John F. Peto

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jueves, 19 de octubre de 2023

EN FAVOR DE LOS TRADUCTORES

 


Al contrario de lo que ocurre en los países anglosajones, donde una gran mayoría de las obras literarias que se ofrecen al consumidor fueron escritas originalmente en inglés, en España (igual que en Italia, en Portugal, en Grecia o en muchos otros países), un porcentaje muy notable de los libros que circulan son traducciones de otras lenguas. Este es un hecho en el que buena parte de los lectores no reparan. Están convencidos de haber leído a Elena Ferrante, por decir algo, cuando la novela es de Ferrante, pero la lengua le pertenece a Celia Filipetto, su traductora (quien, por cierto, acaba de obtener, muy merecidamente, el Premio Nacional de Traducción).

En realidad, la traducción es una labor a un tiempo imprescindible e invisible. Imprescindible porque, de otro modo, quien no domina más que una lengua vería drásticamente limitado su campo cultural (Iba a escribir “su lengua materna”, pero esto también podría ser objeto de un largo debate.). Sin traductores, olvídate de Homero, de Shakespeare, de Dante, olvídate también de la propia Biblia. Pero la traducción es también invisible, porque tendemos a olvidar que lo que llega a nuestras manos en nuestra lengua no fue originalmente escrito así. Cuando cree estar leyendo a Tolstói, a Kafka o a Joyce, el lector olvida que esas frases que tan bien suenan han pasado por el filtro de la traducción. No son lo que dice el autor, propiamente, sino lo que ha interpretado el traductor.

Como dice Kate Briggs, ella misma traductora, en su ensayo This Little Art, el traductor, igual que hace el novelista, le pide al lector que suspenda por unos momentos su incredulidad.  Si, al abrir una novela, somos conscientes de que los personajes que contienen sus páginas no son reales, pero aún así estamos dispuestos a fingir que lo son, a sufrir y reír con ellos, al leer una novela traducida el pacto es doble: no solo esos personajes no han existido nunca, sino que nunca se expresaron en esa lengua. Y el lector lo hace. Sabemos -por tomar uno de los ejemplos que cita esta autora- que los personajes de Thomas Mann se expresan en alemán, pero cuando abrimos la traducción de La Montaña Mágica de Isabel García Adánez estamos dispuestos a aceptar que, a Hans Castorp, a su llegada a Davos, le recibe su primo Joachim diciendo: “¡Muy buenas! ¿No vas a bajar?”, con el “campechano acento de Hamburgo”. El lector ni pestañea.

Para que esta especie de doble salto mortal funcione, se requiere algo muy difícil: que el autor posea la habilidad suficiente para hacer verosímil lo que cuenta, y que el traductor, por su parte, posea una habilidad similar para verterlo a otra lengua sin que al texto se le vean continuamente las costuras, sin que quede al descubierto el andamiaje de esta suplantación.  Como dice Nuria Barrios en La impostora, un ensayo sobre los vínculos entre traducción y creación, “La traductora presta su voz a un autor extranjero para que la lectora lo identifique como parte de su cultura -una Agota Kristoff hispana, un Emmanuel Carrère hispano, una elena Ferrante hispana…- y su obra no le suene ajena”. Aunque, “La difícil y fascinante meta de la traducción es mantener vivo el eco del idioma de origen en el idioma de destino”. Un trabajo ingente y delicado.

Según la ley de propiedad intelectual española, el traductor es considerado creador de pleno derecho. Con justicia, pues la traducción es, sin lugar a dudas, un proceso de creación. Sin embargo, se trata de un trabajo poco valorado y aún peor pagado. Recientemente, la asociación ACE Traductores publicó un manifiesto en el que denunciaba que “en dos décadas apenas han mejorado las condiciones económicas de un grupo de profesionales que contribuye de manera nada desdeñable a engrosar los beneficios del sector editorial”. Vaya, que viene cobrando la misma tarifa que hace veinte años. ¿Se imaginan que ocurriese lo mismo en el resto de ocupaciones?

Si alguna vez ha caído en sus manos una mala traducción, de esas que convierten el texto en algo ilegible, coincidirán conmigo en que los profesionales de la traducción merecen una remuneración adecuada a su esfuerzo y a su buen hacer. La próxima vez que abran una novela traducida y el lenguaje fluya armoniosamente, piensen en la persona que ha hecho posible ese milagro, y agradézcanselo. Ojalá los editores lo hiciesen también.    

lunes, 29 de junio de 2015

HOTELES LITERARIOS



El verano invita a hacer la maleta y tomar el portante. Cambiar de aires y de rutina. Sustituir las estancias familiares -ya muy vistas- por una habitación de hotel. ¡Hay que ver lo sugerentes y novelescos que resultan los hoteles! Durante unos días, se comparte una cierta intimidad con perfectos desconocidos, ellos también de paso. Te topas con ellos en el ascensor, en el desayuno -estos seguro que salieron de fiesta ayer, mira qué mala cara traen-, en el mostrador de recepción, intercambias algún saludo, haces cábalas sobre las relaciones que los unen y sobre su procedencia. No sabéis nada unos de otros, pero estáis condenados a veros a menudo. La situación perfecta para imaginar complicadas historias, o quién sabe si para vivirlas...

Es lógico que los hoteles se hayan convertido en el escenario preferido de tantas tramas literarias. Lo primero que viene a mi mente es la imagen del lujoso y decadente hotel del Lido, donde el pobre Von Aschenbach era incapaz de sacarle los ojos de encima al bellísimo Tadzio. Thomas Mann -que imagino frecuentaría estos establecimientos- supo hacer buen uso de ellos (La montaña mágica, de hecho, es una variante, en la que el hotel se ha convertido en un sanatorio de montaña). 




Un ambiente parecido -aunque menos lujoso-encontramos en los cuentos que componen el volumen de Katherine Mansfield En un balneario alemán. Además de diseccionar con un ojo agudísimo los tipos humanos que pueblan esa modesta pensión -los posibles de la Mansfield no estaban a la altura de los del patricio Mann-, la autora aprovecha estos relatos de claro trasfondo autobiogràfico para reírse un rato de los alemanes. Y eso, justo antes de la Gran Guerra...



De estos encuentros fortuitos, con desconocidos que quizás no volvamos a ver, nacen a veces insólitas confidencias. Como la historia que le cuenta en una pensión de la Riviera una señora entrada en años al narrador de Veinticuatro horas en la vida de una mujer, de Stefan Zweig. Por supuesto, los hoteles no dan pie sólo a relaciones más o menos turbias entre sus huéspedes, sino a veces a asuntos más truculentos. De esto sabía mucho la gran dama del crimen británica, Agatha Christie. Aparte de poblar casas solariegas y tranquilos pueblecitos ingleses, sus asesinos actúan también en hoteles, ya sea locales -como en En el hotel Bertram- o extranjeros -como en Misterio en el Caribe-. 
Arnold Bennett, por su parte, llevó su afición por la vida de hotel hasta dedicarles no una, sino dos novelas -El Gran Hotel Babilonia e Imperial Hotel-, ambas inspiradas en un hotel real, el Savoy de Londres, del que Bennett era asiduo. Porque -pensaría el bueno de Arnold- pudiéndose alojar en un hotel tan excelente como el Savoy, ¿quién querría salir de él? (Por cierto, si alguien desea saber más sobre este autor tan injustamente relegado y sus obras, varios blogueros nos ocupamos de él aquí.)
No todos los hoteles, sin embargo, son tan cómodos como el Savoy. Sin duda algo de esto debió de padecer E. M. Forster, que arranca su inolvidable Una habitación con vistas con las quejas de unas turistas ingleses acerca de las habitaciones de la Pension Bertolini en Florencia.

Pero me doy cuenta de que nos estamos adentrando en pleno territorio nostálgico. Ninguno de estos hoteles, ni el lujoso Savoy, ni las sencillas pensiones alemanas, tiene mucho que ver con la asepsia y funcionalidad de las cadenas hoteleras de hoy en día. A la hora de decidir un destino, tal vez sea preferible guardar la maleta, cerrar la página de Tripadvisor, y encaminarse a la librería, donde los hoteles que se nos ofrecen son infinitamente más interesantes.

(Soy consciente de que en esta relación de hoteles literarios faltan muchos que merecerían aparecer aquí. Quien lo desee, encontrará más sugerencias en el blog de Bibliomanías y otros desvaríos, a quien agradezco la idea para confeccionar este post. ¡E invito a mis lectores a aportar también sus "hoteles literarios"!)