego”, un cuento en el que un grupo de sacerdotes parten hacia Marte en busca de criaturas de buena voluntad. Es mi tributo a esos veranos en que mi abuelo aún vivía. Uno de los sacerdotes era como mi abuelo, a quien llevé a Marte para que viese los hermosos globos de nuevo, aunque esta vez fueran marcianos, encendidos y brillantes, flotando sobre un mar muerto.



Me gusta pensar que Ray Bradbury está flotando para siempre, como un hermoso globo de fuego, por el espacio infinito.

*Aunque este relato sí figura en la edición americana de Crónicas marcianas, por razones que ignoro no está incluido en la española. Lo pueden encontrar en la versión española de El hombre ilustrado.

miércoles, 6 de junio de 2012

MI BIBLIOTECA (II): DEVORADOR DE LIBROS

El invitado de esta segunda entrega de "Mi biblioteca" es Oscar, del blog Strange Library, un confeso devorador de libros, compulsivo comprador/lector. Desde su blog, Oscar nos deleita con sus largas, amenas y muy bien documentadas entradas sobre toda clase de autores, ante todo anglosajones. Y con una especial debilidad por la ficción fantástica. Seguro que hoy, en que hemos de lamentar la pérdida del gran Ray Bradbury, Oscar está rindiéndole homenaje.


El rincón de Bloomsbury
Si tengo que hablar de mi biblioteca como lugar físico (a veces uno puede caer en pensar en ese reservorio casi como algo pseudo-humano), tengo en cabeza la que actualmente uso y disfruto, que existe desde mi última mudanza hace un año y medio. En realidad ha tenido pocos cambios respecto de las dos anteriores (que en total se remontan a once-doce años atrás). Las estanterías y el sillón han ido emigrando con mi familia y conmigo y la repetición de la ordenación de los libros ha sido la norma.
Actualmente la división esencial (que durante muchos años fue la de “Ficción / No ficción”) es la de “Libros en inglés / Libros en español”. No es coincidencia que coloque en primer lugar el idioma extranjero porque es desde hace un par de años el que leo esencialmente. Pero durante muchos años no fue así y los libros en español siguen cuadruplicando a los extranjeros (y eso que estos crecen a ritmo desaforado). No obstante los libros extranjeros comienzan a infiltrarse como el topo de Le Carré entre las filas y estanterías de los nacionales.
Dentro de ambas categorías se subdividen en ficción y no ficción y luego por países. Dentro de cada país los autores más importantes (más representados) tienen su subsección. Solo en algunos casos un tema concreto está agrupado, reuniendo obras de varios autores (Sherlock Holmes, Tradición artúrica, Mitología, Bloomsbury, Tolkien...). Todo ese orden solo está lógicamente en mi cabeza y he de reconocer que sería capaz de localizar un libro cualquiera sin mirar las estanterías. Y he de decir que en contra de lo que fue mi costumbre (mi defecto) durante decenios, la poesía es una de las secciones que más ha crecido. El tamaño de las estanterías que cubren todas las paredes, excepto puerta y ventana y la inmensa mesa de trabajo que uso, hacen que para llegar a algunas de ellas  haya que pasar literalmente de perfil (estilo librería de viejo). Es por eso que las fotos que os ofrezco son todas sesgadas y no totalmente representativas de las estanterías (aseguro que no tengo ángulo para más, ni siquiera con un objetivo de 10 mm).
Los extranjeros

Obviamente (al menos obviamente para cualquiera que pase alguna vez por mi blog o me conozca personalmente) los grandes apartados (tanto en libros en español como en inglés) de mis estanterías son los autores británicos y americanos. Numéricamente es posible que los autores de los que más cantidad de libros tengo sean Virginia Woolf, Aldous Huxley, Vladimir Nabokov, Faulkner y Ernst Jünger. Cerca irían autores como Hemingway, Muriel Spark (la más reciente de las “grandes representadas”), Vonnegut, Steinbeck, Chesterton (la de años que me costó localizar casi todo Chesterton en español) y muchos otros. También algunos autores de ciencia ficción y fantasía tienen amplia representación (Bradbury, Philip K. Dick y Lovecraft sobre todo)
Soy comprador compulsivo, lector compulsivo y compulsivo hasta más allá del límite de una salud mental aceptable en casi todo, lo cual tiene sus aspectos negativos, pero también indudablemente positivos. Durante muchos años compré libros de ocasión como fuente principal de mis lecturas (hasta un 70% del total). Luego, la carencia de tiempo me hizo poder rebuscar menos y compraba más libro nuevo, aunque aún hago excursiones con amigos a otras provincias a comprar libros de segunda mano (en esta, la mía, la situación del libro de segunda mano es inexistente, después de ser solo penosa muchos años). Y desde hace dos años he de reconocer que compro fundamentalmente por Internet, aunque no dejo de visitar librerías una o dos veces por semana, comprando cosas sueltas y tomando ideas para pedir libros por Internet (que me resultan mucho más baratos, todo hay que decirlo).
Los nacionales
Conseguir tener una habitación solo para los libros (y otras aficiones como informática y fotografía) fue una de las mejoras que tuvo mi vida tras casarme y hoy me costaría mucho vivir sin un recinto dedicado exclusivamente a esto. Los libros han desbordado varias veces los límites de las estanterías (hechas a medida desde el suelo hasta prácticamente el techo) y ha habido desbordamientos (hacia las estanterías de la mini biblioteca de mi lugar de trabajo), ocultamientos (en dobles y triples filas de las que ya no puedo prescindir de ninguna manera), donaciones (he de reconocer que pocas, como buen compulsivo soy acaparador)...
Las lecturas las suelo hacer en el sillón de lectura que compré años atrás o a veces tumbado en el sofá. Nunca he leído en la cama (nunca he podido mantenerme en la cama estando despierto).
Y desde la biblioteca os escribo esto. Os deseo que cada cual tenga una biblioteca digna de su dueño.

sábado, 2 de junio de 2012

CAMINAR, ESCRIBIR, APRENDER

Robert Macfarlane, por esos caminos
Una buena noticia para los literatos (o bibliómanos, o “letraheridos”, como queramos llamar a la pasión por la literatura) que son además caminantes: la publicación de un nuevo libro de Robert Macfarlane, titulado The Old Ways. Esta obra viene a completar su personal trilogía que gira en torno a las múltiples intersecciones entre naturaleza y literatura, compuesta además por Mountains of the Mind –publicada en España por Alba Editorial como Las montañas de la mente-, y The Wild Places*. Si la primera era una historia (entiendan por favor que no se trata de una historia al uso, pero de algún modo se ha de definir este rico y evocador texto) de la fascinación por las montañas, y la segunda tuvo como meta recrear un mapa (mental) de las Islas británicas que fuese por completo distinto del usual mapa de carreteras, The Old Ways –para escribir la cual el autor confiesa haber caminado más de 7.000 millas- examina los caminos que marcan el paisaje, no sólo de Gran Bretaña, sino también de muchos otros países, como España (el Camino de Santiago, cómo no) , Palestina o el Tíbet.
Dada mi doble afición por la literatura y el caminar, y por las sutiles relaciones entre ambas, huelga decir que ardo en deseos de leerla. No habiendo tenido oportunidad aún de hacerlo, me limitaré a señalar un aspecto que subrayan las reseñas que ha suscitado mi mayor interés (que de todos modos, conociendo al autor, hubiera sido grande); según Macfarlane, caminar, escribir y leer son tres actividades que están íntimamente relacionadas. En inglés el verbo “aprender”, "to learn", tiene sus raíces en el protogermánico liznojan, que quiere decir “seguir o encontrar un camino”. Para él, seguir un sendero es una educación en sí y, al tiempo, un reflejo del proceso de aprendizaje: probamos un camino, deambulamos, alcanzamos nuestro destino sólo a fuerza de mirar hacia adelante y hacia atrás. Para aprender, ya sea en la cocina, la biblioteca o el laboratorio, debemos elegir entre varios caminos, probar y observar con atención lo que nos rodea, si no queremos perder el rumbo. Lo mismo se aplica a la lectura, o a la escritura. Como dijo el poeta canadiense Robert Bringhurst en una conferencia titulada "What is Reading For?", para entender lo que leemos "Hemos de caminar por el texto, y para ello se necesitan buenos ojos, buenos pies y mucho tiempo”.
No es extraño que tantos escritores hayan sido a la vez caminantes. Caminar nos pone en contacto con el mundo físico -con nuestro cuerpo y con la naturaleza- pero también con nuestro mundo interior, porque propicia la reflexión.


A la espera de que alguien se decida a traducir esta obra de Macfarlane que tanto promete, pueden ir abriendo el apetito por este autor con Las montañas de la mente, más recomendable si cabe en estos meses de calor, cuando una ascensión a las altas y frescas cumbres resulta más apetecible que nunca.

*Wild Places también ha sido traducido por Alba, con el título de Naturaleza salvaje.